"¿Eras tú, fuiste tú esa
pequeña llama
que por mi espalda sentía silenciosa?"
"Sin nombre"
Antonio Colmeiro
Reseña biografica
Poeta,
ensayista y narrador chileno nacido en Nueva Imperial en 1926.
Cursó
Humanidades en el Instituto Nacional de Chile y luego estudió
Literatura y Estilística
en la Universidad Central de Madrid.
La influencia de Faulkner y su
conversión al catolicismo marcaron decididamente la temática de su obra.
Está considerado como una de las voces más importantes de la poesia
chilena de su generación.
Es miembro de número de la Real Academia
española, y desde 1963, miembro de la Academia Chilena de la Lengua,
del Colegio de Periodistas y de la Sociedad de Escritores de su país.
El premio Nacional de Literatura de Chile se sumó a las múltiples
distinciones que ha recibido en el transcurso de su vida.
«Invitación al olvido» en 1947, «Antologia de veinte
años» en 1972, «Noches en 1976»
y «Tercera Antologia» en 1991,
hacen parte de su extensa obra, traducida al
inglés, francés, italiano, alemán,
checo y hebreo. ©
Amargo amor
Arpa rota en la lluvia
Canción a una
muchacha ajedrecista muerta
Canción del alfil negro y la dama blanca
Canto de partida
Comienzo
Dama
De pronto en una playa
interminable
Distancia de dos
El agua
Escrito al amanecer
Este es el fin del Cristo
abandonado
La dama sola
La
encantada
Lágrimas que dejé tras la montaña...
Los que resplandecen en la noche
No hay tiempo si en
el agua de diamante...
Noche perdurable
Primera madrugada
Si no es a oscuras no te veo...
Soliloquio de la enamorada
en la noche
Tierra ausente, no has
de volver jamás
Thomas Wolfe camina por Virginia
Última primavera
Amargo amor
Teje tu tela, teje de nuevo tu tela;
deja que el mes de junio
azote el invierno de mi patria;
teje la tela de acero y de cemento;
junta tus hilos uno a uno,
oh hermoso tejedor;
forma tu tela con fuertes lazos,
con orgullosos rastros de
sueño.
Toda la tierra está en las colas del amor;
en las ciénagas del
amor podridas están las manzanas.
Cada día tiene un eco, un paso, un
rastro, gemido;
cada día la estancia recibe la visita del cuerpo en el lecho;
cada día hay una mano que desnuda;
cada día descansa la ropa en las
sillas brillantes por el polvo.
Teje tu tela, oh hermoso tejedor;
teje los restos de los cuerpos que se unieron.
Entre tus hondos pechos de relámpagos quietos,
entre tu vientre
oculto de cesto dividido,
en la cálida ráfaga que viene de tu abrazo,
fui un día tu
sombra, el "cuándo" entristecido,
el "adónde" que lleva hacia una muerte cierta.
Ya moriré algún
día sin preguntar qué pasa,
qué pasa entre tus hombros, en el temblor de espiga
de tu
escorzo de nieve,
qué viene por los ecos que acarician tu pelo,
qué flechas encendidas acumulan tus manos,
qué enamorado
encuentro ha de tocar tu beso.
No es para volver, no es para cantar
sino tu verde corazón
transfigurado,
la melodiosa sombra que duerme en tus pupilas,
el afán escondido que tenía tu ausencia.
Recógeme, amor mío,
con tus cálidas plumas;
recógeme y húndeme tu ternura llagada;
colócame en tu olvido,
recógeme cantando.
No es para que preguntes, no es para que indagues
el sitio donde
puse mi corazón hundido;
recógeme, ahora, para estar en lo ausente,
sin preguntar qué
ocurre, qué pasa, por qué vuelves
tu cabeza de ausente firmamento.
Cae ahora hacia mi lado;
vuelve
a dividir tu cuerpo, a derramar tu furia,
hasta que te
estremezca el nombre del combate
que a muerte libraremos, esa pasión a muerte
entre tú y yo: un
huracán de manos
nos hallará apretados en los dones sin término
de una tierra
total.
