Casida de la mano imposible
Casida de la muchacha dorada
Casida de la mujer tendida
Casida de la rosa
Casida de las palomas oscuras
Casida de los ramos
Casida del herido por el agua
Casida del llanto
Casida del sueño al aire libre
Gacela de la huida
Gacela de la muerta oscura
Gacela de la raíz amarga
Gacela de la terrible presencia
Gacela del amor de cien años
Gacela del amor desesperado
Gacela del amor maravilloso
Gacela del amor imprevisto
Gacela del amor que no se deja
ver
Gacela del mercado matutino
Gacela del niño muerto
Gacela del recuerdo del amor
Baladilla de los tres ríos
Canción primaveral
El silencio
La guitarra
Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías
I. A las cinco de la
tarde...
II La sangre derramada
III. Cuerpo presente
IV. Alma ausente
Los reyes de la baraja
Paisaje
Poeta en Nueva York 1929 - 1930
I- Poemas de la soledad en Columbia University
1. Vuelta de paseo
2. Intermedio
3. Fábula y rueda de los tres
amigos
4. Tu infancia
en Mentón
II- Los negros
1. Norma y paraíso de los negros
2. El rey de Harlem
3. Iglesia abandonadaIII- Calles y sueños
1. Danza de la muerte
2. Paisaje de la multitud
que vomita
3. Paisaje de la multitud que
orina
4.
Asesinato
5. Navidad en el río
Hudson
6. Ciudad sin sueño
7. Panorama ciego de Nueva York
8. Nacimiento de Cristo
9. La aurora
IV- Poemas del lago de Edem Mills
1. Poema doble del lago Edem
2. Cielo vivo
V- En la cabaña del Farmer
1.El niño Stanton
2. Vaca
3. Niña ahogada en el pozoVI- Introducción a la muerte
1. Muerte
2. Nocturno del hueco
3.
Paisaje con dos tumbas y un perro asirio
4. Ruina
5. Luz y
panorama de los insectos
VII-
Vuelta a la ciudad
1. Nueva York
2. Cementerio judío
VIII- Dos
odas
1. Grito hacia Roma
2. Oda a Walt WhitmanIX- Huida de Nueva York
1. Pequeño vals vienés
2. Vals en las ramas
X- El poeta llega a La Habana
1.
Son de negros en cuba
2. Crucifixión
3. Pequeño poema
infinito
Más poesia de este autor en:
Casida de la mano imposible
Yo no quiero más
que una mano,
una mano herida, si es posible.
Yo no quiero más que una mano,
aunque pase mil noches sin lecho.
Sería un pálido
lirio de cal,
sería una paloma amarrada a mi corazón,
sería el guardián que en la
noche de mi tránsito
prohibiera en absoluto la entrada a la luna.
Yo no quiero más
que esa mano
para los diarios aceites
y la sábana blanca de mi agonía.
Yo no
quiero más que esa mano
para tener un ala de mi muerte.
Lo demás todo pasa.
Rubor sin nombre ya, astro perpetuo.
Lo demás es lo otro; viento
triste,
mientras las hojas huyen en bandadas.
>Casida de la muchacha dorada
La muchacha
dorada
se bañaba en el agua
y el agua se doraba.
Las algas y las
ramas
en sombra la asombraban,
y el ruiseñor cantaba
por la
muchacha blanca.
Vino la noche
clara,
turbia de plata mala,
con peladas montañas
bajo la brisa
parda.
La muchacha
mojada
era blanca en el agua
y el agua, llamarada.
Vino el alba
sin mancha,
con cien caras de vaca,
yerta y amortajada
con heladas
guirnaldas.
La muchacha de
lágrimas
se bañaba entre llamas
y el ruiseñor lloraba
con las alas
quemadas.
La muchacha
dorada
era una blanca garza
y el agua la doraba.
Casida de la mujer tendida
Verte desnuda es
recordar la Tierra,
la tierra lisa, limpia de caballos.
La tierra
sin un junco, forma pura,
cerrada al porvenir; confín de plata.
Verte desnuda es
comprender el ansia
de la lluvia que busca débil talle,
o la fiebre
del mar de inmenso rostro
sin encontrar la luz de su mejilla.
La sangre sonará
por las alcobas
y vendrá con espadas fulgurantes,
pero tú no sabrás donde se
ocultan
el corazón de sapo o la violeta.
Tu vientre es una
lucha de raíces,
tus labios son un alba sin contorno.
Bajo las rosas
tibias de la cama
los muertos gimen esperando turno.
Casida
de la rosa
La rosa
no
buscaba la aurora:
casi eterna en su ramo,
buscaba otra cosa.
La rosa,
no
buscaba ni ciencia ni sombra:
confín de carne y sueño,
buscaba otra cosa.
La rosa,
no
buscaba la rosa.
Inmóvil por el cielo
buscaba otra cosa.
Casida
de las palomas oscuras
Por las ramas del laurel
vi dos palomas oscuras.
La una era el Sol,
la otra la Luna.
«Vecinitas», les dije:
«¿Dónde está mi
sepultura?»
«En mi cola», dijo el Sol.
«En mi garganta», dijo la Luna.
Y
yo que estaba caminando
con la tierra por la cintura
vi dos águilas de nieve
y una
muchacha desnuda.
La una era la otra
y la muchacha era ninguna.
«Aguilitas»,
les dije:
«¿dónde está mi sepultura?»
«En mi cola» , dijo el Sol.
«En mi garganta», dijo la Luna.
Por las ramas del laurel
vi
dos palomas desnudas.
La una era la otra
y las dos eran ninguna.
Casida
de los los ramos
Por las arboledas
del Tamarit
han venido los perros de plomo
a esperar que se caigan los ramos,
a esperar que se quiebren ellos solos.
El Tamarit tiene un
manzano
con una manzana de sollozos.
Un ruiseñor apaga los suspiros
y un
faisán los ahuyenta por el polvo.
Pero los ramos son
alegres,
pero los ramos son como nosotros.
No piensan en la lluvia y se han
dormido,
como si fueran árboles, de pronto.
Sentados con el
agua en las rodillas
dos valles aguardaban al Otoño.
La penumbra con
paso de elefante
empujaba las ramas y los troncos.
Por las arboledas
del Tamarit
hay muchos niños de velado rostro
a esperar que se caigan mis ramos,
a esperar que se quiebren ellos solos.
Casida
del herido por el agua
......
Quiero bajar al
pozo,
quiero subir los muros de Granada,
para mirar el corazón pasado
por el punzón oscuro de las aguas.
El niño herido
gemía
con una corona de escarcha.
Estanques, aljibes y fuentes
levantaban al aire sus espadas.
¡Ay, qué furia de amor, qué hiriente filo,
qué nocturno rumor, qué
muerte blanca!
¡Qué desiertos de luz iban hundiendo
los arenales de la madrugada!
El niño estaba solo
con la ciudad dormida en la garganta.
Un
surtidor que viene de los sueños
lo defiende del hambre de las algas.
El niño y su agonía, frente a
frente,
eran dos verdes lluvias enlazadas.
El niño se tendía por la tierra
y su agonía se curvaba.
Quiero bajar al
pozo,
quiero morir mi muerte a bocanadas,
quiero llenar mi corazón de
musgo,
para ver al herido por el agua.
Casida
del llanto
He cerrado mi
balcón
por que no quiero oír el llanto
pero por detrás de los grises muros
no se oye otra cosa que el llanto.
Hay muy pocos
Angeles que canten,
hay muy pocos perros que ladren,
mis violines
caben en la palma de mi mano.
Pero el llanto es
un perro inmenso,
el llanto es un Angel inmenso,
el llanto es un
violín inmenso,
las lágrimas amordazan al viento,
no se oye otra cosa que el llanto.
Casida del
sueño al aire libre
Flor de jazmín y
toro degollado.
Pavimento infinito. Mapa. Sala. Arpa. Alba.
La niña sueña un toro
de jazmines
y el toro es un sangriento crepúsculo que brama.
Si el cielo fuera
un niño pequeñito,
los jazmines tendrían mitad de noche oscura,
y el
toro circo azul sin lidiadores
y un corazón al pie de una columna.
Pero el cielo es un
elefante
y el jazmín es un agua sin sangre
y la niña es un ramo nocturno
por el inmenso pavimento oscuro.
Entre el jazmín y
el toro
o garfios de marfil o gente dormida.
En el jazmín un elefante y
nubes
y en el toro el esqueleto de la niña.
Gacela de la huida
Me he perdido
muchas veces por el mar
con el oído lleno de flores recién cortadas,
con la lengua llena de amor y de agonía.
Muchas veces me he perdido por el mar,
como me pierdo en el
corazón de algunos niños.
No hay noche
que, al dar un beso,
no sienta la sonrisa de las gentes sin rostro,
ni hay nadie que, al tocar un recién nacido,
olvide las inmóviles
calaveras de caballo.
