"Tiéndete junto a mí. Despierta en la memoria
esa inquietud que guardan los que acaban de amarse."
"Mujer"
Vladimir Hudobko
Reseña biografica
Poeta y
ensayista español nacido en Granada en 1958.
Licenciado en Filosofía
y Letras por la Universidad de Granada, obtuvo su Doctorado en la misma
Universidad
con una tesis sobre Rafael Alberti con quien lo unió una gran amistad.
Es uno de los poetas más significativos de la poesia española de hoy.
Actualmente es profesor titular del departamento
de Filología española de la Universidad de Granada. Es además de
prestigioso poeta, un consagrado ensayista
y columnista de opinión.
Entre los numerosos premios que jalonan su brillante carrera, se
destacan el premio
Federico García Lorca,
el premio Ciudad de Sevilla, el premio Loewe, el Premio
Adonais
en 1982 por "El jardín extranjero", el Premio Nacional de
Literatura en 1994 por "Habitaciones separadas" y el
Premio Nacional de la Crítica en 2003 por "La intimidad de la
serpiente".
En el año 2001 le fue concedida la Medalla de Oro de Andalucía, en 2003
la Medalla de Oro de Granada, y en 1999 estuvo
nominado para el premio
Cervantes, máximo galardón de las letras españolas.
Parte
de obra poética está contenida en los siguientes volúmenes:
"Y
ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn"
en 1980, "Tristia" en 1982, "El jardín extranjero" en
1983, "Rimado de ciudad"
en 1985, "Diario cómplice" en 1987, "Las flores del
frío" en 1991, "Habitaciones separadas" en 1994,
"Casi cien poemas" en 1997, "Completamente viernes"
en 1998",
"Antologia personal" en 2001, "poesia urbana" en
2002 y "La intimidad de la serpiente"
en 2003. ©
Bajo la luz quemada...
Cabo Sounion
Canción 19 horas
Canción amarga
Canción de aniversario
Canción de brujería
Como cada mañana...
Como el primer cigarro...
Confesiones
Conversaciones
Dedicatoria
Déjame, pensamiento, déjame...
Desordenadamente
El amor
El bar de siempre...
El lugar del crimen
El poder envejece
En los días de lluvia...
Ese perdido reino...
Esa luna color de viejo
saxofón...
Está solo. Para seguir
camino...
Habitaciones separadas
Imaginar los
sitios posibles donde estabas...
Impertinencias
Invitación al regreso
Irene
Me
persiguen...
Merece la pena...
Mujeres
Nocturno
Nueva salutación al
optimista
Por septiembre...
Primer día de vacaciones
¿Quién anda ahí...
¿Quién eres tú?
Quizá sólo nos
falte ser algo menos jóvenes...
Recuerdo de una tarde de verano
Recuerda que tú existes...
Recuerdo que atardecía...
Rojo temblor de frenos
por la noche...
Se descalzan los días...
Secreto
Si alguna vez no hubieses
existido...
Sonata triste para
la luna de Granada
Sospechan de nosotros...
Tú me llamas, amor...
Versión libre de la
inmortalidad
Yo sé que el
tierno amor escoge sus ciudades...
Bajo la luz quemada...
Bajo la luz quemada,
tienen frío los ojos con que buscas
estas
horas de octubre
y su jardín manchado de ginebra,
hojas secas,
silencios
que de nosotros hablan al caerse.
Porque si ya no existe,
aunque nadie se ocupe de sus
solemnidades,
hay noches en que llega la verdad,
ese huésped
incómodo,
para dejarnos sucios, vacíos, sin tabaco,
como en un
restaurante de sillas boca arriba
ya punto de cerrar.
-Nos están esperando.
Nada sé contestarte,
sólo que soy
consciente de mi propia ironía,
porque el hombre es un lobo también
consigo mismo
-Nos están esperando.
Negras y en alto, buitres silenciosos,
nos esperan las nubes en la calle.
Cabo Sounion
Al pasar de los años,
¿qué sentiré leyendo estos poemas
de amor
que ahora te escribo?
Me lo pregunto porque está desnuda
la
historia de mi vida frente a mí,
en este amanecer de intimidad,
cuando la luz es inmediata y roja
y yo soy el que soy
y las
palabras
conservan el calor del cuerpo que las dice.
Serán memoria y piel de mi presente
o sólo humillación, herida
intacta.
Pero al correr del tiempo,
cuando dolor y dicha se agoten
con nosotros,
quisiera que estos versos derrotados
tuviesen la
emoción
y la tranquilidad de las ruinas clásicas.
Que la palabra
siempre, sumergida en la hierba,
despunte con el cuerpo medio roto,
que el amor, como un friso desgastado,
conserve dignidad contra el
azul del cielo
y que en el mármol frío de una pasión antigua
los
viajeros románticos afirmen
el homenaje de su nombre,
al
comprender la suerte tan frágil de vivir,
los ojos que acertaron a
cruzarse
en la infinita soledad del tiempo.
Canción 19 horas
¿Quién habla del amor? Yo tengo frío
y quiero ser diciembre.
Quiero llegar a un bosque apenas sensitivo,
hasta la maquinaria
del corazón sin saldo.
Yo quiero ser diciembre.
Dormir
en la noche sin vida,
en la vida sin sueños,
en los
tranquilizados sueños que desembocan
al río del olvido.
Hay ciudades que son fotografías
nocturnas de ciudades.
Yo
quiero ser diciembre.
Para vivir al norte de un amor sucedido,
bajo el beso sin labios
de hace ya mucho tiempo,
yo quiero ser diciembre.
Como el cadáver blanco de los ríos,
como los minerales del
invierno,
yo quiero ser diciembre.
Canción amarga
En la cara lleva
tres años perdidos
y el frío de las seis de la
mañana.
Van a partirte el corazón.
De pronto
la luz apagada,
los
pasillos turbios,
la puerta que clava su ruido en la espalda.
Van a partirle el corazón.
Y arrastra
una cadena oscura
de
pasiones heladas,
ese frío que cabe solamente
detrás de una
palabra.
Y yo la veo caminar,
despacio,
perderse en lo que anda,
fugitiva tristeza que va y viene
de la sombra a la puerta de mi casa.
La luz artificial deja en la calle
el temblor silencioso
de
tres barcas ancladas.
cuando
ella cruza por mi lado siento
como un golpe de remos
y un murmullo
de agua.
Canción de aniversario
"...incómodos
de no sentir el peso de los años".
J. Gil de Biedma
Son
extrañamente hermosos todavía,
estos labios de hace ahora tres años
y me parece inédito
el gesto
de tu beso,
este llegar aquí cada vez más tranquilo,
con la
serenidad
del que tiene por cómplice la vida
y su rutina.
Hoy sabemos que entonces,
cuando tus veinte años y mi primer
abrazo,
empezamos por ser
sobre todo indecisos: la tímida torpeza
de la primera noche
y la dificultad
con que dejar las manos
en el hábito infiel de nuestros vicios.
Ahora
extrañamente hermoso estar aquí,
demasiado a menudo y
decididos,
incómodo
de no sentir el peso de los años
aprendiendo contigo la premeditación
y escribiendo en tu piel mi
alevosía.
Porque suele haber bancos donde se espera siempre,
aceras que
prefieres por costumbre
o líneas de autobús al mediodía.
Y sin embargo tú
reapareces inédita en tu gesto
para decirme
hoy
que le conteste al tiempo y sus preguntas
el práctico saber
que tienes de mi cuerpo.
Canción de brujería
Señor compañero, Señor de la noche,
haz que vuelva su rostro
quien
no quiso mirarme.