Arpa rota en la lluvia
Cuando la lluvia tenue detiene los recuerdos
sobre el mar solitario; cuando el tren ha pasado
dejando en los
durmientes sus metálicas furias;
cuando tiembla el almendro tocado por los muertos;
cuando la
breve música te borra las distancias
y silencioso escuchas que tu cuerpo ha partido,
que sólo estás
en otro cuerpo que te recuerda,
vibra tu mano rota mordida por la lluvia.
Murmullos de la
muerte, que ascienden lentamente
por tu cuerpo deshecho, hace brotar la lluvia,
cuando alguien
pisotea tu cabello extendido
y tu ramaje yerto poblado por el viento.
Canción a una muchacha ajedrecista muerta
Llueve sobre el verano del tablero.
En blanco y negro llueve sobre
ti.
Nadie controla tu reloj: te espero
para jugar allí.
¿Tú
mueves o yo muevo? Quién lo sabe.
Quién sabe si allá juega o juega aquí.
De pronto tu tablero es
una nave
que te lleva y nos lleva hacia un jardín.
Hacia un jardín
remoto de caballos
que inmóviles nos miran, y a un alfil
que negro lanza rayos,
rayos, rayos,
y hace mil años que está de perfil.
Hacia un jardín remoto de
tres torres
donde una dama blanca va hacia ti,
te llama a ti, y tú hacia ella
corres
y no hay en ella fin.
Donde un peón ha roto ya los sellos
y te ciñe las sienes de marfil,
y un rey recoge ahora tus cabellos
para cubrir con ellos su
país.
Hacia un jardín remoto al mediodía,
donde el agua se tiende en
su dormir,
y ya no hay sed y nunca hay todavía
y hay un árbol de sol en el
jardín.
Sólo que tú no estás. Y está la luna
cayendo interminable en el
jardín
sobre las soledades de una cuna.
Y hay olor de silencio y de
partir.
Canción del alfil negro y la dama blanca
Negro el Alfil contra la Dama blanca,
negro el Alfil apunta a la
garganta
de la blanca Dama,
de la Dama blanca.
Negro el Alfil
dispara y se adelanta.
Negra es la bala que va hacia la garganta
de la Dama blanca,
de la blanca Dama,
de la Dama blanca.
Negro es el rayo que el Alfil levanta,
negro el sonido negro corre a la garganta
de la Dama blanca,
de la blanca Dama,
de la Dama blanca.
Blanca es la Dama, blanca es su garganta.
Pero el cáliz levanta
con su blanca mano,
con su mano blanca
con su mano blanca.
Canto de partida
¡Recíbeme, recíbeme en la noche, oh viejo viento de junio,
mientras regreso bajo las suaves estrellas silenciosas;
viento
amado del invierno, viento de lluvia y eco,
recíbeme hasta el último suspiro de tu pecho,
y, ahora que
regreso, oh noche, espérame en tu puerta!
Y de improviso todo el viento se ha soltado,
todo el viento se ha
puesto a gemir por la tierra,
pero a mi lado, mientras regreso,
alguien resguarda mis pasos,
y siento una suave sombra
venir hasta mi encuentro.
¿Eres
tú, fuiste tú, eres tú en esa noche,
eras tú en esa triste, delgada espera sombría,
eras aquel
fantasma que surgía en mi cama
a medianoche? ¿O eras una mañana
llena de fugitivos pájaros
que pasaban amándose sobre el asfalto fresco?
¿Eras tú, fuiste tú esa pequeña
llama que por mi espalda sentía
silenciosa?
¿Eras tú, amor final, amor que nunca
resbaló por tus ojos -¡oh
luz ausente y querida!-,
eras como ese encuentro que el amor abre a
tajos
para dejar ternura con soledad y frío?
No, no eras eso. Pero
tal vez fuiste eso.
