"¿Pero existe el invierno? ¿Y es tan crudo
su rigor? Si es así, ¿qué mejor manta
para tu desnudez, que, yo, desnudo?..."
"The
necklace study"
John William Waterhouse
Reseña biografica
Poeta y
crítico literario nacido en Málaga en 1923.
En la Universidad de
Granada inició estudios de Filosofía y Letras y Derecho, licenciándose
sólo en esta última facultad.
Inició con Muñoz Rojas la revista
«Papel Azul» y la colección poética «A quien conmigo va» y formó parte
del grupo editor
de la «Caracola», importante revista de esa época.
Es presidente de
la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo y miembro
correspondiente por Andalucía de la Real Academia española de la Lengua
y de la Real Academia de la Historia. Su biblioteca de casi 20.000
volúmenes es una de las más importantes
de Málaga.
De su obra poética se destacan : «Sonetos para pocos» en
1950, «El candado» en 1956, «Port Royal en 1956, «Cuenta y
razón»
en 1962 y «Tres oraciones fúnebres» en 1983.
Ha sido Premio
Nacional de Literatura en 1965 y
Premio de la Crítica en 1973. ©
Casa de piel
Casilla de Blas
El amor
El lecho
El poeta se lamenta
de la fugacidad del calor humano
La cita
Navegación de la tristeza
Oh aquellos días claros...
Pájaro herido
Planta tuya
Qué indefinible tristeza
Razón de amor
Soneto
Casa de piel
Igual que en esas series
de cajas chinas, donde va el espacio
acotándose más y más, ciñéndose
a una cuadrada almendra de vacío
en la que todo es íntimo y sensible
a la añorada percepción, el cielo
y el suelo, la ciudad, el edificio,
la planta, el cuarto, el lecho,
son tabiques,
progresivos contornos de una carne,
última estancia
del saber.
No estamos
juntos, sino trabados, como maclas
de pirita (sistema
irregular)
que sueñan con que vientres
y labios se acomoden,
hasta formar
el más perfecto sitio
de una desesperada situación.
¿Nunca logran
los amantes, los diestros
en el más hondo menester,
su dicha
completa? Siglos llevan pretendiéndola,
y ahora estoy
seguro
de que podré, comendador de mármol,
traspasar tu pared, ya
trabajada
por dientes y por uñas.
El aguardo
se torna situación: axila, muslo,
senos, vientre,
confluyen
en la encantada grieta donde el tiempo se hace
eternidad. Y sigo
ahondando en ti, buscando en ti la cifra
de
todo. Y me arrodillo,
y me alzo. Gesticulo
como un torpe feliz que
encuentra oro
y lo admira lucir de gloria, y quiere
regarlo con su
sangre,
para que luzca más prohibido.
¿Es ésta
la habitación del hombre? En ella gasto
mis años de
verdor. El ostensible
vacío luz se hace. Nace el mundo
de nuevo.
Ya probado
el fruto está: seremos como dioses.
Casilla de Blas
Entrada ya la noche,
empapado el desmonte por la lluvia reciente,
trepábamos por él, y el mismo ramo
vencido de mimosas nos despeinaba.
Luego,
siempre, en silencio, hacíamos
en el repecho un alto, y te
miraba,
enamorada cómplice, mientras tomaba aliento
(¿necesitaba
aliento entonces yo?) y fingía
actitudes seguras. Revelaban las
cosas,
desasidos los ojos de la luz, los detalles
precisos, y la
puerta de pino marchitado
gritaba levemente. Entrábamos. El suelo
era terrizo y sin mullir, y nunca
era adoptado de improviso para
aquello que veníamos
a hacer. Se demoraba nuestra entrega a su duro
(¿pero había dureza en algún sitio entonces?)
regazo. Nos amábamos,
nos abrazábamos de pie, ajustaban
con frenesí los cuerpos las esperas
vencidas, como si de muy distantes
extremos nos hubiéramos lanzado
al encuentro. Encendíamos un fósforo
más tarde, y nos hacíamos los
nuevos
en la reconstruida situación.
Las paredes
de tablas ripias siempre nos mostraban
las mismas
vetas grises, los idénticos
nudos vaciados, las usuales lágrimas
de orín: cuerpo de Blas. ¿Quién había sido
aquel Blas que entregaba
sus despojos,
su piel de ofidio puesto
a la moda de estío, a unos
amantes
secretos? Ya murió. Pero vivíamos
por él ahora en su
barraca hecha
a fuerza de morir. Y había gemidos
de goznes
oxidados, saltos súbitos
de su leña secándose, palabras
de su
antiguo contorno que asentían
a nuestro susurrado
decir.