Porque las
rosas buscan en la frente
un duro paisaje de hueso
y las manos del
hombre no tienen más sentido
que imitar a las raíces bajo tierra.
Como me pierdo
en el corazón de algunos niños,
me he perdido muchas veces por el
mar.
Ignorante del agua, voy buscando
una muerte de luz que me
consuma.
Casida de la muerte oscura
Quiero dormir el sueño de las manzanas,
alejarme del tumulto de los
cementerios.
Quiero dormir el sueño de aquel niño
que quería cortarse
el corazón en alta mar.
No quiero que
me repitan
que los muertos no pierden la sangre;
que la boca
podrida sigue pidiendo agua.
No quiero
enterarme
de los martirios que da la hierba,
ni de la luna con
boca de serpiente
que trabaja antes del amanecer.
Quiero dormir
un rato,
un rato, un minuto, un siglo;
pero que todos sepan que no
he muerto;
que hay un establo de oro en mis labios;
que soy el
pequeño amigo del viento Oeste;
que soy la sombra inmensa de mis
lágrimas.
Cúbreme por la
aurora con un velo,
porque me arrojará puñados de hormigas,
y moja
con agua dura mis zapatos
para que resbale la pinza de su alacrán.
Porque quiero
dormir el sueño de las manzanas
para aprender un llanto que me limpie
de tierra;
porque quiero vivir con aquel niño oscuro
que quería
cortarse el corazón en alta mar.
Gacela de la raíz amarga
Hay una raíz
amarga
y un mundo de mil terrazas.
Ni la mano más
pequeña
quiebra la puerta del agua
¿Dónde vas,
adónde, dónde?
Hay un cielo de mil ventanas
-batalla de abejas lívidas-
y
hay una raíz amarga.
Amarga.
Duele en la
planta del pie
el interior de la cara,
y duele en el tronco fresco
de noche
recién cortada.
¡Amor, enemigo
mío,
muerde tu raíz amarga!
Gacela de la terrible
presencia
Yo quiero que
el agua se quede sin cauce.
Yo quiero que el viento se quede sin
valles.
Quiero que la
noche se quede sin ojos
y mi corazón sin la flor del oro;
que los bueyes hablen con las grandes hojas
y que la lombriz se muera de sombra;
que brillen los
dientes de la calavera
y los amarillos inunden la seda.
Puedo ver el
duelo de la noche herida
luchando enroscada con el mediodía.
Resisto un
ocaso de verde veneno
y los arcos rotos donde sufre el tiempo.
Pero no
ilumines tu limpio desnudo
como un negro cactus abierto en los
juncos.
Déjame en un
ansia de oscuros planetas,
pero no me enseñes tu cintura fresca.
Gacela del amor de cien años
Suben por la
calle
los cuatro galanes.
Ay, ay, ay, ay.
Por la calle
abajo
van los tres galanes.
Ay, ay, ay.
Se ciñen el
talle
esos dos galanes.
Ay, ay.
¡Cómo vuelve el
rostro
un galán y el aire!
Ay.
Por los
arrayanes
se pasea nadie.
Gacela del amor desesperado
La noche no
quiere venir
para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.
Pero yo iré,
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tu vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.
El día no
quiere venir
para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.
Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.
Ni la noche ni
el día quieren venir
para que por ti muera
y tú mueras por mí.
Gacela del amor imprevisto
Nadie
comprendía el perfume
de la oscura magnolia de tu vientre.
Nadie sabía que
martirizabas
un colibrí de amor entre los dientes.
Mil caballitos
persas se dormían
en la plaza con luna de tu frente,
mientras que yo enlazaba
cuatro noches
tu cintura, enemiga de la nieve.
Entre yeso y
jazmines, tu mirada
era un pálido ramo de simientes.
Yo busqué, para darte, por mi
pecho
las letras de marfil que dicen siempre.
Siempre,
siempre: jardín de mi agonía,
tu cuerpo fugitivo para siempre,
la sangre de tus venas en mi boca,
tu boca ya sin luz para mi muerte.
Gacela del amor maravilloso
Con todo el
yeso
de los malos campos,
eras junco de amor, jazmín mojado.
Con sur y llama
de los malos cielos,
eras rumor de nieve por mi pecho.
Cielos y campos
anudaban cadenas en mis manos
Campos y cielos
azotaban las llagas de mi cuerpo.
Gacela del amor que no se deja ver
Solamente por oír
la campana de la Vela
te puse una
corona de verbena.
Granada era una
luna
ahogada entre yedras.
Solamente por
oír
la campana de la Vela
desgarré mi jardín de Cartagena.
Granada era una
corza
rosa por las veletas.
Solamente por
oír
la campana de la Vela
me abrasaba en tu cuerpo
sin saber de
quién era.
Gacela del amor matutino
Por el arco de
Elvira
quiero verte pasar,
para saber tu nombre
y ponerme a
llorar.
¿Qué luna gris
de las nueve
te desangró la mejilla?
¿Quién recoge tu semilla
de llamaradas en la nieve?
¿Qué alfiler de cactus breve
asesina tu
cristal?...
Por el arco de
Elvira
voy a verte pasar,
para beber tus ojos
y ponerme a
llorar.
¡Qué voz para
mi castigo
levantas por el mercado!
¡Qué clavel enajenado
en
los montones de trigo!
¡Qué lejos estoy contigo,
qué cerca cuando
te vas!
Por el arco de
Elvira
voy a verte pasar,
para sentir tus muslos
y ponerme a
llorar.
Gacela del niño muerto
Todas las tardes
en Granada,
todas las tardes se muere un niño.
Todas las tardes el agua se
sienta
a conversar con sus amigos.
Los muertos
llevan alas de musgo.
El viento nublado y el viento limpio
son dos faisanes que vuelan
por las torres
y el día es un muchacho herido.
No quedaba en
el aire ni una brizna de alondra
cuando yo te encontré por las
grutas del vino.
No quedaba en la tierra ni una miga de nube
cuando te ahogabas por el río.
Un gigante de
agua cayó sobre los montes
y el valle fue rodando con perros y con
lirios.
Tu cuerpo, con la sombra violeta de mis manos,
era, muerto en la orilla, un arcAngel de frío.
Gacela del recuerdo del amor
No te lleves tu
recuerdo.
Déjalo solo en mi pecho,
temblor de
blanco cerezo
en el martirio de enero.
Me separa de
los muertos
un muro de malos sueños.
Doy pena de
lirio fresco
para un corazón de yeso.
Toda la noche
en el huerto
mis ojos, como dos perros.
Toda la noche,
corriendo
los membrillos de veneno.
Algunas veces
el viento
es un tulipán de miedo,
es un tulipán
enfermo,
la madrugada de invierno.
Un muro de
malos sueños
me separa de los muertos.
La niebla cubre
en silencio
el valle gris de tu cuerpo.
Por el arco del
encuentro
la cicuta está creciendo.
Pero deja tu
recuerdo
déjalo solo en mi pecho.
Baladilla de los tres ríos
A Salvador Quintero
El río Guadalquivir
va entre naranjos y olivos.
Los dos ríos de Granada
bajan de la nieve al trigo.
¡Ay, amor
que se fue y no vino!
El río Guadalquivir
tiene las barbas granates.
Los dos ríos de Granada
uno llanto y otro sangre.
¡Ay, amor
que se fue por el aire!
Para los barcos de vela,
Sevilla tiene un camino;
por el agua de Granada
sólo reman los suspiros.
¡Ay, amor
que se fue y no vino!
Guadalquivir, alta torre
y viento en los naranjales.
Dauro y Genil, torrecillas
muertas sobre los estanques,
¡Ay, amor
que se fue por el aire!
¡Quién dirá que el agua lleva
un fuego fatuo de gritos!
¡Ay, amor
que se fue y no vino!
Lleva azahar, lleva olivas,
Andalucía, a tus mares.
¡Ay, amor
que se fue por el aire!
Canción primaveral
1
Salen los niños alegres
de la escuela,
poniendo en el aire tibio
del abril, canciones tiernas.
¡Qué alegría tiene el hondo
silencio de la calleja!
Un silencio hecho pedazos
por risas de plata nueva.
2
Voy camino de la tarde
entre flores de la huerta,
dejando sobre el camino
el agua de mi tristeza.
En el monte solitario,
un cementerio de aldea
parece un campo sembrado
con granos de calaveras.
Y han florecido cipreses
como gigantes cabezas
que con órbitas vacías
y verdosas cabelleras,
pensativos y dolientes
el horizonte contemplan.
¡Abril divino, que vienes
cargado de sol y esencias,
llena con nidos de oro
las floridas calaveras!
28 de marzo de 1919, Granada
El silencio
Oye, hijo mío, el silencio.
Es un silencio ondulado,
un silencio,
donde resbalan valles y ecos
y que inclina las frentes
hacia el suelo.
La guitarra
Empieza el llanto
de la guitarra.
Se rompen las copas
de la madrugada.
Empieza el llanto
de la guitarra.