Tal vez abres los ojos para mirar la suave
luz de otra primavera pasada por tus ojos;
tal vez sientes de
nuevo que el tiempo no ha pasado
por tu cuerpo delgado (o que tal vez ha pasado),
tal vez
preguntas algo, y en tu boca se duerme
como otras veces la trágica y
oscura luz de la ausencia.
Amor olvido, amor lluvia, amor deseo, amor distancia:
he
regresado a mi casa, atravesando
el parque silencioso, bajo las sombras
de junio -cansado y
solitario-,
mientras giraba todo en mi cabeza
como las hojas que escapaban:
cantando
por adentro, pensando qué es lo que fluye,
qué es lo que parte,
qué es lo que vuelve;
y aunque me he perdido sin nada, con algunos
nobles amigos, sin
poder retener
lo que vivieron y amaron y compartieron conmigo,
pido sólo el
temblor del viento entre la tierra
húmeda de este parque bañado por los pasos
fugitivos: amor
viento, amor agua, amor distancia.
Temblando fue la estrella recorrida, temblando.
Temblaba el
cuerpo estrella ceñido entre mi labio.
Temblando mi distancia se
acercó a tu distancia.
Temblando entró el recuerdo desde que nos
encontramos.
No quiero volver, no quiero
regresar a tu vida, pero tal vez
quiero
volver a tu distancia. ¿Recuerdas que me hablabas
desde un lugar
lejano, aunque estuvieras cerca?
¿Recuerdas que estudiabas con tormento
cuando en el patio la
lluvia
empezaba a caer, menudamente, y los viejos compañeros
corrían a
refugiarse al corredor marmóreo
y espectral, en la luz del invierno?
No, no recuerdas, pero yo
recuerdo
el vidrio frío donde apoyaste tu mano
para dejar apenas una
ráfaga triste
y encendida y lejana.
Y ahora ha llegado junio y en la noche
callada
miles de corazones duermen en la penumbra,
y recuerdo la dorada
leyenda de los años
de juventud furiosa en la ciudad, las tardes
de verano ardoroso,
los pies sobre escaleras
de metal, los avisos eléctricos cansados
con pupilas de rojos
párpados, los libros
de poesia mordidos en la noche. ¡Y ahora, adiós,
adiós calles,
adiós conversaciones
sobre el destino del hombre, adiós señuelo amargo
que encandiló
los ojos de nuestra adolescencia,
adiós suave medusa, adiós puerta cerrada!
Es la hora, es la
hora en que debemos morir;
es la hora para rodar en la noche
abrazados, besando de estrella
a estrella,
de furia a furia, de hueso a hueso;
es la hora para apretar la
angustia
de pecho a pecho, para dejar la muerte
derrotada, perdida,
moribunda en el suelo;
es la hora para morir cantando
de nuestras muertes; es la hora
para que tú dejes
tu muerte entre mi muerte, amor, amor mío.
Quiero el amor dejar
escrito entre tu pelo,
quiero dejar ardiendo tus ojos silenciosos,
para que no haya
olvido, porque es la hora
en que debemos morir, es la hora
de la partida, sí. ¡La hora, la
hora, por favor!
¡La hora, por favor, dígame, dígame el tiempo
para rodar
cantando, apretados, mordiendo,
para rodar los dos en una sola muerte!
Comienzo
El
jardín se ha posado en mi jardín.
Toda su galaxia resplandece a
medianoche.
Los árboles destellan, las flores fulgen.
Tiene el césped una
tersura de nimbo.
Bajan los Transparentes
y de sus cuerpos surgen peldaños de
escala.
Los Radiantes me llaman con sus cristales.
Mis años descienden
en el cáliz de un instante.
Los Centelleantes me han rodeado
y me tienden sus ojos de oro.
El amor es una paloma de fuego que elevan.
Por fin llegaron.
Dama
Esta dama sin cara ni camisa,
alta de cuello, suave de cintura,
tiene todo el temblor de la hermosura
que el tiempo oculta y el
amor desliza.