Que sus ojos me busquen
sostenidos y azules
por detrás de la
barra.
Que pregunte mi nombre
y se acerque despacio
a pedirme tabaco.
Si prefiere quedarse,
haz que todos se vayan
y este bar se
despueble
para dejarnos solos
con la canción más lenta.
Si decide marcharse,
que la luna disponga
su luz en nuestro
beso
y que las calles sepan
también dejarnos solos.
Señor compañero, Señor de la noche,
haz que no cante el gallo
sobre los edificios,
que se retrase el día
y que duren tus sombras
el tiempo necesario.
El tiempo que
ella tarde en decidirse.
De "Habitaciones separadas"
Como cada mañana
Ahora sé
que estas calles nos han hecho solitarios
y nuestro
corazón
tiene el pulso amarillo
de las maderas lentas de un
tranvía.
Sobre su cuerpo viejo
andábamos despacio, de forma irregular,
con una simetría parecida a los árboles.
Era hermoso acudir
cada mañana
y respetar la cita con la
hiedra
del muro,
los ropajes cansados de las casas estrechas
y
de las calles sucias. Agradable
cruzar sobre algún puente,
detenerse lo exacto
para ver cómo el agua discute en las orillas.
En su jardín olimos
los primeros inviernos, su curso indefinido
por entre las palmeras.
Casi nadie pasaba,
sólo había
cuarenta
sillas rojas
de los bares cerrados y alguna soledad
definitiva.
Durante muchos años,
durante tantos días que pasaron
el uno
tras el otro,
el deber era un cierto paseo solitario,
la cita con
un rumbo que sólo desviamos
para pisar las horas que caían,
los
sueños que faltaban,
la superficie helada de los charcos,
para
saltar los setos
o besamos las uñas moradas por el frío.
Y
llegando a la puerta solíamos comprar
pequeños caramelos de nata o de
violetas.
Entrábamos por fin para mezclamos
como cada mañana de la vida
con el paso cansado, los azulejos fríos
de un mundo hecho en latín
y números romanos.
Ahora sé
que en aquella ciudad deshabitada
la gente andaba
triste,
con una soledad definitiva
llena de abrigos largos y
paraguas.
Como el primer cigarro...
Como el primer cigarro,
los primeros abrazos. Tú tenías
una
pequeña estrella de papel
brillante sobre el pómulo
y ocupabas la
escena marginal
donde las fiestas juntan la soledad, la música
o
el deseo apacible de un regreso en común,
casi siempre más tarde.
Y no la oscuridad, sino esas horas
que convierten las calles en
decorados públicos
para el privado amor,
atravesaron juntas
nuestras posibles sombras fugitivas,
con los cuellos alzados y
fumando.
Siluetas con voz,
sombras en las que fue tomando cuerpo
esa historia que hoy somos de verdad,
una vez apostada la paz del
corazón.
Aunque también se hicieron
los muebles a nosotros.
Frente a
aquella ventana -que no cerraba bien-
en una habitación parecida a la
nuestra,
con libros y con cuerpos parecidos,
estuvimos amándonos
bajo el primer bostezo de la ciudad, su aviso,
su arrogante protesta.
Yo tenía
una pequeña estrella de papel
brillando sobre el labio.
Conversaciones
Como el primer cigarro,
los primeros abrazos. Tú tenías
una pequeña estrella de papel
brillando sobre el pómulo
y ocupabas la escena marginal
donde las fiestas juntan la soledad, la música
o el deseo apacible de un regreso en común,
casi siempre más tarde.
Y no la oscuridad, sino esas horas
que convierten las calles en decorados públicos
para el privado amor,
atravesaron juntas
nuestras posibles sombras fugitivas
con los cuellos alzados y fumando.
Siluetas con voz,
sombras en las que fue tomando cuerpo
esa historia que hoy somos de verdad,
una vez apostada la paz del corazón.
Aunque también los muebles
se hicieron a nosotros.
Frente a aquella ventana -que no cerraba bien-,
en una habitación parecida a l a nuestra,
con libros y con cuerpos parecidas,
estuvimos amándonos
en el primer bostezo de la ciudad, su aviso,
su arrogante protesta. Yo tenía
una pequeña estrella de papel
brillando sobre el labio.
Confesiones
Yo te estaba esperando.
Más allá del invierno, en el cincuenta y
ocho,
de la letra sin pulso y el verano
de mi primera carta,
por los pasillos lentos y el examen,
a través de los libros, de las
tardes de fútbol,
de la flor que no quiso convertirse en almohada,
más allá del muchacho obligado a la luna,
por debajo de todo lo que
amé,
yo te estaba esperando.
Yo te estoy esperando.
Por detrás
de las noches y las calles,
de las hojas pisadas
y de las obras
públicas
y de los comentarios de la gente,
por encima de todo lo
que soy,
de algunos restaurantes a los que ya no vamos,
con más
prisa que el tiempo que me huye,
más cerca de la luz y de la tierra,
yo te estoy esperando.
Y seguiré esperando.
Como los amarillos del
otoño,
todavía palabra de amor ante el silencio,
cuando la piel se
apague,
cuando el amor se abrace con la muerte
y se pongan mas
serias nuestras fotografías,
sobre el acantilado del recuerdo,
después que mi memoria se convierta en arena,
por detrás de la última
mentira,
yo seguiré esperando.
Dedicatoria
Si alguna
vez la vida te maltrata,
acuérdate de mí,
que no puede cansarse de
esperar
aquel que no se cansa de mirarte.
Déjame, pensamiento, déjame...
Déjame,
pensamiento, déjame,
mañana seré tuyo,
volveré a ser tu presa.
Pero hoy,
mientras la luz araña en los árboles y pide
una
oportunidad,
quiero que me recoja la inútil primavera.
A la casa
del frío
regresaré mañana, cuando el tiempo
exponga sus razones
y el corazón pregunte
lo que falta por ver,
cuántos latidos
pueden quedarle para detenerse.
Desordenadamente
Tus ojos
que están llenos de selvas y son un manifiesto,
desordenadamente
me hacen aventurero
y revolucionario
El amor
El amor
Las palabras son barcos
y se pierden así, de boca en boca,
como de niebla en niebla.
Llevan su mercancía por las conversaciones
sin encontrar un puerto,
la noche que les pese igual que un ancla.
Deben acostumbrarse a envejecer
y vivir con paciencia de madera
usada por las olas,
irse descomponiendo, dañarse lentamente,
hasta que a la bodega rutinaria
llegue el mar y las hunda.
Porque la vida entra en las palabras
como el mar en un barco,
cubre de tiempo el nombre de las cosas
y lleva a la raíz de un adjetivo
el cielo de una fecha,
el balcón de una casa,
la luz de una ciudad reflejada en un río.
Por eso, niebla a niebla,
cuando el amor invade las palabras,
golpea sus paredes, marca en ellas
los signos de una historia personal
y deja en el pasado de los vocabularios
sensaciones de frío y de calor,
noches que son la noche,
mares que son el mar,
solitarios paseos con extensión de frase
y trenes detenidos y canciones.
Si el amor, como todo, es cuestión de palabras,
acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma.
El bar de siempre
Ocurre pocas veces,
apenas en la noche del eco tormentoso
o en el
amanecer de luz dañada
como en la oscuridad
y más nocturna.
El humo de mis huellas
se apodera del tiempo, de mi tiempo
envuelve las arañas melancólicas
de los ojos cansados,
sube por las paredes de un sueño mal vivido,
y se llena de voces,
de sillas descoladas y melodías sucias
igual
que ceniceros,
igual que un pasadizo
a medio consumir,
hasta
que mi conciencia
consigue recordarme
un invierno de nubes
primitivas,
como si fuera el bar de siempre.