Blas era un guarda
(¿a quién guardaba Blas?) de noche (¿de qué
noche?) a quien un mal día
se le acabó el trabajo. No pensemos
más
en Blas.
Sobre el suelo de los pasos
de Blas pusimos telas y papeles,
caricias y manjares raros. Edificamos
sobre el suelo de Blas la
retorcida
torre que somos hoy. Sobre la muerte
de Blas se han
levantado nuestros hijos
de hoy: y cuando no se nos parecen,
cuando se ausentan de nosotros, bullen
en otras casas que improvisan,
pienso
que tal vez sean los hijos
de aquel buen Blas que nos dejó
la suya.
El amor
Es preciso que cuente la historia de Juanico,
aquél a quien sedujo mi
niñera, una tarde
de verano. ( Se ha dicho que fue bajo los pinos.)
Era delgado, alto,
melancólico. Un negro
pañuelo le ceñía el largo cuello. Estaba
delicado del pecho. Cuando pasó la cosa
aún no había entrado en
quintas.
Si mal no lo recuerdo,
todo ocurrió en agosto. Yo jugaba arrastrando
un gran bieldo blanquísimo por el llano. Juanico
daba portes con
sacos vacíos, desde un carro
hasta el patio. Las horas se fundían
despacio
sobre el jardín, caían sobre los eucaliptos
repletos de
chicharras, que sonaban lo mismo
que cuando las patatas se fríen en
aceite
muy caliente. Juanico sudaba. Pero cuando
penetraba en la
sombra del portón, una lengua
de aire fresco lamía su pecho,
despegaba
el pañuelo empapado, le entraba por debajo
de los
perniles, como una larga serpiente,
y le dejaba un pétalo de rosa
entre las piernas.
Carmen tenía casi los
treinta años. Ella
sabía que Juanico se abrazaba a la colcha
y
miraba a la luna, como si allí estuvieran
las razones de todo. Por
eso entró en la casa
para beber un vaso de agua: el caso era
ayudar a Juanico que casi no sabía
por qué cabos empiezan a trenzar
los amores.
Yo estaba, ya lo he dicho, arrastrando mi bieldo,
llano arriba y
abajo. Pero me daba cuenta
de que un pájaro grande cubría con sus
alas
el jardín, los pinares, los olivos, la alberca,
la casa con
Juanico, con Carmen, con los sacos.
Los dientes dibujaban cuatro
líneas iguales,
que giraban, que iban y venían, lo mismo
que el
vuelo de las aves.
Sin embargo, de pronto
me sentí solo: estaba el mundo solo, bajo
el ala inmensa. Piensen cual sería mi asombro
cuando vi que el gran
pájaro ardía y que dejaba
caer en mi cabeza plumillas encendidas.
Entré corriendo al patio. Alguien había cerrado
todas las
puertas: solo una estaba entornada.
Miré por la rendija y allí los vi
en la sombra,
con un afán ardiente por mí desconocido,
así como
empeñados en no morirse nunca.
El lecho
¡Oh
soledad, mi soledad, aroma
de la muerte, naufragio
del contiguo
vivir, cuchillo, llama,
que corta, quema el mundo y manos, voces
que el mundo alza como alambres para
tender los Paños, las banderas
limpias
de la amistad!
¡Oh soledad, presagio
de la tierra movida o de la cal y el canto
clausurados!
La rueca
sigue girando al otro lado de la
cretona distendida como
una piel que he puesto
a secar. y los ramos en que abejas,
mariposas quizá, se depositan
ajenas a esta caja donde busco
en
vano el sueño.
¿Soy el mismo? El ala
de un instante separa esto que digo
de lo
que dije cuando dije soy.
Y no hablemos del día: encontré piedras
sobre las que el silencio reposaba,
hojas secas, mojadas por el riego
de las nubes, vibrantes hojas verdes,
instrumentos ajados,
entusiasmos
dormidos, humos, lenguas.
¡Oh soledad, mi soledad, la noche
no te abandona, el sueño se
derrama
sobre el clamor atenazado! Vuelco
mi tristeza en las
sábanas, abrigo
mi deseo de Dios entre los párpados,
y sigo
tiritando de estar solo.
"Port-Royal" 1968
El poeta se lamenta de la fugacidad del querer humano
¿Adónde va el amor, por más que duela
el corazón a cada estrecho
paso;
con qué peso se hunde, en qué fracaso
el beso se anonada y
se cancela?
Abrígalo si puedes: va que vuela
su precario calor, al cielo
raso.
Mira que con frecuencia se da el caso
de que a la vuelta el
velo se desvela.
¿Adónde vamos a parar con tanta
ráfaga que se va por un postigo,
si el cisne se nos muere cuando canta?
¿Qué puede alimentarnos este trigo
que siempre se nos queda en la
garganta?
