"...Balbuceo palabras y rozo con mis labios
el caracol marino de tu pequeño oído,
húmedo como rosa que la aurora regase..."
"Portrait"
Joan Miró
Reseña biografica
Poeta
español contemporáneo, nacido en Córdoba en 1923.
Estudió Bellas
Artes. En 1947 fundó, junto a Ricardo Molina, Juan Bernier y Julio
Aumente, la revista «Cántico»,
punto de encuentro de un grupo de escritores andaluces que reivindicaba
una mayor exigencia estética y enlazaba
con la poesia del 27.
Su obra, antes casi olvidada, fue rescatada por
un grupo de poetas de la promoción del 70. Se destacan los títulos
"Rumor oculto" 1946, "Mientras cantan los pájaros" 1948,
"Antiguo muchacho" 1950,
"Junio" 1957, "Prehistoria" 1994,
"Poniente" 1995,
"En la quietud del tiempo" en 2002 y "Los Campos Elíseos"
en 2006. En prosa, ha escrito, entre otras,
"Lectivo" 1983, "El retablo de las cofradías" 1985 y
"Zahorí Picasso" 1999.
De los galardones recibidos deben mencionarse el premio Príncipe de
Asturias
en 1984, Medallas de Oro de la Ciudad
de Córdoba en 1984 y de la
Provincia de Málaga en 2004","Hijo Predilecto de Andalucía
en 1988, Premio Andalucía
de las Letras
en 1992 y la XVII edición del Premio Reina Sofía de poesia
Iberoamericana 2008.
©
Agatha 2
Alma feliz
Amantes
Antiguo muchacho
Antrim road
Arca de lágrimas
Bajo la dulce lámpara...
Bajo tu sombra, junio, salvaje parra...
Bobby
Cándido
Como el árbol dorado sueña la hoja
verde...
Cómo el árbol dorado sueña la hoja
verde II...
Elegía
Galán
Hace
ya tiempo que no sé de ti...
Infame turba
Jardín
Jazmín
Junio
La
calle de armas
Narciso
Noche oscura
Otro adiós
Palacio del cinematógrafo
Pinar de la piedra
Rondel para un joven
violinista
Sólo tu amor y el agua...
Tentación en el aire
Todos los santos
Vienes como el amanecer...
Viernes santo
Agatha 2
A Rafael Benítez
Empezar, todo joven, de nuevo aquel amor
es como abrir de pronto cerrado gabinete irrespirable
de agonía
suntuosa
por donde ibas o flotabas, galgos,
crisantemos, formol,
caobas rubias.
Tendida en la otomana de cachemir,
culpable,
desencantada,
insomnio de lilas por el párpado,
abrías el cestillo
de sierpes de los celos,
lumbre verde lamiendo
la áspera humedad
de las hojas de higuera.
Pliegues sacerdotales por el traje pesado
como vendimias, pavos
reales o noche en Samarcanda.
Sexo-Ceremonial. Daba risa y respeto
verte por el teatro de tu vida,
ondulante
terciopelo o leopardo, repitiendo
declamatoria y mítica,
como la Duse, Sarah o Norma Desmond,
palabras favoritas: Fatalidad,
Destino.
La carne era tan nueva y tú sabías tanto:
la jerarquía del ópalo
y su brillo funesto,
la anestesia fugaz del heliotropo,
el ajenjo
de paso silencioso.
Frutas de cera roja como remordimientos,
palomas como alados pechos níveos
colmaban las bandejas
y en tus
ojos distintos se agrandaba el ocaso
como una piedra oscura
hundiéndose en las aguas.
Por las copas esbeltas, glaucas, altas,
Falerno,
Chablis, Tokay, Mosela, podrías,
misteriosa verter los
antiguos venenos:
¿oropimente, acónito, cicuta mayor fétida,
escamonea de Alepo, piedra de Armenia, tártatro?
Reías. Dependía del
color de la túnica,
del color del deseo invadiendo tus hombros
como yedra que repta por estatua de otoño.
Reías.
Era dulce aquel
tóxico,
aquel filtro o narcótico del amor en tus brazos:
un dragma
de beleño, phelandrio, tejos fúnebres.
Un día te alejaste. Como un
golpe de mar
te arrebató, desnuda, la galerna de Europa.
Pienso si
salvarías al menos del naufragio
el samovar de plata.
Alma feliz
Alma felice che sovente torni...
Petrarca, Soneto XIV
Alma feliz por siempre, pues lo fuiste
un instante,
vuelve, ligera corza de la dicha pasada,
junto al
frío torrente donde flota el recuerdo,
donde la rosa última de
fugitivas horas
aún perfuma suave con su filtro de llanto.
Vuelve bajo la luna floral de primavera
a las tímidas huellas de
dormidos senderos,
y aspira en esa rosa melancólica y pura
todo el
bosque que arde perdido en tu memoria
con sus rojas maderas
incendiando los días.
Como nauta que asiste impasible en su leño
al naufragio solemne
de la torva tormenta,
desde la roca púrpura por el himno del rayo
mira al joven ahogado, coronado de algas,
flotar en la encrespada
cabalgata marina.
Jardines de amatista, emergiendo sombríos
con pálidos estanques y
la perla del cisne,
desde la lejanía pronunciarán tu nombre
y
pulsará el ocaso sus laúdes de luna,
latentes como vírgenes corazones
secretos.
Nocturnas bayaderas su cintura de estío
aplastarán corceles con
las crines ardiendo.
Mensajeros errantes agitarán pañuelos
antes
de ser talados por el hacha implacable
que convierte a los cedros en
funerales lámparas.
Era niño y el claustro de la vida empezabas:
la mirada dorada,
rubio el ligero rizo.
Bajo brisas de ensueño escondías al mundo
tus joyas de ternura, la soledad y su fuente,
como el avaro guarda
metálicas luciérnagas.
Viviste bajo el ala florida de aquel tiempo
glorioso para el
hombre. Hoy, que cansado vuelves,
mira cómo endiamanta tu llanto las
ruinas,
cual pájaro de agua que anidara en sus yedras
cuando mayo
suspira en las flautas fragantes.
Así fueron tus tardes. Así el viento. Las lilas,
el gorjeo
diminuto de sus cálices tibios
deshojaban. De nuevo volverá todo un
día.
Dime que has de volver con la mágica llave
de la puerta
perdida en un muro de niebla.
Y será igual que entonces: el brodequín de oro
sobre la misma
tienda. Gonfalones sagrados
pasarán en días santos. Madam Lily, la
sílfide.
purpurina en el pelo, cantará en el alambre,
y un reguero
de paja dejarán las carretas.
Escucha el preludiar de violines antiguos.
Ya ha empezado la
danza. Los címbalos sonoros
gotean áureo polen en ansiosas corolas
y desnuda a la luz de trompas y de oboes
embriágate, oh alma,
recordando tu dicha.
AmantesEl que
todo lo ama con las manos
despierta la caricia de las cítaras,
siente el silencio y su pesada carne
fluyendo como ungüento entre los
dedos,
lame la lenta lengua de sus manos
el hueso de la tarde y
sus sortijas
se enredan en el ave adormecida
del viento. Labra en
mármoles de humo
el cuerpo palpitante del abrazo
extenuado cual
cervato agónico,
y con el pico frío de sus uñas
monda la oliva
efímera del beso.
El que se ama solo, el que se sueña
bajo el
deseo blanco de las sábanas,
el que llora por sí, el que se pierde
tras espejos de lluvia y el que busca
su boca cuando bebe el don del
vino,
el que sorbe en la axila de la rosa
la pereza oferente de
sus hombros,
el que encuentra los muslos del aljibe
contra sus
muslos, como un saurio verde
sobre el mármol desnudo e inviolado,
ese que pisa, sombra, desdeñoso
el pavimento de las madrugadas.