Por detrás de la barra,
los camareros juegan a las sombras.
De todos los lugares del pasado
la memoria prefiere,
en ese
amanecer o en esa noche,
el rincón donde viven
los antiguos,
inútiles futuros,
y me levanto de la mesa
de los buenos amigos
para abrazarme a lo que ya no existe,
para darle la mano a los remordimientos,
para cruzar por las
conversaciones
donde se habla de mí,
de la parte más negra del infierno que soy,
de las mentiras de mi nombre,
de mi violencia
y mis
asesinatos.
Cuando llego a la barra,
después de haber surgido del recuerdo
como puede surgir una serpiente
por la historia vacía de su piel,
alguien cambia de música,
una canción de amor,
y la mujer que sabe
de la niebla
me descubre las turbias hazañas de mi vida,
sin
esfuerzo ninguno
para ser convincente.
Pero no le hace falta. Igual que a los demás,
ha venido a
creérmela,
y le digo que sí, que estaba yo también
en el lugar del
crimen, de mi crimen,
justo detrás de ella.
Pude ver con mis ojos
las heridas firmadas por mi mano.
Ocurre pocas veces.
Son ojos más nocturnos que la noche.
La verdad es que suelo
abrir las ventanas
para que corra el aire,
y persigo la luz, cuando ella puede
tener de hospitalario,
y más
que mis certezas
valoro un contrapunto de nostalgia,
esa debilidad
del corazón
que confía en nosotros
Una rosa debajo de la almohada.
De "La intimidad de
la serpiente"
El lugar del crimen
Más allá de la sombra
te delatan tus ojos,
y te adivino tersa,
como un mapa extendido
de asombro y de deseo.
Date por muerta
amor,
es un atraco.
Tus labios o la vida.
El poder envejece
Ella me besa, marca la sonrisa
y viaja por los labios al pasado
con el adorno de sus sentimientos,
lujosa y encendida como un árbol
de navidad, paloma
de amistades difíciles
que abriga con recuerdos lo que duele
por demasiado frío en el presente.
Ayer te vimos por televisión,
no vas a cambiar nunca.
Él mide las palabras y me tiende la mano:
hubiese preferido no encontrarme.
Seguro como un pino del norte en su montaña,
vigila los recodos, las umbrías,
y sólo se interesa por el rumbo
que la vida nos marca.
Yo no pienso en traiciones, en el sucio
prestigio de sus manos.
Únicamente veo
estos ojos de halcón y me pregunto:
¿qué pensarán de mí?
Calle arriba, después, al despedirnos,
mi cuerpo reflejado se detiene
en los escaparates,
y con necesidad de asegurarse,
por encima de objetos de regalo,
abrigos, maletines de piel, televisores,
levanta el dedo y con temor me dice:
no vas a cambiar nunca, no vas a cambiar nunca.
En los días de lluvia
A Mari Carmen
Sabrás por la presente que empeoré de vida.
Mariano Maresca
Más o menos extraña
la vida fue pasando
tibiamente
por tu cuerpo y el mío.
Oigo la lluvia fría amontonarse
sobre las uralitas
y la noche
me atrapa
en el sudor eterno de su tranquilidad.
Tal vez
debiera despertarte, hacerte compartir
este presentimiento
de lejana belleza
con el que me confundo apenas un instante
para
volver a ti
que te abandonas
a la hermosa presencia
de tu respiración.
Pasan lentos los coches.
Oigo también
tu corazón lejano
pasar de madrugada entre la lluvia
y me asusta la sombra
de tanta intimidad.
Es tarde.
Uno escribe su vida en un poema,
analiza el amor
y se
acostumbra
a seguir como está, junto a tu cuerpo
que quizá me
recuerde todavía
desnudo entre las sábanas,
o las noches de lluvia nos confirman
que la vida, posiblemente
hermosa,
no siempre es un asunto disponible
y que a veces resulta
incluso mucha,
temible como ahora,
mientras que tengo miedo de
besarte al azar.
Lo sé. Hemos sido extranjeros
hablándonos por señas demasiado
cercanas,
ansiosos en las calles
de una nueva ciudad,
esperando
tal vez que nos fotografíen
delante de este amor y de sus cicatrices,
eso que confundimos con nuestros sentimientos
o acaso
-en noches
de locura-
con una sensación de humedad en los ojos.
Pero en pocas palabras se resumen
casi todos los días,
sus
sílabas contadas en mis versos
y la felicidad.
Tibiamente los años
nos descubren
que nada existe ya sin tu sudor y el mío,
que somos
todavía demasiado solemnes
cuando nos sorprendemos
temblando de
pasión,
llenos de instinto mal disimulado.
Por eso, mientras llueve,
agradezco tu cuerpo entre las sábanas
y esta pasión desierta
de acariciar tus muslos,
más o menos
extraños
y hermosos como un sueño
que acaba de llegar.
II
Noviembre
puede ser
una conquista,
porque vuelve otra vez
sobre los toldos,
las
horquillas de nácar imitado,
los abrigos baratos de entretiempo
donde tú te escondías
de pronto y mi deseo.
Y vuelve
con la torpe paciencia de la fidelidad,
como la
melodía
de una vieja canción que recordamos.
Ya sabes que el
otoño,
además del plumaje
mojado
de los árboles,
además de
la luz y de esta tierra,
era una cita rota, perdida entre nosotros.
Ahora
se nos abraza el tiempo débilmente a las piernas,
rompiéndonos el paso, alargando las hojas
de las enredaderas,
mientras todo es igual y nos anuncia
aquel viejo recuerdo confuso de
las horas,
aquellas caravanas
de días sin sentido
que pasaban
zumbando delante de los ojos,
que trajeron consigo
solamente dos
cuerpos amándose o temiendo.
Y no es ya la costumbre de acercarme,
cogerte la cintura,
desearte
con un deseo azul como un viento tranquilo
o pasear
despacio
cuando pesan las hojas debajo de los pies
y las campanas
crujen
prendidas en los árboles.
Y no es ya la costumbre de seguirte,
de aprender a pararme en los
escaparates
y oír tu voz llegar, volcarse en el oído
salvando la
distancia
que cabe entre dos cuerpos.
Era la vida entonces
la que nos recordaba,
con las claras sirenas
de sus barcos
y su bisutería,
que seguía latiendo quizás entre
nosotros,
deshecha,
nublada y pasajera
como el esperma seco
sobre la piel ya fría
que tanto hemos amado y casi siempre.
O tal vez preferimos
una feria de amor donde encontrarnos
para
llegar a ver
lo nunca visto.
No sabes que tu cuerpo,
en las noches sin tiempo como ésta,
se
confunde de pronto con el amanecer,
lo detiene dormido junto a mí.
Pero noviembre vuelve
con la torpe paciencia de la fidelidad
(las huellas del amor sobre los hombros
como una caravana de detalles
confusos),
y acaso pueda ser una conquista,
porque todo es más
claro.
Yo recuerdo
los primeros abrazos, solitarios,
a la pared pegados,
huyendo de la lluvia
de una vieja ciudad,
recién enamorados
todavía,
felices y nerviosos.
O la humedad imprevista de tu pelo
empapado de amor y de tormenta
en los campos abiertos
igual que
nuestros cuerpos a la furia de agosto.
Y las noches de paz
malhumorada
donde el amor pugnaba sobre el frío,
tiritando debajo
de las nubes
sobre un lecho de escarcha.