¿Adónde vamos a parar, amigo?
La cita
Amor, amor, amor, la savia suelta,
el potro desbocado, amor, al campo,
la calle, el cielo, las
ventanas libres,
las puertas libres, los océanos hondos
y los escaparates que
ofrecen cuando hay
que ofrecer al deseo de los vivos.
De los vivos, amor, de los
que olvidan
que un día no habrá puertas ni ventanas,
ni potro ni raudales de
la hermosura
para estos, estos ojos, estos ojos
donde habrá que engastar unas
monedas
-y otra bajo la lengua-, por si acaso
al barquero le sirven o al
que busque
sueños de ayer, de hoy, bajo la tierra.
Bajo la tierra, amor,
trufas, estatuas,
oro, cántaros, dioses
apagados, amor, tesoros, premios
de la
ansiedad.
Amor, dame la mano,
no te conozco, amor, no importa, dame
la
mano, amor, no la conozco, nunca
importa demasiado conocerse.
Abre los ojos, no, no puedo, abre
la boca, ¿dónde está tu risa, dónde
se duerme tu palabra? Amor,
no tengo
más risa, más palabra: Amor.
Te doy a cambio lo que esperas.
¿Tú lo sabes, tú sabes lo que espero?
Amor, ¿tú tienes lo que espero?
Es amor, amor y el mundo
como está, como es, con estas vías
abiertas con las cosas
que con amor se hacen, con la gracia
de hacer las cosas con amor, con tiempo
para formarlas con amor, con fuerzas,
aguas de amor para apagar
el miedo.
Navegación de la tristeza
Acediae impugnationem non declinando
fugiendam.
Casiano
Cuando en
el río de soledad que, a veces, nos recorre,
un álveo seco, piedras
con huella de lavados imposibles,
verano interminable de guija al
sol, de insecto al sol,
de raíz sin esperanza,
notamos una barca
por la greda,
que aventa el polvo con los remos podridos de carcoma,
sola bogando, hincando
el astillado palo entre costillas
de
calcinadas reses,
es él quien anda.
Y ara
acompasadamente en nuestro espanto,
contra todos los peces,
frente a todos los panes
que son objeto de milagro para las
extasiadas muchedumbres.
Él, es él quien navega
entre lo
innavegable,
forzado del hastío, entre esturiones de granito y lava.
Él, él, quien contusiona
la brizna
pajiza de la caña, la hoja
terriza de los álamos,
desesperada del ayer que puso
su palma al
cielo.
Entonces no hay que huir, hay que sentarse
a ver pasar las malas
horas,
la simiente libada por arañas,
por escorpiones y por
buitres
que intentan la corola del esparto,
en un invierno sin
nieve,
para una miel de cieno que en lentas olas cunde.
Entonces detened la fluxión de la arena,
orad, decid detente,
armaos de los prestigios
que aporta la memoria de las flores;
desanudad las sogas de los cuellos,
que somos para algo,
y
evaporad la imagen del Maldito
evocando al Señor, tres veces puro.
Oh aquellos días claros de mi niñez...
Oh aquellos días claros de mi niñez, aquellos
días entre
jardines, entre libros y sueños,
a qué poco han quedado reducidos:
las piedras
brillantes al sol alto del dulce mediodía
-¡qué
amarilla se ha puesto de aquel sol la memoria!-,
las pequeñas
calizas, los cuarzos y pizarras
polvorientas, suaves, bajo los
almecinos,
aún tienen un rescoldo de recuerdo en mis manos;
el
jazmín del estío- ¡qué fue de aquella nieveI-,
que daba olor de
fiesta a la tranquila noche,
aún lo siento en el pecho, cuando cierro
los ojos;
y el rumor de las olas, lenta, lejanamente,
en mi
interior florece cuando llueve el silencio.
Calor, olor, rumores: a
qué poco han quedado
reducidos los días lejanos y felices.
A veces el sonido de una piedra, cayendo
en una verde alberca, me
hace creer que nunca
debió formarse un hombre sobre aquel que gozaba
sobresaltando aguas tranquilas. Y quién sabe
si hoy, corriendo esas
aguas hacia mares futuros,
también piensan que nunca debieron de ser
ríos.
Pájaro herido
Vuelo inútil : la luna ya ha perdido tu espíritu
y tu canto ya tiene
por estela el silencio.
Pronto, estrella llovida, recipiente de nada,
nublarás unas flores o el brillo de una piedra.
Ni un rumor, ni una lágrima multiplican tu muerte,
ni un suspiro
da eco tristemente a tu pico:
nadie siente que pierdas tu lugar en el
aire
y que, al igual que duermen peces entre las olas
y hombres
entre la tierra, no tengas tu descanso
en los azules vientos que
acarician tus alas.
