"...Oh tú, mármol de
carne soberana.
Resplandor que traspasas los encantos..."
"Rebecca"
Paul De Soriatt
Reseña biografica
Poeta español
nacido en Sevilla en 1898.
Su infancia transcurrió en Málaga, y aunque
desde los trece años se trasladó con su familia a Madrid,
el mar dejó una profunda huella en su poesia. Fue profesor de Derecho
Mercantil y miembro de la Real Academia
española desde 1949.
Es uno de los grandes valores de la poesia del siglo XX.
Su primer libro,
«Ámbito», fue publicado en 1928, al que siguieron, «Espadas como labios» en
1932,
«Pasión de la tierra» en 1935, «Sombra del paraíso» en 1944, «Mundo a
solas» en 1950, «Nacimiento último» en 1953,
«Historia del corazón» en 1954, «Poemas de la consumación» en 1968,
«Diálogos del conocimiento» en 1974
y póstumamente «En gran noche» en 1991.
En 1934 fue Premio Nacional de
Literatura y en 1977 recibió el
Premio Nobel de Literatura.
Falleció en Madrid en 1984. ©
A ti, viva
Adolescencia
Al cielo
Canción a una muchacha muerta
Ciudad del paraíso
Como la mar, los besos
Criaturas en la aurora
Después del amor
Diosa
El alma
El olvido
El poeta se acuerda de su vida
El sexo
El último
amor
Hija de la mar
Humana voz
La noche
Las manos
Los besos
Mano entregada
Mar del
paraíso
Mudo de noche
Muñecas
Nacimiento del amor
No busques, no
No te conozco
Plenitud del amor
Quiero
Reposo
Se querían
Si miro tus ojos...
Sin fe
Tormento del amor
Triunfo del amor
Unas pocas palabras
Unidad en ella
Ven, siempre ven
Mas poemas de Vicente Aleixandre
A ti viva
Es tocar el cielo, poner el dedo
sobre un cuerpo humano.
Novalis
Cuando contemplo tu cuerpo extendido
como un río
que nunca acaba de pasar,
como un claro espejo donde cantan las aves,
donde es un gozo sentir el día cómo amanece.
cuando miro a tus ojos, profunda muerte o vida
que me llama,
canción de un fondo que sólo sospecho;
cuando veo tu
forma, tu frente serena,
piedra luciente en que mis besos destellan,
como esas rocas que reflejan un sol que nunca se hunde.
Cuando acerco mis labios a esa música incierta,
a ese rumor de
los siempre juvenil,
del ardor de la tierra que canta entre lo verde,
cuerpo que húmedo siempre resbalaría
como un amor feliz que escapa y
vuelve...
Siento el mundo rodar
bajo mis pies,
rodar ligero con siempre capacidad de estrella,
con
esa alegre generosidad del lucero
que ni siquiera pide un mar en que
doblarse.
Todo es sorpresa. El mundo destellando
siente que un mar de
pronto está desnudo, trémulo,
que es ese pecho enfebrecido y ávido
que sólo pide el brillo de Id luz.
La creación riela. La dicha sosegada
transcurre como un placer
que nunca llega al colmo,
como esa rápida ascensión del amor
donde
el viento se ciñe a las frentes más ciegas.
Mirar tu cuerpo sin más luz que la tuya,
que esa cercana música
que concierta a las aves,
a las aguas, al bosque, a ese ligado latido
de este mundo absoluto que siento ahora en los labios.
Adolescencia
Vinieras y te fueras dulcemente,
de otro camino
a otro
camino. Verte,
y ya otra vez no verte.
Pasar por un puente a otro puente.
-El
pie breve,
la luz vencida alegre-.
Muchacho que sería yo mirando
aguas
abajo la corriente,
y en el espejo tu pasaje
fluir, desvanecerse.
Al cielo
El puro azul ennoblece
mi corazón. Sólo tú, ámbito altísimo
inaccesible a mis labios, das paz y calma plenas
al agitado corazón
con que estos años vivo.
Reciente la historia de mi juventud, alegre
todavía
y dolorosa ya, mi sangre se agita, recorre su cárcel
y,
roja de oscura hermosura, asalta el muro
débil del pecho, pidiendo tu
vista,
cielo feliz que en la mañana rutilas,
que asciendes entero
y majestuoso presides
mi frente clara, donde mis ojos te besan.
Luego declinas, ¡oh sereno, oh puro don de la altura!,
cielo
intocable que siempre me pides, sin cansancio, mis besos,
como de
cada mortal, virginal, solicitas.
Sólo por ti mi frente pervive al sucio embate de la sangre.
Interiormente combatido de la presencia dolorida y feroz,
recuerdo
impío de tanto amor y de tanta belleza,
una larga espada tendida como
sangre recorre
mis venas, y sólo tú, cielo agreste, intocado,
das calma a este acero sin tregua que me yergue en el mundo.
Baja, baja dulce para mí y da paz a mi vida.
Hazte blando a mi frente
como una mano tangible
y oiga yo como un trueno que sea dulce una voz
que, azul, sin celajes, clame largamente en mi cabellera.
Hundido en
ti, besado del azul poderoso y materno,
mis labios sumidos en tu
celeste luz apurada
sientan tu roce meridiano, y mis ojos
ebrios
de tu estelar pensamiento te amen,
mientras así peinado suavemente
por el soplo de los astros,
mis oídos escuchan al único amor que no
muere.
Canción a una muchacha muerta
Dime, dime el secreto de tu
corazón virgen,
dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra,
quiero saber
por qué ahora eres un agua,
esas orillas frescas donde unos pies desnudos
se bañan con espuma.
Dime por qué sobre tu pelo
suelto,
sobre tu dulce hierba acariciada,
cae, resbala, acaricia, se
va
un sol ardiente o reposado que te toca
como un viento que lleva
sólo un pájaro o mano.
Dime por qué tu corazón
como una selva diminuta
espera bajo tierra los imposibles pájaros,
esa
canción total que por encima de los ojos
hacen los sueños cuando pasan
sin ruido.
Oh tú, canción que a un
cuerpo muerto o vivo,
que a un ser hermoso que bajo el suelo duerme,
cantas color de piedra, color de beso o labio,
cantas como si el nácar
durmiera o respirara.
Esa cintura, ese débil
volumen de un pecho triste,
ese rizo voluble que ignora el viento,
esos ojos por donde sólo boga el silencio,
esos dientes que son de marfil
resguardado,
ese aire que no mueve unas hojas no verdes.
¡Oh tú, cielo riente que
pasas como nube;
oh pájaro feliz que sobre un hombro ríes;
fuente que,
chorro fresco, te enredas con la luna;
césped blando que pisan unos pies
adorados!
Ciudad del paraíso
A mi ciudad de Málaga
Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos.
Colgada del imponente monte, apenas detenida
en tu vertical caída a las ondas azules,
pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas,
intermedia en los aires, como si una mano dichosa
te hubiera retenido, un momento de gloria,
antes de hundirte para siempre en las olas amantes.
Pero tú duras, nunca desciendes, y el mar suspira
o brama por ti, ciudad de mis días alegres,
ciudad madre y blanquísima donde viví, y recuerdo,
angélica ciudad que, más alta que el mar, presides sus espumas.
Calles apenas, leves, musicales. Jardines
donde flores tropicales elevan sus juveniles palmas gruesas.