Es inútil callarla.
Es imposible
callarla.
Llora monótona
como llora el agua,
como llora el viento
sobre la nevada.
Es imposible
callarla.
Llora por cosas
lejanas.
Arena del Sur caliente
que pide camelias blancas.
Llora flecha sin blanco,
la tarde sin mañana,
y el primer pájaro muerto
sobre la rama.
¡Oh, guitarra!
Corazón malherido
por cinco espadas.
Llanto por Ignacio Sánchez Mejías"Georgia" color="#222222">
A mi querida amiga Encarnación López Júlvez
I.
A las cinco de la tarde...
A las cinco de la tarde
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las
cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco
de la tarde.
El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.
Y el
óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde.
Ya luchan
la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.
Y un muslo con un
asta desolada
a las cinco de la tarde.
Comenzaron los sones del
bordón
a las cinco de la tarde.
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.
En las esquinas grupos de silencio
a las
cinco de la tarde.
¡Y el toro solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.
Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde.
cuando la plaza se cubrió de yodo
a las
cinco de la tarde.
la muerte puso huevos en la herida
a las cinco
de la tarde.
A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la
tarde.
Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.
Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.
El
toro ya mugía por su frente
a las cinco de la tarde.
El cuarto se
irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.
A lo lejos ya viene la
gangrena
a las cinco de la tarde.
Trompa de lirio por las verdes
ingles
a las cinco de la tarde.
Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde.
y el gentío rompía las ventanas
a las
cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
¡Ay, qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos
los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!
II La sangre derramada
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no
quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par.
caballo
de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su
blancura pequeña!
¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba
su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la
arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron
como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el
amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su
hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez
con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana
y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de
las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a
toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que
comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de
veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso
de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un
nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren
con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando,
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la
niebla,
tropezando por miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste
lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las
estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh
sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Que
no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz
que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra
de plata.
No.
¡Yo no quiero verla!
III. Cuerpo presente
La piedra es un frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni
cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de
lágrimas y cintas y planetas.
Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando
sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros
sin empapar la sangre.
Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de
alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas
y otras plazas sin muros.
Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó;
¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza
de oscuro minotauro.
Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
el aire como
loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se calienta en la
cumbre de las ganaderías.
¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un
cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de
agujeros sin fondo.
¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no
canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero
más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.
Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman
caballos y dominan los ríos:
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca
llena de sol y pedernales.
Aquí yo quiero verlos. Delante de la piedra.
Delante de este
cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán
atado por la muerte.
Yo quiero que me enseñen un llanto como un río,
que tenga
dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el
doble resuello de los toros.
Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando
niña doliente res inmóvil;
que se pierda en al noche sin canto de los peces
y en la maleza
blanca del humo congelado.
No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se
acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela,
reposa: ¡También se muere el mar!
IV. Alma ausente
No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de
tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para
siempre.
No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te
destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.
El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes
agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para
siempre.
Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de
la tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros
apagados.
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para
luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y
el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho
tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su
elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los
olivos.
Los reyes de la baraja
Si tu madre quiere un rey,
la baraja tiene cuatro:
rey de oros, rey de copas,
rey de espadas, rey de bastos.
Corre que te pillo,
corre que te agarro,
mira que te lleno
la cara de barro.
Del olivo
me retiro,
del esparto
yo me aparto,
del sarmiento
me arrepiento
de haberte querido tanto.
Paisaje
A Carlos Morla Vicuña
El campo
de olivos
se abre y se cierra
como un abanico.
Sobre el olivar
hay un cielo hundido
y una lluvia oscura
de luceros fríos.
Tiembla junco y penumbra
a la orilla del río.
Se riza el aire gris.
Los olivos,
están cargados
de gritos.
Una bandada
de pájaros cautivos,
que mueven sus larguísimas
colas en lo sombrío.
Poeta
en Nueva York
A Bebé y Carlos Mora
Los poemas de este libro están escritos
en la ciudad de Nueva York el año 1929 1930,
en que el poeta vivió como estudiante en Columbia University.
F. G. L.
I. Poemas de la soledad en Columbia University
Furia color de amor
amor color de olvido.
Luis Cernuda
1. Vuelta de paseo
Asesinado por el cielo,
entre las formas que
van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.
Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco
rostro de huevo.
Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los
pies secos.
Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en
el tintero.
Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el
cielo!
1910
2. Intermedio
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos,
ni la feria de ceniza del que
llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca
pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible
que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno
traspasado de Santa Rosa dormida,
en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,
en un
jardín donde los gatos se comían a las ranas.
Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos,
cajas
que guardan silencio de cangrejos devorados
en el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.
Allí mis
pequeños ojos.
No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su
curso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos
criaturas vestidas ¡sin desnudo!
Nueva York, agosto 1929
3. Fábula y rueda de los
tres amigos
Enrique,
Emilio,
Lorenzo,
Estaban los tres helados:
Enrique por el mundo de las camas;
Emilio por el mundo de los ojos y las heridas de las manos,
Lorenzo por el mundo de las universidades sin tejados.
Lorenzo,
Emilio,
Enrique,
Estaban los tres quemados:
Lorenzo por el mundo de las hojas y las bolas de billar;
Emilio
por el mundo de la sangre y los alfileres blancos,
Enrique por el mundo de los muertos y los periódicos abandonados.
Lorenzo,
Emilio, Enrique, Estaban los tres enterrados:
Lorenzo en un seno de Flora;
Emilio en la, yerta ginebra que se olvida en el vaso,
Enrique en
la hormiga, en el mar y en los ojos vacíos de los pájaros.
Lorenzo,
Emilio,
Enrique,
Fueron los tres en mis manos
tres montañas chinas,
tres sombras de caballo,
tres paisajes
de nieve y una cabaña de azucenas
por los palomares donde la luna se pone plana bajo el gallo.
Uno
y uno
y uno,
Estaban los tres momificados,
con las moscas del
invierno,
con los tinteros que orina el perro y desprecia el vilano,
con
la brisa que hiela el corazón de todas las madres,
por los blancos derribos de Júpiter donde meriendan muerte los
borrachos.
Tres
y dos
y uno,
Los vi perderse llorando y cantando
por un huevo de gallina,
por la noche que enseñaba su esqueleto de tabaco,
por mi dolor
lleno de rostros y punzantes esquirlas de luna,
por mi alegría de ruedas dentadas y látigos,
por mi pecho
turbado por las palomas,
por mi muerte desierta con un solo paseante equivocado.
Yo
había matado la quinta luna
y bebían agua por las fuentes los abanicos y los aplausos.
Tibia
leche encerrada de las recién paridas
agitaba las rosas con un largo dolor blanco.
Enrique,
Emilio,
Lorenzo.
Diana es dura,
pero a veces tiene los pechos
nublados.
Puede la piedra blanca latir en la sangre del ciervo
y el ciervo
puede soñar por los ojos de un caballo.
Cuando se hundieron las formas puras
bajo el cri cri de las
margaritas,
comprendí que me habían asesinado.
Recorrieron los cafés y los
cementerios y las iglesias,
abrieron los toneles y los armarios,
destrozaron tres esqueletos
para arrancar sus dientes de oro.
Ya no me encontraron.
¿No me encontraron?
No. No me
encontraron.
Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
y que el
mar recordó ¡de pronto!
los nombres de todos sus ahogados.
4. Tu infancia en mentón
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
Jorge Guillén
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
El tren
y la mujer que llena el cielo.
Tu soledad esquiva en los hoteles
y tu máscara pura de otro
signo.
Es la niñez del mar y tu silencio
donde los sabios vidrios se
quebraban.
Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el
fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor
enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños
indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del
acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no
escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que
no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que
llevas.
Allí, león, allí, furia del cielo,
te dejaré pacer en mis
mejillas;
allí, caballo azul de mi locura,
pulso de nebulosa y minutero,
he de buscar las piedras de alacranes
y los vestidos de tu madre
niña,
llanto de media noche y paño roto
que quitó luna de la sien del
muerto.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de
venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces.
¡Amor de siempre, amor,
amor de nunca!
¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.
No me tapen la boca
los que buscan
espigas de Saturno por la nieve
o castran animales por un cielo,
clínica y selva de la anatomía.
Amor, amor, amor Niñez del mar.
Tu alma tibia sin ti que no to entiende.
Amor, amor, un vuelo de
la corza
por el pecho sin fin de la blancura.
Y tu niñez, amor, y to
niñez.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Ni tú, ni yo, ni el aire,
ni las hojas.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
II - Los negros
Para Angel del Río.
1. Norma y paraíso de los negros
Odian la sombra del pájaro
sobre el pleamar de la blanca mejilla
y el conflicto de luz y viento
en el salón de la nieve fría.
Odian la flecha sin cuerpo,
el pañuelo exacto de la despedida,
la aguja que mantiene presión y rosa
en el gramíneo tabor de la
sonrisa.
