"...Los húmedos violetas que oscurecían el aire,
se abrían y volvían a cerrarse tras nosotros..."
"Baño en rosa"
John Atsberg
Reseña biografica
Poeta, prosista y
editor español nacido en 1928 en la ciudad de Barcelona.
Después de
licenciarse en Derecho en 1950, se dedicó a impulsar la empresa
editorial fundada por su familia,
convirtiéndola en una de las más importantes del continente europeo.
Perteneció al grupo de los años cincuenta, junto a Gil de Biedma, Joan Reventós y Alberto Oliart,
dedicados a fomentar la poesia social.
En 1952 publicó su primer
libro de poemas «Las aguas reiteradas», al que siguieron,
«Metropolitano» en 1957,
«19 Figuras de mi historia civil» en 1961 y «Usuras y figuraciones» en
1973.
En 1988 obtuvo el Premio Comillas de Tusquets Editores
en la categoría Memorias, por su obra
«Cuando las horas veloces». Fue además senador por Tarragona en
1982 y parlamentario por el Partido
Socialista español. Murió en Barcelona en 1989. ©
A veces
Al
tamaño del cisne
Baño de doméstica
Baño en cueros
Exterior del gato
Fósiles
Gato ecuestre
Hombre en el mar
(fragmento)
Kvinorgarden* (Predio de las mujeres )
La cour carrée
La dame à la licorne
Las aguas reiteradas
Le asocio a mis preocupaciones
Luna de agosto
Noche
Pájaros
para Yvonne
Porque conocía
el nombre de los peces...
Primer amor
Prosa para un fin de
capítulo
Reino escondido
Ternura de tigre
Torre en medio
Y tú amor mío....
A veces
A veces cuando era
temprano todavía para verte
o cuando la
ventana
se abría a la distancia y al sonido
de tanto hierro puesto
y tanta arena
que cruje a tierra extraña en los caminos
remoto a
la esperanza
me volvía a aquel sitio en que dejamos
las soledades
juntas y las voces.
Te hallaba limitada
de corazón disperso y de alegría
por todos
los costados y flotando
en la noche segura y abundante
que nunca
se consuma.
Sin embargo a lo lejos
tan pronto me acogías con los nombres
de las cosas comunes, en sigilo
sentía que tu isla no estaba ya a mi
alcance.
Entonces por entero
reincorporado al límite del cuerpo
volvía
a la certeza de la espera.
Al tamaño del cisne
Dormir nonchalamment al'ombre de ses seins
Comme un hameau paisible au pied d'une montagne.
Todo está preparado:
la sábana tan blanca y el silencio
ahora
inviolable.
(Yo me hago
a un lado para no estorbarte.)
Ven,
arráncate a los
ojos
que ya te desdibujan,
rompe tu invierno gris, oh sonriente
dulce estrella habitada.
Como cuando
sacudes la nieve de tu capucha de pieles
y a las
puertas
de tu victoria final sonríes sobre nosotros.
Ellos ignoran que vendrás. Descalza
tu pierna,
el enguantado
paso con que llegas
de tu blanco relato. (Sobre el frío
rastro de
un cigarrillo clandestino.)
Escucharé.
Me haré insignificante, todavía
más niño a tus
orillas,
como el guardián de tu reposo enorme,
y oiré tu vena
femoral.
Tan sólo
por consuelo, para que
no me atormente el plazo, ni se
pierdan
los episodios húmedos del sueño.
Ven. Descabalga aquí,
descansa
de tu hermoso paseo por el parque.
Allá en lo alto, lejos
estará tu cabeza como ausente,
como un bosque vedado que ilumina
lo primero la luz de la mañana
distante aún. Quizás al cabo
de
todos estos años, del invierno
de ser pobre y sumiso,
hasta que llegue
mi día,
hasta que vista
mi brillante uniforme, mi dinero
discreto, que
permite
cruzar casi dormido los salones...
...Pórticos, suelos
de mármoles, arañas
de cristal cambiándose
reflejos con los
sables...
(Tal vez con menos suerte la etiqueta
jovial de los cruceros, ese vaso
partido entre dos islas por la noche.)
...Contigo, a tu tamaño. Si algún día
tu intimidad se hiciese a la medida,
si estuviéramos viéndonos,
pensando
en esto sin decirlo, pero en esto,
al borde de una noche
sin orden ni concierto,
sin mañana
de lunes...
Baño de doméstica
Entonces arrojaba
piedrecillas al agua jabonosa,
veía disolverse
la violada rúbrica de espuma,
bogar las islas y juntarse, envueltas
en un olor cordial o como un tibio
recuerdo de su risa.
¿Cuántas veces pudo ocurrir
lo que parece ahora tan extraño?
Debió de ser en tardes señaladas,
a la hora del sol,
cuando sestea
la disciplina.
En seguida volvía
crujiendo en su uniforme almidonado
y miraba
muy seria al habitante
que aún le sonreía
del otro lado de la tela
metálica.
