"...Oye, amada, el silencio. Qué
reposo
de pasión, de congoja y de batalla..."
"La Maddalena
Piero di Cosimo
Reseña biografica
Poeta argentino nacido en
la Villa del Río Seco, Córdoba, en 1874 en el seno de un hogar de recia
estirpe.
A raíz de un revés de fortuna de su familia, se trasladó muy
joven a Buenos Aires donde inició una clamorosa
carrera como intelectual bajo el pseudónimo de "Gil Paz". Ardorosamente
discutido o ensalzado desde entonces,
su actividad la ejerció también en el periodismo, ocupando varios cargos en
su país y en el exterior,
que lo llevaron a radicarse en Paris en 1924.
En 1938 con enorme y
trágica sorpresa de quienes lo querían y admiraban, se quitó la vida en
Buenos Aires. ©
A ti única
Alma venturosa
Amor
Amor eterno
Ausencia
Balada del fino amor
Claro fue nuestro amor...
Conjunción
Contrabajo
Delectación amorosa
Divagación lunar
El astro propicio
El canto de la angustia
El color exótico
El éxtasis
Emoción aldeana
Historia de mi muerte
Holocausto
La alcoba solitaria
La blanca soledad
Las manos entregadas
Los celos del sacerdote
Los doce gozos
Luna de los amores
Nocturno
Oceánida
Oda a la desnudez
Olas grises
Paradisíaca
Paseo sentimental
Piano
Primer violín
Romance del perfecto amor
Rosa de otoño
Rosa marchita
Salmo pluvial
Segundo violín
Tentación
Venus victa
Violoncello
A ti única
Un poco de
cielo y un poco de lago
donde pesca estrellas el grácil bambú,
y al
fondo del parque, con íntimo halago,
la noche que mira como miras tú.
Florece en los
lirios de tu poesia,
la cándida luna que sale del mar.
Y en flébil
delirio de azul melodía,
te infunde una vaga congoja de amar.
Los dulces
suspiros que tu alma perfuman,
te dan, como a ella, celeste ascensión.
La noche...tus ojos...un poco de Schumann...
y mis manos llenas de tu
corazón.
Alma venturosa
Al promediar la tarde de
aquel día,
cuando iba mi habitual adiós a darte,
fue una vaga congoja de dejarte
lo que me hizo saber que te quería.
Tu alma, sin comprenderlo,
ya sabía...
Con tu rubor me iluminó al hablarte,
y al separarnos te
pusiste aparte
del grupo, amedrentada todavía.
Fue silencio y temblor
nuestra sorpresa;
mas ya la plenitud de la promesa
nos infundía un
júbilo tan blando,
que nuestros labios
suspiraron quedos...
Y tu alma estremecíase en tus dedos
como si se
estuviera deshojando.
Amor
Amor que en
una soledad de perla
veló el misterio de su aristocracia,
donde, sino
el encanto de tu gracia,
no hay otro que estar triste de no verla.
Dichosa
angustia de buscar tus manos,
como si en la tristeza incomprendida
de
tus ojos profundos y lejanos,
hubiera ya un comienzo de partida.
Trémula
adoración que es el sustento
de aquella aroma que tu amor resume:
levedad generosa del perfume
cuya vida es un desvanecimiento.
Ligero llanto
en que la dicha emana
su oscura plenitud de noche bella.
Inquietud de
mirarte tan lejana
y tan azul, que te me has vuelto estrella.
Amor eterno
Deja caer las rosas y
los días
una vez más, segura de mi huerto.
Aún hay rosas en él, y
ellas, por cierto,
mejor perfuman cuando son tardías.
Al deshojarse en tus
melancolías,
cuando parezca más desnudo y yerto,
ha de guardarte
bajo su oro muerto
violetas más nobles y sombrías.
No temas al otoño, si
ha venido.
Aunque caiga la flor, queda la rama.
La rama queda para
hacer el nido.
Y como ahora al
florecer se inflama,
leño seco, a tus plantas encendido,
ardientes
rosas te echará en la llama.
Ausencia
Leopoldo a su Aglaura
Todo, amada, en tu ausencia siempre larga
te llora:
El silencio y la estrella, la sombra y la canción,
Lo que
duda en la dicha, la que en la duda implora.
