"...Cuánto cuesta abandonarte, lavarme
de tu olor, quitarme las huellas de tu peso.."
"Smoking girl"
Uriy Lysenko
Reseña biografica
Poeta española nacida en
Madrid en 1964.
Licenciada en Filología Hispánica, obtuvo su Doctorado
con una tesis sobre Francisco de Quevedo.
Su obra poética tiene una
marcada tendencia neo-surrealista con una gran expresión de la sensualidad
reflejada
en un lenguaje sincero y natural.
Colabora habitualmente con artículos de
opinión en el diario ABC.
Entre las distinciones obtenidas figuran el
accésit del
Premio de poesia Puerta del Sol en 1981, el Premio de poesia
Altair
en 1984, el accésit del
Premio Hiperión de poesia en 1986 y el Premio Internacional de
poesia Ciudad de Melilla
en 1988.
De su obra se destacan: «Poemas de Lida Sal» en 1981, «La playa
del olvido» en 1984, «Usted» en 1989,
«El libro de Tamar» en 1989 y «Calendario». ©
Ahora es el ritmo del
invierno...
Anoche...
Antes...
Cogí el vestido...
De un tiempo a esta parte
Deslumbramientos tardíos
Desnudo en sombra
En un banco...
Entonces...
Ernesto, moreno de luz y luna
argentina...
Este hombre que
ahora cerca mi cuello...
Esto ya
va mejor...
Esto va a venirse abajo...
Exquisita pendencia la
de mi boca...
Foto antigua
Hoy era la última tarde...
La ventana me remite a su
coche...
Leo lo que escribí de ti
y de mí...
Llama de lluvia maya
Lo peor de todo era el atardecer
Nada
Nunca más volviste
Presos los dos de
aquel imposible decoro...
Quién es esta sombra...
Señor...
Señor, ahora que mi piel y
la suya...
Señor, la lluvia del
domingo...
Señor, las horas desnudas...
Señor, si usted sabe...
Si todo esto cambiase...
Soñando...
Soy un racimo de uvas...
Subo...
Ultimatum
Una mujer de ron y
esmalte negro...
Usted se ha ido...
Usted se inmiscuye en mi
bufanda...
Usted se me escapa...
Veladamente...
Volvemos a comer juntos...
Ahora es el ritmo del invierno...
Ahora es el ritmo del
invierno
quien me clava sus ojos entre las uñas
y el cielo.
Lo demás poco importa.
Solo aquellos pasos
absorbiendo mi cuello de niebla
al borde bellísimo de sus sirenas y
abismos.
Anoche...
Anoche,
al abrir los
ojos para apartarme de la boca un cabello,
la mirada que luego alcé
por encima del hombro de mi amante
-inexplicable reflejo--
tuvo que
detenerse cuando ya iba a salir al pasillo.
Usted,
apoyado en el quicio de la puerta,
se reía de mí.
(Y
sus labios como girasoles inversos
rehuyeron la sudorosa
luz del cuarto.)
Antes...
Antes,
nunca hubo el
silencio necesario entre abrazo y abrazo
para advertir el parpadeo de esta guillotina
que hoy,
al rozar por
sorpresa mi nuca con sus manos de lejía
me ha puesto los ojos amargos.
Yo misma no me oigo cuando grito.
Querría huir. Pero ya es tarde:
las sábanas se han convertido en agua cenagosa mezclada
con pegamento.
Y dentro de poco,
como esa cosa horrible siga detrás de mí
y usted
continúe dormido,
me moriré de risa ante el retrato de Leonardo que tengo
enfrente de mi cadáver.
Cogí el vestido que tanto le gusta...
Cogí el vestido que tanto le gusta
a mi amigo
cogí el vestido y volaron mariposas
y lo enredé en mi
pecho
con tres deseos de hiedra.
(A las velas del barco blanco
que no me olviden,
al pájaro que no
me cante en la rama
de la flor del dolor
y al agua que mi amigo me
llame
cuando lo lave.)
De un tiempo a esta parte...
De un tiempo
a esta parte
estoy prisionera
en un coche
de gritos
y hielo
que circula
por carreteras oscuras
y en vertical
como
catedrales,
deslumbrada
por las luces largas
de los que vienen
en sentido contrario
que sois todos.