Vaciaba el barreño
sobre la grava del jardín.
Burbujas
en la velluda piel de los geranios...
Su espléndido desnudo,
al que las ramas rendían homenaje,
admitiré que sea
nada más que
un recuerdo esteticista.
Pero me gustaría ser más joven
para poder
imaginar
(pensando en la inminencia de otra cosa)
que era el vigor
del pueblo soberano.
Baño en cueros
Haberlo vivamente deseado y verlas
pisar el agua que la luna enturbia
y estarlas a mirar; los cuerpos blancos
romper la sombra del metal
luciente
-desnudo universal, desnudo hasta la muerte-
y quedarse
indeciso, en pie, en lo oscuro,
como un viejo marino sospechando un
tiempo
súbitamente aventuroso, y, luego,
olvidando los restos de
la cena triste
con guitarra y golletes salivosos,
entrar a carga
de animal entero
llamado por el agua o por los cuerpos.
Corre hasta el filo castrador del frío,
agua como de espadas.
Las estatuas
se ablandan entre risas, en la espuma.
Exterior del gato
Ser el gato,
hacer un esfuerzo y ser el gato
transitorio del alba y en la cumbre
del mundo transitado, y presumible.
Ser por fuera del gato todo el gato posible
después del atigrado resplandor de la noche
última y la pasmada contracción felina.
Comenzar en el zinc al borde de las uñas,
en el cielo que escurre el canalón vacío
y en la flor espectral que crece entre las rejas.
El gato que despierta paso a paso las viejas
miserables espaldas de fábrica baldada
y el aire algodonoso de las ramas al suelo
y la tierra afeitada del muro hasta el camino
y hasta el bidón sonoro que su peso estremece.
Ser gato por fuera y tan cabal. Parece
que el mundo quepa dentro de esta pausa ondulada
precisa como un astro, que te llama
y a quien no negarás el pararte desnuda
donde nadie hubiera imaginado
aurora sobre el muro desconchado,
alba rosada sobre el gris de un gato,
con las puntas nocturnas de los pechos
apuntando a esos hombres cavilosos
que llegan tan despacio, pisando en las afueras.
Fósiles
Sumérjase el alma un instante
en el árido mar del deseo
y
surja falaz de su espuma
tu efigie de bronce
*
Agite la brisa
a su soplo
tus negros y sueltos cabellos
y envuelta en su halago
la bruma de tu cuerpo.
*
Al blanco
cuenco de tus blandas manos,
febril apoyo de mi ardiente frente,
al brillo rojo de tus labios finos
dulce caricia de mi boca torpe,
siempre soñada.
Tú que derramas sobre
tu frente un bucle,
al inclinarse triste la cabeza,
tú, que
amedrentas en tus ojos negros
la melancólica luz y el dulce brillo
la que en el cuello dilatas un sollozo,
y en los labios humedeces un
suspiro.
*
Sincronía de
suspiros blandos,
sabrosa de salobre, teñida de resol,
moldeada en
la morena carne
de la virgen del arpegio dulce
y pastoral.
(1942)
Gato ecuestre
¿Cuál de los dos, mi tigre, a quién celebran
las aristas de polvo, las lanzas habitadas
que destellan
ventanas insurgentes
en la noche solemne de la proclamación?
¿A quién miran los
ojos en la hierba peinada?
¿Para quién la sonrisa aduladora
en las sombras secretas del
square
o la memoria hambrienta de los niños?
¿Cuál de los dos
exhibe, cuál somete?
¿O acaso lo admirable es ser el bicho
extraordinario que muestra
a quien lo doma
y esclaviza la zarpa civil que lo sujeta?
Pues por si acaso
fuera en tu homenaje
baila.
Yérguete sobre los cuartos poderosos
la dorada testera
propón a las estrellas,
enarca la ancha mano
y queda inmóvil.
Hombre en el mar
(fragmento)
II
Y tú, amor mío,
¿agradeces conmigo
las generosas ocasiones que la mar
nos deparaba
de estar juntos? ¿Tú te acuerdas,
casi en el tacto, como yo,
de la
caricia intranquila entre dos maniobras,
del temblor de tus pechos
en la camisa abierta cara al viento?
Y de las tardes sosegadas,
cuando la vela débil como un moribundo
nos devolvía a casa muy despacio...
Éramos como huéspedes de la
libertad,
tal vez demasiado hermosa.
El azul de la tarde,
los húmedos violetas que oscurecían el aire
se abrían
y volvían a cerrarse tras nosotros
como la puerta de una
habitación
por la que no nos hubiéramos
atrevido a preguntar.
Y casi
nos bastaba un ligero contacto,
un distraído cogerte por
los hombros
y sentir tu cabeza abandonada,
mientras alrededor se
hacía triste
y allá en tierra, en la penumbra
parpadeaban las
primeras luces.