Aman el azul desierto,
las vacilantes expresiones bovinas,
la mentirosa luna de los polos,
la danza curva del agua en 1a orilla.
Con la ciencia del
tronco y del rastro
llenan de nervios luminosos la arcilla
y patinan lúbricos por
agua y arenas
gustando la amarga frescura de su milenaria saliva.
Es por el
azul crujiente,
azul sin un gusano ni una huella dormida,
donde los huevos de
avestruz quedan eternos
y deambulan intactas las lluvias bailarinas.
Es por el azul
sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del
viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
Es allí donde
sueñan los torsos bajo la gula de la hierba.
Allí los corales empapan la desesperación de la tinta,
los
durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los caracoles
y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas.
2. El Rey de Harlem
Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los
monos.
Con una cuchara.
Fuego de siempre dormía en los pedernales
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las
aldeas.
Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los
negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua
podrida.
Las rosas huían por los filos
de las úitimas curves del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas
ardillas
con un rubor de frenesí manchado.
Es preciso cruzar los
puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos
golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.
Es preciso matar al rubio vendedor de
aguardiente,
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario
dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que
el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto
de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros,
los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia
comparable a tus rojos oprimidos,
a to sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu
violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas
llevaban niños y monedas en el vientre
y los muchachos se
desmayaban en la cruz del desperezo.
Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata junto a
los volcanes
y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.
Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los
negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas,
ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los
bailarines.
Negros, Negros, Negros, Negros.
La sangre no tiene puertas en
vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en
la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.
Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden
por las playas con los objetos abandonados.
Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos
exprimidos, néctares de subterráneos.
Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella
y disuelve a
las mariposas en los cristales de la ventana.
Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas,
por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y
estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.
Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos
pisos,
porque el tuetano del bosque penetrará por las rendijas
para
dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristezá de guante desteñido y rosa química.
Es
por el silencio sapientísimo
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en
los ángulos del salitre.
Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango,
escupe a las
barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;
un viento sur que lleva
colmillos, girasoles, alfabetos
y
una pila de Volta con avispas ahogadas.
El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el
monóculo,
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.
Médulas y
corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos sin una sola rosa:
*
A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte,
se levanta el muro impasible
para el topo, la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máseara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.
El
sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa,
el sol que destruye números y
no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río
y muge seguido de caimanes.
Negros, Negros, Negros, Negros.
Jamás sierpe, ni cebra, ni
mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los
clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas .y
cardos y ortigas turben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí
las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y
danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.
¡Ay,
Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me
llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de
láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de
los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
3. Iglesia abandonada
Balada de la gran Guerra
Yo tenía un hijo que se llamaba
Juan.
Yo tenía un hijo.
Se perdió por los arcos un viernes de
todos los muertos.
Le vi jugar en las últimas escaleras de la misa
y echaba un cubito de hojalata en el corazón del sacerdote.
He
golpeado los ataúdes. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Saqué una pata de
gallina por detrás de la luna y luego
comprendí que mi niña era un
pez
por donde se alejan las carretas.
Yo tenía una niña.
Yo tenía
un pez muerto bajo la ceniza de los incensarios.
Yo tenía un mar. ¿De
qué? ¡Dios mío! ¡Un mar!
Subí a tocar las campanas, pero las frutas
tenían gusanos.
y las cerillas apagadas
se comían los trigos de la primavera.
Yo vi la transparente
cigüeña de alcohol
mondar las negras cabezas de los soldados
agonizantes
y vi las cabañas de goma
donde giraban las copas llenas de lágrimas.
En las anémonas del
ofertorio te encontraré, ¡corazón mío!,
cuando el sacerdote levanta
la mula y el buey con sus fuertes brazos,
para espantar los sapos
nocturnos que rondan los helados paisajes del cáliz.
Yo tenía un hijo
que era un gigante,
pero los muertos son más fuertes y saben devorar pedazos de cielo.
Si mi niño hubiera sido un oso,
yo no temería el sigilo de los caimanes,
ni hubiese visto el mar
amarrado a los árboles
para ser fornicado y herido por cl tropel de
los regimientos.
¡Si mi niño hubiera sido un oso!
Me envolveré
sobre esta lona dura para no sentir el frío de los musgos.
Sé muy
bien que me darán una manga o la corbata;
pero en el centro de la
misa yo romperé el timón y entonces
vendrá a la piedra la locura de
pingüinos y gaviotas
que harán decir a los que duermen y a los que cantan por las
esquinas:
él tenía un hijo.
¡Un hijo! ¡Un hijo! ¡Un hijo
que no
era más que suyo, porque era su hijo!
¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Su hijo!
III. Calles y sueños
A Rafael R. Rapún
Un pájaro de papel en el pecho
dice que el tiempo de los besos no ha llegado
Vicente Aleixandre
1. Danza de la muerte
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo viene del África a New York!
Se fueron los árboles
de la pimienta,
los pequeños botones de fósforo.
Se fueron los camellos de carne
desgarrada
y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.
Era el momento de las cosas secas,
de la espiga en el ojo y el
gato laminado,
del óxido de hierro de los grandes puentes
y el definitivo silencio del corcho.
Era la gran reunión de
los animales muertos,
traspasados por las espadas de la luz;
la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza
y de
la gacela con una siempreviva en la garganta.
En la marchita soledad sin honda
el abollado mascarón
danzaba.
Medio lado del mundo era de arena,
mercurio y sol dormido el otro
medio.
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
!Arena, caimán y miedo
sobre Nueva York!
Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío
donde
sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.
Un cielo mondado y
puro, idéntico a sí mismo,
con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles,
acabó
con los más leves tallitos del canto
y se fue al diluvio empaquetado
de la savia,
a través del descanso de los últimos desfiles,
levantando con el
rabo pedazos de espejos.
Cuando el chino lloraba en el tejado
sin encontrar el desnudo
de su mujer
y el director del banco observando el manómetro
que mide el cruel
silencio de la moneda,
el mascarón llegaba al Wall Street.
No es extraño para la
danza
este columbario que pone los ojos amarillos.
De la esfinge a
la caja de caudales hay un hilo tenso
que atraviesa el corazón de
todos los niños pobres.
El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico,
ignorantes en
su frenesí de la luz original.
Porque si la rueda olvida su fórmula,
ya puede cantar desnuda
con las manadas de caballos:
y si una llama quema los helados
proyectos,
el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.
No
es extraño este sitio para la danza, yo lo digo.
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,
entre
huracanes de oro y gemidos de obreros parados
que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces,
¡oh salvaje
Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,
tendida en la frontera de la nieve!
El mascarón. ¡Mirad
el mascarón!
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!
Yo
estaba en la terraza luchando con la luna.
Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis
ojos bebían las dulces vacas de los cielos.
Y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales
de Broadway.
La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro
para
fingir una muerta semilla de manzana.
El aire de la llanura, empujado por los pastores,
temblaba con un
miedo de molusco sin concha.
Pero no son los muertos los que bailan,
estoy seguro.
Los muertos están embebidos, devorando sus propias manos.
Son los
otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;
son los otros, los
borrachos de plata, los hombres fríos,
los que crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,
los que
buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,
los que beben en el
banco lágrimas de niña muerta
o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.
¡Que no baile el Papa!
¡No, que no baile el Papa!
Ni el Rey,
ni el millonario de dientes azules,
ni las bailarinas secas de
las catedrales,
ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni
sodomitas.
Sólo este mascarón,
este mascarón de vieja escarlatina,
¡sólo este mascarón!
Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,
que ya las ortigas
estremecerán patios y terrazas,
que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,
que ya vendrán
lianas después de los fusiles
y muy pronto, muy pronto, muy pronto.
¡Ay, Wall Street!
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo escupe veneno de bosque
por la angustia imperfecta de Nueva York!
Diciembre 1929
2. Paisaje de la multitud que
vomita
Anochecer en Coney Island
La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la
mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer
gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos
deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y
levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba
al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son
los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los
muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.
Llegaban los rumores de
la selva del vómito
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles
fermentados y camareros incansables
que sirven platos de sal bajo las
arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni
el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los
muertos que arañan con sus manos de tierra
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.
La
mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las
tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus
tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no
es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos
increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin
brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.
Pero la mujer gorda seguía delante
y la gente buscaba las farmacias
donde el amargo trópico se
fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.
New York, 29 de diciembre de 1929
3. Paisaje de la multitud que orina
Nocturno de Battery Place
Se quedaron solos:
aguardaban
la velocidad de las últimas bicicletas.
Se quedaron solas:
esperaban la muerte de un niño en el velero japonés.
Se quedaron
solos y solas,
soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,
con el
agudo quitasol que pincha
al sapo recién aplastado,
bajo un silencio con mil orejas
y
diminutas bocas de agua
en los desfiladeros que resisten
el ataque violento de la luna.
Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones
angustiados
por el testigo y la vigilia de todas las cosas
y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas
gritaban
nombres oscuros, salivas y radios de níquel.