De"Calendario"
Deslumbramientos sombríos
Esta mañana, el helado y marchito sol de enero hizo estragos
en mis ojos.
Por él, vi con más intensidad a esa gitanilla en manga corta
que pedía junto al metro,
tuve plena consciencia de lo arduo de nuestro
amor,
me horroricé al contemplar los ametralladores grabados de Goya,
y salí de nuevo a la calle con las manos encogidas de angustia
sin saber
-pálida prisionera de los subterráneos-
si me bajaba en Velásquez o en
Lista.
Y subí las escaleras de dos en dos para encontrar a la muerte
cómodamente recostada en mi gélido cuarto.
(La playa del olvido, 1984)
Desnudo en sombra
Volverse a enamorar.
Besar una piel que sabe distinto,
no encontrar puntos de referencia
que indiquen el momento justo,
la caricia perfecta,
la mano compañera.
Retornar a un cuerpo nuevo
sin los huecos del anterior,
no poder
palpar una nuca excitada,
una espalda con escalofríos conocidos.
Qué
pobre se queda el intento de amar igual a la primera vez.
Cómo pesa una
boca tan sabida,
tan llena de humo compartido
ante la desconocida tan
poco explorada, tan miedosa.
Cuánto cuesta abandonarte, lavarme de tu
olor,
quitarme las huellas de tu peso,
desdoblarme en otra Almudena
y comenzar a hacer mía una figura
de la calle que me asusta y que
¿quiero?
poseer, pero... tú, ahí estás tú,
traspasando con tu desnudo
mi sombra,
consolándome pesaroso de mi dolor al terminar,
tu sonrisa y
tu cigarrillo,
ese brazo moreno rodeando mi cintura
y llevándome a un
lecho desordenado...
y tus manos de violinista
volando y enredándose en mis senos.
En un banco...
En un banco,
meneando
aburrida mis zapatos de bruja,
yo veía al invierno entrar y salir,
flirtear con el aire y sentarse finalmente a mi lado.
(Otro -pensé- que
tampoco tiene nada que hacer
esta tarde.)
Ya me iba a levantar cuando descubrí su espalda
en la ventana de
enfrente.
Usted hablaba con alguien.
Y en ese mismo momento
-Ios libros, cómo no, resbalaron patosos desde
la falda
hasta el suelo-
se volvió a mirarme.
Entonces el beso conocía el
norte y el sur...
Entonces el beso conocía el norte y el sur,
el este y el oeste de toda
cartografía
como si antes de labio en medio de la lluvia
hubiera sido
rosa de los vientos
o brújula del corsario de los siete mares.
Nada
estaba preparado
-dormían las leyendas su sueño abisal-
y sin embargo
no cabía margen alguno de error:
cada noche atracaba en su alborada,
cada zozobra en su bahía,
cada deseo en su rompeolas.
Así era el amor,
volver a casa
con la red llena de certidumbres
nunca un naufragio en
alta muerte
silenciosa
como ahora.
Ernesto, moreno de luz y luna
argentina...
Ernesto, moreno de luz y
luna argentina,
cigarrillo entre los dedos,
sonrisa de ni ñ o en los
naranjales del alba.
Ernesto, amigo fiel de espejos y cafés,
padre confidencial con aire
triste de gorrión,
páramo de salina y dulce de leche.
Ernesto, aire de tocayo guerrillero,
espuma que se desborda por la
vida,
costado tembloroso ajeno a ti mismo.
Ernesto, paloma que se ha roto una pata,
plata sin cascabel,
runruneo de pato deslizándose en el canalón...
te quiero más que a él
pero -perdona, compañero tan próximo-:
no
te amo
Este hombre que ahora cerca mi cuello...
Este hombre que ahora cerca
mi cuello
con su sabia muralla de labios
quizá abandone de pronto la
almena,
quizá desaparezca para siempre.
Porque tiene un tacto en la
mirada
que recuerda las plumas de los pájaros.
Esto va a venirse abajo...
Esto va a venirse abajo
de un momento a otro
y usted lo sabe.
El amor ya no es un templo
griego
sino algo parecido a un desastre de líneas
oblicuas que
aprisionan todo intento de lluvia.
Y es gris. Tan gris como
esta perspectiva de furias
que se nos viene encima.