Kvinorgarden* (Predio de las mujeres)
Bien, llévame si quieres al jardín de la Reina;
veré el verde
maltrecho por las nieves tardías
y el furuoso brotar de las flores
salvajes
y los tallos turgentes que quieren ser mordidos
y a
Pomona en la cumbre carmín de una avenida,
con cuervos en los
hombros, y una excedra sin nadie.
Mas dime si habrá gente, si habrá por los caminos
altos viejos
sin sombra y niños relucientes,
si músicos ociosos con grandes
volantines
y amantes de domingo, y si muchachas
tendidas en la
yerba, discretamente a solas
con este sol extraño de dedos tan
ligeros.
Porque ante todo vine para ver si los cuerpos
eran como los
cuentan.
Si los pezones puros como puntas de pica
y los muslos
morosos como fiesta
campestre desde el alba,
y la espalda de
concha iridiscente
y altas las nalgas como en los sueños,
ríos
de piel resuelta, mansa vía
de gentes que no penan por sus formas
de animales enhiestos y lampiños,
y comparan su vello anaranjado
y
aprecian lo distinto y que se ríen
del paisaje menudo de los pliegues
inguinales,
tan blando y tan exacto,
y se ungen la piel unos a otros
y se
acarician con los abedules.
Dime si es cierto y di si podré verlo
y si podré ocultar mis
gestos sin despacio
y no sospecharán que les espío
ni habrán de
sentir miedo de mis ojos abiertos
llenos de blancas sombras y
rincones obscuros
Y si me sonriesen, di, ¿qué haría?
con las manos tenaces,
envaradas,
sin ni siquiera un libro en que enterrar los dedos.
Di si debo aceptar el trébol que me ofrezcan
vulgar y de tres
hojas, como en los campos míos.
* Un imaginario parque
estocolmés.
La cour carrée
Oh rápida, te amo.
Oh zorra apresurada al borde del vestido
y
límite afilado de la bota injuriante,
rodilla de Artemisa fugaz entre
la piedra,
os amo,
sombra huidiza en la escalera noble,
espalda
entre trompetas por el puente.
Oh vagas, os envidio,
imágenes
parejas en los grises
vahos de las cristaleras entornadas,
impacientes
-que llegan a las citas con retraso-
nervios de los
que habitan (el descuido
seguro y arrogante de la puerta entreabierta
y el gesto ordenador de las cosas que miran).
Lo quiero casi todo:
la puerta del palacio con armas y figuras,
el nombre de los reyes y
el latón de República.
Quiero tus ojos de extranjera ingenua
y la
facilidad sin alma del copista.
Quiero esta luz de ahora. Es mi deseo
estar abierto, atento, hasta que parta.
Y quisiera que alguien me
dijera
adiós,
contenida, riendo entre lágrimas.
Extranjero en las
puertas, no estás solo,
mi apurada tristeza te acompaña.
La dame à la licorne
Estudio de ademanes
A una
muchacha desnuda de medio cuerpo,
que, creyéndose sola, se quita los blue-jeans
junto a una bicicleta.
Oriente ensortijado,
rojo vellón
flamante, con qué pausa
de sol en hebras nace entre dos ramas
aún
nocturnas de azules indecisos
y crespa luz guardada
-venus naciendo nueva de la sarga-
a las
puntas saladas y a los labios
incrustados de arena cristalina
promete otra figura
sobre la piel erguida y sobre el mismo
tostado
de las dunas
-las sedas suntuosas de la piedra molida-
y el lienzo
inquieto de la mar,
espejo
que te revela como tú te admiras.
El duro lomo y las
costillas finas
del animal mecánico se aquietan,
se pliegan a la
tierra que te empuña,
un instante increíble, cuando avanzas
los
hombros
y doblas la rodilla levemente
y el cabello te ciega como
una luz espesa
y vagan las dos manos
abriéndose...
... Desnudas
espléndida la gloria de este sitio,
los sueños
solitarios -cada hombre,
repetido por siglos, que arribaba
a este
arenal desierto- las miradas
turbias de sol, con sed, desde los
párpados
de cada olivo centenario...
Oh pura, instantánea,
tanto
y tan llena de ti
que el silencio te observa y aún no suenan
por qué milagro alrededor los golpes
a intervalos detrás del
tamarindo
ni el gemido del tren y nada sabes
de la mano crispada o
del hierro invisible
ni escuchas el reseco zumbido de los cables
ni el rumor trepan ante de la excavadora.
El ruido de un motor
inútilmente acelerado
golpea como un látigo tu espalda,
oh sorda
como el árbol, y ahora crece
como una zarza junto a ti y te acusa
y se encoge en tu cuerpo la hermosura
y un gran manto de ojos
transparente te cubre mientras dudas.
(Pero yo creo en ti, oh cuerpo
joven, fortaleza del alma,
y negaré en tu nombre, quiero
verte prevalecer.)
Oh rompe
con gesto descuidado las redes que te tienden
sacude el
aire impuro,
oh rosa en lo secreto y ahora obscena
que los ojos
golpean o las pausas del ruido,
oh poder, camina indiferente,
amante desarmada, porque es tu desafío
a las sucias aceras de tu
ciudad horrible,
y a lo largo del aire sorprendido,
de espacio
violado, te reflejas
en las anchas vitrinas de instrumentos
calmantes.