Palmas de luz que sobre las cabezas, aladas,
merecen el brillo de la brisa y suspenden
por un instante labios celestiales que cruzan
con destino a las islas remotísimas, mágicas,
que allá en el azul índigo, libertadas, navegan.
Allí también viví, allí, ciudad graciosa, ciudad honda.
Allí donde los jóvenes resbalan sobre la piedra amable,
y donde las rutilantes paredes besan siempre
a quienes siempre cruzan, hervidores de brillos.
Allí fui conducido por una mano materna.
Acaso de una reja florida una guitarra triste
cantaba la súbita canción suspendida del tiempo;
quieta la noche, más quieto el amante,
bajo la lucha eterna que instantánea transcurre.
Un soplo de eternidad pudo destruirte,
ciudad prodigiosa, momento que en la mente de un dios emergiste.
Los hombres por un sueño vivieron, no vivieron,
eternamente fúlgidos como un soplo divino.
Jardines, flores. Mar alentado como un brazo que anhela
a la ciudad voladora entre monte y abismo,
blanca en los aires, con calidad de pájaro suspenso
que nunca arriba. ¡Oh ciudad no en la tierra!
Por aquella mano materna fui llevado ligero
por tus calles ingrávidas. Pie desnudo en el día.
Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro.
Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas.
Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas.
De "Sombra del paraíso" 1939
Como la mar, los besos
No importan los emblemas
ni las vanas palabras que son un soplo sólo.
Importa el eco de lo que oí
y escucho.
Tu voz, que muerta vive, como yo que al pasar
aquí aún te
hablo.
Eras más consistente,
más duradera, no porque te besase,
ni porque en ti asiera firme a la
existencia.
Sino porque como la mar
después que arena invade temerosa
se ahonda.
En verdes o en espumas la mar, se aleja.
Como ella fue y
volvió tú nunca vuelves.
Quizá porque, rodada
sobre playa sin fin, no pude hallarte.
La
huella de tu espuma,
cuando el agua se va, queda en los bordes.
Sólo bordes encuentro. Sólo el filo de voz que
en mí quedara.
Como
un alga tus besos.
Mágicos en la luz, pues muertos tornan.
Criaturas en la aurora
Vosotros conocisteis la
generosa luz de la inocencia.
Entre las flores silvestres recogisteis
cada mañana
el último, el pálido eco de la postrer estrella.
Bebisteis
ese cristalino fulgor,
que con una mano purísima
dice adiós a los
hombres detrás de la fantástica
presencia montañosa.
Bajo el azul naciente,
entre las luces nuevas,
entre los puros céfiros primeros,
que vencían a fuerza de -candor a la
noche,
amanecisteis cada día, porque cada día la túnica casi
húmeda
se desgarraba virginalmente para amaros,
desnuda, pura,
inviolada.
Aparecisteis entre la suavidad de las laderas,
donde la
hierba apacible ha recibido eternamente el
beso instantáneo de la luna.
Ojo dulce, mirada repentina para un mundo
estremecido
que se siente inefable más allá de su misma apariencia.
La
música de los ríos, la quietud de las alas,
esas plumas que todavía con
el recuerdo del día se
plegaron para el amor como para el sueño,
entonaban su quietísimo éxtasis
bajo el mágico soplo de la luz,
luna ferviente que aparecida en el cielo
parece ignorar su efímero destino transparente.
La melancólica
inclinación de los montes
no significaba el arrepentimiento terreno
ante la inevitable mutación de las horas:
era más bien la tersura, la
mórbida superficie del mundo
que ofrecía su curva como un seno hechizado.
Allí vivisteis. Allí cada día presenciasteis la tierra,
la luz, el calor,
el sondear lentísimo
de los rayos celestes que adivinaban las formas,
que palpaban tiernamente las laderas, los valles,
los ríos con su ya casi
brillante espada solar,
acero vívido que guarda aún, sin lágrimas, la
amarillez
tan íntima,
la plateada faz de la luna retenida en sus ondas.
Allí
nacían cada mañana los pájaros,
sorprendentes, novísimos, vividores,
celestes.
Las lenguas de la inocencia
no decían palabras:
entre las
ramas de los altos álamos blancos
sonaban casi también vegetales, como el
soplo en las
frondas.
¡Pájaros de la dicha inicial, que se abrían
estrenando
sus alas, sin perder la gota virginal del rocío!
Las flores salpicadas,
las apenas brillantes florecillas del
soto,
eran blandas, sin grito, a vuestras plantas desnudas.
Yo os vi,
os presentí, cuando el perfume invisible
besaba vuestros pies,
insensibles al beso.
¡No crueles: dichosos! En las cabezas desnudas
brillaban acaso las hojas iluminadas del alba.
Vuestra frente se hería,
ella misma, contra los rayos
dorados, recientes, de la vida,
del sol, del amor, del silencio
bellísimo.
No había lluvia, pero unos dulces brazos
parecían presidir
a los aires,
y vuestros cabellos sentían su hechicera presencia,
mientras decíais palabras a las que el sol naciente daba
magia de plumas.
No, no es ahora, cuando la noche va cayendo,
también
con la misma dulzura pero con un levísimo
vapor de ceniza,
cuando yo correré tras vuestras sombras amadas.
Lejos
están las inmarchitas horas matinales,
imagen feliz de la aurora
impaciente,
tierno nacimiento de la dicha en los labios,
en los seres
vivísimos que yo amé en vuestras márgenes.
El placer no tomaba el
temeroso nombre de placer,
ni el turbio espesor de los bosques hendidos,
sino la embriagadora nitidez de las cañadas abiertas
donde la luz se
desliza con sencillez de pájaro.
Por eso os amo, inocentes, amorosos
seres mortales
de un mundo virginal que diariamente se repetía
cuando
la vida sonaba en las gargantas felices
de las aves, los ríos, los aires
y los hombres.
Después del amor
Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto,
como el silencio que queda
después del amor,
yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo
hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen.
Y con mi mano
repaso las lindes delicadas de tu vivir
retraído.
Y siento la musical, callada verdad de tu cuerpo, que hace
un instante, en desorden, como lumbre cantaba.
El reposo consiente a la
masa que perdió por el amor su
forma continua,
para despegar hacia arriba con la voraz irregularidad de
la llama,
convertirse otra vez en el cuerpo veraz que en sus límites
se rehace.
Tocando esos bordes, sedosos, indemnes, tibios,
delicadamente desnudos,
se sabe que la amada persiste en su vida.
Momentánea destrucción el amor, combustión que
amenaza
al puro ser que amamos, al que nuestro fuego vulnera,
sólo
cuando desprendidos de sus lumbres deshechas
la miramos, reconocemos
perfecta, cuajada, reciente la
vida,
la silenciosa y cálida vida que desde su dulce exterioridad
nos llamaba.
He aquí el perfecto vaso del amor que, colmado,
opulento
de su sangre serena, dorado reluce.
He aquí los senos, el vientre, su
redondo muslo, su acabado
pie,
y arriba los hombros, el cuello de suave pluma reciente,
la
mejilla no quemada, no ardida, cándida en su rosa
nacido,
y la frente donde habita el pensamiento diario de nuestro
amor, que allí lúcido vela.
En medio, sellando el rostro nítido que la
tarde amarilla
caldea sin celo,
está la boca fina, rasgada, pura en las luces.
Oh
temerosa llave del recinto del fuego.
Rozo tu delicada piel con estos
dedos que temen y saben,
mientras pongo mi boca sobre tu cabellera
apagada.
Diosa
Dormida sobre el tigre,
su leve trenza yace.