Esta dama que viene de la brisa
y el rango lleva de su propia
altura,
tiene ese no sé qué de la ternura
de una dama sin fin, bella y
precisa.
Aunque esta dama nunca duerma en cama
parece dama sin que sea
dama
y domina desnuda el mundo entero.
Esta dama perdona y no
perdona.
Y para eso luce una corona
esta dama que reina en el tablero.
De pronto en una playa interminable
Toco en la oscuridad las cerraduras.
¿Cómo llegué hasta aquí?
Es una extraña casa
que rodean tinieblas, y me llaman.
¿Quién eres tú, la que me canta?
Recuerdo ahora el mar. ¡El mar!
Si yo pudiera
volver al mar a aquella playa
donde llovía siempre. Allá arriba
las verdes colinas
y más allá la tierra escarlata, y la Gran Cordillera
que vigila
volcanes, el viento que sopla desde allí,
y el cielo de cristal.
Nadie en las dunas.
La lluvia ahuyenta
y me deja solo en esta playa de pronto interminable.
Como el mar es la casa, como la lluvia sus muros.
Siento mis
pasos: ya están aquí, y abro la puerta.
¿Cómo cruzar el fuego que arde entre tus pasos y los míos?
¿Quién
me trajo a estos muros que se encienden y se apagan?
Y entro en otros cuartos que se abren a otros cuartos,
y el
silencio es un cíngulo dormido en los dinteles.
La imperceptible niebla empapa las recámaras,
pisa los zócalos,
roza ventanas, hunde los lechos.
Mis pasos se adelantan al llegar a la sala, al llegar a la mesa,
al llegar al libro abierto de polvo,
al libro y a la mesa que nadie ha tocado en mil años,
y nadie
vendrá.
Pero ahora la niebla
toca con su frente los umbrales.
Ya no hay nadie en la casa. (Si
hubiera alguien,
¿a quién amar ahora?). Toco la mesa
y la mesa se ilumina.
Toco las cerraduras
y las cerraduras se abren.
Toco en la
oscuridad los muros,
y los muros se apartan,
y escucho en el silencio de la sangre el
río que me habla
sobre esta oscuridad.
Distancia de dos
¿Desde dónde surgiste para encender la llama
sobre la nieve sola?
¿Desde dónde los suaves
besos se levantaron sobre tu piel perdida,
enamorada sombra de
unos días lejanos?
Cuando hacia ayer subimos, bajaba tu silencio
de la nieve y los
ríos. No teníamos nada
sino un pasado apenas dibujado en el cuerpo
y un encuentro de
estrellas dormidas en las manos.
Tiembla el viento en la noche, tiembla otra vez la noche
bajo el
ansia que vuelve. Temblabas de nostalgia.
Amor, hasta la muerte la
noche se hizo tenue,
se hizo larga caricia sobre tu pelo amargo.
Lo distante es
aquello que apenas ha pasado.
Por eso nombro ahora la primavera lenta
que subiste cantando,
sin nada más, con viento
sobre la enamorada distancia de los campos.
No sé, no sé
hasta dónde quedaré repitiendo
tu nombre, la mirada de tus ojos distantes,
fugaz entre la dura
cordillera de nieve,
presente ausencia apenas derramada en mi brazo.
No sé, no sé hasta cuándo durará la distancia
y ese espacio de
adiós dormido en tu garganta.
No sé, no sé en qué tiempo se hará
ceniza y humo,
amor, bajo la noche, todo lo que juntamos.
El
agua
A media
noche desperté.
Toda la casa navegaba.
Era la lluvia con la lluvia
de la postrera madrugada.
Toda la casa era silencio,
y eran
silencio las montañas
de aquella noche. No se oía
sino caer el
agua.
Me vi despierto a medianoche
buscando a tientas la ventana;
pero en la casa y sobre el mundo
no había hermanos, madre, nada.