Y recuerdo
la lluvia mansa, lenta, que araña los cristales
como araño tu piel,
de la misma manera que el tiempo nos araña
una
vez descubierto
que también es hermoso amarse en la memoria
y en
la complicidad.
Abramos el balcón,
aullémosle a la luna
estirados de cuerpo
para arriba,
hermosos como lobos
que ahora entienden el rumbo del
que vienen,
que ahora saben el tiempo en el que habitan.
Es una luz distinta
la de estos contornos.
Sobre tu piel
se aplastan
las gotas de la lluvia
y la tierra se extiende
manchada como un tigre.
III
Nos visita el amor. Tiene la casa
una memoria ciega
de
sol sobre los brazos
y la pasión desierta de hierbas por la piel.
Debemos abrazamos seriamente
esta mañana gris de todas las
nostalgias
y pactar con la luz
que empieza a incomodamos
debajo
de las puertas
como un mirón secreto al que hay que soportar.
Son demasiadas cosas.
Se ve que el tiempo vuela indiferente,
ajeno entre nosotros
que hemos hablado tanto de la vida
para
llegar a tiempo a sus ojos abiertos,
a su pezón rosado
ya la
bóveda hermosa de los cuerpos
que buscábamos juntos,
atropelladamente,
abriendo cremalleras
con la impaciencia propia
de los enamorados.
El sol
que parece la carne dudosa de tus labios
se avecina
reptando y me recuerda
que es posible de nuevo recorrernos
mientras se apagan lentas las últimas estrellas.
Antes de que
nacieras y de que yo naciese
alguien debió vivir estas habitaciones,
sufrirlas solamente igual que las semanas,
poblarlas de deseos
realizados a medias.
Gentes de soledad.
Acaso todo valga
si algún día...
Nosotros
ya nada hemos fundado, ni siquiera un hogar.
Es más
sabio el amor cuando amanece,
cuando ya empieza a oírse la mañana,
por el camino largo, desierto de tu piel.
Esa luna color de viejo saxofón...
Esa luna color de viejo saxofón
me retendrá en París.
Esa luna
color de vieja mariposa,
de alma vieja buscando sobre el viento
ojos para mirar el fin de siglo,
gatos que son las dudas de la noche.
Tiéndete junto a mí. Despierta en la memoria
esa inquietud que
guardan los que acaban de amarse,
la imperceptible prisa de los
labios
que buscaron un cuello donde apoyar su aliento.
Y déjame
mirarte, frente a frente,
con estos mismos ojos orientales
que
utiliza el amor para observamos.
Ese perdido reino...
Ese perdido reino
donde cualquier política tiene forma de beso,
de
cicatriz privada
detrás de los abrazos,
nos está dominando con sus
sueños,
de distancia a distancia.
Quiero que te levantes
con la misma impaciencia que los árboles,
creciendo hasta lo exacto
para rozar mis labios, para buscar en ellos
la humedad sin la lluvia.
Sé que descubriremos
siluetas desnudas por la casa,
recuerdos
visitantes,
fantasmas de una noche sin verano,
que andarán en
nosotros y pedirán su cuenta,
porque la oscuridad, como un espejo,
nos devuelve la imagen que
le damos.
Pero conozco todas las preguntas
que no sé contestarte,
el
cuerpo en donde viven las interrogaciones,
tu sueño en los pañuelos,
como de haber llorado.
Está solo. Para seguir camino...
Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.
Cunado pasan los días
y al final de la tarde
piensa en lo sucedido,
tan sólo le conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.
Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.
Dijo
también mañana
con los ojos negados al presente
y sólo tuvo
sombras que apretar en la mano,
fantasmas como saldo,
un camino de
nubes.
Soledad, libertad,
dos palabras que suelen apoyarse
en los
hombros heridos del viajero.
De todo se hace cargo, de nada se convence.
Sus huellas tienen
hoy la quemadura
de los sueños vacíos.
No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se
refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda
siempre detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele
escuchar los pasos de la noche.
Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.
Tiempo de
habitaciones separadas.
De
"Habitaciones separadas"
Habitaciones separadas
Está solo. Para seguir camino
se muestra despegado de las cosas.
No lleva provisiones.
Cuando pasan los días
y al final de la tarde piensa en lo sucedido,
tan sólo le
conmueve
ese acierto imprevisto
del que pudo vivir la propia vida
en
el seguro azar de su conciencia,
así, naturalmente, sin deudas ni banderas.
Una vez dijo amor.
Se poblaron sus labios de ceniza.
Dijo también mañana
con
los ojos negados al presente
y sólo tuvo sombras que apretar en la mano,
fantasmas como
saldo,
un camino de nubes.
Soledad, libertad,
dos palabras que
suelen apoyarse
en los hombros heridos del viajero.
De todo se hace cargo, de
nada se convence.
Sus huellas tienen hoy la quemadura
de los sueños vacíos.
No quiere renunciar. Para seguir camino
acepta que la vida se
refugie
en una habitación que no es la suya.
La luz se queda siempre
detrás de una ventana.
Al otro lado de la puerta
suele escuchar los pasos de la noche.
Sabe que le resulta necesario
aprender a vivir en otra edad,
en otro amor,
en otro tiempo.
Tiempo de habitaciones separadas.
Imaginar los sitios
posibles donde estabas...
...en un rincón del año...
V. Huidobro
Imaginar
los sitios posibles donde estabas,
verte llegar sin noche a La
Tertulia,
reconocer tu voz apresurada
al contar una anécdota
o
preguntar por mí,
saber que nos mirábamos antes de conocernos,
son
capítulos largos de mi vida.
Supongo que también te dejarán a ti
este mismo vacío,
esta
impaciencia por estar sin nadie
mientras se nos olvida
todo el
calor que duele de olvidado.
El naufragio es un don afín al hombre.
Después de que sucede
suelen tener las huellas
esa incomodidad que tienen las mentiras,
el recuerdo es un dogma,
la soledad el pecho que tú me acariciaste.
Pero cambiando de conversación
el tiempo -buen amigo
que
deforma el pasado como el amor a un cuerpo-
hará que cada día no
parezca un disparo,
que volvamos a vernos una tarde cualquiera,
en
un rincón del año y sin sentir
demasiada impotencia.
Será seguramente
como volver a estar,
como vivir de nuevo en
una edad difícil
o emborracharnos juntos
para pasar a solas la
resaca.
Igual que quemaduras debajo de los dedos,
en un segundo plano
seguiremos presentes y esperando
ese momento exacto del náufrago en
la orilla,
cuando al salir del mar
me escribas en la arena:
«Sé
que el amor existe,
pero no sé dónde lo aprendí».
Impertinencias
En la mesa de al lado,
un jardín de señoras en domingo
abonadas al
orden del murmullo
y del té con limón,
en un café de invierno por
la tarde.
Se quejan de los tiempos, beben, fuman,
discuten sus secretos,
asienten con sonrisas...
Y de pronto se paran a mirarte.
Despreocupada cuentas
-y en el local tu voz es como el sable
que hiere al enemigo-
una historia de cama con detalles expertos,
una manera de sentir la vida
que penetra y disuelve
la luz de
iglesia,
la humillación del frío en las rodillas,
los cajones
cerrados y las fotos de boda.
Cierto tipo de gente
sufre de los inviernos en los ojos,
conoce las heladas
que pasan por debajo de una puerta,
una puerta
de alcoba,
allí donde la noche siempre tiene
olor de espera
inútil,
y después de la espera se aceptan las mentiras,
y después
el silencio.
Nada dejan los años en la mesa de al lado,
sino un murmullo que
envejece y una sombra
que cruza por los labios como una cicatriz,
un rencor en la piel de la conciencia.