Y luego... este profundo
sangrar del corazón.
Como no ha de llorarte todo lo que es hermoso
Y todo cuanto es triste
porque es capaz de amar,
Si tu ausencia ¡tan larga! se parece al reposo
De la luna suicida que se ahoga en el mar.
Con tu ausencia anochecen la alegría y la aurora.
La esperanza es
angustia, sinsabor el placer.
Y hasta en la misma perla del rocío te
llora
Lo que tiene de lágrima toda gota al caer.
Balada del fino amor
"Voi che sapete ragionar d'amore,
udite la ballata mia pietosa".
Dante
Bajo el
remoto azul de un cielo en calma,
y al susurrar de la alameda umbría,
para tu elogio he de contar un día
cómo fue que el amor nos llegó al
alma.
Cómo
fue...¿Pero acaso, no es sabido
el modo de venir que tiene el ave,
cuando recobra, peregrina y suave,
la solitaria intimidad del nido?
O alguien
ignora lo que pasa, cuando
la luna de las flébiles congojas,
a
través de las almas y las hojas,
derrama sombra y luz, como llorando?
Y habrá
quien no haya visto en un inerte
crepúsculo, de gélidos candores,
caer las violetas ulteriores,
de las lánguidas manos de la muerte?
Claro fue nuestro amor; y al fresco
halago...
Claro fue nuestro amor; y
al fresco halago
plenilunar, con música indecisa,
el arco vagaroso de
la brisa
trémulas cuerdas despertó en el lago.
En la evidencia de sin par
fortuna,
dieron senda de luz a mis afanes
tus ojos de pasión, ojos
sultanes,
ojos que amaban húmedos de luna.
Con dorado de joya nunca
vista,
tu mirada agravaba su desmayo.
y removía su ascua en aquel rayo
la inquietud de león de mi conquista.
Conjunción
Sahumáronte los pétalos de
acacia
que para adorno de tu frente arranco,
y tu nervioso zapatito
blanco
llenó toda la tarde con su gracia.
Abrióse con erótica
eficacia
tu enagua de surá, y el viejo banco
sintió gemir sobre tu
activo flanco
el vigor de mi torva aristocracia.
Una resurrección de
primaveras,
llenó la tarde gris, y tus ojeras,
que avivó la caricia
fatigada,
que fantasearon en penumbra
fina,
las alas de una leve golondrina
suspensa en la inquietud de tu
mirada.
Contrabajo
Dulce luna del mar que alargas la hora
de los sueños del amor;
plácida perla
que el corazón en lágrimas atesora
y no quiere llorar por no
perderla.
Así el fiel corazón se queda grave,
y por eso el amor,
áspero o blando,
trae un deseo de llorar, tan suave,
que sólo amarás bien si amas
llorando.
Delectación amorosa
La tarde, con ligera
pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz
crisoberilo
una sutil decoración morada.
Surgió enorme la luna en la
enramada;
las hojas agravaban su sigilo,
y una araña, en la punta de
su hilo,
tejía sobre el astro, hipnotizada.
Poblose de murciélagos el
combo
cielo, a manera de chinoso biombo.
Tus rodillas exangües sobre
el plinto
manifestaban la delicia
inerte,
y a nuestros pies un río de jacinto
corría sin rumor hacia la
muerte.
Divagación lunar
Si tengo la fortuna
De que con tu alma mi dolor se integre,
Te diré
entre melancólico y alegre
Las singulares cosas de la luna.
Mientras
el menguante exiguo
A cuyo noble encanto ayer amaste
Aumenta su
desgaste
De cequín antiguo,
Quiero mezclar a tu champaña,
Como un
buen astrónomo teórico,
Su luz, en sensación extraña
De jarabe
hidroclórico.
Y cuando te envenene
La pálida mixtura,
Como a
cualquier romantica Eloísa o Irene,
Tu espíritu de amable criatura
Buscará una secreta higiene
En la pureza de mi desventura.
Amarilla y flacucha,
La luna cruza el azul pleno,
Como una trucha
Por un estanque sereno.