Esto ya va mejor...
Esto ya va mejor.
Ya no
le tengo miedo.
Y me complace que usted,
como quien no quiere la cosa,
haya fijado el barniz de sus ojos en mis
piernas.
Exquisita pendencia la de mi boca y la suya...
Exquisita pendencia la de
mi boca y la suya
por ese dedo abeja que libó entre murmullos y
distensiones
golosas,
las sucesivas floraciones de mi anémona nocturna.
Foto antigua
Y esa monicaca de chocolate hasta los kikis de rosados lacitos soy yo.
Quién lo diría.
Quién adivinaría en esos ojitos dulces un atisbo, sólo un
atisbo de
amargura.
¡Si
ella, la otra yo, la que fue voraz consumidora de leche condensada,
me conociera
ahora!
Ahora que estoy hecha un asco, ajada, sin luz, luciérnaga exenta
de
brillantes
culebreos.
Qué pena.
La abstracción de mi mente ha culminado en un
monolito de sal. Y ya
no quiero
escribir más.
(La playa del olvido, 1984)
Hoy era la última tarde...
Hoy era la última tarde.
Usted no paraba de hablar
-lo hubiese matado-
y a mí me ardían las uñas cuando nos despedimos
en la parada del autobús.
Ni un sólo beso.
La ventana me remite a su
coche...
La ventana me remite a su
coche,
el coche al beso,
el beso a la oreja que anda siempre perdiendo
pendientes,
la oreja a la boca,
la boca a las medias porque las rompe,
las medias al...
-¿Tienes un bolígrafo de más?
-Toma, y a ver si dejas
de pedirme cosas,
que contigo al lado no hay quien coja un apunte,
Mari Carmen.
Leo lo que escribí de ti y
de mí...
Leo lo que escribí de ti y
de mí
en esos días de tanta lluvia,
con Bach y los naranjos
de
contertulios ante el fuego
y los catarros, las pupas,
las mutuas
manías,
advirtiéndonos de aquella bomba colgada
del tiesto de las
glicinas
que oscilaba sobre nuestras cabezas
sin llegar a caer,
contenida por el Atlante de la risa
y el lujo inaudito
de poder
ignorarnos,
de tener tiempos muertos,
de no abundar en preguntas y
respuestas
cuando había tanto que disfrutar del silencio.
Desde entonces hasta ahora
los atlantes se nos han vuelto
anémicos
y quién sabe si ésos fueron y serán nuestros últimos días de
lluvia,
pero,
de todas formas,
me sigue gustando leer lo que escribí
de ti y de mí,
en especial lo de tu imagen con bufanda
volviendo de
comprar la leche y el pan,
y la mía con sonrisa y pijama de osos pandas
saludándote desde el balcón.
Llama de lluvia maya
Estalla la poesia de tu piel, Juan, como la miel en un cedro
mojado; te
veo y eres la luz, el brote oloroso que abre las
ventanas de un día feliz.
Ya ves, aquí me tienes jugando con los
grillos del alba
porque a un lado está tu pecho encendido,
las manos
se te posan en mi pelo cansado
y entonces nunca ha existido cansancio en
mí;
todo lo rompes, Juan, te estableces en mi corazón y allí
fundas tu casa
de guacamayos blancos, viento y sal,
las violetas
vuelan exasperadas por tu aroma
y el mar se rinde
-grandioso perdedor-
ante ese cabello dorado que a todo le pide cuentas:
al amor, a los
encantados caminos,
a los dioses de fuego que alumbran tus ojos de indio
desarraigado.
Siento que sufras bajo los cementos de Madrid,
que te
falte espacio para cambiar tus lágrimas
por las de la luna llena,
pero el tenerte aquí, el vivir junto a un
nagual único, inextinguible,
junto a una llama de lluvia que nunca se
apaga…
¿A quién debo agradecerle tanta dicha?
Lo peor de todo era el atardecer...
Lo peor de todo era el atardecer.
Cuando las aves frías
tachonaban el bosque
de rumores y sombras,
tu recuerdo me ceñía las
costillas
como un pulpo de fuego...
Daniel: ¿Por qué me has abandonado?
De "El libro de Tamar"
Nada
Nada.