El
que ama un instante, peregrino
voluble, de flauta hasta los labios,
de la trenza al cítiso, de los cisnes
a la garganta, de la perla al
párpado,
de la cintura al ágata, del paje
a la calandria y tras
él, silente
va talando el olvido de las mieses altas,
tirso áureos de
espigas, leves brotes,
todo un bosque confuso de recuerdos,
y él
va cantando, ruiseñor nocturno,
capricho y galanía, bajo la luna.
Y el que besa llorando y el que sólo
sabe ofrecer y aquel que cubre
el pecho,
para no amar, de oscuro arnés, sonrisa
y un gerifalte
lleva silencioso
devorando su corazón de gules.
Todos, la noche
maga con su rezo
los enloquece, clava en sus pupilas
el helor de
su vaga nieve negra,
les da a beber rencor entre sus manos,
los
hurta en el arzón de sus corceles,
los trae y los lleva como mar en
cólera,
coronadas las olas de sollozos,
de cabelleras náufragas,
de sangre,
y los devuelve dulces, poseídos,
hasta la playa bruna y
solitaria.
Antiguo muchacho
Entre la noche era la
madreselva como de música
y el sueño en nuestros párpados abejas que
extraían
de las lluviosas arpas del otoño
un panal de violetas y
silencio.
Con un escalofrío se presentía entonces el amor fugitivo
como un trovador, bello de lazos y de cintas,
que, junto a un cenador
donde una tea alumbra,
bajara por la escala del desmayado cuerpo de
la infanta
al par que entre la fronda el ruiseñor perfuma de armonía
la noche.
Erraba en las almenas un vago suspirar de abandonados
velos,
de cabelleras lánguidas flotando en los estanques
y un
ajimez quedaba solo frente a la luna
adormecida por el laúd de los
besos.
Revivo la mirada pálida de los espejos
y mi rostro
preguntando en su oráculo,
y la mano que repasaba, lenta, mis
mejillas, mis labios.
Había una ventana donde el mar convertía en
espumas sus cisnes,
y en los aparadores bandejas con membrillos
cocidos
y el tarro de las guindas,
y las cidras frías por el mármol de la
madrugada,
y los dulces de piñonate en su estrella de papel rizado.
El domingo escalaba con su luz amarilla,
con su parra latiendo de
áureos cimbalillos,
los álamos sombríos del invierno,
y las horas,
veloces, agitaban sus pétalos
como rosal que deja su nieve por el
aire.
Y la noche llegaba al campo reclinando su cabeza en los montes,
y un miedo suave bajaba con el ladrido de los perros por las cañadas,
y la última garza de la tarde dormía entre los juncos.
Decidme dónde
tengo aquel niño con el cuelo sujeto de bufandas
y la enorme mosca
negra de la fiebre aleteando en mis sienes,
y en torno de mi lecho,
Sandokán con la perla roja en su turbante
y Aramis perfumado de
unción episcopal,
y Robinsón bajo el verde loro balanceante de los
bambúes.
Aquel cerrado mirador, entre lutos,
donde paraban todos
los años la Oración del Huerto
cuando el Jueves Santo gemía en su
larga trompeta morada.
Y la Virgen Dormida, en un agosto de bengalas,
y los muertos contemplando desde su balaustrada de ausencias
las
débiles lamparillas de la noche de Todos los Santos.
Llovía en los
cristales. Ahora, silenciosos, vuelven tristes perfiles,
voces que
pálidas renacen,
como hojas arrastradas a un otoño de olvido.
Y
como el nadador, dichosamente cansado,
deja escurrir los dedos del
agua por su cuerpo desnudo
volviendo su mirada hacia la playa,
así
a ti me vuelvo,
buscado tu sonrisa en mi sonrisa,
tu mirar en mis
ojos
y tu honda voz pura, antiguo muchacho,
fluyendo como un agua
fresquísima
del manantial cegado de los días.
Antrim road
Para Lola del Estal
Vienes con el amanecer
o ya estás, estás sentado aún
con las estrellas
en el duro escalón del arriate
donde
encañados crecen los guisantes de olor
y el botón estallante de
la amapola india,
el pequeño dominio urbano de tu siembra.
¿Alguna vez pensaste que te ornarían los brotes,
los tanteantes
pámpanos prensiles,
en caligrafía de dibujo sobre la fúnebre
pizarra?
Inmóvil no suspiras,
pensativo y doméstico dios menor
y guardián,
sólo atento a la losa que tu nombre proclama
y tu
derecho:
Abraham Higgins, proprietor. 1876.
Vendido el predio,
la actual dueña intrusa a sabiendas te ignora
tal no repara en el
caracol de zurrón deslizante,
vulnerando tu espacio de armonía
tendaleras con prietos calcetines de lana
de su amante galés,
beodo y rojo.
En el prerrafaelista clarear de la luz
la
malvarrosa yergue sus ásperos papeles
y sólo yo te veo,
accidental huésped de semana,
de bed and breakfast.
Cuando
regrese al fuego suicida de mi patria
definitivamente tú habrás
muerto.
Arca de lágrimas
¿Quién sois, Señora, que dejáis vuestra casa sobre la cuesta,
vuestro camarín de buganvillas y luces
y vais llorosa en
noche de tambores
-otra vez los tambores, ahora en gloria
fúnebre-,
Señora enlutada que camináis hacia los patíbulos?
El
madero se yergue sobre el monte
y pende a punto de caer el fruto
bendito,
acorred, Señora de los ajusticiados.
El condenado grita
en la noche: Padre.
No es a Vos, humanísima, no divina,
amarga sólo y sólo en la
amargura entreabrís vuestros labios.
Y está la noche erizada de tambores,
cientos de años bajando
en soledad
por el monte de la calavera,
vuestro manto empapado en el lodo y la sangre
por siempre
jamás, Madre del supliciado,
la voz encomendándote: Mujer, ahí está tu hijo,
el reo, el
acusado, el hombre.
Otra vez los tambores anuncian la ejecución
junto a la tapia
blanca,
Señora que acudís sola en vuestro sollozo,
las lágrimas
lloviendo silenciosas.
Llagas de la tortura en las celdas,
fiebre de heridas en las
sábanas coaguladas de los hospitales,
blanca sobredosis de luna sobre el crimen.
Rasean los
tambores con el vuelo de las rapaces amarillas,
la quieta brasa
de sus ojos brillando
sobre las osamentas de la guerra y el hambre,
y el vacilante
abandono de la razón
cuando el dedo de infamia señala las tinieblas exteriores.
Sin duda estáis cansada en vuestro acuitamiento,
Señora que
presides la noche de la necesidad,
escalera, lienzos, sepultura.
Vuestro pueblo os aclama y a la
vez -no callan los tambores-
brillan en vuestro corazón los cuchillos del abandono,
y
florecen en vuestras manos los juncos marinos de las espinas,
el férreo lirio sangriento de los clavos.
Señora que
camináis al atardecer
tras el cadáver rígido sobre el frío de la losa,
sobre la
terca ceguera de los hombres
marcados como el rebaño con la señal del matadero,
Señora
que volvéis los ojos
en la fatiga de la compasión
-velan aún,
confusos, los tambores-,
ayúdanos, Altísima.
Bajo la dulce lámpara...
Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al
muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los
galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por
las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían
en los cuerpos cobrizos y las manos violentas
arrancaban la
oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas
destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas
suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias
Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del
Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo
canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la
cabellera ébano de los banjos
en un río de jengibre.