Mirad su bulto. Alienta
sobre la piel hermosa,
tranquila, soberana.
¿Quién puede osar, quién sólo
sus labios hoy
pondría
sobre la luz dichosa
que, humana apenas, sueña?
Miradla
allí. ¡Cuán sola!
¡Cuán intacta! ¿Tangible?
Casi divina, leve
el
seno se alza, cesa,
se yergue, abate; gime
como el amor. Y un tigre
soberbio la sostiene
como la mar hircana,
donde flotase extensa,
feliz, nunca ofrecida.
¡Ah, mortales! No, nunca;
desnuda, nunca
vuestra.
Sobre la piel hoy ígnea
miradla, exenta: es diosa.
El alma
El día ha amanecido.
Anoche te he tenido en mis brazos.
Qué
misterioso es el color de la carne.
Anoche, más suave que nunca:
Carne
casi soñada.
Lo mismo que si el alma al fin fuera tangible.
Alma mía,
tus bordes,
tu casi luz, tu tibieza conforme.
Repasaba tu pecho, tu garganta,
tu cintura: lo terso,
lo
misterioso, lo maravillosamente expresado.
Tocaba despacio, despacísimo,
lento,
el inoíble rumor del alma pura, del alma manifestada.
Esa
noche, abarcable; cada día, cada minuto, abarcable.
El alma con su olor a
azucena.
Oh, no: con su sima,
con su irrupción misteriosa de bulto
vivo.
El alma por donde navegar no es preciso
porque a mi lado
extendida, arribada, se muestra
como una inmensa flor; oh, no: como un
cuerpo
maravillosamente investido.
Ondas de alma..., alma reconocible.
Mirando, tentando su brillo conforme,
su limitado brillo que mi mano
somete,
creo,
creo, amor mío, realidad, mi destino,
alma olorosa,
espíritu que se realiza,
maravilloso misterio que lentamente se teje,
hasta hacerse ya como un cuerpo,
comunicación que bajo mis ojos miro
formarse,
organizarse,
y conformemente brillar,
trasminar ,
trascender,
en su dibujo bellísimo,
en su sola verdad de cuerpo
advenido;
oh dulce realidad que yo aprieto, con mi mano, que por
una manifestada suavidad se desliza.
Así, amada mía,
cuando
desnuda te rozo,
cuando muy lento, despacísimo, regaladamente te toco.
en la maravillosa noche de nuestro amor.
Con luz, para mirarte.
Con
bella luz porque es para ti.
Para engolfarme en mi dicha.
Para olerte,
adorarte,
para, ceñida, trastornarme con tu emanación.
Para amasarte
con estos brazos que sin cansancio se
ahorman.
Para sentir contra mi pecho todos los brillos,
contagiándome
de ti,
que, alma, como una niña sonríes
cuando te digo: « Alma mía...
»
El olvido
No es tu final como una copa vana
que hay que apurar. Arroja el casco, y
muere.
Por eso lentamente levantas en tu mano
un brillo o su mención, y
arden tus dedos,
como una nieve súbita.
Está y no estuvo, pero estuvo y calla.
El
frío quema y en tus ojos nace
su memoria. Recordar es obsceno,
peor: es triste. Olvidar es morir.
Con dignidad murió. Su sombra cruza.
El poeta se acuerda de su vida
Perdonadme: he dormido.
Y dormir no es vivir. Paz a los hombres.
Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan.
¿Vivir en
ellas? Las palabras mueren.
Bellas son al sonar, mas nunca duran.
Así
esta noche clara. Ayer cuando la aurora
o cuando el día cumplido estira
el rayo
final, ya en tu rostro acaso.
Con tu pincel de luz cierra tus
ojos.
Duerme.
La noche es larga, pero ya ha pasado.
El sexo
I
¡Pendiente de ese tronco
el fruto consta en vida.
Su
materia consiente
una verdad durable.
En la sombra él madura,
si por siglos, finito,
y no cae sino cuando
el árbol rueda en
tierra.
Fruto de carne o masa
de vida congruente,
pálido en su
corteza,
nudosa nuez compacta.
La sangre rueda y pasa,
y
ardiente sigue y vase,
mientras el viento pone
la vida en llamas y
arde
doble tiniebla absorta.
Eje del sol que un rayo
descargará
sin duelo
y estallará en la liza
dentro en la sombra exacta.
Oh, conjunción del fuego
con su materia idónea.
Fuego del sol, o
fruto
que al estallar se siembra.
II
Entre las piernas suaves pasa un río,
lecho insinuado para
el agua viva;
entre la fresca sombra o un humo quedo
que en el
terso crepúsculo está inmóvil.
Entre los muslos, sólo el tiempo
quieto,
el tiempo que no pasa, eternamente,
inmortal, sin nacer,
entre las sombras.
Entre las piernas bellas sólo un río
en el
fondo se siente cruzar único.
Agua oscura sin tiempo que no nace
y
que sobre la tierra desemboca.
Oh, hermosa conjunción de sangre y flor,
botón secreto que en la
luz perfuma
el nacimiento de la luz creciendo
de entre los muslos
de la bella echada.
Ruda moneda o sol que exhala el día
naciendo
de ese cuerpo dolorido,
presto al amor cuando el cenit empuje
al
adversario que agresivo avanza.
Misterio entonces del ocaso ardiente
cuando como en caricia el rayo ingrese
en la sima voraz y se haga
noche :
noche perfecta de los dos amantes.
El último amor
I
Amor mío, amor mío.
Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo.
Y acaba de irse aquella que nos quería. Acaba de salir. Acabamos de oír
cerrarse la puerta.
Todavía nuestros brazos están tendidos. Y la voz se
queja en la garganta.
Amor mío...
Cállate. Vuelve sobre tus pasos.
Cierra despacio la puerta, si es que
no quedó bien cerrada.
Regrésate.
Siéntate ahí, y descansa.
No, no
oigas el ruido de la calle. No vuelve. No puede volver.
Se ha marchado, y
estás solo.
No levantes los ojos para mirarlo todo, como si en todo aún
estuviera.
Se está haciendo de noche.
Ponte así: tu rostro en tu mano.
Apóyate. Descansa.
Te envuelve dulcemente la oscuridad, y lentamente te
borra.
Todavía respiras. Duerme.
Duerme si puedes. Duerme poquito a
poco, deshaciéndote, desliéndote
en la noche que poco a poco te anega.
¿No oyes? No, ya no oyes. El puro
silencio eres tú, oh dormido, oh abandonado,
oh solitario.
¡Oh, si yo pudiera hacer que nunca más despertases!
II
Las palabras del abandono. Las de la amargura.
Yo mismo, sí, yo y
no otro.
Yo las oí. Sonaban como las demás. Daban el mismo sonido.
Las
decían los mismos labios, que hacían el mismo movimiento.
Pero no se las
podía oír igual. Porque significan: las palabras
significan. Ay, si las
palabras fuesen sólo un suave sonido,
y cerrando los ojos se las pudiese
escuchar en el sueño...
Yo las oí. Y su sonido final fue como el de una llave que se cierra.
Como un portazo.
Las oí, y quedé mudo.
Y oí los pasos que se alejaron.
Volví, y me senté.
Silenciosamente cerré la puerta yo mismo.
Sin
ruido. Y me senté. Sin sollozo.
Sereno, mientras la noche empezaba.
La
noche larga. Y apoyé mi cabeza en mi mano.
Y dije...