No pegaba nada con
tanta lluvia,
esa chaqueta de angorina rosa y botones de nácar
que él
me regaló.
Tampoco encendimos una velita al apóstol,
porque un niño a nuestro
lado acababa de darse un cabezazo
tremendo contra la pila bautismal,
y
que hubo que consolarlo hasta que llegaron sus padres.
El museo nos desilusionó.
Yo me puse rara y él venga a mirar al
cielo,
y al final un paseo dudosamente conciliador por los
soportales
-basta que a mí me hicieran gracia los punkies, para que
a él lo
escandalizasen-,
después de mi vaso de leche y su maniática ginebra
"MG con Schweppes de naranja, por favor".
Ah,
se me olvidaba
contaros
que el frío fue la nota predominante del día
y que la noche,
a pesar de todo, la pasamos juntos.
Espalda contra espalda.
Nunca más volviste...
Nunca más volviste,
Daniel.
Desde entonces ya no hubo patio
ni baúles con especias,
ni la luz
posó sus labios
en los membrillos del aparador.
Y en vez de tu cuerpo fue la fiebre,
la humedad,
el tremendo
cansancio
fluyendo de los frascos de perfume.
Por la tarde se me cala el cabello
en un charco de polvo.
Por
la noche agrietaba con los nudillos
el ventanal de mi cuarto.
De "El libro de Tamar"
Presos los dos de aquel imposible decoro...
Presos los dos de aquel
imposible decoro
adolescente,
ni yo me sonrojé ni usted tampoco hizo nada por llamarse
al orden
cuando después de las risas y las aceitunas rellenas,
habiéndonos lubricado previamente el oído
con una minuciosa lista de
vicios sexuales,
fuimos al amor como quien va al estanco de los primeros
cigarrillos.
Quién es esta sombra
que aterriza limpiamente en mi cuerpo
como un halcón.
Su garra me frena las muñecas y la huida.
Su aliento de niebla va sajando despacio,
los tersos y ahora bermejos visillos de mi vientre.
Señor...
Señor,
usted no lo sabe
y sin embargo sus arrugas,
tersándome la mañana,
me han obligado a
iniciar una huelga de novios
desde que lo conozco.
Y hoy
-mientras los dos nos mirábamos de reojo, cada uno
en un
extremo de la barra-,
mi guedeja más anarquista
ha optado
definitivamente por afiliarse a sus ojos
Señor, ahora que mi piel y la suya...
Señor,
ahora que mi piel y la suya
-después de las sábanas-
han
formado un nuevo «collage» en el agua,
no es el mejor momento para
hablarle,
desde luego,
pero aprovechando que estoy arriba
y usted
debajo,
quisiera decirle
-casi no me atrevo con sus ojos-
que no
puedo más,
que voy a pararme.
-Era el placer como una de esas muñecas rusas que se abren
y aparece
otra,
y otra...-
Señor, la lluvia del domingo...
Señor,
la lluvia del
domingo
es una inmensa bañera
que me sumerge a cámara lenta
en el
telón espumoso de sus rizos del sábado.
Señor, las horas desnudas...
Señor,
las horas desnudas,
como limones al trasluz,
se exprimen en
mi muñeca
de una manera desesperadamente cobarde:
estoy, para variar y
por no quedarme en casa,
con alguien que me aburre los besos.
Señor, si usted sabe...
Señor,
si usted sabe
que yo ahora estoy celosa
por lo que me ha dicho,
tenga al menos el
detalle de no hacérmelo notar durante
la cena.
(Nunca en mi vida enrollé
espaguetis con tanto odio.)
Si todo esto cambiase...
Si todo esto cambiase,
si me dijera usted, de pronto, que me ama,
yo ni me detendría para hacer
la maleta.
Huiría luchando contra el
miedo a la costumbre
de su cuerpo.
Soñando...
Soñando,
tibia su lengua
para mis pestañas que renacen.
Ilusoria blancura de los
dientes al mártir contraluz
de su sangre y sus labios.
Soy un racimo de uvas...
Soy un racimo de uvas
y
aguanto como puedo
este oleaje creciente de mi boca
aguijoneándome al
sol.
Hasta que estallo.
Subo...
Subo.
Bajo escalones.
Pero esta angustia atrancándoseme en la
piel como una
cremallera rota,
tampoco cede al sudor.