No importa que el niño
calle cuando le clavan el último alfiler,
no importa la derrota de la
brisa en la corola del algodón,
porque hay un mundo de la muerte con
marineros definitivos
que se asomarán a los arcos y os helarán por
detrás de los árboles.
Es inútil buscar el recodo
donde la noche
olvida su viaje
y acechar un silencio que no tenga
trajes rotos y cáscaras y llanto,
porque tan sólo el diminuto
banquete de la araña
basta para romper el equilibrio de todo el
cielo.
No hay remedio para el gemido del velero japonés,
ni para estas
gentes ocultas que tropiezan con las esquinas.
El campo se muerde la
cola para unir las raíces en un punto
y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha.
¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los transatlánticos!
Fachadas de crin, de humo, anémonas; guantes de goma.
Todo está
roto por la noche,
abierta de piernas sobre las terrazas.
Todo
está roto por los tibios caños
de una terrible fuente silenciosa.
¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas!
¡Oh soldados!
Será preciso viajar por los ojos de los idiotas,
campos libres donde silban las mansas cobras deslumbradas,
paisajes
llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas,
para que
venga la luz desmedida
que temen los ricos detrás de sus lupas,
el olor de un solo
cuerpo con la doble vertiente de lis y rata
y para que se quemen
estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido
o en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.
4. Asesinato
Dos voces de madrugada en Riverside Drive
-¿Cómo fue?
-Una grieta en la mejilla.
¡Eso es todo!
Una uña que aprieta el tallo.
Un alfiler que bucea
hasta
encontrar las raicillas del grito.
Y el mar deja de moverse.
-¿Cómo, cómo fue?
-Así
-¡Déjame! ¿De esa manera?
Sí.
El corazón salió
solo.
-¡Ay, ay de mí!
5. Navidad en el rio Hudson
¡Esa esponja gris!
Ese marinero recién degollado.
Ese río
grande.
Esa brisa de límites oscuros.
Ese filo, amor, ese filo.
Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo.
con el mundo de
aristas que ven todos los ojos,
con el mundo que no se puede recorrer
sin caballos.
Estaban uno, cien, mil marineros
luchando con el mundo de las agudas velocidades,
sin enterarse de
que el mundo
estaba solo por el cielo.
El mundo solo por el cielo solo.
Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.
Son
los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.
El mundo solo
por el cielo solo
y el aire a la salida de todas las aldeas.
Cantaba la lombriz el
terror de la rueda
y el marinero degollado
cantaba al oso de agua que lo había de
estrechar;
y todos cantaban aleluya,
aleluya. Cielo desierto.
Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.
He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales
dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,
ayudando a los
marineros a recoger las velas desgarradas.
Y estoy con las manos
vacías en el rumor de la desembocadura.
No importa que cada minuto
un niño nuevo agite sus ramitos de venas,
ni que el parto de la
víbora, desatado bajo las ramas,
calme la sed de sangre de los que
miran el desnudo.
Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo.
Desembocadura.
Alba no. Fábula inerte.
Sólo esto: desembocadura.
¡Oh esponja mía gris!
¡Oh cuello mío recién degollado!
¡Oh río
grande mío!
¡Oh brisa mía de límites que no son míos!
¡Oh filo de
mi amor, oh hiriente filo!
New York, 27 de diciembre de 1929
6. Ciudad sin sueño
Nocturno de Brooklyn Bridge
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y
el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al
increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la
rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo
necesidad de llamar a los perros para que callase.
No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos
por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la
nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni
sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas
recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme
la muerte la llevará sobre sus hombros.
Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas
furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las
vacas.
Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel
muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel
muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que
llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la
dentadura del oso,
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se
eriza con un violento escalofrío azul.
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!
Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.
7. Panorama ciego de Nueva York
Si no son los pájaros
cubiertos de ceniza,
si no son los
gemidos que golpean las ventanas de la boda,
serán las delicadas
criaturas del aire
que manan la sangre nueva por la oscuridad inextinguible.
Pero
no, no son los pájaros,
porque los pájaros están a punto de ser bueyes;
pueden ser rocas
blancas con la ayuda de la luna
y son siempre muchachos heridos
antes de que los jueces levanten
la tela.
Todos comprenden el dolor que se relaciona con la muerte,
pero el verdadero dolor no está presente en el espíritu.
No está en
el aire ni en nuestra vida,
ni en estas terrazas llenas de humo.
El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas
es una pequeña quemadura infinita
en los ojos inocentes de los
otros sistemas.
Un traje abandonado pesa tanto en los hombros
que muchas veces
el cielo los agrupa en ásperas manadas.
Y las que mueren de parto
saben en la última hora
que todo rumor será piedra y toda huella latido.
Nosotros
ignoramos que el pensamiento tiene arrabales
donde el filósofo es
devorado por los chinos y las orugas.
Y algunos niños idiotas han
encontrado por las cocinas
pequeñas golondrinas con muletas
que sabían pronunciar la
palabra amor.
No, no son los pájaros.
No es un pájaro el que expresa la turbia
fiebre de laguna,
ni el ansia de asesinato que nos oprime cada
momento,
ni el metálico rumor de suicidio que nos anima cada
madrugada,
Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo,
es un pequeño espacio vivo al loco unisón de la luz,
es una escala
indefinible donde las nubes y rosas olvidan
el griterío chino que
bulle por el desembarcadero de la sangre.
Yo muchas veces me he
perdido
para buscar la quemadura que mantiene despiertas las cosas
y sólo
he encontrado marineros echados sobre las barandillas
y pequeñas criaturas del cielo enterradas bajo la nieve.
Pero el
verdadero dolor estaba en otras plazas
donde los peces cristalizados agonizaban dentro de los troncos;
plazas del cielo extraño para las antiguas estatuas ilesas
y para la tierna intimidad de los volcanes.
No hay dolor en la
voz. Sólo existen los dientes,
pero dientes que callarán aislados por
el raso negro.
No hay dolor en la voz. Aquí sólo existe la Tierra.
La Tierra con sus puertas de siempre
que llevan al rubor de los frutos.
8. Nacimiento de Cristo
Un pastor pide teta por la nieve que ondula
blancos perros
tendidos entre linternas sordas.
El Cristito de barro se ha partido los dedos
en los tilos
eternos de la madera rota.
¡Ya vienen las hormigas y los pies ateridos!
Dos hilillos de
sangre quiebran el cielo duro.
Los vientres del demonio resuenan por los valles
golpes y
resonancias de carne de molusco.
Lobos y sapos cantan en las hogueras verdes
coronadas por
vivos hormigueros del alba.
La luna tiene un sueño de grandes abanicos
y el toro sueña un
toro de agujeros y de agua.
El niño llora y mira con un tres en la frente,
San José ve
en el heno tres espinas de bronce.
Los pañales exhalan un rumor de desierto
con cítaras sin cuerdas
y degolladas voces.
La nieve de Manhattan empuja los anuncios
y lleva gracia
pura por las falsas ojivas.
Sacerdotes idiotas y querubes de pluma
van detrás de Lutero por
las altas esquinas.
9. La aurora
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que
chapotean en las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la
recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las
monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen
comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al
cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es
sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay
gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de
sangre.
IV. Poemas del lago de Edem Mills
A Eduardo Ugarte
1. Poema doble del lago Edem
Nuestro ganado pace, el viento espira
Garcilaso
Era mi voz antigua
ignorante de los densos
jugos amargos.
La adivino lamiendo mis pies
bajo los frágiles helechos mojados.
¡Ay voz antigua de mi
amor,
ay voz de mi verdad,
ay voz de mi abierto costado,
cuando todas las rosas manaban de
mi lengua
y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo!
Estás aquí bebiendo mi sangre,
bebiendo mi humor de niño pesado,
mientras mis ojos se quiebran en el viento
con el aluminio y las
voces de los borrachos.
Déjame pasar la puerta
donde Eva come hormigas
y Adán
fecunda peces deslumbrados.
Déjame pasar, hombrecillo de los cuernos,
al bosque de los desperezos
y los alegrísimos saltos.
Yo sé el uso más secreto
que
tiene un viejo alfiler oxidado
y sé del horror de unos ojos
despiertos
sobre la superficie concreta del plato.
Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,
quiero mi libertad,
mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
¡Mi amor
humano!
Esos perros marinos se persiguen
y el viento acecha troncos
descuidados.
¡Oh voz antigua, quema con tu lengua
esta voz de hojalata y de talco!
Quiero llorar porque me da
la gana
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy
un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que
sonda las cosas del otro lado.
Quiero llorar diciendo mi nombre,
rosa, niño y abeto a la orilla
de este lago,
para decir mi verdad de hombre de sangre
matando en mí la burla y la sugestión del vocablo.
No, no, yo
no pregunto, yo deseo,
voz mía libertada que me lames las manos.
En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe
la luna de
castigo y el reloj encenizado.