Otras
veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes
Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los
templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola
púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el
abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen
como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de
bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida,
brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos
pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo
fosforescente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el
cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las
cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un
lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix
llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el
ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la
dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas
confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada
lámpara en la mano.
Bajo tu sombra, Junio, salvaje parra...
Bajo tu sombra, Junio, salvaje parra,
ruda vid que coronas
con tus pámpanos las dríadas desnudas,
que exprimes tus racimos
fecundos en las siestas
sobre los cuerpos que duermen
intranquilos,
unidos estrechamente a la tierra que tiembla bajo
su abrazo,
con la mejilla desmayada sobre la paja de las eras,
la respiración agitada en la garganta
como hilillo de agua que
corriera secreto entre las rosas
y los labios en espera del beso
ansioso
que escapa de tu boca roja de dios impuro.
Bajo tu
sombra, Junio,
yedra de sangre que tiende sus hojas
embriagando de sonrisas la pared más sombría,
la piedra
solitaria;
Junio, paraíso entre muros, que levantas la antorcha
de tus árboles
ardiendo en la púrpura vesperal,
bajo tu sombra
quiero ver madurar los frutos,
las manzanas silvestres y los
higos cuajados de corales
submarinos,
la barca que va dejando por los ríos lejanos sus
perfumes,
los bosques, las ruinas,
las yuntas soñolientas por
los caminos
y el zagal cantando con un junco en los labios.
Quiero oír el inquieto raudal de los torrentes,
el crujido de las
ramas bajo el peso del nido
y el resonante silencio de las
constelaciones
entreabriendo sus alas como pájaros espumantes de
fuego
al fúnebre conjuro de los nocturnos pífanos.
Bajo tu
sombra quiero esperar las mañanas fugitivas de frescura
y los
atardeceres largos como miradas
cuando todo mi ser es un canto al
amor,
un cántico al amor entregado,
mientras las manos se
curvan sobre las espaldas desnudas
y mis párpados se tiñen con el
violento jacinto de la dicha.
Bobby
No era el amor y se llamaba Antonio.
Hablaba como un indio del Far- West:
«hombre alto», «boca larga». Era de Fuengirola.
y siempre había un teléfono donde llamarlo cuando
-y reía-
la noche era más larga, más amarga, más lenta.
Por las villas de canos jubilados de Holanda,
por la «suite» de la vieja dama inglesa,
la viuda o divorciada más allá de los ácidos,
por el apartamento oscuro del borracho,
surgía su desnudo auroral como Jonia.
Era animal de dicha y entraba fiel, ruidoso,
un grueso calabrote de plata por el cuello...
Sobre muebles de Herraiz o lacas chinas,
biombo bermellón de zancudas doradas,
o en raída moqueta o taquillones
de castellano en serie,
iba dejando las botas deportivas,
los calcetines rojos,
el pequeño taparrabos celeste,
la camiseta como broquel de un pecho
sin defensa. Portador de alegría,
tal un dios de tobillos alados que bajara
a los orcos humanos
ahuyentaba la lágrima, la carta, los somníferos,
la desesperación y su lívida mecha.
Y una noche me dijo, su lengua por mi oído,
«Quisiera haberme muerto».
Cándido
Tanto tiempo en silencio, tantos días
juntos sobre el jergón
encarnizado,
sobre el ara o caverna de la cama
que altas cortinas,
como altivos muros,
defendían de gritos y de música.
Amablemente
preso te tenía
amor de seda y garra leonada,
inerme animal
capturado
en incendiados bosques venatorios.
Mas en tus ojos un
oscuro brillo
forestal, un latido bronco y libre
me decían que no
es lo suficiente-
mente espesa la red entretejida,
como nupcial
velambre o madriguera,
ni la llave de oro y la carlanca
seguros
contra el odio del vencido.
Así un día te fuiste y los perros
ladraron a tu muerte entre la niebla,
entre el olvido, pájaro de
lágrimas.
...Por las torres de Córdoba llovía...
Vuelves ahora en altas madrugadas
de recién lluvia, a encender
los cirios,
ceremonial augusto del recuerdo,
por mi noche que
alúmbrase en lo hondo
de nueva luz, oh lívidos puñales
levantados,
fantasmas fulgurantes,
cartas, fotografías, siemprevivas,
volved a
vuestras vainas, a los féretros
silenciosos que arrastra la
corriente.
Junto a los olas yo también soy libre.
Como el árbol dorado sueña la hoja verde...Como el
árbol dorado sueña la hoja verde,
ahora que no estás y en los bosques
nevados
cruje lívidas urnas, fantasmal, el invierno,
los jóvenes
deseos a la deriva quieren
cubrir tu memorial de húmedas laureas.
Era el marzo feliz que oreaban los vientos
primaveral basílica
los juncos erigían,
las varitas moradas de san José, la avena
como
lluvia menuda y un recado secreto
la cardelina lleva por alfarjes de
ramas.
Así como la tierra mi corazón hinchado
germinaba de
ocultas semillas sepultadas.
Así como la tierra nupcias al mar ofrece
el oleaje crespo de los besos unía
labio y tierra en anillos de
herrín indestruibles.
Veíamos el mundo juntos sobre la roca...
Qué lejos el sollozo, los dioses, la leyenda
que luego tú serías,
rojeantes racimos
de riparia cubriendo, armoniosa, tu estatua
cuando ya fuiste mármol inaccesible y ciego.
Pero el cielo era
puro y fugaz y la loca
alegría de vivir, esa máscara errante
y
beoda reía bajo el galoneado
raso del capuchón del dominó talar,
otorgando antifaces que realidad cubrían
La tristeza, una calle
por donde no pasábamos,
la poesia, una flauta que gime abandonada
y el rezo y los sociales lazos y la amistad,
esa vieja burguesa con
labor de ganchillo,
nos vieron ir desnudos bajo constelaciones.
Sabíamos que un soplo acabaría con todo:
estancias en la noche
centelleante de arañas,
copas alzadas, senos, más hielo, el jardín
rosa
y verde de la aurora irrumpiendo en cristales,
desgarrando la
cola de satén de la huida.
Sabíamos que un soplo... Y que no
volvería
aquel vino jamás a mojar nuestros labios.
Confusamente
turbia tiendo la mano ahora
hacia la puerta, arcano, tarot,
encantamiento,
y allí encuentro tu mano entreabriendo el recuerdo.
Como el árbol dorado sueña la hoja
verde II...
A José Infante
Como el árbol dorado sueña la hoja verde,
ahora que no te tengo,
que no te temo, invento
aquellos días, fueron ciento cincuenta días,
larga vida de hombre solo con su infortunio,
de leproso que vela su
áurea lacería.
Solo contigo, solos en isla, en celda, en faro
en la noche...
Condena que anhelaba perpetua.
Por ventanas clavadas, grietas,
gritos, caricias,
miraba hervir el mundo, anillado cual ave
suntuosa que arrastra, enferma, la cadena.
Terror a despertar con el último vino,
con el último alba: estás,
estoy. Infierno
de las manos palpando, galeote de niebla
que
reencuentra en la sombra la tortura del remo,
en el ornamental
poderío del naufragio.
Y el harapo de dicha que yo creía clámide,
y el azur, la corona
pagada con las lágrimas
y el coturno falaz de la guardarropía,
ese
foco a destiempo, se nos ve todo falso:
saurio de oro, deseos, joyas,
tizón, alcoba.
Al rito de los días sanguinolenta entraña
-«Come, bicho-,
entregabas, amor, devora, besa.
Pasaban procesiones: «Oh Corazón
Sagrado...»
Tú también ostentabas mi corazón en llamas,
vellocino
de púrpura que estrujaba tu mano.