Pero no dije
nada. Moví mis labios. Suavemente, suavísimamente.
Y dibujé todavía
el
último gesto, ese
que yo ya nunca repetiría.
Hija de la mar
Muchacha, corazón o sonrisa,
caliente nudo de presencia en el día,
irresponsable belleza que a sí misma se ignora,
ojos de azul radiante
que estremece.
Tu inocencia como un mar en que vives-
qué pena a ti alcanzarte,
tú sola isla aún intacta;
qué pecho el tuyo, playa o arena amada
que escurre entre los dedos aún sin forma.
Generosa presencia la de una niña que amar,
derribado o tendido
cuerpo o playa a una brisa,
a unos ojos templados que te miran,
oreando un desnudo dócil a su tacto.
No mientas nunca, conserva siempre
tu inerte y armoniosa fiebre
que no resiste,
playa o cuerpo dorado, muchacha que en la orilla
es siempre alguna concha que unas ondas dejaron.
Vive, vive como el mismo rumor de que has nacido;
escucha el son
de tu madre imperiosa;
sé tú espuma que queda después de aquel amor,
después de que, agua o madre, la orilla se retira.
Humana voz
Duele la cicatriz de la luz,
duele en el suelo la misma sombra de los dientes,
duele todo,
hasta el zapato triste que se lo llevó el río.
Duelen las plumas del gallo,
de tantos colores
que la frente no sabe qué postura tomar
ante el rojo cruel del poniente.
Duele el alma amarilla o una avellana lenta,
la que rodó mejilla abajo cuando estábamos dentro del agua
y las lágrimas no se sentían más que al tacto.
Duele la avispa fraudulenta
que a veces bajo la tetilla izquierda
imita un corazón o un latido,
amarilla como el azufre no tocado
o las manos del muerto a quien queríamos.
Duele la habitación como la caja del pecho,
donde las palomas blancas como sangre
pasan bajo la piel sin pararse en los labios
a hundirse en las entrañas con sus alas cerradas.
Duele el día, la noche,
duele el viento gemido,
duele la ira o espada seca,
aquello que se besa cuando es de noche.
Tristeza. Duele el candor, la ciencia,
el hierro, la cintura,
los límites y esos brazos abiertos, horizonte
como corona contra las sienes.
Duele el dolor. Te amo.
Duele, duele. Te amo.
Duele la tierra o uña,
espejo en que estas letras se reflejan.
La noche
Fresco sonido extinto o sombra, el día me encuentra.
Sí, como muerte, quizá como suspiro,
quizá como un solo corazón que tiene bordes,
acaso como límite de un pecho que respira;
como un agua que rodea suavemente una forma
y convierte a ese cuerpo en estrella en el agua.
Quizá como el viaje de un ser que se siente arrastrado
a la final desembocadura en que a nadie se conoce,
en que la fría sonrisa se hace sólo con los dientes,
más dolorosa cuanto que todavía las manos están tibias.
Sí . Como ser que, vivo, porque vivir es eso,
llega en el aire, en el generoso transporte
que consiste en tenderse en la tierra y esperar,
esperar que la vida sea una fresca rosa.
Sí, como la muerte que renace en el viento.
Vida, vida batiente que con forma de brisa,
con forma de huracán que sale de un aliento,
mece las hojas, mece la dicha o el color de los pétalos,
la fresca flor sensible en que alguien se ha trocado.
Como joven silencio, como verde o laurel;
como la sombra de un tigre hermoso que surte de la selva;
como alegre retención de los rayos del sol en el plano del agua;
como la viva burbuja que un pez dorado inscribe en el azul del cielo.
Como la imposible rama en que una golondrina no detiene su vuelo...
El día me encuentra.
Las manos
Mira tu mano, que despacio
se mueve,
transparente, tangible, atravesada por la luz,
hermosa, viva,
casi humana en la noche.
Con reflejo de luna, con dolor de mejilla,
con vaguedad de
sueño,
mírala así crecer, mientras
alzas el brazo,
búsqueda inútil de una noche perdida,
ala de luz que
cruzando en silencio
toca carnal esa bóveda oscura.
No fosforece tu pesar, no
ha atrapado
ese caliente palpitar de otro vuelo.
Mano volante perseguida:
pareja.
Dulces, oscuras, apagadas, cruzáis.
Sois las amantes
vocaciones, los signos
que en la tiniebla sin sonido se apelan.
Cielo extinguido de
luceros que, tibios,
campo a los vuelos silenciosos te brindas.
Manos de amantes que
murieron, recientes,
manos con vida que volantes se buscan
y cuando chocan y se
estrechan encienden
sobre los hombres una luna instantánea.
Los besos
No te olvides, temprana, de
los besos un día.
De los besos alados que a tu boca llegaron.
Un
instante pusieron su plumaje encendido
sobre el puro dibujo que se rinde entreabierto.
Te rozaron los dientes. Tú
sentiste su bulto,
en tu boca latiendo su celeste plumaje.
Ah,
redondo tu labio palpitaba de dicha.
¿Quién no besa esos pájaros cuando llegan, escapan?
Entreabierta tu boca vi tus
dientes blanquísimos.
Ah, los picos delgados entre labios se hunden.
Ah, picaron celestes, mientras dulce sentiste
que tu cuerpo ligero, muy ligero, se erguía.
¡Cuán graciosa, cuán fina,
cuán esbelta reinabas!
Luz o pájaros llegan, besos puros, plumajes.
Y oscurecen tu rostro con sus alas calientes,
que te rozan, revuelan, mientras ciega tú brillas.
No lo olvides. Felices,
mira, van, ahora escapan.
Mira: vuelan, ascienden, el azul los adopta.
Suben altos, dorados. Van calientes, ardiendo.
Gimen, cantan, esplenden. En el cielo deliran.
Mano entregada
Pero otro día toco tu mano.
Mano tibia...
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y
toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta
su
estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el
triste hueso adonde no llega nunca
el amor. Oh carne dulce, que sí empapa
del amor hermoso.
Es por la piel secreta,
secretamente abierta,
invisiblemente entreabierta,
por donde el calor
tibio propaga su voz, su afán dulce;
para rodar por ellas en tu escondida
sangre,
como otra sangre que sonara oscura,
que dulcemente oscura te
besara
por dentro, recorriendo despacio como sonido puro
ese cuerpo
que resuena mío, mío poblado de mis
voces profundas
¡oh resonado cuerpo de mi amor!, ¡oh poseído cuerpo!,
¡oh cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole!
Por eso, cuando acaricio tu
mano, sé que sólo el hueso rehúsa
mi amor -el nunca incandescente hueso
del hombre-.
Y que una zona triste de tu ser se rehúsa,
mientras tu
carne entera llega un instante lúcido
en que total flamea, por virtud de
ese lento contacto
de tu mano,
de tu porosa mano suavísima que gime,
tu delicada mano
silente, por donde entro
despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,
hasta tus venas hondas totales donde bogo,
donde te pueblo y canto
completo entre tu carne.
Mar
del paraíso
Heme aquí frente a ti, mar,
todavía...
Con el polvo de la tierra en mis hombros,
impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre,
heme aquí, luz eterna,
vasto mar sin cansancio,
última expresión de un amor que no acaba,
rosa del mundo ardiente.
Eras tú, cuando niño,
la sandalia fresquísima para mi pie desnudo.
Un albo crecimiento de espumas por mi pierna
me engañara en aquella remota infancia de delicias.