(Desnuda frente a un muro
de ataúdes eléctrico
recoges una concha seguramente rota.)
O renuncia y corrómpenos. Recoge
precipitada el pantalón
crujiente
y póntelo y la blusa de colores
y toma por los cuernos
al animal sumiso
y pisa el polvo de tu gloria.
Entonces
oscuros y dañinos, detrás de cada duna,
saldremos a
mirarte
y el pico que no viste se detendrá un instante
y esa
máquina negra que de nuevo
ronca.
Y alguno desde lejos,
indeciso,
te saldrá al paso, amenazándote
como si nunca hubieras
sido
nadie.
Las aguas reiteradas
Récifs délicieux, Île toute prochaine.
I
En las aguas profundas,
en las ondas del sueño amurallado,
a menudo apareces, y en el curso
verde y olvidadizo de los ríos.
Conozco tu presencia
en las cortezas húmedas del aire
y sé que en
un lugar,
excavada en la lluvia
tu iluminada soledad persiste.
II
Aires tan dulcemente amanecidos,
apenas rotos, aires
y
ya un párpado triste os oscurece...
Arrecifes al alba,
manantial
en suspenso,
ojos en que se espuman tus cristales,
bañas de pronto
y amamantas, lavas.
Los marítimos vientos
y fluviales contornos
verificas
¡oh escogida mañana
semejante a la lágrima de un niño!
III
Mira el pequeño cauce incorporado
donde nace el arroyo,
las almas vegetales anhelantes,
y un aliento de orillas
siente que
hacia tu carne se evapora.
Como suben las savias y rezuman
esparces tú la boca por tu
tronco.
Lengua con sed, sedientas las raíces,
tendéis las hojas
ávidas, iguales,
y os entregáis al mismo cumplimiento.
(En los cielos más altos se diluyen
las playas arrancadas
con
sus calmas antiguas y rompientes
y convoca sus cántaros el río.)
IV
Oh pájaro en dulcísima pendiente
y corazón en tránsito de
brisa,
la libertad te tiembla.
El amoroso músculo del nardo
hacia el paso flexible,
la saeta
risueña de tus pechos
se tiende humedecida,
y una cintura limpia
se doblega.
En la piedra untuosa
la huella engarza un aran del de frío
y
flota tu camino en la tormenta
-blanco delfín entre sus densas
redes-.
V
Tu corazón de lluvia largamente
aprendido del aire y de la
rama
¿hacia qué espacios va,
sobre qué viento?
El cuerpo lleva uncido por el pulso,
hacia
el rayo lo invita, lo apresura.
La libertad del cuerpo
y los ríos de piel se desoprimen,
sus
sensitivos lechos abandonan
los muslos limitados de caricia
y el
brazo y la garganta.
Todo el amor por estas fuentes libra
un dios delicuescente.
Y en el nombre del pájaro,
de la inflamada espuma del almendro,
en el sabor del fruto propagado,
alguna paz de la fatiga abierta
con los latidos mansos configura
un ciervo entre los pechos de
alegría.
VI
Llueves,
en ti se cumplen
como aquellas del mar de que proceden,
las aguas
reiteradas de tu sueño,
tu número de nubes y de peces.
Por tu blanda corriente
levantada la luz hacia las cumbres
sube.
Desde
allí viene el hijo
como un dulce rebaño
que desciende las húmedas
laderas
y aproxima la fuente
de tu entraña sombría, desgranada
como una profunda
cascada de cerezas.
VII
Sobre el campo embriagado, tu camino
ligero hacia los
pórticos recoge
el alma y el auspicio de la nube,
peristilo
esbeltísimo que apura
en abril instantáneo, entre avellanos,
el
culto repetido de tu gracia.
Así, llena de lágrimas, alegre,
húmedo el cereal de tu cabello,
florecida en la tarde me pareces
un laurel en la lluvia iluminada.
VIII
A veces sorprendía
flotando tu cabeza por mi cuerpo.
Era en agua cercada,
obscura en que dejaba de seguirte,
pero a
toda la orilla,
desde el profundo centro estremecido
se impartía
una onda
de corazón despierto, sin sosiego.
Estabas sobre el pecho
nocturno de inundadas soledades,
aquí comparecida, sin deseo,
sólo
furtivamente abandonada,
como si una tormenta que olvidamos
hubiese desistido y no quedase
de ti más que esa dulce
provocación
de párpados y labios.
Luego eras luz y transparencia tenue
y
volvían las sombras a tenderse
sobre este mar de piel acantilada.
Le asocio a mis
preocupaciones
Y base de notar; que estas cosas son aora muy a la postre,
despues de todas las visiones, y revelaciones que escrivire,
y del tiempo que solía tener oración, a donde el Señor me
dava muy grandes gustos y regalos.