Como en ciudad sitiada cuyo botín codicia
el rubio lansquenete,
al humo del incendio
altas picas enhiestas, lanzas de jifería
desollaron las viejas virtudes cuyos nombres,
Prudencia, Compasión,
aroman los breviarios.Había que
hacer algo: huir de mí contigo,
una sola maleta, un ataúd, un tren
que nos arrase juntos o llamar por teléfono
o al cielo... Estarán
comunicando ahora.
Desde los altos muros arrojamos la llave.Y creció
un lirio rojo de llanto sobre el mundo
cuando ya las campanas,
funeral huésped mío,
te doblaban y el negro caballo de los muertos,
pisándose el jirel polvoriento y solemne,
te arrastraba al glacial
destierro de la ausencia.
Elegía
Me
envuelvo en tu recuerdo
como en nieblas secretas que me apartan del
mundo.
En la calle sonrío al amigo que pasa,
y nadie,
nunca
nadie
adivinó mi muerte bajo aquella sonrisa
ni el frío sin
consuelo de mis ojos que ciegan
pidiendo de los tuyos más desdén,
más veneno.
Ahora que la tarde se derrumba en las sombras,
y que
el libro de versos resbala por mis manos,
ahora que la lluvia llora
por los cristales
de mi ventana,
y llanto va a caer de mis ojos,
antes de que una mano encienda la dorada
llama de mi quinqué,
dime
si tú no sueñas en tu balcón, ahora
que la lluvia nos une a los dos
con sus lágrimas,
o si sobre el teclado de tu piano oscuro
agoniza
Chopin
bajo tus manos trémulas.
Nunca sabrás el loco deseo que me
tortura
de cautivar tus labios bajo mi boca ávida,
y sentir el
latido de tu sien en mi mano
aprisionada como un pájaro aterido.
Pero no sabrás nunca nada de mi deseo.
Nada de cuando pienso
desgarrar con mis dientes
los azules canales de tus venas
y juntos
morirnos desangrados, confundidas las sangres.
Pero estamos ajenos.
Yo sigo en mi ventana,
y tú soñando en otro mientras Chopin suspira,
ahora que aún no arde en mi quinqué la luz
y que a los dos nos une la
lluvia con sus lágrimas.
GalánAquí está
ya el amor.
La luna crece en el espacio virgen.
Desnudo, el
desvelado hacia la aurora siente
resbalar por su cuerpo un agua de
sonrisas.
Los álamos palpitan de finos corazones
y lento va el
cortejo de los enamorados suspirante
en la noche,
deshojando el jazmín de las vihuelas.
Una mano
enjoyada de anillos y serpientes
hunde sus uñas sabias de placer en
los durmientes núbiles
y fría en su belleza la alta madrugada respira
en las glicinas.
Él piensa:
"Ah, caminar a solas bebiendo tu
embeleso
por el vientre sombrío de la playa
donde el mar, a
nuestros pies descalzos,
rompe en astros su voz amarga y su desdén.
Un rumor de guitarras perezosas
en los puertos azules donde la palma
florecida mece,
ebria, su danza lánguida
nos dirá que el amor es
tan sólo un sorbo de verano.
Viviremos bajo un dolmen de yedras y de
lluvias
en las suaves colinas enrojecidas de frutos
y la dicha
fugaz apartará sumisa para vernos
los pámpanos silvestres dorados por
el ala de los abejarucos.
Ah, morir, quiero morir con tu nombre
en mis labios."La noche
unge con sus sacros óleos los ojos del amante.
Juglares y doncellas
que ofrecían manzanas de amor entre columnas
duermen bajo una brisa
de besos que deshace sus cabellos floridos
y sólo el ruiseñor, el
príncipe nocturno,
asciende por las altas graderías de la luna
y
en su pluma suave
una rosa de láudano crece esparciendo olvido.
El piensa entre los sueños:
"Quiero morir cantando junto al
mar".
Hace ya tiempo que no sé de ti...
A Cándida Guerrero Natera
Hace ya tiempo que no sé de
ti
y está la sierra como te gustaba
con el otoño.
Por
Escalonias y por San Calixto
a las primeras lluvias han crecido
las hierbas y una seña silenciosa
me entregan tuya en verdor y aroma.
Las ciervas ramonean acebuches
y está la brama resonando fiera,
en
el fragor del monte su sollozo.
El venado de sombra taciturna
alza
la cuerna como un candelabro
que incendiara de celo y oro el bosque,
y el jaro jabalí híspido bate
el hosco ramo prieto de la encina,
tal me decías.
Hace ya tiempo que callas, lejana.
Mañana de los lunes en el
viejo
archivo provincial, legajos, cintas
rojas de las carpetas,
boletines.
Todo el oficinal rito perenne
se estremecía al aire del
lentisco,
al varear de juncos en las fugas,
al corno inglés en
óperas de Weber.
Y queda aún olor de jara y pólvora,
en el veraz relato, entre tus
manos,
hace ya tiempo.
Y pienso en ti y sonrío y me es grata
tu memoria, como una prenda
usada
de abrigo al calofrío de la casa.
Infame turba
Nunca supimos qué pájaro era aquel
que cantaba al besarnos...
Al besarnos el alba
sería la alondra ilustre,
el vano
timbalero de Verona,
diana floreciendo en el dormido alféizar,
salvas inoportunas,
diligentes clarines matinales
hostigando al
amante perezoso
su ligera fanfarria.
Nunca supimos qué pájaro era aquel
que cantaba...
Que
cantaba en la noche,
ruiseñor, geiser puro
de lágrimas brotando,
silenciosa
perla de la armonía, copa lívida
desbordando tristeza y
ebriedad.
Voz sacra de la luna. A su conjuro,
espectral médium
pálido,
entre la fronda ensimismada surgen
invocadas estatuas.
Nunca supimos qué pájaro era aquel...
Era aquel mirlo blanco
que llamaba desde la oscura tarde,
cuco, péndulo primaveral
pausadamente hiriendo en el recuerdo.
Ribera del amor, aparejadas
las aves, las sonrisas, golondrinas,
paloma de collar, colibrí,
pechirrojo,
pueblan libres el ámbito.
Nunca supimos qué pájaro...
¿Qué pájaro del frío, aguzanieves
del olvido, avefría, nevatilla,
trémulas patas sobre ramas yertas,
con sus picos hurgando en el sonoro
corazón, tronco vivo retumbante,
cavaban tumbas al helor del tiempo?
Nunca supimos...
Supimos bien si aquel reclamo era
gorjeo
artificial, ruedas, tornillos,
un jilguero mecánico, espejuelos
o
canario de cuerda, fidelísima
tórtola de latón y purpurina,
selvática viuda desolada.
Nunca...
Sí, nunca nos besamos.
JardínLa sonrisa
apagada y el jardín en la sombra.
Un mundo entre los labios que se
aprietan en lucha.
Bajo mi boca seca que la tuya aprisiona
siento
los dientes fuertes de tu fiel calavera.
Hay un rumor de alas por el jardín. Ya lejos,
canta el cuco y
otoño oscurece la tarde.
En el cielo, una luna menos blanca que el
seno
adolescente y frágil que cautivo en mis brazos.
Mis manos, que no saben, moldean asombradas
el mármol desmayado
de tu cintura esquiva;
donde naufraga el lirio, y las suaves plumas
tiemblan
estremecidas a la amante caricia.
Sopla un viento amoroso el agua de la fuente...
Balbuceo palabras
y rozo con mis labios
el caracol marino de tu pequeño oído,
húmedo
como rosa que la aurora regase.