Tu voz es alta y joven,
va vestida de fiesta y cuando se desnuda
hace que el sol de invierno, conmovido,
se detenga un instante para
apoyar la frente
sobre los ventanales del café.
Invitación al regreso
Quien conozca los vientos, quien de la lejanía
haga una voz donde
guardar memoria,
quien conozca la piel de su desnudo
como conoce
el rastro de su nombre,
y no le tenga miedo, y le acompañe
más
allá del invierno encerrado en sus sílabas,
quien todo lo decida sin
la noche,
de golpe, como un beso,
que suba entre la niebla por el
puente,
que le roce los dedos a su propio vacío,
que salga al mar,
que pierda
el temor de alejarse.
En la debilitada
sombra violeta de las olas,
mientras se van
hundiendo con el puerto
los antiguos letreros y las luces,
flotarán esperando
nuestras conversaciones en el agua.
Serán el
obligado desengaño
que con la brisa caiga desde la arboladura,
devolviendo al recuerdo
la tempestad de hablar
o palabras partidas
como mástiles.
Porque los sueños dejan
igual que los naufragios
algún resto,
con maderas y cuerpos hundidos en las sábanas,
llenos
de dominada libertad.
No es la ciudad inmunda
quien empuja las velas. Tampoco el
corazón,
primitiva cabaña del deseo,
se aventura por islas
encendidas
en donde el mar oculta sus ruinas,
algas de Baudelaire,
espumas y silencios.
Es la necesidad, la solitaria
necesidad de un
hombre,
quien nos lleva a cubierta,
quien nos hace temblar, vivir
en cuerpos
que resisten la voz de las sirenas,
amarrados en proa,
con el timón gimiendo entre las manos.
Aléjate de allí, vayamos lejos,
sin la ilusión que llama
desesperadamente,
sin el dolor que asume su decencia.
La piel, mi
piel, los vientos
han preguntado tanto en las orillas,
tanto se
han estrellado por ciudades y pechos,
que no conocen patrias ni las
cantan,
no recuerdan naciones,
sólo pueblos.
Yo sé que su regreso
es el nuestro sin duda. Porque con voz
humana,
como marinos viejos,
sobre el desdibujado dolor de sus
espaldas,
vendrán para decirnos:
es el tiempo,
dejémonos volver con la marea.
El coraje y la
fuerza del crepúsculo
os llevarán al fondo de lo ya conocido,
y
veremos fragatas sobre los charcos negros,
pero la silueta desdoblada
de un niño
no será frágil ni tendrá cansancio.
Así, después del viaje,
sorprendidos y mudos delante del
fantasma,
mientras surgen despacio con el puerto
los antiguos
letreros y las luces,
oiremos la canción de los que llegan,
de los
que pisan tierra cuando han sido
durante muchos días esperados.
Y el mar, el dulce mar tan trágico,
a su propia distancia
sometido,
sabrá dejar escrito
que el viaje nunca fue nuestro
tesoro,
ni tampoco el dolor famoso en los poemas,
sino los sueños
puestos en la calle,
los lechos y su bruma,
al despertar de tantas
noches largas
donde sólo pudimos presentir,
hablar de los deseos
en la sombra.
Al lado de tu pelo, capital de los vientos,
la historia en dos,
el ruido de las lágrimas,
tienen que ser pasado necesario,
alejada
miseria,
cosas para contar después de algunos años,
si es que
alguien pregunta por nosotros.
Aunque también, y necesariamente,
entre la baja noche y esta casa
donde suelo escribir,
yo esperaré los labios
que con llamada
extraña de nuevo me pregunten:
¿Prisionero de amor, para quién llevas
un hombro de cristal y
otro de olvido?
Irene
Así amanece el día
Claudio Rodríguez
¿Conoces ya la tinta meditada
de la
primera luz?
Mira el esfuerzo
que en la copa más alta del bosque
más oscuro
raya un momento, avisa y mientras cae
forma la
claridad.
Así comienza el día.
Así también, contigo,
cobran
todas las cosas
un impreciso afán por empezar de nuevo,
por ser tu
compañía
cuando el tiempo aparezca.
Y no es el mecanismo
oxidado de un tren lo que se mueve,
ni
las maderas de la barca
están secas aún. No en todas las historias
el tiempo necesita la nostalgia.
Pero tiene la luz recuerdos que son nuestros.
Van a bajar los
dioses de sus libros,
alguien descubrirá que el mundo es navegable,
habrá días y noches, y en la luna
de lo ya sucedido
respirará la
fábula blanca del calendario.
¿Qué haremos de nosotros
ahora que los espejos todavía
no
tienen una sombra que llevarse a sus láminas
y los recuerdos nacen
aprendiendo
a contar hasta diez?
¿Qué podemos hacer con lo que nos
han dado?
Como una insinuación, como la piedra
interroga al estanque,
cae la luz en el sueño de la casa.
Y la distancia,
esa divinidad que medita en el agua
de los
puertos,
vuelve al pasado, busca entre sus mitos
un Angel sin
heridas,
una nueva metáfora,
algo que no es tu nombre,
pero que
yo pronuncio desde el fondo
abierto de tus ojos.
Me persiguen...
Me persiguen
los
teléfonos rotos de Granada,
cuando voy a buscarte
y las calles
enteras están comunicando.
Sumergido en tu voz de caracola
me gustaría el mar desde una boca
prendida con la mía,
saber que está tranquilo de distancia,
mientras pasan, respiran,
se repliegan
a su instinto de ausencia
los jardines.
En ellos nada existe
desde que te secuestran los veranos.
Sólo yo los habito
por
descubrir el rostro
de los enamorados que se besan,
con mis ojos en paro,
mi corazón sin tráfico,
el insomnio que
guardan las ciudades de agosto,
y ambulancias secretas como pájaros.
Merece la pena
(Un jueves telefónico)
Trirt el qui mai no ha perdut
per amor una casa
Joan Margarit
Sobre las diez te llamo
para decir que
tengo diez llamadas,
otra reunión, seis cartas,
una mañana espesa,
varias citas
y nostalgia de ti.
Sobre las doce y media
llamas para contarme tus llamadas,
cómo
va tu trabajo,
me explicas por encima los negocios
que llevas en
común con tu ex-marido,
debes sin más remedio hacer la compra
y me
echas de menos.
El teléfono quiere espuma de cerveza,
aunque no,
la mañana no es hermosa ni rubia.
Sobre las
cuatro y media
comunica tu siesta. Me llamas a las seis para decirme
que sales disparada,
que se queda tu hijo en casa de un amigo,
que
te aburre esta vida, pero a las siete debes
estar en no sé dónde,
y a las ocho te esperan
en la presentación de no sé quién
y luego
sufres restaurante y copas
con algunos amigos.
Si no se te hace
tarde
me llamarás a casa cuando llegues.
Y no se te hace tarde.
Sobre las dos y media te aseguro
que no
me has despertado.
El teléfono busca ventanas encendidas
en las
calles desiertas
y me alegra escuchar noticias de la noche,
cotilleos del mundo literario,
que se te nota lo feliz que eres,
que no haces otra cosa que hablar mucho de mí
con todos los que
hablas.
Nada sabe de amor quien no ha perdido
por amor una casa, una hija
tal vez
y más de medio sueldo,
empeñado en el arte de ser feliz y
justo,
al otro lado de tu voz,
al sur de las fronteras
telefónicas.
Mujeres
Mañana de suburbio
y el autobús se acerca a la parada.
Hace frío en la calle, suavemente,
casi de despertar en
primavera,
de ciudad que no ha entrado
todavía en calor.