Preferiría ahora imaginar
que te soñaba como un robot
metálico
o como un antiguo caminante
hecho de humanidades o de audacia.
Pero a la primera juventud es propia
una ternura sin reservas,
y
luego... la tradición más inmediata...
Te invocaba según un largo rito,
torturándome hacia los
pormenores de tu imagen.
Tocaba los objetos, te buscaba
revolviendo memoria.
Después, con los brazos en cruz, sobre la cama,
pasaba tiempo y tiempo.
Conocía
que estabas por un dulce cansancio
y entonces me tendía
sin mirarte,
sabiéndote allí cerca,
y te contaba mis deseos:
-Haz que el año que viene... Que otro día...
Haz que la chica que
encontré el domingo
(o si prefieres aunque sea otra)...
Haz que yo
pueda ser... Y, sobre todo...
Tu presencia asentía a cada cosa,
tu blanco estar allí, tu
inabordable
reino, transfigurando el sueño en lejanías:
el suave
chasquido con que hiende
el tajamar las ondas
o unas ramas de
abeto iluminadas,
flotando como un astro en el azul inmóvil.
Cada cita nocturna, cada encuentro
rescataba una parte del vivir
diario:
los muros del colegio, los siniestros pasillos o las voces
de la mesa familiar cuando se hablaba de dinero
y además los pecados,
la vergonzosa marca del sexo
y el duermevela de las imaginaciones.
En las horas vacías, por el día,
a veces te ofrecías como un
premio
fugaz, pasabas un instante
rozándome, en medio del silencio
cargado del estudio,
como un soplo de aire que se dibuja sobre el
agua
quieta,
o en las veladas tristes, en familia,
junto a la
radio tonante,
o cuando la humillación me acaloraba.
Mas luego nuestro amor, según el tiempo
pasaba por la boca de los
que te adulan,
se fue haciendo difícil, nuestras noches
de vez en
vez más raras.
Comenzó a incomodarme
la sociedad de tus amigos, la
dudosa
verdad de tus quehaceres...
Lo sé. No fue tan simple.
Sé que un día
mutilé la costumbre,
sentí un poco
de rubor (la redujimos,
a lo más perentorio)...
¡Qué rápidas visitas en los últimos meses!
Y aprendía
a ver el
mundo sin ti,
a llenar tu vacío con las cosas.
No recuerdo
exactamente cómo terminó.
Más tarde
me parecía
un sueño nuestra historia.
Luna de agosto
Insistió en no acercarse demasiado,
temerosa de la intimidad caliente
del esfuerzo,
pero los que pasaban
cerca con los varales y las
pértigas
nos sonreían,
y sentía con orgullo su presencia
y que
fuese mi prima (aún recuerdo
sus ojos en la linde
del círculo de
luz, brillando
como unos ojos de animal nocturno).
Yo quería que
viese
aquel vivo episodio de argonautas
que era mi propiedad, de
mi experiencia:
Primero las antorchas,
la llama desigual de gasolina,
luego,
súbitamente,
la luz del petromax, violenta,
haciendo restallar los
colores, el brillo
de la escama pegada a las amuras,
y los
hombres,
veinte tal vez, que intentan,
azuzándose a gritos,
mover el casco hacia la mar
que latía detrás como un espejo.
-Mira, ya arranca-.
Una espina de palos
que caen en el momento
preciso, y gime la madera y cantan
los garfios en cubierta.
Verde
esmeralda el agua
como menta al trasluz, y ellos
tensos
como en un friso
segado por sus hojas, o trepando
desnudos
mientras boga
suave olas adentro...
Luego, mientras la lancha se alejaba
se vieron cruzar cuerpos
bajo el fanal,
músculos dilatados, armonía
física, y sentimos
que la brisa, como un objeto amable,
se apoderaba del lugar en que
dejaron
una estela de huellas y carriles.
Miré a la altura de su
voz. -¿Nos vamos?-
dijo, y la sombra azulada del cabello
la
recortaba en una mueca triste.
Dulce.
Me conmovió que fuera
cosa de la naturaleza, como parte
de su
incierto castillo de hermosura.
Pero ahora que la hermosura me parece
cosa de la naturaleza sin misterio,
pienso si no sería por contraste,
si estaría pensando en las medidas
de su gloria cercana, en los
silencioa
de un atento aspirante al notariado
con zapatos
lustrosos y un destino
decente...
Caminaba
despacio hacia la calle alborotada.
Las luces del festejo
brincaban en su blusa
como una gruesa sarta de abalorios.
Noche
Clamo a tu vientre lívido de viento,
al corazón estrecho de tus
gallos,
a sus látigos rojos, a los rayos
que acribillan tu hueco
firmamento.
Busco la arista del desdoblamiento,
hurtarme fruto a mis normales
tallos,
libertarme en tus ácidos caballos
y un ungir tus torres de
mi advenimiento.
Si llegaras conmigo a la ondulada
alta loma del ser, donde se
muta
la sangre viva en el símbolo de hielo...