Y hacia el espacio oscuro y frío
y frío el barco caminaba
conmigo. ¿Quién movía
todas las velas solitarias?
Nadie me dijo que saliera.
Nadie me dijo que me entrara,
y
adentro, adentro de mí mismo
me retiré: toda la casa.
Me vio en el tiempo que yo fui,
y en el seré la vi lejana,
y
ya no pude reclinar
mi juventud sobre la almohada.
A medianoche busqué
mientras la casa navegaba.
Y sobre el
mundo no se oyó
sino caer el agua.
Escrito al amanecer
... la más suave doncella
me vierte el aguamanos en jofaina de plata;
me sirve pan y vino sobre mesa pulida
antes de que se acerque la noche.
Y me dormí pensando en él,
mientras la nieve
cae profundamente en mi pasado, y cae
sobre este mar de tinta.
Por la noche y el alba
siguió la nave sola.
La esperanza perdí
de encontrarlo.
Nadie había en la nave;
y en las islas del viento
nadie me dio noticias de mi padre,
ni más allá en la tierra de la pócima mágica.
Por el alba y la noche
siguió sola la nave.
Ahora sé que está muerto, que es inútil la nave,
inútil es el
mar y todos los conjuros;
no importa donde esté, si en alguna ribera
sus huesos se
deshacen en los dientes del viento:
inútil suena todo. Nunca estuvo conmigo,
ni siquiera el sueño me
ha traído sus ojos.
Por el alba y la noche volvió la nave al puerto.
Este es el fin del
Cristo abandonado
Este es el fin del Cristo abandonado,
el fin de la lanzada, el clavo y el vinagre,
el nunca más de la Resurrección,
el siempre de la muerte en el Sepulcro,
el fin del pan que multiplica
la sangre, el fin del buen ladrón y Magdalena,
el fin del hombre Lázaro sin muerte.
Este es el fin del traidor en Judas,
del cobarde en tu Juan,
el fin de la ramera perdonada,
la huida en Mercader y a latigazos,
el balbucear del rico que entra al cielo
cada cien mil años, y el sisear del pobre
descoyuntado a huesos por el rico.
Esta es la fuga a noches en el asno,
el apagarse de la estrella,
el reventar de los belenes, el estallido
de la pregunta que no dice
José de Arimatea.
Este es el fin
del centurión y de los lirios
del campo (mirad los lirios del campo, y Salomón
con toda su gloria
no pudo alimentarte).
Este es el fin: buscadme ahora,
decidme ahora que no sea
el fin de la Palabra
(en el principio de la Palabra, en el principio
las Tinieblas que jamás
se van), y el Río que a los mares
se va, según el Cristo, y el Cristo no regresa:
se va, se fue: lo dejo escrito
a ver si no es el fin, a ver si en esta noche
Tú no me has abandonado.
De "Para un tiempo tan breve"
La dama sola
Qué tiempo aquel dorado de mi Dama la sola,
cuántas olas oscuras
viniéronla a abrazar:
en qué secretas cámaras vi su cuerpo desnudo,
y en su cuerpo la
noche que a veces tiene el mar.
Qué playas de este mundo, qué soles cuando siento
que muy sola
mi Dama me convida a beber
su vino del pasado, y el vino en mi garganta
me hacen joven de
nuevo con otro amanecer.
Qué lluvia hay en las sienes de mi Dama la sola.
Me levanto y le
digo: cuánto frío hay aquí.
Y en el fondo del vino miro volar un pájaro
negro, y está
nevando, y deseo partir.
Y la Dama me sigue: qué insistente es mi Dama:
cuánta niebla en
sus manos, cómo sus ojos son
países desolados por el hambre y la luna
y las redes bermejas
que le lanza el terror.
Cuánta nieve de antaño me ha traído mi Dama.
Cómo sus ojos
brillan si la trato de tú.
Y siento que envejezco cuando me da una
rosa,
la rosa que cortara allá en mi juventud.