Un sol, una promesa
de dicha, una felicidad humana, una cándida correlación de luz
con mis ojos nativos, de ti, mar, de ti, cielo,
imperaba generosa sobre mi frente deslumbrada
y extendía sobre mis ojos su inmaterial palma alcanzable,
abanico de amor o resplandor continuo
que imitaba unos labios para mi piel sin nubes.
Lejos el rumor pedregoso de los caminos oscuros
donde hombres ignoraban tu fulgor aún virgíneo.
Niño grácil, para mí la sombra de la nube en la playa
no era el torvo presentimiento de mi vida en su polvo,
no era el contorno bien preciso donde la sangre un día
acabaría coagulada, sin destello y sin numen.
Más bien, con mi dedo pequeño, mientras la nube detenía su paso,
yo tracé sobre la fina arena dorada su perfil estremecido,
y apliqué mi mejilla sobre su tierna luz transitoria,
mientras mis labios decían los primeros nombres amorosos:
cielo, arena, mar...
El lejano crujir de los aceros, el eco al fondo de los bosques partidos por
los hombres,
era allí para mí un monte oscuro, pero también hermoso.
Y mis oídos confundían el contacto heridor del labio crudo
del hacha en las encinas
con un beso implacable, cierto de amor, en ramas.
La presencia de peces por las orillas, su plata núbil,
el oro no manchado por los dedos de nadie,
la resbalosa escama de la luz, era un brillo en los míos.
No apresé nunca esa forma huidiza de un pez en su hermosura,
la esplendente libertad de los seres,
ni amenacé una vida, porque amé mucho: amaba
sin conocer el amor; sólo vivía...
Las barcas que a lo lejos
confundían sus velas con las crujientes alas
de las gaviotas 0 dejaban espuma como suspiros leves,
hallaban en mi pecho confiado un envío,
un grito, un nombre de amor, un deseo para mis labios húmedos,
y si las vi pasar, mis manos menudas se alzaron
y gimieron de dicha a su secreta presencia,
ante el azul telón que mis ojos adivinaron,
viaje hacia un mundo prometido, entrevisto,
al que mi destino me convocaba con muy dulce certeza.
Por mis labios de niño cantó la tierra; el mar
cantaba dulcemente azotado por mis manos inocentes.
La luz, tenuemente mordida por mis dientes blanquísimos,
cantó; cantó la sangre de la aurora en mi lengua.
Tiernamente en mi boca, la luz del mundo me iluminaba por dentro.
Toda la asunción de la vida embriagó mis sentidos.
Y los rumorosos bosques me desearon entre sus verdes frondas,
porque la luz rosada era en mi cuerpo dicha.
Por eso hoy, mar,
con el polvo de la tierra en mis hombros,
impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre,
heme aquí, luz eterna,
vasto mar sin cansancio,
rosa del mundo ardiente.
Heme aquí frente a ti, mar, todavía...
Mudo de noche
Las ventanas abiertas.
Voy a cantar doblando.
Canto con todo el cuerpo,
moviendo músculos de bronce
y sostenido el cielo derrumbado como un sollozo retenido.
Con mis puños de cristal lúcido quiero ignorar las luces,
quiero ignorar tu nombre, oh belleza diminuta.
Entretenido en amanecer,
en expulsar esta clarividencia que me rebosa,
siento por corazón un recuerdo, acaso una pluma,
acaso ese navío frágil olvidado entre dos ríos.
Voy a virar en redondo.
¿Cómo era sonreír, cómo era?
Era una historia sencilla, fácil de narrar, olvidada
mientras la luz se hacía cuerpo y se la llevaban las sangres.
Que fácil confundir un beso y un coágulo.
Oh, no torzáis los rostros como si un viento los doblase,
acordaos que el alba es una punta no afilada
y que su suavidad de pluma es propicia a los sueños.
Un candor, una blancura, una almohada ignorante de las cabezas,
reposa en otros valles donde el calor está quieto,
donde ha descendido sin tomar cuerpo
porque ignora todavía el bulto de las letras,
esos lingotes de carne que no pueden envolverse con nada.
esta constancia, esta vigencia, este saber que existe,
que no sirve cerrar los ojos y hundir el brazo en el río,
que los peces de escamas frágiles no destellan como manos,
que resbalan todas las dudas al tiempo que la garganta se obstruye.
Pero no existen lágrimas.
Vellones, lana vivida, límites bien tangibles
descienden por las laderas para recordarme los brazos.
¡Oh, sí!, la tierra es abarcable y los dedos lo saben.
Ellos ciegos de noche se buscan por los antípodas,
sin más guía que la fiebre que reina por otros cielos,
sin más norte, oh caricia, que sus labios cruzados.
Muñecas
Un coro de muñecas,
cartón amable para unos labios míos,
cartón de luna o tierra acariciada,
muñecas como liras
a un viento acero que no, apenas si las toca.
Muchachas con un pecho
donde élitros de bronce,
diente fortuito o sed bajo lo oscuro,
muerde
-escarabajo fino,
lentitud goteada por una piel sedeña.
Un coro de muñecas
cantando con los codos,
midiendo dulcemente los extremos,
sentado
sobre un niño;
boca, humedad lasciva, casi pólvora,
carne rota en
pedazos como herrumbre.
Boca, boca de fango,
amor, flor detenida, viva, abierta,
boca, boca, nenúfar,
sangre
amarilla o casta por los aires.
Muchachas, delantales,
carne, madera o liquen,
musgo frío del vientre sosegado
respirando ese
beso ambiguo o verde.
Mar, mar dolorido o
cárdeno,
flanco de virgen, duda inanimada.
Gigantes de placer que sin
cabeza
soles radiantes sienten sobre el hombro.
Nacimiento del amor
¿Cómo nació el amor? fue ya
en otoño.
Maduro el mundo,
no te aguardaba ya. Llegaste alegre,
ligeramente rubia, resbalando en lo blando
del tiempo. Y te miré. ¡Qué
hermosa
me pareciste aún, sonriente, vívida,
frente a la luna aún
niña, prematura en la tarde,
sin luz, graciosa en aires dorados; como tú,
que llegabas sobre el azul, sin beso,
pero con dientes claros, con
impaciente amor!
Te miré. La tristeza
se
encogía a lo lejos, llena de paños largos,
como un poniente graso que sus
ondas retira.
Casi una lluvia fina -¡el cielo azul!- mojaba
tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino
de la luz! Tan dorada te
miré que los soles
apenas se atrevían a insistir, a encenderse
por ti,
de ti, a darte siempre
su pasión luminosa, ronda tierna
de soles que
giraban en torno a ti, astro dulce,
en torno a un cuerpo casi
transparente, gozoso,
que empapa luces húmedas, finales, de la tarde
y
vierte, todavía matinal, sus auroras.
Eras tú, amor, destino,
final amor luciente,
nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso.
Pero
no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo,
alma solo? Ah, tu carne
traslúcida
besaba como dos alas tibias,
como el aire que mueve un
pecho respirando,
y sentí tus palabras, tu perfume,
y en el alma
profunda, clarividente
diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la
luz,
sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste.
En mi alma
nacía el día. Brillando
estaba de ti; tu alma en mí estaba.
Sentí
dentro, en mi boca, el sabor a la aurora.