Mas quién podrá parar la madrugada
alzando ya la concha de su
ruta
sus rapaces de luz sobre tu vuelo.
(Laye, n° 14, junio-julio de 1951)
Pájaros para Yvonne
Tu cuerpo en qué alegría de revuelo,
que inmediación de trinos, ¡oh
agitada
pasión de ti, de tórtola inspirada,
de azul y pluma en
claro azul! (Uccello)
Pájaro. Sal. Escribe por el suelo
el gozo de tu jaula enamorada.
Sea risueña alcándara la espada
de gavilán blandida para el duelo.
Yo, tu fronda apartada. Permanente
árbol donde resuena tu
destino,
leeré tu trayectoria. Se adivina
tan bien lo que se espera... Del camino
oblicuo, qué te importa,
¡oh diferente
mirlo de luz si vienes a la encina!
(Alcalá, n° 20, 1952)
Porque conocía el nombre de los
peces...
Porque conocía el nombre de los peces,
aún de los más raros,
y el
de los caladeros, y las señas
de las lejanas rocas submarinas,
me
dejaban revolver en las cestas,
tocarlos uno a uno, sopesarlos,
y
comentaban conmigo abiertamente
las sutiles cuestiones del oficio.
Porque entendía de nudos y de velas
y del modo de armar los aparejos,
me llevaban con ellos muchas veces;
me regalaban el quehacer de un
hombre.
Sentía con orgullo
enrojecérseme las manos al contacto del
cáñamo,
impregnarme
un fuerte hedor a brea y a pescado.
Sabía
casi todo de aquella vida simple,
de aquel azar diario y primitivo.
Sólo que aquella ciencia era lujosa.
No supieron contarme
o no
pude entender cómo era aquello
en los días peores, las amargas
semanas de paciencia,
cuando el viento del norte
roe las entrañas
y se harta la pupila
de escudriñar los cielos,
en los días
confusos,
cuando el mar de borrosos contornos
es sólo como un
cascote de vidrio
semienterrado en el fango,
un desagradable
incidente o una trampa
para los que pasan corriendo
ciegos bajo la
lluvia.
Primer amor
No lo supimos la primera vez;
lo extraño,
que lo hacía distinto de
los sueños,
no estaba en ella, ni
en ser menos real,
más pálida
y ausente,
humana donde el mórbido cuerpo imaginado.
Tampoco en la
premura
de gestos que, al contrario,
habíamos fiado a maravilla
ni en las voces que nunca imaginamos
-«De un pueblecillo cerca de
Jaén»,
decía, todavía en rosada
ropa interior,
como en un
envoltorio de farmacia.
Y luego de rodillas,
cerca, sobre la cama
esquemática:
-«Ya ves,
a mis hermanos,
que están bien situados,
esa
empresa...»
Y de pronto una parte
del cuerpo
próxima se imponía,
mostraba
su imprevista materia
y hacía que nos olvidásemos de nosotros mismos,
y, como en un relámpago,
amásemos la realidad
y aquella dulce
imperfección inmediata.
-«Mi madre con los años...»
Había unas cortinas de bordes
oxidados
y un perchero
como las mecedoras del verano.
Pero un día
(aunque quizás el tiempo nos engañe
y sea sólo ahora)
comprendimos,
supimos de aquel vértigo más hondo
que los minutos
en secreto.
Era en las escaleras o en la sala:
aquel señor con
aires oficiosos,
el mecánico verde todavía
de grasa, o el alumno,
no estábamos seguros, del colegio,
la gente que encontrábamos, los
ojos
que hacían que miraban otra cosa.
Porque habíamos sido
cuidadosamente guardados del contagio,
meticulosamente preservados,
y, un momento,
tiraba de nosotros el instinto
más fuerte, nos
hacía
extrañamente solidarios.
Ciudad arriba, luego, en el camino
de forzoso regreso a la costumbre,
sentía vagamente -me parece-
algún alivio a mi respecto,
más amigas las cosas, menos prieta
la
atención a mí mismo,
como si aquella sensación durase.
Y eso era
todo, creo, era muy corto.
O tal vez algún día
escogía un camino
sinuoso,
buscaba los repliegues
azules, las aceras
curvas,
donde los niños juegan a los naipes
a la luz de un comercio de
ortopedia;
los cielos con alambre
y la humedad afectuosa
de las
plazuelas apartadas.
Prosa para un fin de
capítulo
Nuestras caras ahora,
según me vuelvo hacia ti desde el pie de la
cama
y despuntan tus ojos
sobre la cumbre de tus rodillas
abrazadas,
repiten una historia en que no entramos
sino con mucha
aplicación.