Cerca ya de la reja donde el jardín acaba
me vuelvo para verte
última y silenciosa,
y de nuevo mi boca adivina en la niebla
el
panal de tus labios que enamora sin verlo,
mientras tus manos buscan
amapolas de mayo
en el prado enlutado de mi corbata negra.
Jazmín
Para Quinín García de la Bárcena
Amiga mía, a veces si estoy leyendo y llueve
como ahora, tu voz
parece oírse cerca,
por entre los grabados del pasillo y la cal
que intenta ser imagen de un callejón de Córdoba.
Brilla en el vaso apenas un copo de jazmines,
el fugitivo olor
que tu mano ordenaba
sobre el mantel listado, con el pan y el
cubierto
de la ternura abierta en la frugal vianda.
¿Te olvidamos un poco? Tú cruzas silenciosa.
Nuestros días se han
hecho sordos y no esperamos,
con la vejez terrible, unas lágrimas
frescas.
El llanto es privilegio de los amores jóvenes.
Mas tu perfil en sepia de la fotografía
me lleva hasta los
libres, primeros años 30:
las trenzas -Lily Cépannek- en diadema de
mieses,
la angostura del cóctel, la rosa de un abdullah.
Aquel túnel de sangre del verano... Chirriando
se detuvo el
expreso en andenes hostiles
y atrás quedó el bagaje y el inútil
retorno
talló de sales duras la mirada al pasado.
Luego, ya tejedora de bufandas de hastío,
vas y vienes, levantas
el estor, la sonrisa,
y en el alféizar húmedo desmenuzas las migas
doradas para el ave mortal de la tristeza.
Oscurece tan pronto. Obediente a los signos
caminas al encuentro
en el atrio sombrío.
Fulge a la luna el miedo cipresal de la noche
y está el naipe marcado con la indecible cifra.
JunioOh, sé que
he de buscarte
cuando el otoño abrume con sus frutos goteantes
la
tierra,
cuando las mozas pasen mordiendo los racimos
como si
fueran labios,
cuando las piernas rudas de los hombres
se tiñan
con la sangre púrpura de las vides
y quede una canción flotando en el
azul helor de la tarde
madura.
Oh, sé que he de buscarte.
Cuando caiga en el río el beso desmayado de la última
adelfa buscaré tus pisadas sobre la arena tibia
donde tu cuerpo
expiraba bajo el mío
como un talle verde en el suspenso mediodía.
Oh, sé que he de buscarte
cuando el dormido cisne del otoño aletee en
su nido;
pero Junio es ahora un pastor silencioso
que coronan los
oros sagrados de la trilla,
y yo bebo en tu cuerpo la música desnuda
que languidece en los violines lentos de la siesta.
Oh, yo sé que he
de buscarte
cuando la campiña despierte del letargo amarillo
de
los élitros;
pero ahora es tu cuerpo sólo, tu cuerpo junto al mío,
mientras Junio incendia la felicidad de los montes
más lejanos
y
el río besa tímidamente nuestros pies
como si Narciso nos contemplara
con sus diluidos ojos
verdes de agua.
La calle de armas
Así te amaba, voz lejana, cuando decías:
Amanecía entonces en la
calle de Armas...
Era un carro ruidoso de gaseosas, sifones y aguas
medicinales
donde la aurora, dulce, sonreía
como en triunfal
cuadriga de leonados caballos.
Cantaban, enjauladas, desde los hondos
patios, las perdices,
y el santero enlazaba de frescos heliotropos
el centro de la Virgen del Socorro.
Abrían los torneros sus puertas,
y en la tienda cercana de tejidos
colgaban de las perchas, rígidos,
los capotes
y las listadas telas flameaban al indolente aire
como
paramentos suntuosos abatidos sobre murientes fiestas.
Las barberías
humildes,
el azogue manchado del espejo,
irisaban de un rosa
pálido de pomadas,
de un azul de colonias, de verdes brillantinas,
como un pavo real entreabriendo el ocaso purpúreo de su cola.
Y los
moldes de lata para dulces,
las jaulas, las parrillas, los grandes
rayadores,
como escudos vencidos de guerreros,
colgaban en la
puerta del latonero hábil,
donde el estaño finge un pez que salta
líquido.
En el número 7 de la calle de Armas,
al pasar, el estío
soplaba sus vaharadas de esencias turbadoras:
inmóvil mediodía en las
eras calientes
cuando un sátiro joven deja caer el chorro de agua de
su flauta.
Allí estaban las hoces, las trallas, los rastrillos,
las cribas, los sombreros de segador, los bieldos,
y Junio respiraba
coronado de adelfas
que mustian los deseos con sus labios ardientes.
Sobre grandes canastos
se encontraban la yesca y el laurel
victorioso,
las navajas y el huevo de zurcir calcetines;
y en
papeles aparte, la sal y los cominos,
el azafrán bermejo, como
cabellos cárdenos de corsarios turquíes,
el orégano amargo y el
perejil fragante.
María Francisca, abeja en panal de almidón,
con
delantales blancos de caladas vainicas, por la confitería
repartía la
dicha en cajas de sorpresa,
con estampas brillantes de fabulosos
pájaros en selvas irreales
y misteriosas cruces que acercando a los
ojos,
enseñaban la casa santa de Loreto
o la gruta de Lourdes.
Cuando la tienda estaba dormida en la bateas al sopor de las moscas,
sus prodigiosas manos,
con tibias tenacillas y el ámbar de sus uñas,
rizaban los manteles albos de los altares,
los amitos, roquetes, los
finos pañizuelos eucarísticos
y los mismos repliegues, idénticas
cenefas
que bordaban de crema los pasteles de hojaldre,
cándidas
margaritas, abullonadas nubes,
rodeaban el sacro pelícano sangrante
y el vellón inocente del Agnus Dei.
Con un largo quejido
anunciaba
el sillero amarillas aneas,
y el vendedor de cuadros extendía sus
cromos
donde una mujer rubia, con el cabello suelto
y felpa de
brillantes,
desde una rosaleda, arrojaba a los cisnes blancos copos
de almendro,
mientras la muerte rema, adornada de flores,
por el
viejo taller del relojero,
en la dorada barca del tiempo, al compás
de la péndola.
tenue cual la guadaña abatiendo las mieses.
Así,
lejana, voz perdida, te amaba cuando decías:
Era el amanecer en la
calle de Armas...
"Antiguo muchacho" 1950
Narciso
No, no quiero volver...
Sé que está entre los mimbres secreto y
aguardándome.
Sé que me espera. Piso estos verdes helechos
que
llevan su sombra. Pero no he de ir.
¿No he de ir? Aún el estío
como un áureo zagal se embriaga en las siestas
y todo para él, esa
rosa de fiebre y el venero escondido
y el queso blando y puro
y el
aire áspero como la lengua del mastín sediento,
es deseo en su carne.
Pero no he de dar un paso más.
Desde aquí te adivino. Estoy tan cerca
de ti
que si mi corazón pronuncia tu nombre
me responderás en la
brisa
como la selva responde estremecida
al largo lamento del caracol en labios de los cazadores,
al
penacho de luto que deja entre los árboles
la sombría guirnalda de
las trompas.
Desde aquí te deseo...
Este lugar recuerda tu reino y
tu silencio:
ese musgo suave y esas vanas ruinas
por donde las
palomas se aman entre yedras
y los granados abriendo el cráter de sus
frutas
y las cimas lejanas como cuerpos de animales perezosos
que
durmieran eternamente bajo el azul del cielo.
Así es tu dominio.