Mis ojos dieron su dorada
verdad. sentí a los pájaros
en mi frente piar, ensordeciendo
mi
corazón. Miré por dentro
los ramos, las cañadas luminosas, las alas
variantes,
y un vuelo de plumajes de color, de encendidos
presentes me
embriagó, mientras todo mi ser
a un mediodía,
raudo, loco, creciente se incendiaba
y mi sangre
ruidosa se despeñaba en gozos
de amor, de luz, de plenitud, de espuma.
No busques, no
Yo te he querido como nunca.
Eras azul como noche que acaba,
eras la
impenetrable caparazón del galápago
que se oculta bajo la roca de la
amorosa llegada de la luz.
Eras la sombra torpe
que cuaja entre los
dedos cuando en tierra dormimos solitarios.
De nada serviría besar tu oscura encrucijada de sangre alterna,
donde
de pronto el pulso navegaba
y de pronto faltaba como un mar que desprecia
a la arena.
La sequedad viviente de unos ojos marchitos,
de los que yo
veía a través de las lágrimas,
era una caricia para herir las pupilas,
sin que siquiera el párpado se cerrase en defensa.
Cuán amorosa forma
la del suelo las noches del verano
cuando
echado en la tierra se acaricia este mundo que rueda,
la sequedad oscura,
la sordera profunda,
la cerrazón a todo,
que transcurre como lo más
ajeno a un sollozo.
Tú, pobre hombre que duermes
sin notar esa luna trunca
que
gemebunda apenas si te roza;
tú, que viajas postrero
con la corteza
seca que rueda entre tus brazos,
no beses el silencio sin falla por donde
nunca
a la sangre se espía,
por donde será inútil la busca del calor
que por los labios se bebe
y hace fulgir el cuerpo como con una luz azul
si la noche es de plomo.
No, no busques esa gota pequeñita,
ese mundo reducido o sangre
mínima,
esa lágrima que ha latido
y en la que apoyar la mejilla
descansa.
De "La destrucción o el amor" 1932 - 1933
No te conozco
¿A quién amo, a quién beso, a quién no conozco ?
A veces creo que beso
solo a tu sombra en la tierra,
a tu sombra para mis brazos humanos.
Y
no es que yo niegue tu condición de mujer,
oh nunca diosa que en mi lecho
gimes.
Pero yo nunca gimo de alegría cuando te estrecho.
Sobre la
ebriedad del amor, cuando bajo mi pecho brillas
con el secreto brillo
íntimo que sólo la piel de mi pecho
conoce,
yo sufro de soledad, oh siempre allí postreramente
desconocida.
Nunca: cuando la unidad del amor grita su victoria en la
ya única vida,
algo en mí no te conoce en la oscura sombra estremecida
que bajo el dulce peso del amor me sostiene
y me lleva en sus aguas
iluminadamente arrastrado.
Yo brillando arrastrado sobre tus aguas vivas,
a veces oscuras, con mezcladas ondas de plata,
a veces deslumbrantes, con
gruesas bandas de sombra.
Pero yo, sobre el hondo misterio,
desconociéndolas.
Natación del amor sobre las aguas mortales,
sobre las que gemir
flotando sobre el abismo,
hondas aguas espesas que nadie revela
y que
llevan mi cuerpo sobre ausencias o sombras.
Entonces, cerrado tu cuerpo bajo la zarpa ruda,
bajo la delicada
garra que arranca toda la música de tu
carne ligera,
yo te escucho y me sobrecojo de la secreta melodía,
del
irreal sonido que de tu vida me invade.
Oh, no te conozco: ¿ quién canta o quién gime?
¿Qué música me penetra
por mis oídos absortos?
Oh, cuán dolorosamente no te conozco,
cuerpo
amado que no hablas para mí que no escucho.
Plenitud del amor
Qué fresco y nuevo encanto,
qué dulce perfil rubio emerge
de la tarde sin nieblas?
Cuando creí que
la esperanza, la ilusión, la vida,
derivaba hacia oriente
en triste y
vana busca del placer.
Cuando yo había visto bogar por los cielos
imágenes sonrientes, dulces corazones cansados,
espinas que atravesaban
bellos labios,
y un humo casi doliente
donde palabras amantes se deshacían como el aliento
del amor sin
destino...
Apareciste tú, ligera como el árbol,
como la brisa cálida
que un oleaje envía del mediodía, envuelta
en las sales febriles, como en
las frescas aguas del azul.
Un árbol joven, sobre un limitado horizonte,
horizonte tangible para
besos amantes;
un árbol nuevo y verde que melodiosamente mueve sus hojas
altaneras
alabando la dicha de su viento en los brazos.
Un pecho
alegre, un corazón sencillo como la pleamar remota
que hereda sangre,
espuma, de otras regiones vivas.
Un oleaje lúcido bajo el gran sol
abierto,
desplegando las plumas de una mar inspirada;
plumas, aves,
espumas, mares verdes o cálidas:
todo el mensaje vivo de un pecho
rumoroso.
Yo sé que tu perfil sobre el azul tierno del crepúsculo entero
no
finge vaga nube que un ensueño ha creado.
¡Qué dura frente dulce, qué
piedra hermosa y viva,
encendida de besos bajo el sol melodioso,
es tu
frente besada por unos labios libres,
rama joven bellísima que un ocaso
arrebata!
¡Ah, la verdad tangible de un cuerpo estremecido
entre los brazos
vivos de tu amante furioso,
que besa vivos labios, blancos dientes,
ardores
y un cuello como un agua cálidamente alerta!
Por un torso desnudo tibios hilillos ruedan.
¡Qué gran risa de
lluvia sobre tu pecho ardiente!
¡Qué fresco vientre terso, donde su curva
oculta
leve musgo de sombra rumoroso de peces!
Muslos de tierra, barcas donde bogar un día
por el músico mar del
amor enturbiado,
donde escapar libérrimos rumbo a los cielos altos
en
que la espuma nace de dos cuerpos volantes.
¡Ah, maravilla lúcida de tu cuerpo cantando,
destellando de besos
sobre tu piel despierta:
bóveda centelleante, nocturnamente hermosa,
que humedece mi pecho
de estrellas o de espumas!
Lejos ya la agonía, la soledad gimiente,
las torpes aves bajas que
gravemente rozaron mi frente
en los oscuros días del dolor.
Lejos los
mares ocultos que enviaban sus aguas,
pesadas, gruesas, lentas, bajo la
extinguida zona de la luz.
Ahora vuelto a tu claridad no es difícil
reconocer a los pájaros
matinales que pían,
ni percibir en las mejillas los impalpables velos de
la aurora,
como es posible sobre los suaves pliegues de la tierra
divisar el duro, vivo, generoso desnudo del día,
que hunde sus pies
ligeros en unas aguas transparentes.
Dejadme entonces, vagas preocupaciones de ayer.
abandonar mis lentos
trajes sin música,
como un árbol que depone su luto rumoroso.
su mate
adiós a la tristeza,
para exhalar feliz sus hojas verdes, sus azules
campánulas
y esa gozosa espuma que cabrillea en su copa
cuando por
primera vez le invade la riente primavera.
Después del amor, de la felicidad activa del amor, reposado,
tendido,
imitando descuidadamente un arroyo,
yo reflejo las nubes, los pájaros,
las futuras, estrellas,
a tu lado, oh reciente, oh viva, oh entregada;
y me miro en tu cuerpo, en tu forma blanda, dulcísima, apagada,
como se
contempla la tarde que colmadamente termina.
Quiero
Dime pronto el secreto de tu existencia;
quiero saber por qué la piedra no es pluma,
ni el corazón un árbol delicado,
ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos
no se va hacia la mar como todos los buques.