Desde
mi asiento veo a las mujeres,
con los ojos de sueño y la ropa sin
brillo,
en busca de su horario de trabajo.
Suben y van dejando al descubierto,
en los cristales de la
marquesina,
un anuncio de cuerpos escogidos
y de ropa interior.
Las muchachas nos miran a los ojos
desde el reino perfecto de su
fotografía,
sin horarios, sin prisa,
obscenas como un sueño
bronceado.
Yo me bajo en la próxima, murmuras.
Me conmueve el recuerdo
de
tu piel blanca y triste
y la hermandad humilde de tu noche,
la
mano que dejaste
olvidada en mi mano,
al venir de la ducha,
hace sólo un momento,
mientras yo me negaba a levantarme.
Que tengas un buen día,
que la suerte te busque
en tu casa
pequeña y ordenada,
que la vida te trate dignamente.
Nocturno
A Angel González
Aplauden los semáforos más libres de la
noche,
mientras corren cien motos y los frenos del coche
trabajan
sin enfado. Es la noche más plena.
Ninguna cosa viva merece su
condena.
Corazones y lobos. De pronto se ilumina
en su sillín con
prisas la línea femenina
de un muslo. Las aceras, sin discreción
ninguna,
persiguen ese muslo más blanco que la luna.
Pasan mil
diez parejas derechas a la cama
para pagar el plazo de la primera
llama
y firmar en las sábanas los consorcios más bellos.
Ellas van
apoyadas en los hombros de ellos.
Una federación de extraños
personajes,
minifaldas de cuero, chaquetas con herrajes
y el
hablador sonámbulo que va consigo mismo,
la sombra solitaria
volviendo del abismo.
Luces almacenadas, que brotan de los bares,
como hiedras contratan las perpendiculares
fachadas de cristal. Hay
letreros que guiñan,
altavoces histéricos y cuerpos que se apiñan.
El día es impensable, no tiene voz ni voto
mientras tiemble en la
calle el faro de una moto,
la carcajada blanca, los besos, la melena
que el viento negro mueve, esparce y desordena.
Yo voy pensando en
ti, buscando las palabras.
Llego a tu casa, llamo, te pido que me
abras.
La ciudad de las cuatro tiene pasos de alcohólica
Desde el
balcón la veo y como tú, bucólica
geometría perfecta, se desnuda
conmigo.
Agradezco su vida, me acerco, te lo digo,
y abrazados
seguimos cuando un alba rayada
se desploma en la espalda violeta de
Granada.
De "Rimado de ciudad"
Nueva salutación al optimista
Irene no
conoce todavía
la palabra resaca.
Descentrada
con el raro
bullicio de la gente
que hubo anoche en la casa,
duerme poco,
penetra
ese olvido absoluto al que recurro
en mañanas difíciles,
salta por los barrotes
de su horario, se anuncia
con un grito de
selva inexplorada,
corre por el pasillo hasta la cama,
de mi pelo
se cuelga, con mi espalda fabrica
una pista de baile,
insiste
repartida, telefónica,
parece que se escapa por fin, pero regresa
con urgencia de liebre despiadada.
Irene no conoce todavía
la
palabra resaca.
Están así las cosas...
Es la primera vez
que la
ira no afecta al importuno.
Juro que no repetiré, sé que no debo
acostarme tan tarde, tan borracho,
bajo un sol que ya tenga
mala
cara de sueño y aspirina.
Por septiembre...
Por septiembre
se te llenan de sótanos los labios
y es relativo el
cielo
después de haberte visto preguntarle a la vida.
Pero también
el cielo,
arrugado y preciso
como tu cazadora adolescente,
quiere estar entreabierto,
brillar recién amado,
descansando en la
hierba
el peso de su larga cabellera de nubes.
Por septiembre
se te llenan de humo los síes en la boca.
Primer día de vacaciones
Nadaba yo en el mar y era muy tarde,
justo en ese momento
en que
las luces flotan como brasas
de una hoguera rendida
y en el agua
se queman las preguntas,
los silencios extraños.
Había decidido nadar hasta la boya
roja, la que se esconde como
el sol
al otro lado de las barcas.
Muy lejos de la orilla,
solitario y perdido en el crepúsculo,
me adentraba en el mar
sintiendo la inquietud que me conmueve
al adentrarme en un poema
o en una noche larga de amor desconocido.
Y de pronto la vi sobre las aguas.
Una mujer mayor,
de
cansada belleza
y el pelo blanco recogido,
se me acercó nadando
con brazadas serenas.
Parecía venir del horizonte.
Al cruzarse conmigo,
se detuvo un momento y me miró a los ojos:
no he venido a buscarte,
no eres tú todavía.
Me despertó el tumulto del mercado
y el ruido de una moto
que
cruzaba la calle con desesperación.
Era media mañana,
el cielo
estaba limpio y parecía
una bandera viva
en el mástil de agosto.
Bajé a desayunar a la terraza
del paseo marítimo
y contemplé el
bullicio de la gente,
el mar como una balsa,
los cuerpos bajo el
sol.
En el periódico
el nombre del ahogado no era el mío.
¿Quién anda ahí...
¿Quién
anda ahí,
verso sin terminar entre mis versos,
desatendido sueño,
silencio de las luces y las puertas?
¿Quién anda ahí,
después de haberse ido, persistiendo
con ojos
de batalla,
bajo la sombra muerta de las llaves?
¿Quién anda ahí,
viniendo sin venir, deshabitando
el tono de
su voz,
la cuenta inacabada de los pasos?
En esos mismos labios que han hecho las maletas,
yo buscaba los
héroes del destino.
Vinieron una tarde por llevarte con ellos,
y
comprendí que nada se comprende.
¿Quién eres tú?
Se deshizo la luz,
equivocó su horario por dejarte desnuda,
desdibujó tus ojos mientras me sonreías.
Mientras me sonreías
vi una sombra inclinada desvestirse,
abrir la cremallera despacio del silencio,
dejar sobre la alfombra
la civilización.
Y tu cuerpo se hizo dorado y transitable,
feliz como un presagio
que nos enfurecía.
Que nos enfurecía.
Solamente nosotros
(camaradas
de una
cama ruidosa) y el deseo,
ese difícil viaje de ida y vuelta,
que
ahora insiste y me empuja a recordarte
alegre, levantada,
un relámpago abierto entre los ojos,
recogiendo tu falda de joven colegial.
Mientras me sonreías,
yo me quedé dormido
en las manos de un
sueño que no puedo contarte.
Quizá sólo nos falte ser algo menos jóvenes...
Quizá sólo nos falte
ser algo menos jóvenes, sentir en otro tono
más distante la vida,
sin abusos
con nuestra inevitable humanidad.
De nuevo el
paraíso.
Otra vez en la suerte de una casa
no demasiado grande,
bajo el sol de los viernes,
un refugio sincero en la colina
donde
mirar la tierra con forma de caricia,
mientras marzo se va y abril
levanta
la frente de los campos heredados,
a dos horas de viaje.
Junto al cristal dolido de la puerta,
me gusta comprobar que
te desean
las raíces por mí, cuando se ciñen
con sus dedos salvajes a tu
cuerpo,
a tus enormes días de pezones pequeños,
como sombras de
olivo.
Igual que lo hace un sueño, bajas por la pendiente
para
dormir conmigo,
incendiando
el encubierto reino de la luz
retirada,
que no calla los pleitos de la carne
ni le pone
distancia
al ruido mundanal de su vocabulario,
heredado también
con estas piedras.