Así hablaba yo.
Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes
y la bruma y el Sueño y la Muerte me estaban buscando.
Me estaban
buscando
allí donde mugen las vacas que tienen patitas de paje
y allí
donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios.
2. Cielo vivo
Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
Cerca de las
piedras sin jugo y los insectos vacíos
no veré el duelo del sol con
las criaturas en carne viva.
Pero me iré al primer paisaje
de choques, líquidos y rumores
que trasmina a niño recién nacido
y donde toda superficie es evitada,
para entender que lo que
busco tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el
amor y las arenas.
Allí no llega la escarcha de los ojos apagados
ni el mugido del
árbol asesinado por la oruga.
Allí todas las formas guardan
entrelazadas
una sola expresión frenética de avance.
No puedes avanzar por
los enjambres de corolas
porque el aire disuelve tus dientes de azúcar,
ni puedes
acariciar la fugaz hoja del helecho
sin sentir el asombro definitivo del marfil.
Allí bajo las
raíces y en la médula del aire,
se comprende la verdad de las cosas equivocadas.
El nadador de
níquel que acecha la onda más fina
y el rebaño de vacas nocturnas con rojas patitas de mujer.
Yo
no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba;
pero me iré al primer paisaje de
humedades y latidos
para entender que lo que busco tendrá su blanco de alegría
cuando
yo vuele mezclado con el amor y las arenas.
Vuelo fresco de siempre sobre lechos vacíos,
sobre grupos de
brisas y barcos encallados.
Tropiezo vacilante por la dura eternidad
fija
y amor al fin sin alba. Amor. ¡Amor visible!
Edem Mills,
Vermont, 24 de agosto de 1929
V- En la cabaña del farmer
Campo de Newburg
A Concha Méndez y Manuel Altolaguirre
1.El niño Stanton
Do you like me?
-Yes, and you?
-Yes,
yes.
Cuando me quedo solo
me quedan todavía tus diez años,
los
tres caballos ciegos,
tus quince rostros con el rostro de la pedrada
y las fiebres pequeñas heladas sobre las hojas del maíz.
Stanton,
hijo mío, Stanton.
A las doce de la noche el cáncer salía por los
pasillos
y hablaba con los caracoles vacíos de los documentos,
el
vivísimo cáncer lleno de nubes y termómetros
con su casto afán de
manzana para que lo piquen los ruiseñores.
En la casa donde hay un
cáncer
se quiebran las blancas paredes en el delirio de la astronomía
y
por los establos más pequeños y en las cruces de los bosques
brilla por muchos años el fulgor de la quemadura.
Mi dolor
sangraba por las tardes
cuando tus ojos eran dos muros,
cuando tus manos eran dos países
y mi cuerpo rumor de hierba.
Mi agonía buscaba su traje,
polvorienta. mordida por los perros,
y tú la acompañaste sin temblar
hasta la puerta del agua oscura.
¡Oh mi Stanton, idiota y bello
entre los pequeños animalitos,
con tu madre fracturada por los
herreros de las aldeas,
con un hermano bajo los arcos,
otro comido
por los hormigueros,
y el cáncer sin alambradas latiendo por las
habitaciones!
Hay nodrizas que dan a los niños
ríos de musgo y amargura de pie
y algunas negras suben a los
pisos para repartir filtro de rata.
Porque es verdad que la gente
quiere echar las palomas a las alcantarillas
y yo sé lo que
esperan los que por la calle
nos oprimen de pronto las yemas de los dedos.
Tu ignorancia
es un monte de leones. Stanton.
El día que el cáncer te dio una
paliza
y te escupió en el dormitorio donde murieron los huéspedes en la
epidemia
y abrió su quebrada rosa de vidrios secos y manos blandas
para salpicar de lodo las pupilas de los que navegan,
tú
buscaste en la hierba mi agonía,
mi agonía con flores de terror,
mientras que el agrio cáncer mudo que quiere acostarse contigo
pulverizaba rojos paisajes por las sábanas de amargura,
y ponía
sobre los ataúdes
helados arbolitos de ácido bórico.
Stanton, vete al bosque con
tus arpas judías,
vete para aprender celestiales palabras
que duermen en los troncos, en nubes, en tortugas,
en los perros
dormidos, en el plomo, en el viento,
en lirios que no duermen, en
aguas que no copian,
para que aprendas, hijo, lo que tu pueblo
olvida.
Cuando empiece el tumulto de la guerra
dejaré un pedazo de queso
para tu perro en la oficina.
Tus diez años serán las hojas
que
vuelan en los trajes de los muertos,
diez rosas de azufre débil
en
el hombro de mi madrugada.
Y yo, Stanton, yo solo, en olvido,
con
tus caras marchitas sobre mi boca,
iré penetrando a voces las verdes
estatuas de la Malaria.
2.
Vaca
A Luis Lacasa
Se tendió la vaca herida;
Árboles y
arroyos trepaban por sus cuernos.
Su hocico sangraba en el cielo.
Su hocico de abejas
bajo el bigote lento de la baba.
Un
alarido blanco puso en pie la mañana.
Las vacas muertas y las vivas,
rubor de luz o miel de establo,
balaban con los ojos entornados.
Que se enteren las raíces
y aquel niño que afila su navaja
de que ya se pueden comer la
vaca.
Arriba palidecen
luces y yugulares.
Cuatro pezuñas tiemblan
en el aire.
Que se entere la luna
y esa noche de rocas amarillas:
que ya
se fue la vaca de ceniza.
Que ya se fue balando
por el derribo de los cielos yertos
donde meriendan muerte los borrachos.
3. Niña ahogada en el pozo
Granada y Newburg
Las estatuas sufren por los ojos con la
oscuridad de los ataúdes,
pero sufren mucho más por el agua que no desemboca.
Que no
desemboca.
El pueblo corría por las almenas rompiendo las cañas de los
pescadores.
¡Pronto! ¡Los bordes! ¡Deprisa! Y croaban las estrellas
tiernas.
...que no desemboca.
Tranquila en mi recuerdo, astro,
círculo, meta,
lloras por las orillas de un ojo de caballo.
...que
no desemboca.
Pero nadie en lo oscuro podrá darte distancias,
sin afilado
límite, porvenir de diamante,
...que no desemboca.
Mientras la gente busca silencios de almohada
tú lates para
siempre definida en tu anillo,
...que no desemboca.
Eterna en los finales de unas ondas que aceptan
combate de raíces
y soledad prevista,
...que no desemboca.
¡Ya vienen por las rampas! ¡Levántate del agua!
¡Cada punto de
luz te dará una cadena!
...que no desemboca.
Pero el pozo te alarga manecitas de musgo.
insospechada ondina
de su casta ignorancia,
...que no desemboca.
No, que no desemboca. Agua fija en un
punto,
respirando con todos sus violines sin cuerdas
en la escala de
las heridas y los edificios deshabitados.
¡Agua que no desemboca!
VI. Introducción a la muerte
Poemas de la soledad en Vermont
Para Rafael Sánchez Ventura
1. Muerte
A Luis de la Serna
¡Qué esfuerzo!
¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!
¡Qué
esfuerzo del perro por ser golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina
por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!
Y el
caballo,
¡qué flecha aguda exprime de la rosa!,
¡qué rosa gris levanta de
su belfo!
Y la rosa,
¡qué rebaño de luces y alaridos
ata en el vivo
azúcar de su tronco!
Y el azúcar,
¡qué puñalitos sueña en su vigilia!
y los
puñales,
¡qué luna sin establos, qué desnudos!,
piel eterna y rubor, andan
buscando
Y yo, por los aleros,
¡qué serafín de llamas busco y soy!
Pero el arco de yeso,
¡qué grande, qué invisible, qué diminuto!,
sin esfuerzo
2. Nocturno del hueco
I
Para ver que todo se ha ido,
para ver los huecos y los vestidos,
¡dame tu guante de luna,
tu otro guante perdido en la hierba,
amor mío!
Puede
el aire arrancar los caracoles
muertos sobre el pulmón del elefante
y soplar los gusanos
ateridos
de las yemas de luz o las manzanas.
Los rostros bogan
impasibles
bajo el diminuto griterío de las yerbas
y en el rincón está cl
pechito de la rana,
turbio de corazón y mandolina.
En la gran plaza desierta
mugía la bovina cabeza recién cortada
y eran duro cristal definitivo
las formas que buscaban el giro de la sierpe.
Para ver que
todo se ha ido
dame tu mudo hueco, ¡amor mío!
Nostalgia de academia y cielo
triste.
¡Para ver que todo se ha ido!
Dentro de ti, amor mío, por tu carne,
¡qué silencio de trenes
bocaarriba!
¡cuánto brazo de momia florecido!
¡qué cielo sin
salida. amor, qué cielo!
Es la piedra en el agua y es la voz en la brisa
bordes de amor
que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro
amor presente
para que broten flores sobre los otros niños.
Para ver que
todo se ha ido.