Quiero saber si el corazón es una lluvia o margen,
lo que se queda a un lado cuando dos se sonríen,
o es sólo la frontera entre dos manos nuevas
que estrechan una piel caliente que no separa.
Flor, risco o duda, o sed o sol o látigo:
el mundo todo es uno,, la ribera y el párpado,
ese amarillo pájaro que duerme entre dos labios
cuando el alba penetra con esfuerzo en el día.
Quiero saber si un puente es hierro o es anhelo,
esa dificultad de unir dos carnes íntimas,
esa separación de los pechos tocados
por una flecha nueva surtida entre lo verde.
Musgo o luna es lo mismo, lo que a nadie sorprende,
esa caricia lenta que de noche a los cuerpos
recorre como pluma o labios que ahora llueven.
Quiero saber si el río se aleja de sí mismo
estrechando unas formas en silencio,
catarata de cuerpos que se aman como espuma,
hasta dar en la mar como el placer cedido.
Los gritos son estacas de silbo, son lo hincado,
desesperación viva de ver los brazos cortos
alzados hacia el cielo en súplicas de lunas,
cabezas doloridas que arriba duermen, bogan,
sin respirar aún como láminas turbias.
Quiero saber si la noche ve abajo
cuerpos blancos de tela echados sobre tierra,
rocas falsas, cartones, hilos, piel, agua quieta,
pájaros como láminas aplicadas al suelo,
o rumores de hierro, bosque virgen al hombre.
Quiero saber altura, mar vago o infinito;
si el mar es esa oculta duda que me embriaga
cuando el viento traspone crespones transparentes,
sombra, pesos, marfiles, tormentas alargadas,.
lo morado cautivo que más allá invisible
se debate, o jauría de dulces asechanzas.
Reposo
Una tristeza del tamaño de
un pájaro.
Un aro limpio, una oquedad, un siglo.
Este pasar despacio
sin sonido,
esperando el gemido de lo oscuro.
Oh tú, mármol de carne
soberana.
Resplandor que traspasas los encantos,
partiendo en dos la
piedra derribada.
Oh sangre, oh sangre, oh ese reloj que pulsa
los
cardos cuando crecen, cuando arañan
las gargantas partidas por el beso.
Oh esa luz sin espinas que
acaricia
la postrer ignorancia que es la muerte.
Se querían
Se querían.
Sufrían por
la luz, labios azules en la madrugada,
labios saliendo de la noche dura,
labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?
Se querían en un lecho navío,
mitad noche, mitad luz.
Se querían como las flores
a las espinas hondas,
a esa amorosa gema del amarillo nuevo,
cuando
los rostros giran melancólicamente,
giralunas que brillan recibiendo
aquel beso.
Se querían de noche, cuando
los perros hondos
laten bajo la tierra y los valles se estiran
como
lomos arcaicos que se sienten repasados:
caricia, seda, mano, luna que
llega y toca.
Se querían de amor entre la
madrugada,
entre las duras piedras cerradas de la noche,
duras como
los cuerpos helados por las horas,
duras como los besos de diente a
diente sólo.
Se querían de día, playa
que va creciendo,
ondas que por los pies acarician los muslos,
cuerpos
que se levantan de la tierra y flotando...
se querían de día, sobre el
mar, bajo el cielo.
Mediodía perfecto, se
querían tan íntimos,
mar altísimo y joven, intimidad extensa,
soledad
de lo vivo, horizontes remotos
ligados como cuerpos en soledad cantando.
Amando. Se querían como la
luna lúcida,
como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce
eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde los peces rojos van y vienen
sin música.
Día, noche, ponientes,
madrugadas, espacios,
ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,
mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,
metal, música, labio,
silencio, vegetal,
mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.
Si miro tus ojos...
Si miro tus ojos,
si
acerco a tus ojos los míos,
¡oh, cómo leo en ellos retratado todo el
pensamiento de mi
soledad!
Ah, mi desconocida amante a quien día a día estrecho en los
brazos.
Cuán delicadamente beso despacio, despacísimo,
secretamente en tu piel
la delicada frontera que de mí te separa.
Piel
preciosa, tibia, presentemente dulce, invisiblemente
cerrada
que tiene la contextura suave, el color, la entrega de la fina
magnolia.
Su mismo perfume, que parece decir: "Tuya soy, heme
entregada al ser que adoro
como una hoja leve, apenas resistente, toda
aroma bajo sus
labios frescos".
Pero no. Yo la beso, a tu piel, finísima, sutil, casi
irreal bajo el
rozar de mi boca,
y te siento del otro lado, inasible, imposible,
rehusada,
detrás de tu frontera preciosa, de tu mágica piel inviolable,
separada de mí por tu superficie delicada, por tu severa
magnolia
cuerpo encerrado débilmente en perfume
que me enloque de
distancia y que, envuelto rigurosamente,
como una diosa de mí te aparta,
bajo mis labios mortales.
Déjame entonces con mi beso recorrer la secreta
cárcel de mi vivir,
piel pálida y olorosa, carnalidad de flor, ramo o
perfume,
suave carnación que delicadamente te niega,
mientras cierro
los ojos, en la tarde extinguiéndose,
ebrio de tus aromas remotos,
inalcanzables,
dueño de ese pétalo entero que tu esencia me niega.
Sin fe
Tienes ojos oscuros.
Brillos allí que oscuridad prometen.
Ah, cuán cierta es tu noche,
cuán
incierta mi duda.
Miro al fondo la luz, y creo a solas.
A solas pues que existes.
Existir es vivir con ciencia a ciegas.
Pues oscura te acercas
y en
mis ojos más luces
siéntense sin mirar que en ellos brillen.
No brillan, pues supieron.
saber es alentar con los ojos abiertos.
¿Dudar...? Quien duda existe.
Sólo morir es ciencia.
Tormento del amor
Te amé, te amé, por
tus ojos, tus labios, tu garganta, tu voz,
tu corazón encendido en
violencia.
Te amé como a mi furia, mi destino furioso,
mi cerrazón sin
alba, mi luna machacada.
Eras hermosa. Tenías ojos grandes.
Palomas grandes, veloces garras,
altas águilas potentísimas...
Tenías esa plenitud por un cielo rutilante
donde el fragor de los mundos no es un beso en tu boca.
Pero te amé como la luna ama la sangre,
como la luna busca la sangre
de las venas,
como la luna suplanta a la sangre y recorre furiosa
las
venas encendidas de amarillas pasiones.
No sé lo que es la muerte, si se besa la boca.
No sé lo que es morir.
Yo no muero. Yo canto.
Canto muerto y podrido como un hueso brillante,
radiante ante la luna como un cristal purísimo.
Canto como la carne, como la dura piedra.
Canto tus dientes feroces
sin palabras.
Canto su sola sombra, su tristísima sombra
sobre la
dulce tierra donde un césped se amansa.
Nadie llora. No mires este rostro
donde las lágrimas no viven, no
respiran.
No mires esta piedra, esta llama de hierro,
este cuerpo que
resuena como una torre metálica.
Tenías cabellera, dulces rizos, miradas y mejillas.
Tenías brazos, y
no ríos sin límite.
Tenías tu forma, tu frontera preciosa, tu dulce
margen
de carne estremecida.
Era tu corazón como alada bandera.
¡Pero tu sangre no, tu vida no, tu maldad no!
¿Quién soy yo que
suplica a la luna mi muerte?