Y las nubes ya saben que es tu último,
y que, pronto tu boca la
canción de tu vida
cantará silenciosa: pero guardan su llanto,
pero guardan su llanto para los olivares.
Planta tuya
Tierra mía, florido campo en el que
sepulto mi raíz, los ojos quedan
en la copa, mirándote, y aún viven
la ocasión más que el resto de la
carne
vegetal, o se inclinan con la espiga
que el viento del amor
amaga, y besan
vibrátiles el muro de las sombras
desde las que me
surto de divina
majestad. Tierra mía, acariciada
tierra mía,
gritante tierra húmeda,
avariciosa de simiente, canta
tu júbilo,
derrama tus olores
íntimos, al contacto con mi agudo
aspirar, toda
labios, toda grieta
manante, pues adviertes que progresa
mi
condición hasta animal hombría,
y sabes que te sé, campo de urgente
roturación, llorando por mi savia
de hoy. Enredaderas son los tallos
ya, gestos concentrados, brazos, muslos
que atenazan o rozan
levemente
con unción, esperando el cataclismo
que nos habrá de
sepultar en una
profundísima falla. Suenan músicas,
mas no se
oyen. Se alzan las paredes
del mundo, y no se ven. Se prueban todos
los caminos, se afinan los violines
recónditos, e irrumpe la añorada
melodía infinita.
Qué indefinible tristeza, cuando
uno escucha...
Qué indefinible tristeza, cuando uno escucha
las palabras casi sin sentido
que surten de miles de labios
y que se van, sin orden, amontonando en el aire,
las palabras como insectos que liban
en miles de orejas
ambulantes, las palabras
que se disuelven, como olas, sobre la playa de la tarde,
adelgazando, trocándose en espuma,
en humedad, en nada. Y qué tristeza finísima,
qué sombra, qué
aire de tristeza,
cuando uno piensa que es imposible comparar
a estos seres que se
agitan con las nubes
que circulan por las calles del cielo,
o con el ir y venir del
viento
entre las hojas de los árboles.
Y sobre todo, qué inmenso
desconsuelo
cuando uno se da cuenta
de que estas tristes reflexiones en
torno
a estas criaturas que giran en la tarde
lo han convertido a uno
en alguien
infinitamente abandonando, en alguien que,
desde el otro lado
del tiempo, escucha,
lleno de soledad, el fragor
de éste monótono rebaño de
corazones.
Razón de amor
Todo buen poema de amor es prosa.
T.S. Eliot
Porque estás ahí delante -siempre delante, eso
sí-,
pero confieso humildemente que no puedo encerrarte en
un cauce.
No sé cómo poner música a la música,
como dar olor al
jazmín,
color al sol que se hunde por la tarde,
como quien dice: esto se
ha acabado,
no esperen ustedes que salga mañana por la mañana.
Yo no sé
si me explico,
pero es que hay cosas que no son para cantadas,
sino para dichas llanamente, después de tomar una
cerveza.
-Está lloviendo-, apunta uno:
y en dos palabras se
encierra un terrible suceso,
algo que hiere los tejados.
y deja
caer sobre los charcos más lágrimas
de las que pudieran derramar los
humanos ojos,
incluso poniéndose en lo peor de las cosas.
-Es de
día-: y con ello
entra el sol en el alma, como una aguja caliente,
y nos sentimos seguros de que, por el momento,
Dios no nos olvida.
Y así con el amor
uno vive, viviendo.
Uno olvida que, cada
día, Dios nos pone tierra
bajo los pies,
aire sobre la boca y azul en las pupilas.
Uno
olvida que el corazón se apoya, cada día,
como un blando sillar,
en otro corazón.
Y cuando se cae en la cuenta de todo
-esto no sucede a menudo-,
resulta imposible medir un verso con los dedos
Un gran tajo circunda
a los amantes,
y lo demás puede decirse en dos palabras.
Soneto
En el que el poeta toma prestadas las palabras
de John Donne para desabrigar infundados temores...
¿Qué haremos en invierno -me preguntas-,
sin un mal cobertor que
nos defienda
del frío? ¿ Qué participada prenda
abrigará las
desnudeces juntas?
No te sé contestar. Y descoyuntas,
pura, abierta, entregada a la
contienda
del amor, ese cuerpo, a suelta rienda.
y se me escapa el
alma por las puntas.
Aún es verano, y la calor es tanta
que no comprendo la frialdad.
Y sudo
cuanta humedad rehuye la garganta.
¿Pero existe el invierno? ¿Y es tan crudo
su rigor? Si es así,
¿qué mejor manta
para tu desnudez, que, yo, desnudo?