Para ver los huecos de nubes y ríos.
Dame tus
manos de laurel, amor.
¡Para ver que todo se ha ido!
Ruedan los huecos puros, por mí, por ti, en el alba
conservando
las huellas de las ramas de sangre
y algún perfil de yeso tranquilo
que dibuja
instantáneo dolor de luna apuntillada.
Mira formas concretas que buscan su vacío.
Perros equivocados y
manzanas mordidas.
Mira el ansia, la angustia de un triste mundo fósil
que no
encuentra el acento de su primer sollozo.
Cuando busco en la cama los rumores del hilo
has venido, amor
mío, a cubrir mi tejado.
El hueco de una hormiga puede llenar el
aire,
pero tú vas gimiendo sin norte por mis ojos.
No, por mis ojos no, que ahora me enseñas
cuatro ríos ceñidos en
tu brazo,
en la dura barraca donde la luna prisionera
devora a un
marinero delante de los niños.
Para ver que todo se ha ido
¡amor inexpugnable, amor huido!
No, no me des tu hueco,
¡que ya va por el aire el mío!
¡Ay de ti, ay de mí, de la brisa!
Para ver que todo se ha ido.
II
Yo.
Con el hueco blanquísimo de un caballo,
crines
de ceniza. Plaza pura y doblada.
Yo.
Mi hueco traspasado con las axilas rotas.
Piel seca de uva
neutra y amianto de madrugada.
Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo.
Canta el gallo y su
canto dura más que sus alas.
Yo.
Con el hueco blanquísimo de un caballo.
Rodeado de
espectadores que tienen hormigas en las palabras.
En el circo del frío sin perfil mutilado.
Por los capiteles rotos
de las mejillas desangradas.
Yo.
Mi hueco sin ti, ciudad, sin tus muertos que comen.
Ecuestre por mi vida definitivamente anclada.
Yo.
No hay siglo nuevo ni luz reciente.
Sólo un caballo azul y
una madrugada.
3. Paisaje con dos tumbas y un perro asirio
Amigo,
levántate para que oigas aullar
al perro asirio.
Las tres ninfas del cáncer han estado bailando,
hijo mío.
Trajeron unas montañas de lacre rojo
y unas sábanas duras donde estaba el cáncer dormido.
El caballo
tenía un ojo en el cuello
y la luna estaba en un cielo tan frío
que tuvo que desgarrarse
su monte de Venus
y ahogar en sangre y ceniza los cementerios
antiguos.
Amigo,
despierta, que los montes todavía no respiran
y
las hierbas de mí corazón están en otro sitio.
No importa que estés lleno de agua de mar.
Yo amé mucho tiempo a
un niño
que tenía una plumilla en la lengua
y vivimos cien años dentro
de un cuchillo.
Despierta. Calla. Escucha. Incorpórate un poco.
El
aullido
es una larga lengua morada que deja
hormigas de espanto y licor
de lirios.
Ya vienen hacia la roca. ¡No alargues tus raíces!
Se acerca.
Gime. No solloces en sueños, amigo.
¡Amigo!
Levántate para que oigas aullar
al perro asirio.
4. Ruina
A Regino Sainz de la Maza
Sin encontrarse.
Viajero por su propio torso blanco.
Así iba
el aire.
Pronto se vio que la luna
era una calavera de caballo
y el
aire una manzana oscura.
Detrás de la ventana,
con látigos y luces, se sentía
la lucha
de la arena con el agua.
Yo vi llegar las hierbas
y les eché un cordero que balaba
bajo sus dientecillos y lancetas.
Volaba dentro de una gota
la cáscara de pluma y celuloide
de
la primer paloma.
Las nubes, en manada,
se quedaron dormidas contemplando
el
duelo de las rocas con el alba.
Vienen las hierbas, hijo;
ya suenan sus espadas de saliva
por
el cielo vacío.
Mi mano, amor. ¡Las hierbas!
Por los cristales rotos de la casa
la sangre desató sus cabelleras.
Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.
Prepara tu esqueleto;
hay que buscar de prisa, amor, de prisa,
nuestro perfil sin sueño.
5. Luz y panorama de los insectos
Poema de amor
La luna en el mar riela,
en la lona gime
el viento
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul
Espronceda
Mi corazón tendría la forma de un zapato
si
cada aldea tuviera una sirena.
Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos
y
barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.
Si el aire sopla blandamente
mi corazón tiene la forma de una
niña.
Si el aire se niega a salir de los cañaverales
mi corazón
tiene la forma de una milenaria boñiga de toro.
Bogar, bogar, bogar, bogar,
hacia el batallón de puntas
desiguales,
hacia un paisaje de acechos pulverizados.
Noche igual de la
nieve, de los sistemas suspendidos.
Y la luna.
¡La luna!
Pero
no la luna.
La raposa de las tabernas,
el gallo japonés que se
comió los ojos,
las hierbas masticadas.
No nos salvan las solitarias en los vidrios,
ni los herbolarios
donde el metafísico
encuentra las otras vertientes del cielo.
Son mentira las
formas. Sólo existe
el círculo de bocas del oxígeno.
Y la luna.
Pero no la luna.
Los insectos,
los muertos diminutos por las riberas,
dolor en longitud,
yodo en un punto,
las muchedumbres en el alfiler,
el desnudo que amasa la sangre de
todos,
y mi amor que no es un caballo ni una quemadura,
criatura
de pecho devorado.
¡Mi amor!
Ya cantan, gritan, gimen: Rostro. ¡Tu rostro!
Rostro.
Las manzanas son unas,
las dalias son idénticas,
la luz tiene un sabor de metal acabado
y el campo de todo un lustro cabrá en la mejilla de la moneda.
Pero
tu rostro cubre los cielos del banquete.
¡Ya cantan!, ¡gritan!,
¡gimen!,
¡cubren! ;trepan! ¡espantan!
Es necesario caminar, ¡de prisa!, por las ondas, por las ramas,
por las calles deshabitadas de la edad media que bajan al río,
por las tiendas de las pieles donde suena un cuerno de vaca herida,
por las escalas, ¡sin miedo! por las escalas.
Hay un hombre
descolorido que se está bañando en el mar;
es tan tierno que los
reflectores le comieron jugando el corazón.
Y en el Perú viven mil
mujeres, ¡oh insectos!, que noche y día
hacen nocturnos y desfiles
entrecruzando sus propias venas.
Un diminuto guante corrosivo me detiene. ¡Basta!
En mi
pañuelo he sentido el tris
de la primera vena que se rompe.
Cuida tus pies, amor mío,
¡tus manos!,
ya que yo tengo que entregar mi rostro,
mi rostro, ¡mi rostro!, ¡ay, mi comido rostro!
Este fuego
casto para mi deseo,
esta confusión por anhelo de equilibrio,
este inocente dolor de
pólvora en mis ojos,
aliviará la angustia de otro corazón
devorado por las nebulosas.
No nos salva la gente de las zapaterías,
ni los paisajes que se
hacen música al encontrar las llaves oxidadas.
Son mentira los aires.
Sólo existe
una cunita en el desván
que recuerda todas las cosas.
Y la
luna.
Pero no la luna.
Los insectos,
los insectos solos.
crepitantes, mordientes. estremecidos, agrupados,
y la luna
con un guante de humo sentada en la puerta de sus
derribos.
¡¡La luna!!
New York. 4 de enero de 1930
VII. Vuelta a la ciudad
Para Antonio Hernández Soriano
1. Nueva York
Oficina y denuncia
A Fernando Vela
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay
una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre
tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver
la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a
la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los
agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los
cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que
resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de
sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de
perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen
sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las
vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la
gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta
sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la
última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su
pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las
antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de
frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por
el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de
muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los
paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego
son pedazos de madera
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un
pequeño conejo
y todavía sus labios gimen
por las torres de las
iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que
borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por
las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el
Hudson se emborracha con aceite.
2. Cementerio Judío
Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos
y el judio
empujó la verja con el pudor helado del interior de la lechuga.
Los
niños de Cristo dormían,
y el agua era una paloma,
y la madera era una garza,
y el
plomo era un colibrí,
y aun las vivas prisiones de fuego
estaban
consoladas por el salto de la langosta.
Los niños de Cristo bogaban y los judíos llenaban los muros
con
un solo corazón de paloma
por el que todos querían escapar.
Las niñas de Cristo cantaban y
las judías miraban la muerte
con un solo ojo de faisán,
vidriado por la angustia de un millón de paisajes.
Los
médicos ponen en el níquel sus tijeras y guantes de goma
cuando los cadáveres sienten en los pies
la terrible claridad de
otra luna enterrada.
Pequeños dolores ilesos se acercan a los
hospitales
y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día.
Las arquitecturas de escarcha,
las liras y gemidos que se escapan de
las hojas diminutas
en otoño, mojando las últimas vertientes,
se
apagaban en el negro de los sombreros de copa.