¿Quién soy yo que resiste los vientos, que
siente las
heridas de sus frenéticos cuchillos,
que le mojen su dibujo
de mármol
como una dura estatua ensangrentada por la tormenta?
¿Quién soy yo que no escucho entre los truenos,
ni mi brazo de hueso
con signo de relámpago,
ni la lluvia sangrienta que tiñe la yerba que ha
nacido
entre mis pies mordidos por un río de dientes?
¿Quién soy, quién eres, quién te sabe?
¿A quién amo, oh tú, hermosa
mortal,
amante reluciente, pecho radiante;
¿a quién o a quién amo, a
qué sombra, a qué carne,
a qué podridos huesos que como flores me
embriagan?
Triunfo del amor
Brilla la luna entre el viento de otoño,
en el cielo luciendo como un
dolor largamente sufrido.
Pero no será, no, el poeta quien diga
los
móviles ocultos, indescifrable signo
de un cielo líquido de ardiente
fuego que anegara
las almas,
si las almas supieran su destino en la tierra.
La luna
como una mano,
reparte con la injusticia que la belleza usa,
sus dones
sobre el mundo.
Miro unos rostros pálidos.
Miro rostros amados.
No
seré yo quien bese ese dolor que en cada rostro asoma.
Sólo la luna puede
cerrar, besando,
unos párpados dulces fatigados de vida.
Unos labios
lucientes, labios de luna pálida,
labios hermanos para los tristes
hombres,
son un signo de amor en la vida vacía,
son el cóncavo espacio
donde el hombre respira
mientras vuela en la tierra ciegamente girando.
El signo del amor, a veces en los rostros queridos
es sólo la blancura
brillante,
la rasgada blancura de unos dientes riendo.
Entonces sí que
arriba palidece la luna,
los luceros se extinguen
y hay un eco lejano,
resplandor en oriente,
vago clamor de soles por irrumpir pugnando.
¡Qué dicha alegre entonces cuando la risa fulge!
Cuando un cuerpo
adorado;
erguido en su desnudo, brilla como la piedra,
como la dura
piedra que los besos encienden.
Mirad la boca. Arriba relámpagos diurnos
cruzan un rostro bello, un cielo en que los ojos
no son sombra, pestañas,
rumorosos engaños,
sino brisa de un aire que recorre mi cuerpo
como un
eco de juncos espigados cantando
contra las aguas vivas, azuladas de
besos.
El puro corazón adorado, la verdad de la vida,
la certeza presente de
un amor irradiante,
su luz sobre los ríos, su desnudo mojado,
todo
vive, pervive, sobrevive y asciende
como un ascua luciente de deseo en
los cielos.
Es sólo ya el desnudo. Es la risa en los dientes.
Es la luz o su gema
fulgurante: los labios.
Es el agua que besa unos pies adorados,
como
un misterio oculto a la noche vencida.
¡Ah maravilla lúcida de estrechar en los brazos
un desnudo fragante,
ceñido de los bosques!
¡Ah soledad del mundo bajo los pies girando,
ciegamente buscando su destino de besos!
Yo sé quien ama y vive, quien
muere y gira y vuela.
Sé que lunas se extinguen, renacen, viven, lloran.
Sé que dos cuerpos aman, dos almas se confunden.
Unas pocas palabras
Unas pocas palabras en tu
oído diría.
Poca es la fe de un hombre incierto.
Vivir mucho es oscuro, y de
pronto saber no es conocerse.
Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten
lo que copian:
tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque,
el
alma a solas.
Todo lo vio y lo tienen.
Eso dicen los ojos.
A quien los ve responden. Pero nunca preguntan.
Porque si sucesivamente van tomando
de la luz el color, del oro el cieno
y de todo el sabor el pozo lúcido,
no desconocen besos, ni rumores, ni
aromas;
han visto árboles grandes, murmullos silenciosos,
hogueras
apagadas, ascuas, venas, ceniza,
y el mar, el mar al fondo, con sus
lentas espinas,
restos de cuerpos bellos, que las playas devuelven.
Unas pocas palabras,
mientras alguien callase;
las del viento en las hojas, mientras beso tus
labios.
Unas claras palabras, mientras duermo en tu seno.
Suena el
agua en la piedra. Mientras, quieto,
estoy muerto.
Unidad en ella
Cuerpo feliz que fluye
entre mis manos,
rostro amado donde contemplo el mundo,
donde graciosos pájaros se
copian fugitivos,
volando a la región donde nada se olvida.
Tu forma externa, diamante
o rubí duro,
brillo de un sol que entre mis manos deslumbra,
cráter que me
convoca con su música íntima,
con esa indescifrable llamada de tus dientes.
Muero porque me arrojo,
porque quiero morir,
porque quiero vivir en el fuego, porque este aire
de fuera
no es mío, sino el caliente aliento
que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo.
Deja, deja que mire, teñido
del amor,
enrojecido el rostro por tu purpúrea vida,
deja que mire el hondo
clamor de tus entrañas
donde muero y renuncio a vivir para siempre.
Quiero amor o la muerte,
quiero morir del todo,
quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente
que
regando encerrada bellos miembros extremos
siente así los hermosos
límites de la vida.
Este beso en tus labios
como una lenta espina,
como un mar que voló hecho un espejo,
como el
brillo de un ala, es todavía unas manos,
un repasar de tu crujiente pelo, un crepitar
de la luz vengadora,
luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza,
pero que nunca
podrá destruir la unidad de este mundo.
Ven, siempre ven
No te
acerques. Tu frente, tu ardiente frente,
tu encendida frente, las
huellas de unos besos,
ese resplandor que aún me da se siente si te acercas,
ese
resplandor contagioso que me queda en las manos,
ese río luminoso en que hundo mis brazos,
en el que casi
no me atrevo a beber, por temor después
a ya una dura vida de lucero.
No quiero que vivas en mí
como vive la luz,
con ese aislamiento de estrella que se une
con su luz,
a quien el amor se niega a través del espacio
duro y
azul que separa y no une,
donde cada lucero inaccesible
es una soledad que,
gemebunda, envía su tristeza.
La soledad destella en el
mundo sin amor.
La vida es una vívida corteza,
una rugosa piel inmóvil
donde el hombre no puede encontrar su descanso,
por
más que aplique su sueño contra un astro apagado.
Pero tú no te acerques. Tu
frente destellante,
carbón encendido que me arrebata a la propia
conciencia
duelo fulgúreo en que de pronto siento la tentación de morir,
de quemarme los labios con tu roce indeleble,
de sentir mi
carne deshacerse contra tu diamante abrasador.
No te acerques, porque tu
beso se prolonga
como el choque imposible de las estrellas,
como el espacio que súbitamente se incendia,
éter propagador donde la destrucción de los mundos
es un único corazón que totalmente se abrasa.
Ven, ven, ven como el
carbón extinto oscuro
que encierra una muerte;
ven como
la noche ciega que me acerca su rostro;
ven como los dos labios marcados por el rojo,
por
esa línea larga que funde los metales.
Ven, ven, amor mío; ven,
hermética frente, redondez casi rodante
que luces como una órbita
que va a morir en mis brazos,
ven como dos ojos o dos profundas soledades,
dos
imperiosas llamadas de una hondura que no conozco.
¡Ven, ven muerte, amor; ven
pronto, te destruyo;
ven, que quiero matar o amar o morir o
darte todo;
ven, que ruedas como liviana piedra,
confundida como
una luna que me pide mis rayos!