Pero tú estás ajeno a tu propia hermosura,
frío junto a la lava rubí
de las granadas,
callado al largo abrazo musical de la yedra,
al
gemido amoroso de las garzas
que dejan en tu arena, como huella de un
beso,
la señal atrevida de sus patas
y asustadas, de pronto,
vuelan alzando al sol
el racimo turquesa de sus plumas.
Viene el
atardecer...
Aguardaré la noche para llegarme a ti,
cuando no
pueda verte, cuando no puedas verme,
antes de que la luna te
despierte en tu sueño
con el rumor flotante de sus arpas crueles,
en ese sólo momento en que el campo dormita,
hasta que la noche agite
su tirso de luciérnagas
y ya de nuevo vuelva al bosque la vida
y
los insectos, como un velo bordado de joyeles vibrátiles,
tiemblen en
las adelfas y el jabalí salvaje
abra su ojo de cobre y al hechizo
nocturno
quede un instante absorto y las flores,
pájaros de
perfume en jaulas de verdor,
den al viento sus pétalos y el ruiseñor
bajo la luz astral enrede el heliotropo de lluvia de sus trinos.
Ya
se acerca la noche. Duerme, criatura amada.
Abandona al sosiego tu
cuerpo, donde el labio
de mi pasión, morado, tu camal estatuaria
trastornaría con un placer intenso y misterioso.
Mira las palmas de
mis manos moldeando mis flancos
que por ti palpitan como lebreles
negros acollarados
que la brisa sostiene,
haciéndome gritar de
angustia por tu cuerpo que escapa a mi cuerpo
por esa imposible
posesión que me enerva sobre el césped
como el pámpano verde
retorciendo su alambre vivo en las hogueras.
Duerme, amante cuerpo,
bajo las dalias calientes de quien te
invoca,
mientras las cañas huecas de mi flauta
derraman la rubia
miel de sus quejas
en el odre sombrío que la tarde abandona en los
barrancos.
Así estabas, dormida. Los sagrados ropajes desceñía
y
con sed, a la orilla de tu cuerpo tendí el mío desnudo.
Dormías al
monótono arrullo de los cielos
y como un mármol perfecto nada
estremecía
tu letargo perfecto embriagado de dulce aburrimiento.
Las nubes solitarias como navíos anclados en los árboles,
con los
mástiles revestidos de pájaros errantes
pasaban lentamente
y otras
veces, el basalto crujiente de las tormentas
despeñaba sus moles y el
rayo convertía en blandón suntuoso
el pino y sus aromas...
Tú
dormías en la tierra. Dormías y esperabas.
Me acerqué a tu mirada y
mis piernas elásticas
encontraron el loto esbelto de tus piernas.
La mañana era entonces unos labios abiertos,
unas caderas ágiles, un
cestillo de fresas,
una corona húmeda del rocío de la dicha.
Me
arrodillé a tus pies. Ya tenías el ara
de los dioses y el héroe
y
tus tobillos, donde las campanillas silvestres se enredaban,
podían
saltar gráciles sobre la urna armoniosa de mi vencimiento.
Allí estaba tu boca... Yo imaginaba frutas, vinos ardientes
y tu
cintura joven ceñía un verano mortal
que agostara la florecilla
abierta en la grieta del muro
y los bosques del éxtasis,
que
secara los ríos morenos y el manantial perdido
y las bestias se
consumieran en la llama de sus rugidos
y ni un viento azul refrescara
la reseca corteza de la tierra.
Todo mi ser era una ofrenda
anhelante.
Te imploré como antes a las silentes sombras,
a las
altas deidades silenciosas
ofrecía los mirtos y el vellón.
Como
ellas, callabas y la rueca implacable de los días
domaba los oscuros
olivos de mi llanto
y mi voz como altar de sacros caramillos,
esperaba la yerta palabra de los dioses
fría como ceniza al corazón
del hombre.
Mas tú no eres un dios.
Tal el príncipe que el otoño
desnuda entre las vides,
tu cuerpo despojado de púrpuras divinas
emergía brillante como lirio fulmíneo
dúctil a la caricia tenaz de mi
presencia.
Eso eres tan solo: un cuerpo que el deseo,
sacerdotal,
entrega al tálamo florido de otro cuerpo.
El alba... Ya te veo... La noche en el jardín
del viento aún
levanta su veneno lunar
y ríe lejana porque sabe que el hombre anhela
su retorno
sediento de su narcótico misterioso.
Ríe, víctima
triunfal, segura de su pesada monarquía,
esperando que los mortales
invoquen
su beleño irreal y la confidencia de sus tiorbas por las
sienes.
De nuevo a tu lado.
Tu carne... Esa es mi plegaria.
Nacido
de mí mismo, tu amor, como puñal en el estuche
acecha para libertar
mi soledad
porque el amor tan sólo puede ser poseído por la muerte
y es inútil que los cuerpos se enlacen en un latido turbio
y las
bocas levanten sus voraces hogueras
y las piernas sus ríos de
vértigos estériles
y cuelguen las cabezas, como degolladas, sobre las
bandejas de légamo de los cabellos,
si la muerte no clava en la
médula su cuchillo de espasmo.
Para siempre a tu lado.
Prepara ya
tus brazos.
La aurora, en luminosas yuntas ígneas
abre los surcos
pálidos del cielo,
y el sol, como perla friolenta en la árida mano
del espacio,
como semilla en manos del labrador,
dora de rosa tu
carne funeral ¡oh cadáver de dicha!
¡nupcial materia pútrida!
Entrégame en tus labios, amor, muerte, tu edén.
Noche oscura
San Juan de la Cruz
Porque es de noche y va cayendo el agua
nos abrazamos,
solos, en el viejo
regazo del sofá en tanto suena
la voz de Nat
King Cole, triste y cálida
rama de broncas ascuas crepitantes
en
la garganta humana de los discos.
Aunque es de noche duerme en su
litera
de angustia el senescal, ora dormido
el obispo yacente sobre el
laude
y en su cama de ruedas duerme el ciego.
Dormido el mundo, tú
y yo veíamos
solos sobre la tierra, porque es noche
y el agua
vierte pura hondo sueño.
Un humo de durmientes nos acerca
las
bocas... Calla tu corazón al miedo
aunque es de noche y está frío el
planeta
con nosotros y el bosque de esa música
tupiendo yedras
alrededor nuestro.
Llamas somos de un sueño largo y torpe
que los
tendidos sueñan silenciosos
desde el catre postrero de la tierra.
Sólo es real el vaso rebosante
de mi sed, aunque el agua está manando
y es de noche para siempre, noche oscura.
Otro adiós
La mermelada duró más que el amor...
no tendré que bajar ya por la
confitura.
Chillan los gorriones no informados:
¡Levantaos amantes
que dormís las mañanas frías!
Terminaron los desayunos para dos.
Vuelve a tu duro pan de solitario.
II
Creció la zarza ardiente del silencio
signaron hojas los
gastados labios,
quemaron las palabras sin decirse.
¿Por qué no
hablaría yo?
Gustavo Adolfo
desde el visillo trémulo apuntando
el llameante aullido silencioso.
III
¿Proust otra vez ? Guermantes,
vano nácar del tiempo, los
biombos
de olvido desplegando fastos...
¿Eres tú o una sombra que
cuenta lo de otros?
Sentimientos en eco,
hay lejanas levitas en lo
que dices,
pasos que no son tuyos resonando
por galerías de
espejos, muselinas,
frutales cornucopias de alucinante alinde
donde no te reflejas...
Caiga al fin el guarnido cortinón escarlata.
IV
Llegó el derribo urgente y necesario.
Quedan las cartas. Quema las
cartas,
velador giratorio que consultas a veces
en busca del
secreto.
Infinitud de amor: están los cedros
dando su sombra al
músculo del lince,
pájaros, lluvia, nardo asirio, huerto
terrenal
siempre.