No basta
que tú sonrías
casi en un gris del cine, componiendo
anticipadamente tu recuerdo y ruedes
mejor que otros lo harían tu
secuencia
tierna y salvaje, y tan banal, que escupen
sin tu
permiso los espejos,
mientras
las obediencias de mi mano palpan
la barra de metal como
quien quiere
guardar su tacto cómplice,
ex profeso
de escamoso oropel,
cuando de veras
soy consciente del ritmo de las gotas,
miro las
grecas del papel pintado,
sigo la curva noble de la sábana
que se
diría atornillada;
y cuando
eres de nuevo tú,
con qué distancia
te contemplo ya través
de qué lente invertida
-transparentes
de vidriada memoria-
me detengo
en las rodillas que te escudan, juntas,
casi tiros
de piedra amaestrada,
o animales heráldicos, lechuzas
de capitel,
con un ojo sin sueño y de amenaza.
Tus rodillas
que son tal vez hermosas, pero un género
en este
instante de rigor, y un signo
que los pliegues por dentro
multiplican:
Hueso a hueso, dobladas como ahora
pero en ángulo oblicuo las
rodillas
de plumaje metálico, insolentes,
desde el crujiente cuero
de los bares,
cuando la luz vacila y tintinean
las puertas
empujadas con torpeza,
o al fondo del salón, en sus extremos
vagos,
con reflejos
azules de armadura,
que parecen cautivas y se cruzan
como manos
nerviosas y taladran
las Voces y la sombra hasta quedarse
pintadas
en el Vaso que inclinaba,
o de luciente piedra en el desnudo
hermético a la orilla de un
mar triste
con pelícanos blancos en las ramas,
o de arcilla
arañada y como escrita
en una lengua familiar, quién sabe
si en un
parque enjaulado y ya lejano
y en las salas de espera, y en los ojos
turbios de colegial,
cuando se abrían
las portezuelas de los taxis, mientras
transcurren los minutos y los años
de penitencia nacional, los días
de enrejados y misas con banderas
y en la escuela o las cárceles las voces
se acordan vigiladas y
miramos
la rodilla flexible bajo el yeso
celeste, apenas duro y
transparente,
y que tiembla nerviosa en el continuo
crujir de
escamas del reptil horrible.
Igual que las rodillas
(a pesar
de este muro de exvotos soy tu público)
ágiles de jinete
e inocentes
que trajiste dormidas a esta prueba
de tu modo de ser
según modelos
y debieran temblar al aire libre
y en encuentros sin
luna ni preguntas,
exentas de tu estatua, divididas
por la
imperiosa bestia de tus años.
¿Quiénes hemos hablado y qué hemos hecho
-otros- en esta cama?
¿Para quiénes
escribes esta página ilustrada
con cuerpo tan
gracioso y tan ajeno?
No pasaré de tus rodillas.
Debo
cumplir con mi deber y sonreírte,
mirando de soslayo la
cortina
para ver si Tiresias nos observa,
separarme despacio,
detenerme
aún más desnudo ante el reloj, ponérmelo,
y encender sin placer un cigarrillo.
Reino escondido
Avant cette époque... je ne vivais pas encore,
je végetais... ce fut alors que mon âme
commença à être susceptible d'impressions.
Casanova
No puedo recordar
por qué escogí aquel reino de
ladrillo.
¿Por qué el rincón tan húmedo, la esquina
verde del
corredor?
Sólo el terror pasaba, a veces
la insolente figura
devorada
casi enseguida por la luz.
Estuve solo siempre, al menos
que yo recuerde. Cuando entró
me pareció descalza,
alta la piel
desnuda en la agitada penumbra.
Los aires hasta arriba
se tiñeron de ella, y todo olía
a
nocturno animal;
yo mismo era su olor, yo mismo
casi como su
espuma.
Ya no volvió a pasar.
Quedó su cuerpo en mí, la certidumbre
por debajo de todos los vestidos.
Quebró las horas del no hacer,
sembró de miedo el mundo
instrumental y blanco, entre temores.
Ternura de tigre
La lengua sobre todo, afectuosa,
áspera y cortesana en el saludo.
Las zarpas de abrazar, con qué cuidado,
o de impetrar afecto, o
daño, a quien lo doma.
La caricia con uñas, el pecho boca arriba
para mostrar el corazón
cautivo.
La piel toda entregada, la voz ronca
retozando en su jaula de
colmillos,
y los ojos enormes, de algas, sonriendo
a la muerte
inmediata
a que fue sentenciado.
Torre en medio
Nunca noche ninguna
ni trámite se fueron tan despacio.
Volvía a
los lugares
recientes, repetía
las aguas, tarde siempre
para
enfilar los pasos escogidos,
y volvía a partir;
la noche inmensa
comenzaba conmigo a mis espaldas.
Pero fue en un instante
real, aquella orilla
blanca, diurna
ciudad,
aquella
populosa cultura
vid,
que viene
por cima de los montes al encuentro.
¿Vienen al hombre los demás?
¿Oyen la voz de auxilio y edifican
tierra sobre la tierra plazas firmes
fortificadas hacia el mar?
¿Conocen
la causa y nos darán
socorro?
Casi sin preguntar toqué su suelo.