Y ya todo el sueño es un inmenso garaje de copas vacías
que el agudo
de su ausencia con mi grito rompe.
Ultimatum
¡Oh Juan!, ¿por qué sueñas siempre rosas?
Ya no nos caben en la
habitación,
esto no puede seguir así:
Cada día te levantas con las
sábanas llenas de rosas
y si por casualidad hacemos el amor
no se
conforman con quedarse quietas de mañana, no:
danzan las gamberras al son
de los exquisitos minués que trazan
tus dedos al vestirme.
Por eso me niego a que me pongas la
camisa,
a que me anudes el pañuelo…,
dime, ¿qué vas a hacer con esa
encina desdentada y la camelia negra
que se vieron contigo cuando
terminastes de dar un paseo por el
campo?
Ayer nos sorprendió un aguacero precioso
y como yo no
llevaba gorro y sí el pelo recién lavado,
convertistes la gotas en
diminutos paraguas de nácar,
yo te agradezco la gentileza de tu magia
pero el campo necesita agua
y lo dejastes blanco, tan blanco,
que
parecía leche cuajada.
Menos mal que luego caíste en la cuenta del error
y los paraguas volaron para dejar paso
a tres mil nubes que se posaron
dulcemente
en los prados, en los cerros, en los sembrados
para dar
alegría y pan al santo campesino
que se hizo arrugas de un metro de
profundidad por re tanto.
En fin, Juan, haces lo que quieres con la
naturaleza
y a mí me irrita el no poder enfadarme nunca contigo
a
pesar de tener motivos grandes y justificados.
Desde ahora te anuncio mi ultimátum:
una de dos, o renuncias a tu
poder modificante
de niños que cambian pañales por barco,
de aceituna
que, porque le da la gana, se transforma en ciruela los
domingos,
o nos mudamos a otra buhardilla
que tenga el suficiente
espacio para meter allí todos los trastos…
¡Porque mira que eres pesado!
Porque mira que te quiero tanto, alquimista barato.
Una mujer de ron y esmalte negro...
1
Una mujer de ron y
esmalte negro,
flequillo y vagina cosmopolitas,
me abre sus piernas
tras los cristales del mueble.
Es la niebla
2
Veladamente,
descorriendo pestillos,
ha
llegado hasta mi cuarto
una pantera translúcida con la piel de diamante
que me morderá la nuca cuando menos lo espere.
Es el deseo.
(Usted, 1986)
Usted se ha ido...
Usted se ha ido. Pero
tampoco conviene dramatizar
las cosas.
Cuando salgo a la calle,
aún me quedan muchas tapas risueñas en el
tacón,
y mis medias de malla consiguen reducir la cintura
de la tristeza
si su ausencia va silenciándome en una resaca
de escarcha.
O sea, que no estoy tan mal.
Porque yo podré ser de vez en cuando un
eclipse. Pero
nunca
un eclipse sin sangre de luz.
Usted se inmiscuye en mi
bufanda...
Usted se inmiscuye en mi
bufanda
desde una aurea blanquísima que me reverbera los labios.
No me muevo,
no fumo -quizá a su silencio le moleste esa arruga en la
nieve-;
y sólo cuando marcha me doy cuenta
de que he estado
aguantándome el pis todo el rato.
Usted se me escapa en los pasillos
como...
Usted se me escapa en los
pasillos como
un discóbolo impregnado de aceite.
Pero todo lo que habla es una mano enguantada
por mis medias.
(Desnuda, froto su voz contra las caderas de la sábana
para no dormirme
tan triste.)
Veladamente...
Veladamente,
descorriendo pestillos,
ha llegado hasta mi cuarto
una pantera
translúcida con la piel de diamante
que me morderá la nuca cuando menos
lo espere.
Es el deseo.
Volvemos a comer juntos...
Volvemos a comer juntos.
Este hombre cada día más guapo y a ti te rebasan
las orejas.
Qué importa.
Qué importa el poco tiempo que tienes para enamorarlo,
qué importa la sopa fría
- no puedes permitirte el lujo
de perderlo de
vista un solo instante, Almudena -,
si cuando vas a citar "yo siempre
estoy triste"
él se anticipa y acariciándote los ojos dice que le encanta
tu alegría.