Incierto encuentro, realidad fue sólo
las escritas
palabras, tal la lápida.
Allí surges de nuevo, allí te tengo
criatura del amor ,
naciendo entre las valvas venéreas de las olas.
Palacio del cinematógrafo
Impares. Fila 13. Butaca 3. Te espero como siempre.
Tú sabes que
estoy aquí. Te espero.
A través de un oscuro bosque de ilusionismo
llegarás, si traído
por el haz nigromántico
o por el sueño triste de mis ojos
donde alientas, oh lámpara
temblorosa en el cuévano
profundo de la noche, amor, amor ya mío.
Llegarás entre el grito
del sioux y las hachas
antes de que la rubia heroína sea raptada:
date prisa, tú puedes
impedirlo. O quizás
en el mismo momento en que el puñal levanta
las joyas de la ira
y la sangre grasienta
de los asesinos resbala gorda y tibia,
como cárdena larva aún
dudosa
entre sopor y vida, gotando
por el rojo peluche de las
localidades.
Ven ahora. Un lago clausurado de altos
árboles verdes, altos
ministriles, que pulsa
la capilla sagrada de los vientos
nos llama; o el ciclamen vivo
de las praderas
por donde el loco corazón galopa
oyendo al histrión que declama
las viejas
palabras, sin creerlas, del amor y los celos:
«Pagamos un precio
muy elevado por aquella felicidad»;
o bien: «Ahora soy yo quien necesita luz».
y más tarde: «Tuve
miedo de ir demasiado lejos»,
en tanto que el malvís, entre los azafranes
del tecnicolor,
vuela como una gema alada.
Ah, llega pronto junto a mí y vence
cuando la espada abate
damascenas lorigas
y el gentil faraute con su larga trompeta
pasea la palestra de
draperías pesadas
junto al escaño gótico de Sir Walter Scott.
Vence con tu áureo
nombre, oh Rey Midas;
conviérteme en monedas de oro para pagar tus besos,
en el vino
de oro que quema entre tus labios,
en los guantes de oro con los cuales tonsuras
el capuz abacial
de rojos tulipanes.
Vendrás. Alguna vez estarás a mi lado
en la tenue penumbra de la
noche ya eterna.
Sentado en la caliza de astral anfiteatro
te esperaré. Tal ciego
que recobra la luz,
me buscarás. Tus hijos estarán en su palco
de congelado yeso,
divertidos, mirando
increíbles proezas de cowboys celestiales,
y yo, ya sabes dónde:
impares, fila 13.
Pinar de la piedra
Hay una débil música enredada en mis dedos
como indolentes, verdes
algas dormidas,
cuando Mayo desnuda de negros pabellones
mi
errante pensamiento.
Hay un tejido espeso como aroma de mieles y de
trigo,
que envuelve adormeciendo roca y nube.
Es temprano en la
tarde.
El arroyo abandona su flauta entre la hierba.
Me inclino
reverente para beber y el agua
pone en mis cerrados párpados su
húmeda caricia.
Sobre la tierra extiendo mi pereza
y Mayo me
despoja de la corteza gris y extraña de mi traje
ciñéndome triunfal
con la guirnalda azul de sus ramajes lánguidos
y en el silencio
olvido el remolino inquieto de mi alma.
Ahora soy complacido todo
tierra,
sólo un montón de tierra donde crecen florecillas salvajes
como desnudas piernas deseadas
y hay un himno en mis labios,
un
himno que levanta su corola
como la púrpura de la diana en un alba
con lluvia.
Por el pinar en sombra se difunden sonrisas de armonía
cuando la tarde estruja jacintos olorosos
en el cáliz temblante de
los árboles.
La montaña se aleja en éxtasis de humo...
Yo espero
confiado que tu inicial escrita en la piedra callada
vuelva a
hablarme en la noche con tu voz,
con la voz del agua en el venero,
de ese agua que rompe su líquido alabastro
en el silencio verde de
las hierbas.
"Mientras cantan los pájaros"
Rondel para un joven violinista
Mi canto, para aquél que no sabe
mi nombre. Para aquél que no sabe,
mi sonrisa. Y mi amor para mí,
creciendo ante la luna, alzándose a la luna
inmóvil bajo el ropaje rígido,
bajo el plegado áureo de su luz
y la fugaz diadema de la fiebre
ardiendo con su gema misteriosa...
Para aquél que no sabe, mi canto y mi sonrisa.
Para ti, con tus labios de tierra,
que en góndola embriagada pasas
suave y silencioso
acariciando oscuros cabellos de violines,
el mar tiránico y la inhumana dádiva de la música
por quien desfalleces y para quien eres sólo
un torpe vaso donde ella vierte avara
unas gotas falaces de su vino,
mientras, alta, en la alta gradería,
ella ríe sagrada y desleal.
Tu beso vivo
para la carne de la humilde madera
que la armonía esparce sólo con ser tu espejo,
y los puros sonidos,
cuando pulsas sombrío el corazón nocturno
en las cámaras frías donde arde el tenebrario de la madrugada,
acuden a tu mano como trémulas aves
sumisas, en espera de la simiente pródiga.
Sueñas con escenarios, pesados terciopelos de telones
que un éxtasis de aplausos detuviera.
Gala de las arañas encendidas
y los hombros desnudos por los palcos;
perlas enfermas en gargantas níveas
y un zumbel de doradas abejas coronándote,
Haydn de nuevo... Y la hortensia morada
de tus párpados agrandándose lívida,
ignorando que hay un pájaro libre en tu ventana
picoteando en el cristal sonoro,
y la inicial de una muchacha escrita en la manzana que te comes,
y un canto para ti, que no sabes mi nombre,
para ti que no sabes mi sonrisa.
Sólo tu amor y el agua...Sólo tu
amor y el agua... Octubre junto al río
bañaba los racimos dorados de
la tarde,
y aquella luna odiosa iba subiendo, clara,
ahuyentando
las negras violetas de la sombra.
Yo iba perdido, náufrago por mares
de deseo,
cegado por la bruma suave de tu pelo.
De tu pelo que
ahogaba la voz en mi garganta
cuando perdía mi boca en sus horas de
niebla.
Sólo tu amor y el agua... El río, dulcemente,
callaba sus
rumores al pasar por nosotros,
y el aire estremecido apenas se
atrevía
a mover en la orilla las hojas de los álamos.
Sólo se oía,
dulce como el vuelo de un Angel
al rozar con sus alas una estrella
dormida,
el choque fugitivo que quiere hacerse eterno,
de mis
labios bebiendo en los tuyos la vida.
Lo puro de tus senos me mordía
en el pecho
con la fragancia tímida de dos lirios silvestres,
de
dos lirios mecidos por la inocente brisa
cuando el verano extiende su
ardor por las colinas.
La noche se llenaba de olores de membrillo,
y mientras en mis manos tu corazón dormía,
perdido, acariciante, como
un beso lejano,
el río suspiraba...
Sólo tu amor y el agua...
Tentación en el aire
Sabía que vendrías a hablarme
y no te huía
demonio, Angel mío,
tentación en el aire.
Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos
cansados ya de largos horizontes de hastío
y de copiar tranquilos
paisajes de remanso.
Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,
como algún fauno joven que con su flauta báquica
avivara en mi carne
un fuego leve, quieto,
amenazado casi de apagarse algún día,
rodeado de hielos, engaños de mí mismo.
Al escuchar mi oído la brisa
de tus voces,
Angel mío, demonio, tentación en el aire,
aquel día
que el cielo brillaba y era Agosto
sentí en mi alma un roce de
blandas plumas blancas
como si frescas alas me nacieran de pronto,
y mi ser se llenara de pájaros cantores.