La encantada
La encantada, la ofendida,
la trocada y trastocada,
la que a mí
me mudaron
como árbol sin hojas,
como sombra sin cuerpo.
Dios sabe si es
fantástica o no es fantástica,
si en el Mundo se encuentra o no se
encuentra.
La que veo y se esconde,
la que los niños siempre miran,
la
que jamás verán los Mercaderes,
la que aparece
y desaparece.
La que conmigo muere
y me
desmuere.
La visible,
la invisible
Dulcinea.
Lágrimas que dejé tras la montaña...
Lágrimas que dejé tras la montaña.
Ojos que no veré sino en la
muerte.
A través del adiós, ¿quién me acompaña
si mis ojos que ven no
pueden verte?
Lágrimas y ojos que estarán mañana
tan atrás del ayer.
Aquí,
donde no se abre la ventana:
aquí la tierra mana
lágrimas y ojos que no te han de ver.
Los que resplandecen en la noche
Están aquí en la noche
más jóvenes que nunca, albores de sus
venas,
fulgores de sus ojos inviolados:
llamas que arden sin arder,
pies y manos
sellados por el óleo:
esplendores que giran sin moverse
con
el sol nocturno que corona sus cabezas:
interminables cuerpos
de fuego que se extingue y no se extingue;
transparentes de ser cuerpos
que nos tocan:
bocas gloriosas
que desprenden estrellas:
están en todas partes y no están en todas partes,
y están sin
espacio,
sin espacio sin espacio sin espacio
de nunca estar estando:
ágiles
como todo el relámpago: purísimos
de ser siempre nuestra
compañía: tiernos
cuando nos tocan en el sueño,
cuando nos besan y decimos que es
la brisa.
Están aquí para que los miremos sin mirarlos,
los únicos que nos
borran la tristeza de estar vivos,
los únicos que nos dicen que a la Casa no hemos regresado.
Están
aquí más jóvenes que nunca
en sus radiantes cuerpos,
en sus perfectos cuerpos esta noche,
vestidos por el agua y por el fuego,
más jóvenes que siempre en
la sustancia de la luz,
los Resplandecientes.
No hay tiempo si en el agua de diamante...
No hay tiempo si en el agua de diamante
que roza nuestros cuerpos
tú y yo nos sumergimos : el agua tuya con el agua mía
de tu boca
, y apenas el hundir
de los secretos labios en el mar.
Sólo tu piel abierta
como
la abierta noche de la noche
donde tus muslos amanecen.
Y el silencio en los olivos.
Noche perdurable
Apóyate, noche, sobre nuestros pechos: éntranos
en tu centelleante
oscuridad.
Noche de los amantes que yacen sepultados,
noche de la
serpiente que nos acecha siempre.
Solemne y alerta
apóyate para
cantar en nuestros pechos. Apoya
tu cabeza en los muslos del
solitario:
hazlo fulgir, haz que su llama brille un momento,
haz
que su fuego se eleve a tu cabello estrellado.
Sobre las llamas de
nuestras vidas desiertas,
tú, la gran errante, vienes sobre nosotros.
Primera madrugada
Escucha, susurrante, el tiempo de las estrellas,
la silabeante madrugada que se acerca.
Escúchate el cuerpo que
tembloroso aguarda,
la llave desolada del abrazo, el trémulo contacto,
la mano que
te cierra los ojos, la tierra que se abre
con ignorados frutos. ¡Levántate, dormida!
La noche final te
atraviesa,
todo el mundo nos atraviesa, nos envuelve.
Mi cuerpo está en
ti.
Nuestros cuerpos gimen a través de la tierra.
Muerdo el gozo del
rocío y levantamos las banderas del amor
en lo alto de los edificios orgullosos.
Y en ti tomo la humedad
de los bosques,
las solitarias fuentes escondidas.
Y liberto en tu sangre los
ríos en esta hora de las colinas que se
estremecen,
ahora que tú rasgas la noche que se aleja,
y yo surjo de ti,
nutrido de tu amorosa profundidad.