La hierba celeste y sola de la que huye con miedo el rocío
y las
blancas entradas de mármol que conducen al aire duro
mostraban su silencio roto por las huellas dormidas de los zapatos.
El judío empujó la verja;
pero el judío no era un puerto.
y
las barcas de nieve se agolparon
por las escalerillas de su corazón:
las barcas de nieve que
acechan
un hombre de agua que las ahogue,
las barcas de los cementerios
que a veces dejan ciegos a los visitantes.
Los niños de
Cristo dormían
y el judío ocupó su litera.
Tres mil judíos lloraban en el
espanto de las galerías
porque reunían entre todos con esfuerzo media paloma,
porque uno
tenía la rueda de un reloj
y otro un botín con orugas parlantes
y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas
y otro la uña de un
ruiseñor que estaba vivo;
y porque la media paloma gemía,
derramando una sangre que no era la suya.
Las alegres fiebres
bailaban por las cúpulas humedecidas
y la luna copiaba en su mármol
nombres viejos y cintas ajadas.
Llegó la gente que come por detrás de
las yertas columnas
y los asnos de blancos dientes,
con los especialistas de las
articulaciones.
Verdes girasoles temblaban
por los páramos del
crepúsculo
y todo el cementerio era una queja
de bocas de cartón y trapo
seco.
Ya los niños de Cristo se dormían
cuando el judío, apretando los ojos,
se cortó las manos en
silencio
al escuchar los primeros gemidos.
New York, 18 de enero de
1930
VIII. Dos odas
1. Grito hacia Roma
Desde la torre del Crysler Building
Manzanas levemente heridas
por los finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una
almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que
hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y
amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite
las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe
carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
Porque ya no hay quien
reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del
muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las
heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que
un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia
la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un
llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el
hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la
parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda
quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.
Los
maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una
reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan
con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las
estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en
las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está
en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar
que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso
punzante debajo de las almohadas.
Pero el viejo de las manos traslucidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor,
amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.
Mientras tanto,
mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan
bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en
aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar
aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de
excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz
tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones
del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y
perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus
frutos para todos.
2. Oda a Walt Whitman
Por el East River y el Bronx
los muchachos cantaban enseñando
sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños
dibujaban escaleras y perspectivas.
Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.
Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban
con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de
bisontes empujadas por el viento.
Pero ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.
Cuando la luna salga
las poleas rodarán para tumbar el cielo;
un límite de agujas cercará
la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.
Nueva York
de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué Angel llevas oculto en
la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño
terrible de sus anémonas manchadas?
Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver
tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de
Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la
niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una
aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un
río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de
ignorante leopardo.
Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el
mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las
alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o
girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.
¡También ese!
¡También! Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la
arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las
serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas,
carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.
¡También ése! ¡También!
Dedos teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.
Pero tú no
buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva
helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas
en coches y terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.
Tú
buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía,
camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.
Porque es
justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene
playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Agonía,
agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se
descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando
con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral
o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene
dormida por las ramas.
Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
contra el
niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste
de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el
agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí
contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo,
arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.
Contra vosotros
siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros
siempre,
Faeries de Norteamérica,
Pájaros de la Habana,
Jotos de Méjico,
Sarasas de Cádiz,
Apios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de
la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en
yertos paisajes de cicuta.
¡No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y
agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel!
¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los
suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.
Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la
barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que
velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y
letras del arco donde duermes
y un niño negro anuncie a los blancos del oro
la llegada del
reino de la espiga.
IX. Huida de Nueva York
Dos valses hacia la civilización
1. Pequeño vals vienés
En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas
disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.
Este vals, este vals, este vals,
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.
Te quiero, te quiero, te quiero,
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.
En Viena hay cuatro
espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este
vals que se muere en mis brazos.
Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde
juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde
tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu
frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del "Te quiero siempre".
En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza
de río.
¡Mira qué orilla tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus
piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu
andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas
del vals.
2. Vals en las ramas
Cayó una hoja
y dos
y tres.
Por la luna nadaba un pez.
El agua duerme
una hora
y el mar blanco duerme cien.
La dama
estaba muerta en la
rama.
La monja
cantaba dentro de la toronja.
La niña
iba por
el pino a la piña.
Y el pino
buscaba la plumilla del trino.
Pero el ruiseñor
lloraba sus heridas alrededor.
Y yo también
porque cayó una
hoja
y dos
y tres.
Y una cabeza de cristal
y un violín de
papel
y la nieve podría con el mundo
una a una
dos a dos
y
tres a tres.
!Oh, duro marfil de carnes invisibles!
¡Oh, golfo sin hormigas
del amanecer
Con el numen de las ramas,
con el ay de las damas,
con el
croo de las ranas,
y el geo amarillo de la miel.
Llegará un torso de sombra
coronado de laurel.
Será el cielo para el viento
duro como una pared
y las ramas
desgajadas
se irán bailando con él.
Una a una
alrededor de la luna,
dos a dos
alrededor del sol,
y tres a tres
para que los marfiles se
duerman bien.
X- El poeta llega a La Habana
A don Fernando Ortiz
1. Son de negros en Cuba
Cuando llegue la luna llena
iré a Santiago de Cuba,
iré a
Santiago,
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los
techos de palmera.
Iré a Santiago.
Cuando la palma quiere ser cigüeña,
iré a Santiago.
Y cuando
quiere ser medusa el plátano,
Iré a Santiago
con la rubia cabeza de Fonseca.
Iré a
Santiago.
Y con la rosa de Romeo y Julieta
iré a Santiago.
Mar de papel
y plata de monedas
Iré a Santiago.
¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas
secas!
Iré a Santiago.
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago.
¡Arpa
de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Iré a Santiago.
Siempre dije que yo iría a Santiago
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Brisa y alcohol en las ruedas,
iré a
Santiago.
Mi coral en la tiniebla,
iré a Santiago.
El mar ahogado en la
arena,
iré a Santiago,
calor blanco, fruta muerta,
iré a Santiago.
¡Oh bovino frescor de cañavera!
¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y
barro!
Iré a Santiago.
2. Crucifixión
La luna pudo detenerse al fin por la curva
blanquísima de los caballos.
Un rayo de luz violenta que se escapaba
de la herida
proyectó en el cielo el instante de la circuncisión de
un niño muerto.
La sangre bajaba por el monte y los Angeles la buscaban,
pero los
cálices eran de viento y al fin llenaba los zapatos.
Cojos perros
fumaban sus pipas y un olor de cuero caliente
ponía grises los labios
redondos de los que vomitaban en las esquinas.
Y llegaban largos
alaridos por el Sur de la noche seca.
Era que la luna quemaba con sus
bujías el falo de los caballos.
Un sastre especialista en púrpura
había encerrado a tres santas mujeres
y les enseñaba una
calavera por los vidrios de la ventana.
Las tres en el arrabal
rodeaban a un camello blanco,
que lloraba porque al alba
tenía que pasar sin remedio por el ojo
de una aguja.
¡Oh cruz! ¡Oh clavos! ¡Oh espina!
¡Oh espina clavada en el hueso hasta que se oxíden los planetas!
Como nadie volvía la cabeza, el cielo pudo desnudarse.
Entonces se
oyó la gran voz y los fariseos dijeron:
Esa maldita vaca tiene las tetas llenas de leche.
La muchedumbre
cerraba las puertas
y la lluvia bajaba por las calles decidida a mojar el corazón
mientras la tarde se puso turbia de latidos y leñadores
y la oscura
ciudad agonizaba bajo el martillo de los carpinteros.
Esa maldita vaca
tiene las tetas llenas de perdigones,
dijeron los fariseos.
Pero la sangre mojó sus pies y los espíritus inmundos
estrellaban ampollas de lagunas sobre las paredes del templo.
Se supo
el momento preciso de la salvación de nuestra vida.
Porque la luna
lavó con agua
las quemaduras de los caballos
y no la niña viva que callaron en
la arena.
Entonces salieron los fríos cantando sus canciones
y las ranas encendieron sus lumbres en la doble orilla del rio.
Esa maldita vaca, maldita, maldita, maldita
no nos dejará dormir, dijeron los fariseos,
y se alejaron a sus
casas por el tumulto de la calle
dando empujones a los borrachos y escupiendo sal de los sacrificios
mientras la sangre los seguía con un balido de cordero.
Fue entonces
y la tierra despertó arrojando temblorosos ríos
de polilla.
Nueva York, 18 de Octubre de 1929
3. Pequeño poema infinito
Para Luis Cardoza y Aragón
Equivocar el camino
es llegar
a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas
de los cementerios.
Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no
teme la luz,
la mujer que mata dos gallos en un segundo,
y luz que
no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.
Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento
Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer
otra vez las hierbas de los cementerios.
Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de
volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un
asesino.
Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y
su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la
demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del
muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos
odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la
luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben
volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios
Nueva York, 10 de enero de 1930