Aunque es más blanco el humo de los leños
y flota en son de paz
sobre el envejecido silencio de estos montes,
aunque los himnos del
atardecer
debilitan las voces, acercándolas,
no conozco la senda
que me aparte
de un cuerpo al que pedirle dignidad,
un cuerpo no
invitado
a sus aniversarios, ese calor litúrgico
de los
antepasados
y los bailes antiguos
con los hombros desnudos
parecidos al mar.
Es imposible retirarse a tiempo.
Es imposible,
mientras yo
me aventuro a sorprendemos,
decirte, conocerte,
tener un
privilegio.
y de nada nos sirven estas horas
que no son de tu edad
ni de la mía.
Recuerda que tú existes tan sólo en este libro...
Recuerda que tú existes tan sólo en este libro,
agradece tu vida
a mis fantasmas,
a la pasión que pongo en cada verso
por recordar
el aire que respiras,
la ropa que te pones y me quitas,
los taxis
en que viajas cada noche,
sirena y corazón de los taxistas,
las
copas que compartes por los bares
con las gentes que viven en sus
barras.
Recuerda que yo espero al otro lado
de los tranvías cuando
llegas tarde,
que, centinela incómodo, el teléfono
se convierte en
un huésped sin noticias,
que hay un rumor vacío de ascensores
querellándose solos, convocando
mientras suben o bajan tu nostalgia.
Recuerda que mi reino son las dudas
de esta ciudad con prisa
solamente,
y que la libertad, cisne terrible,
no es el ave
nocturna de los sueños,
sí la complicidad, su mantenerse
herida
por el sable que nos hace
sabemos personajes literarios,
mentiras
de verdad, verdades de mentira.
Recuerda que yo existo porque existe este libro,
que puedo
suicidarnos con romper una página
Recuerdo de una tarde verano
Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje
rozado por la yema de
los dedos,
son el mejor recuerdo de unos días
conocidos sin prisa,
sin hacerse notar,
igual que amigos tímidos.
Fue la tarde anterior a la tormenta,
con truenos en el cielo.
Tú apareciste en el jardín, secreta,
vestida de otro tiempo,
con
una extravagante manera de quererme,
jugando a ser el viento de un
armario,
la luz en seda negra
y medias de cristal,
tan
abrazadas
a tus muslos con fuerza,
con esa oscura fuerza que
tuvieron
sus dueños en la vida.
Bajo el color confuso de las flores salvajes,
inesperadamente me
ofrecías
tu memoria de labios entreabiertos,
unas ropas difíciles,
y el rayo
apenas vislumbrado de la carne,
como fuego lunático,
como llama de almendro donde puse
la mano sin dudarlo.
Por el
jardín, el ruido de los últimos pájaros,
de las primeras gotas en los
árboles.
Aquel temblor del muslo
y el diminuto encaje, de vello
traspasado,
su resistencia elástica
vencida con el paso de los
años,
vuelven a ser verdad, oleaje en el tacto,
arena humedecida
entre las manos,
cuando otra vez, aquí, de pensamiento,
me
abandono en la dura solución de tus ingles
y dejo de escribir
para
llamarte.
Recuerdo que atardecía...
Recuerdo que atardecía,
recuerdo que vi su coche
detenerse,
recuerdo la compañía
de sus ojos en la noche,
sin saberse
tras la boca de un gatillo
que esperaba tembloroso
y asesino,
meterse por un pasillo
de aquel corazón dudoso
sin destino.
Rojo temblor de frenos por la noche...
Rojo temblor de frenos por la noche,
así sueño el amor, así
recuerdo,
entre la madrugada olvidadiza,
sensaciones de turbia
intimidad,
cuando tener pareja conocida
es un alivio para los
extraños.
Borrosa gravedad del parabrisas
en la despreocupada seducción.
Porque los coches saben su camino
y van como animales en querencia
a la casa, sin dudas, entre besos
que nos duran el tiempo de un
semáforo
y un poco más; porque decir mañana
es casi discutir el
más allá,
y hablamos del dolor de los horarios,
alejados, cayendo
en la imprudencia,
como los vivos hablan de la muerte.
Se descalzan los días...
Se descalzan los días
para pasar de largo sin que nos demos cuenta.
Son casi despedidas, casi encuentros
-felices pero incómodos-
de
cuerpos que se miran
y que aplazan la cita.
Aunque detrás,
suelen quedarnos huellas que no son los recuerdos.
De aquel jardín inculto yo conservo
el hombre que venía a
desearte,
a caminar sin ti,
silvestre y solo.
Porque de ti le
hablaban las adelfas,
con sus ramas difíciles como muchachas jóvenes,
y las palmeras altas igual que tu desnudo,
y aquel cielo corrido
que buscaba
la luz con que el amor te distingue los ojos.
No envejecemos nunca. Tal vez no envejecemos.
Y ahora puedo
decírtelo,
cuando tú me recuerdas las adelfas,
y tu desnudo en
arco dibuja una palmera,
y los ojos se nublan
sobre el jardín
silvestre de los enamorados.
Tal vez no envejecemos. O es acaso que el tiempo
se quitó los
tacones para no molestarnos.
O es acaso el deseo
que camina en los
labios todavía descalzo.
Secreto
Nos pusimos de acuerdo.
Yo esperaba sin prisa por la esquina,
me hacía el despistado,
hablaba con el niño y los borrachos,
encendía un cigarro o compraba el periódico.
Aparenté no verte
llegar casi sin prisa,
arreglarte un momento
en el descapotable,
abrir la puerta,
subir hasta el segundo.
Yo despisté al portero de las barbas rojizas,
y allí,
sin los
silencios
del joven que se enfrenta,
sin tu arbolado anillo de
goleta
que surca el matrimonio,
a pesar de tus pieles y mi piel,
nos pusimos de acuerdo.
Si alguna vez no hubieses
existido...
Si alguna vez no hubieses existido,
si el calor de tus muslos no me
hubiese
buscado como un látigo preciso
y mis ambigüedades
electivas
-los días más oscuros de mí mismo-
no te hubiesen tenido
como saldo
de afirmación o excusa,
es posible
que este volver a casa en soledad
y demasiado pronto,
me recordase ahora un poco menos
al joven que apostaba por el mundo,
con el mundo a su espalda.
Sólo el amor es duro.
Metidos en la noche, regresando
entre la
potestad y la mentira,
hablamos del poder o de los sueños
al
hablar del abrazo.
Y no lo sé tal vez, no sé si me recuerdo
prisionero de un cuerpo o libre junto a él,
buscando salvación o en
servidumbre,
miserable y maldito, pero atónito.
Quizás sólo se
trata de que no estás aquí,
de que perder es duro para todos
y el
amor me hace falta, como sabes.
Quizás contigo estuve
tan
demasiado cerca de tu reino,
que necesito ahora desmentirte,
utilizar los trucos que uno tiene
para poder seguir.
Porque somos así seguramente,
huellas equivocadas,
solitarias
hogueras de un camino,
paraísos de cuatro habitaciones
que sólo se
comprenden
después de haber firmado muchas veces,
precisamente
ahí,
donde pone El viajero.
Y a mí, ya que prefiero escoger mis
derrotas,
quiero que me recuerdes derrotado,
como quien algo
espera
más allá de los tiempos y los hechos.
Quizás porque haga
falta haberlo presagiado
o porque, en todo caso, nadie sabe
dónde
acaban los sueños.
Sonata triste para la luna de
Granada
A Marga
"Le ciel est par-dessus le toit"
Paul Verlaine
Esta ciudad me mira con tus ojos,
parpadea,
porque ahora después de tanto tiempo
veo otra vez el piano que
sale de la casa
y me llega de forma diferente,
huyendo del salón,
abordando
las calles
de esta ciudad antigua y tan hermosa,
que sigue solitaria como
tú la dejaste,
cargando con sus plazas,
entre el cauce perdido del anhelo
y
al abrigo del mar.