Si no es a oscuras no te veo...
Si no es a oscuras no te veo.
Si no es a noche no te alcanzo.
Si no es en ay donde me tiemblo.
Si no es perdido cuando parto.
Si apenas agua sobre el fuego.
Si apenas fuego sin la mano.
Si apenas mano con el beso.
Si
no es perdido cuando parto.
Si apenas siempre cuando encuentro.
Si nunca encuentro cuando
espero.
Si toda muerte en el abrazo.
Si nunca llego cuando llego.
Si
nunca muero cuando muero.
Si no es perdido cuando parto.
Soliloquio de la enamorada de la
noche
Pero
ayer no fue tu tiempo. Tu tiempo comenzaba
detrás de la oscuridad,
en las doradas
tumbas de algún otoño. Porque tu tiempo
no es el de ayer, ni
siquiera será el que me arranques
el día de la mirada. Pasé yo junto a ti,
y te miraba. Y era el
tiempo sobre los sellos del amor.
Las calles en que no estás se han tornado vacías:
la alegría
furiosa estalla en el pavimento:
brotan las extrañas flores de los rostros
recibiendo la luz
gloriosa: y en la tarde
la juventud es inmortal bajo la cólera de la vieja primavera.
Y
tiemblo al recordarte: escucho siempre tus palabras:
temblaba cuando abandonaste tu mano sobre mi vientre,
porque me
sentía herida: y eran tus palabras
las que me penetraban. Y era el óleo primero del amor.
Ay: el
tiempo y las tinieblas del amor están perdidos,
y no tengo raíz que me haga renacer,
y no puedo despedirme entre
estas cuatro paredes muertas.
Ay: el tiempo del amor derrotado, el
minuto del viento que pregunta
fluyen en mí, manan de mi cuerpo como
los ríos claustrales de la ausencia,
y estoy despierta en la noche mientras el cielo arde desde que
amanece
y la gloria de abril se escucha afuera.
Todo era hermoso entonces. Estabas
siempre partiendo de ti mismo.
Y yo partía
de ti para encontrarme. Si te inclinabas
el agua del
amor me borraba los ojos. Si te inclinabas
era como si tu vientre se
uniera con el mío dentro del vientre de tu madre,
y yo no hacía sino
quemarme interminablemente,
y mirando todo el mundo pasar ante mis ojos, tú entrabas
en mi muerte, mudo, y la penetrabas,
cuando descendías sobre mi
cuerpo, y cuando mi cuerpo era
tu agricultura sedienta.
¿Es él el que regresa preguntando cuánto ha durado el tiempo y
cuántos siglos espero?
Yace en otro país y otro tiempo late para él,
otro tiempo distinto del mío:
duerme mientras yo camino y converso
con otras personas:
y yo no puedo estar en ninguna de esas cosas,
y no es él el que
vuelve sino la lluvia que amenaza a la capital desde el norte
y los
millones de miradas estremecidas por el repentino otoño que ha llegado.
¿Quién llama, amor mío, desde las torres de los edificios altivos?
¿Eres tú el que pregunta en el silencio de la noche?
Los pasos se
alejan por la calle y los muros envejecidos:
y no eres tú el que regresa,
porque sólo se tienden sobre mi
rostro todas las insignias del amor derrotado
y nada queda en mi
corazón sino los ecos que repiten largamente
las campanas de la oscuridad.
Tierra ausente, no has de
volver jamás
Por eso, cuando el vientre sinuoso del alcohol te rodea;
cuando las
luces de las calles resbalan por tus ojos
como extrañas bocas
planetarias;
cuando -con los puños ardientes-
preguntas por el pasado que escupe tus entrañas,
tú escuchas,
bajo el eterno
y solitario corazón de la noche,
el respirar, la
angustia, las historias anónimas
de millares de cuerpos ya
desvanecidos
bajo embelesos negros, y el incansable
sueño del
tiempo que hunde sus cinturas heladas.