En silencio, callado, yo te entregué mi alma,
aquella que había
sido espada victoriosa,
que había decapitado todas las tentaciones
a ti, mi Angel malo, te la entregué sin lucha,
y tú con tu sonrisa,
¡oh tu risa que hiere!,
arrancaste de mí los altivos laureles
y
casi sin mirarlos, despreciastes a aquel
que alargando la mano te los
daba vencidos.
Por seguir tus caminos
dejé en un lado a Cristo,
tentación en
el aire, Angel mío, demonio;
deserté de las blancas banderas del
ensueño
para seguir, descalzo, tus huellas que manchaban.
Abandoné
los quietos pensativos cipreses
levantados al cielo, místicos del
paisaje,
para pisar el polvo y las ruines hierbas
que ocultan con
sus verdes el agua cenagosa.
Robaste de mi cielo las piadosas
estrellas,
aquellas que eran tenue revuelo de cristales
caído del
regazo virginal de la tarde,
y sólo me dejaste a la impúdica Venus,
brillante de lujuria, y al ciego Amor,
el falso, el inconstante, el
loco,
el que adorna su frente, no con la eterna yedra
sino con la
guirnalda de los mirtos lascivos
y las rosas de un día;
aquél que
con sus risas ha trastornado el mundo
sin ver nunca si el dardo que
alegremente arroja
hiere sólo la carne o llega al hondo espíritu
hasta hundirlo en la muerte o en la locura acaso.
Quisiera ser la rota columna decadente,
aquel Angel mancebo
perfecto entre sus bucles,
o mejor, el Apolo que ayer recibió culto,
y que hoy sepultado bajo la tierra espera
el día de volver a las
nubes olímpicas,
mientras que las raíces se enroscan a su cuerpo
-a la gracia del niño tan sólo comparable,
ya las sencillas flores de
los valles idílicos-
como viejas y obscuras serpientes milenarias.
Todo lo que a tu alma, tentación en el aire.
demonio, Angel mío,
arranca de su frío
quisiera ser, y humilde, ofrecértelo todo,
para
que ya pasado un momento de fuego
me despreciara más tu cruda
indiferencia;
pero en ti hay algo que es mío y no lo sabes,
algo
que entró de mí a pesar de ti mismo,
y es esa indiferencia que te
hiela los labios
a la que yo amo más que a la amable sonrisa
que
no pasa del rostro.
¿Qué sabes tú de esto?, Angel mío,
demonio,
tentación en el aire. Del helado placer
de sentir el desprecio, y del
llorar alegre,
¿qué sabes tú, qué sabes?
Aunque me hayas quitado a
Cristo, el que perdona,
el comprensivo, el dulce, el manso
Jesucristo,
un día volveré al alba, ya cansado,
con mis descalzos
pies sangrantes de la senda
y lloraré las lágrimas, las que tú no ves
nunca,
hasta borrar el último recuerdo del pecado.
Todos los santos
Suena la noche, suena el cautiverio
tenebroso, cadenas arrastradas
por el mármol. Inician !as maderas
y el metal la batalla de la
orquesta,
la nublada obertura crece suave,
gotea la cera sobre el
paño negro.
Si pudieras dormir. Agazapado
el volatín de los
timbales salta,
ríe, te trae desnudo hasta la cama,
bufón de
cresta roja, cascabeles.
Ya no puedes dormir. Estás conmigo,
ah
vana sombra, aparta tu ternura,
tu torrente de lágrimas: la grave
camelia del oboe se desangra.
Ahí está la mancha. Leve, asciende,
voces humanas, órgano, los tubos
plateados del álamo en el bosque
tienen tu voz. Apaga los blandones,
retira antifonarios.
Barbitúricos,
dosis letal de fiebre y laberinto,
tu cabellera
flota todavía
por amargos violines del insomnio.
Sube el fagot, el
panteón cerrado
ilumina la ojiva de las arpas,
pabilos crujen
junto al hueco oscuro.
Humo es el sauce y su atabal ceniza.
Bebe
en mi corazón. Cómo estremecen
las lilas, las violas, las sonoras
cajas el ritmo marcan de latidos.
Vuélvete a la pared. Están los
sueños
exhumando el espectro. Rosas abren
por las trompas.
Estallan las carcasas
de primavera, besos, huellas fulgen.
Duerme.
El velorio sigue de las flautas,
pavanas para un tiempo ya difunto,
barraganía inútil del recuerdo.
Vienes con el amanecer...
Para Lola del Estal
Vienes con el amanecer
o ya estás, estás sentado aún con
las estrellas
en el duro escalón del arriate
donde encañados
crecen los guisantes de olor
y el botón estallante de la amapola
india,
el pequeño dominio urbano de tu siembra.
¿Alguna vez
pensaste que te ornarían los brotes,
los tanteantes pámpanos
prensiles,
en caligrafía de dibujo sobre la fúnebre pizarra?
Inmóvil no suspiras,
pensativo y doméstico dios menor y guardián,
sólo atento a la losa que tu nombre proclama
y tu derecho:
Abraham
Higgins, proprietor. 1876.
Vendido el predio,
la actual dueña
intrusa a sabiendas te ignora
tal no repara en el caracol de zurrón
deslizante,
vulnerando tu espacio de armonía
tendaleras con
prietos calcetines de lana
de su amante galés, beodo y rojo.
En el
prerrafaelista clarear de la luz
la malvarrosa yergue sus ásperos
papeles
y sólo yo te veo, accidental huésped de semana,
de bed and
breakfast.
Cuando regrese al fuego suicida de mi patria
definitivamente tú habrás muerto.
Viernes santo
Hace frío en los atrios esta noche,
ascuas de cobre sobre los
braseros aviva la criada
y la helada ginebra enfría el labio.
Roberto Carlos baja tu voz desde el Brasil, oh cuerpo tuyo,
oh alma
mía asómate al gallo, no,
no le conozco, a la mirada, no, no quiero ver,
sólo tu pecho
entreabriendo rosa oscura
a la táctil araña de las manos.
Y está
el Pretorio ró con el alba,
jaspes yertos, columna,
y desnudo,
desnudo hasta la sangre,
nos desnudamos, rito, sobre el lecho,
cordeles lacerantes
de los besos, caricias aprietan,
tiran, tinta
la res del sacrificio,
soldados, carcajadas, extinguidas antorchas
humeantes,
oh qué hambrienta vesania, brasas, bocas
ardiendo,
crepitantes leños rojos,
la túnica de loco arrodillado busca,
ya
no blanca, ni grana, ni violeta,
sí rígida por las costras,
por el
rayo fulmíneo que derriba
y no apagues la luz quiero verte los ojos,
averigua quién te dio el golpe,
el mazo martillea los clavos en la
fragua,
tafetanes ungiendo sacerdotal desdén,
y tú me quieres,
vino nuevo embriagando mis venas,
arterias al ocaso como dalias,
no apartes este cáliz, esta hiel, está el campo
del alfarero ya
comprado con las treinta monedas,
húmeda arcilla donde clavar alarias
plateadas,
plateados placeres, marea embravecida y plateada
luna,
tinieblas, rueda el dado ciego
y un vaho de hedor sube de los
sepulcros,
pliega tus alas sobre mi carroña,
sobre mi carne viva,
suave buitre ígneo, rapaz tormenta deseada,
lluvia sangrienta empapa
el monte oscuro,
la adarga, los arneses, fluye cárdena
sobre las
blancas sábanas, los lienzos taponados de rubíes,
no caiga sobre mí
la sangre de este justo,
pues sólo quise amarte.