Estarías aquí
y nada habría cambiado sino el tiempo,
el
cadáver extraño de sus ríos
que siguen sumergidos
como tú los dejaste.
Ahora
siento
otra vez mi cuerpo poblarse de veletas
y lo veo entendido
sobre generaciones de ventanas antiguas
mientras la noche avanza solitaria y perfecta.
Somos de una ciudad
cargada de paciencia,
que no conoce el
sueño de los invernaderos,
ni ha vivido la extraña presencia del amor.
Como pequeñas venas
los comercios esperan para abrirse mañana
y el deseo no existe
más allá de la luna de los escaparates.
Hemos soñado ya
todos los sueños,
hemos vivido aquí
donde la historia olvida sus raíles vacíos,
donde la paz es negra y se recoge
entre plazas cerradas,
sobre tabernas viejas,
bajo el borde morado del misterio.
Alguna vez soñamos
con un mundo distinto:
era cuando el imperio perdido del azúcar
y llegaban viajeros
al olor de la industria.
Las calles se llenaron de motores rugientes
y la frivolidad
como una enredadera brillante por los ojos
nos ofreció de pronto
templada carne, lámparas de araña.
Parece que os recuerdo
abrasados al mundo entre trajes de hilo,
entre la piel hermosa
de una época
que nos dejó sus árboles,
el corazón grabado
sobre las
pitilleras, y su dedicatoria
en las fotografías.
Ahora
cuando el destino ya no es una
excusa
sino la soledad,
y los cielos están bajo el tejado
como tú
los dejaste,
todo recuerda un sueño sucio
de madrugada.
Aquí
no
tuvimos batallas sino espera.
La guerra fue un camión que nos buscaba,
detenido en la puerta,
partiendo con sus ojos encendidos
de espía
y al abrigo del
mar.
Más tarde
entre canciones tristes de marineros rubios
todo
quedó dormido.
De balcón a balcón
oímos la posguerra por la radio,
y lejos,
bajo las cruces frías de las plazas,
ancianas sombras negras
pascaban
sosteniendo en las manos
nuestra supervivencia.
Esta
ciudad es íntima, hermosamente obscena,
y tus manos son pálidas
latiendo sobre ella
y tu piel
amarilla, quemada en el tabaco,
que me recuerda ahora
la luz artificial del alumbrado.
Vuelvo hacia ti. Mi corazón de búho
lo reciben sus piernas.
Como testigos mudos de la historia
acaricio las cúpulas perdidas,
palacios en ruina,
fuentes viejas
que recogen la luna
donde van a esconderse los últimos abrazos.
Verdes en el cansancio
de todas las esquinas
esta ciudad me
mira con tus ojos de musgo,
me sorprende tranquila
de amor y me provoca.
Amanece
moradamente un día
que las calles comparten con la lluvia.
La soledad respira más
allá
de las grúas
y mi cuerpo se extiende
por una luz en celo que
adivina
los labios de la sierra,
la ropa por las torres de Granada.
La madrugada deja
rastros de oscuridad entre las manos.
Oigo
una voz que clarea. Lentamente
los tejados sonríen cada vez
más extensos,
y así,
como una ola,
entre la nube abierta de todos los
suburbios,
esta ciudad se rompe sobre las alamedas,
bajo los picos últimos
donde la nieve aguarda
que suba el mar, que nazca la marea.
De "El jardín extranjero"
Sospechan de nosotros...
Sospechan de nosotros. Ha pasado
el primer autobús, y nos sorprende
en el lugar del crimen,
desatados los cuellos y las manos
a punto
de morir, abandonándose.
Nos da el alto la luz,
sentimos su revólver por la espalda,
demasiado indeciso,
su temblor en nosotros, encubierto
bajo el pequeño bosque de las sábanas.
¡Corre!
¡Coge el
amor y corre cuerpo adentro!
Hay un desfiladero sin leyes en los
labios,
un laberinto ardiendo de salidas.
Mira tu corazón o tu
cintura,
ese castillo en alto
que mis muslos coronan como un lago
de niebla.
¡Corre!
Atiende sólo al viento de la piel
pasando y
regresando.
y que suenen las ráfagas,
que suenen los disparos,
que las sirenas suenen a tu espalda.
Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi...
Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi,
cruzo la desmedida realidad
de febrero por verte,
el mundo transitorio que me ofrece
un
asiento de atrás,
su refugiada bóveda de sueños,
luces
intermitentes como conversaciones,
letreros encendidos en la brisa,
que no son el destino,
pero que están escritos encima de nosotros.
Ya sé que tus palabras no tendrán
ese tono lujoso, que los aires
inquietos de tu pelo
guardarán la nostalgia artificial
del sótano
sin luz donde me esperas,
y que, por fin, mañana
al despertarte,
entre olvidos a medias y detalles
sacados de contexto,
tendrás
piedad o miedo de ti misma,
vergüenza o dignidad, incertidumbre
y
acaso el lujurioso malestar,
el golpe que nos dejan
las historias
contadas una noche de insomnio.
Pero también sabemos que sería
peor y más costoso
llevárselas
a casa, no esconder su cadáver
en el humo de un bar.
Yo vengo sin idiomas desde mi soledad,
y sin idiomas voy hacia la
tuya.
No hay nada que decir,
pero supongo
que hablaremos desnudos sobre esto,
algo después,
quitándole importancia,
avivando los ritmos del pasado,
las cosas
que están lejos
y que ya no nos duelen.
Versión libre de la inmortalidad
En la
noche profunda,
como dormida caricia que sorprende
y sigue a más,
sombras con el calor de la materia,
mordiéndose los labios, mal
quitado
el pijama y ardiendo
de loca oscuridad entre los brazos.
A media
luz, perfiles
como el amor de un sueño generoso
con sus
protagonistas,
diseñados despacio,
mientras el pensamiento va más
rápido
que los cuerpos y explica
dónde será la próxima caricia,
cuándo la paz y cómo y qué palabras.
A luz abierta, toda,
alejado de mí para mirarnos,
para mirarte
hundida y encerrada
con tus propios sentidos,
hasta que abres los
ojos
llenos de solitaria claridad,
y está la habitación, conmigo,
atenta,
y en tus ojos comprendes
que nos gusta mirarte como a un
río,
un desmayado atardecer,
un paisaje infinito.
Ni tú ni yo creemos
en la
inmortalidad. Pero hay momentos
-oscuros, de penumbra o luz abierta-
donde se roza el mundo de los libros
y las ventajas de la eternidad.
Escribo este poema celebrando
que pasado y presente
coincidan
todavía con nosotros
y haya recuerdos vivos
y besos tan dorados
como el beso
aquel de la memoria.
Yo sé que el tierno amor escoge sus ciudades...
Yo sé
que el tierno
amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo
diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.
Y sé
que hay un portal dormido en cada labio,
un ascensor sin
números,
una escalera llena de pequeños paréntesis.
Sé que cada ilusión
tiene formas distintas
de inventar
corazones o pronunciar los nombres
al coger el teléfono.
Sé que
cada esperanza
busca siempre un camino
para tapar su sombra
desnuda con las sábanas
cuando va a despertarse.
Y sé
que hay una fecha, un día, detrás de cada calle,
un
rencor deseable,
un arrepentimiento, a medias, en el cuerpo.
Yo sé
que el amor tiene letras diferentes
para escribir: me
voy, para decir:
regreso de improviso. Cada tiempo de dudas
necesita un paisaje.