Thomas Wolfe camina por Virginia
A Guillermo Trejo
A través de la noche vas dejando tu
ausencia,
sin hojas que desde el bosque anuncien lo que has dejado,
sin puertas que penetren tus pasos oscurecidos.
Oh impalpable, oh
músico de viejas y enterradas ciudades,
escucho, uno a uno, tus pasos
bajo la noche
-la noche sobre Virginia- cuando llegaste a Richmond
mordiendo tu corazón, abandonado en vida
como una profunda ola en un
mar lejano.
Pardas y tristes glorias cubrieron tus tristes ojos.
We shall not come again.
We never shall come back again.
No pasarán los aires sobre tu lento cuerpo.
Tú, el más extraño, el
eco de un amor oscurecido,
el más lejano en tu aventura por la
tierra,
ven a recibir la mano que no encontraste,
ven a abrir la
puerta, ven
a recordar los nombres que en tu memoria huyeron,
ven
a buscar el niño delicado y confuso,
perdido en la colina,
ausente
porque el tiempo pasaba entre los arces.
Desde entonces, desde ahora
entras sobre la mano rugosa de
nuestra América,
Thomas, Tomás, apellidado angustia,
Thomas,
Tomás, apellidado furia,
Thomas, Tomás, apellidado muerte;
vienes
sobre los hombros del caballista duro,
caes sobre los pasos cansinos
del solitario,
cantas en los fogones tu extraña vidalita;
Thomas,
Tomás, tu cuerpo se ha extendido
y en la noche profunda tú has
mordido el relámpago
y has muerto de la última muerte que deseaste.
We shall not come again.
We never shall come back again.
En el océano lechoso de una antártica niebla
un día atravesaste los
caminos de Francia.
Fuiste sucesivamente rompiendo tu vida,
fuiste
destrozando callado el aire que te rodeaba:
eras demasiado amor para
el estrecho círculo
de Asheville, de Park Avenue, de París o de
Londres,
eras demasiada angustia para Esther desolada:
Mrs. Jack,
su mundo planetario,
la joya derrotada de su amor en la noche.
Oh
corazón: pregunta en nuestra América oculta
si tu efímero sonido de
hombre destrozado
encontré, por fin, un eco que se volviera piedra,
un canto hecho de furia, un canto hecho de viento.
Virginia, los pinos de Virginia, las playas con secretos,
la
estación neblinosa,
el mar como mujer dormida:
todo pasa a tu
lado, pero tu amor persiste;
cada paso tuyo es un paso hacia la
muerte,
así como los tristes fantasmas de las hojas
tras tu
espalda cansada, así como esperan
al llegar a tu casa la muerte de tu
hermano.
Y alguien entona al tiempo de morir solitario
una antigua
canción de angustia y de nostalgia.
We shall not come again.
We never shall come back again.
Vuelve, vuelve ahora, reposa, hermano,
para que desde lejos, de todas
partes vengan
a recibir tu cuerpo que traspasan las sales,
para
que pongan calma en tu cuerpo dormido,
para que llenen de música tu
nombre,
para que cubran de silencio tu angustia.
Última primavera
La luz bajaba desde la colina.
El sonido de un tren, un paso que he
perdido.
Juventud, herida de otro tiempo,
te alejas soñolienta
como una verde lámpara sepultada en la noche...
Algo silencioso
estaba junto a mí. La lluvia
penetraba los
techos perfumados.
Juventud, perdiste tu campana antigua,
tu yelmo
mágico,
tu vara transparente.
Ésta es mi habitación. Ésta tu llama.
Éste el vestido. Ésta tu
cintura.
«Tu nombre», dijiste, «se ha perdido en la sombra.
Búscalo más allá, detrás de las colinas».
Era yo el que cantaba.
Nadie ha de saciar nuestro encuentro
perdido.
Me perdí en el bosque. Partiste a los canales.
La luz
bajaba desde la colina.