Recuerdo el peso extraño,
la balanza de cuerpo poco a poco
presente y cómo iba
cerrándose, y
el mundo
veloz, en cambio, y leve de la piedra
desorbitada en
derredor. ¿Qué pausa
escogería, qué intersticio
entre dos
colisiones, entre choques,
qué pasó entre dos ráfagas ?
No supe
reunirme tan pronto y acudieron
sólo los miembros de la
voz.
¿Quién quería guiarme?
Entonces desde dentro
fui suspendido sin saber. De un golpe
cesó la piedra rápida en mis sienes.
Vías alegres comenzaron, soplos
edificados, persistentes
ánimas cielo arriba, bulevares
de
espejos, frondosos.
Andaría
por los vidrios oblicuos entregando
de parte en parte mi
memoria,
iría al centro de la red, al sitio
desde el que se es
vertido,
si alguien cerrase tras de mí las puertas
y borrase mi
rostro a lo que viene
siguiéndome. Si el agua
lustral brotara y
fuese sin recuerdo.
Si en un lugar de súbito se abriera...
«CAFÉ
DE TRES NACIONES»
-¿Por acaso
tienen ustedes Cuernos de cristal?
-Al oeste
del águila el recinto
según fue al tiempo de fundar.
Vi las
horas internas.
Paralelas armadas,
en guardia, las aristas
me
condujeron y una voz perpetua,
y adiviné al centro del poder.
Fue
un .texto de gargantas, de ojos. Grave
al unísono. Llegaban
en el
preciso instante, transgredían
sus cuerpos permutando
la parte de
cabello dividido,
cambiando de caminos.
Yo quería
ir por ellos.
Y anduve
sobre el andén simétrico y a solas.
Mas luego porque
fuera
la carroza esmaltada más despacio,
ven -dije-. ¿ Qué
importaba
que acudiera sin verme ?
Rocé el borde, y apenas
tomados de las uñas,
envueltos en lo múltiple por todo,
entramos
cuerpo a cuerpo,
adentro de los muros
abyectos del amor. ¡Oh ira,
las medias solas,
las líneas verticales,
que reparten la risa
entre los dientes!
-Ven. Ven. Escucha
la aplicada costumbre
del
agua-
Los brotes cómo estallan,
y tallos en seguida,
inician inminentes
ademanes,
se adentran, pujan, rompen
las láminas de espera y nos
inundan.
Porque ignoramos
nuestra mitad vacía, nuestra sombra
interior, y aún es posible
el mundo enteramente en los adentros.
La silla en su madera, ¿piensa?
¿Despliega sus astillas
en orden a la aguja?
¿Hacia el tronco glorioso,
devastador, al cielo
clama en lo sordo su garganta opaca?
Oh sí. En lo alto
como un
vexilo entre las ramas bate,
como un vexilo al final de las armas,
al viento, la envoltura
sutil. Delgada resistencia.
Oh sí. Oh sí.
Conozco
los flancos de metal, el amarillo
ahora
ya,
cuando empieza a fundirse.
Rompió el aire en los pechos.
Cruzó
una sombra blanca sin memoria.
No sé sino torrentes,
vías abiertas
al espacio, y que era
un punto allí entre cuerpos más sensible.
La
ciudad se vencía.
Con nosotros venían, no conmigo,
detrás de mí
los rótulos :
FÁCIL. A TODAS PARTES.
EN TODO TIEMPO. AHORA.
La ciudad
-más fuerte
rompió un aire sin límites-
saltaba en
fragmentarias
luces.
Y fue en la loma externa,
donde florecen
los geranios
cultos en los bidones de albayalde,
el tránsito a la
ola
carbonosa y crujiente,
el paso al otro sueño.
¿Donde había
visto la torre en espiral en medio
del oscuro
relámpago,
la palmera de Delos
oculta, los altares
ocultos
desde el agua?
Porque no conocía
tierras al otro lado, ni otro
paso,
ni obstáculo a los ojos en la suerte
inacabable.
Nunca
había visto las islas
y eran casi recuerdo cuando estaban más cerca;
proa enemiga, riesgo.
Pasaba
largo tiempo sin saberlas.
Y tú amor mío....
Y tú amor mío,
¿agradeces conmigo
las generosas ocasiones que la mar
nos deparaba de estar juntos?
¿Tú te acuerdas,
casi en el tacto, como yo,
de la caricia intranquila entre dos
maniobras,
del temblor de tus pechos
en la camisa abierta cara al viento?
Y de las tardes sosegadas,
cuando la vela débil como un
moribundo
nos devolvía a casa muy despacio...
Éramos como huéspedes de la
libertad,
tal vez demasiado hermosa.
El azul de la tarde,
las
húmedas violetas que oscurecían el aire
se abrían
y volvían a cerrarse tras nosotros
como la puerta
de una habitación
por la que no nos hubiéramos
atrevido a preguntar.
Y casi
nos bastaba un ligero contacto,
un distraído cogerte por
los hombros
y sentir tu cabeza abandonada,
mientras alrededor se hacía
triste
y allá en tierra, en la penumbra
parpadeaban las primeras luces.