Y su luz ligera,
Indefiniendo asaz tristes
arcanos,
Pone una mortuoria traslucidez de cera
En la gemela nieve de
tus manos.
Cuando aún no estaba la luna, y afuera
Como un corazón poético y
sombrío
Palpitaba el cielo de primavera,
La noche, sin ti, no era
Más que un oscuro frío.
Perdida toda forma, entre tanta
Obscuridad,
era sólo un aroma;
y el arrullo amoroso ponía en tu garganta
Una ronca
dulzura de paloma.
En una puerilidad de tactos quedos,
La mirada
perdida en una estrella,
Me extravié en el roce de tus dedos.
Tu virtud fulminaba como una centella...
Mas el conjuro de los ruegos
vanos
Te llevó al lance dulcemente inicuo,
Y el coraje se te fue por
las manos
Como un poco de agua por un mármol oblicuo.
La luna fraternal, con su secreta
Intimidad de encanto femenino,
Al definirte hermosa te ha vuelto coqueta,
Sutiliza tus maneras un
complicado tino;
En la lunar presencia,
No hay ya ósculo que el labio
al labio suelde;
Y sólo tu seno de audaz incipiencia,
Con generosidad
rebelde,
Continúa el ritmo de la dulce violencia.
Entre un recuerdo de Suiza
Y la anécdota de un oportuno primo,
Tu
crueldad virginal se sutiliza;
Y con sumisión postiza
Te acurrucas en
pérfido mimo,
Como un gato que se hace una bola
En la cabal redondez
de su cola.
Es tu ilusión suprema
De joven soñadora,
Ser la joven
mora
De un antiguo poema.
La joven cautiva que llora
Llena de luna,
de amor y de sistema.
La luna enemiga
Que te sugiere tanta mala cosa,
Y de mi brazo
cordial te desliga,
Pone un detalle trágico en tu intriga
De pequeño
mamífero rosa.
Mas, al amoroso reclamo
De la tentación, en tu jardín
alerta,
Tu grácil juventud despierta
Golosa de caricia y de «Yoteamo».
En el albaricoque
Un tanto marchito de tu mejilla,
Pone el amor un
leve toque
De carmín, como una lucecilla.
Lucecilla que a medias con
la luna
Th rostro excava en escultura inerte,
y con sugestión oportuna
De pronto nos advierte
No sé qué próximo estrago,
Como el rizo
anacrónico de un lago
Anuncia a veces el soplo de la muerte.
El astro propicio
Al rendirse tu intacta
adolescencia,
emergió, con ingenuo desaliño,
tu delicado cuello, del
corpiño
anchamente floreado. En la opulencia,
del salón solitario, mi
cariño
te brindaba su equívoca indulgencia
sintiendo muy cercana la
presencia
del duende familiar, rosa y armiño.
Como una cinta de cambiante
falla,
tendía su color sobre la playa
la tarde. Disolvía tus sonrojos,
en insidiosas mieles mi
sofisma,
y desde el cielo fraternal, la misma
estrella se miraba en
nuestros ojos.
El canto de la angustia
Yo andaba solo y callado
Porque tú te hallabas lejos;
y aquella noche
Te estaba escribiendo,
Cuando por la casa desolada
Arrastró el horror
su trapo siniestro.
Brotó la idea, ciertamente,
De los sombríos objetos:
El piano,
El tintero,
La borra de café en la taza,
y mi traje negro.
Sutil como las alas del perfume
Vino tu recuerdo.
lbs ojos de
joven cordial y triste,
Tus cabellos,
Como un largo y suave pájaro
De silencio.
(Los cabellos que resisten a la muerte
Con la vida de la
seda, en tanto misterio.)
Tu boca donde suspira
La sombra interior
habitada por los sueños.
Tu garganta,
Donde veo
Palpitar como un
sollozo de sangre,
La lenta vida en que te mece durmiendo.
Un vientecillo desolado,
Más que soplar, tiritaba en soplo ligero.
Y entre tanto,
El silencio,
Como una blanda y suspirante lluvia
Caía lento.
Caía de la inmensidad,
Inmemorial y eterno.
Adivinábase afuera
Un cielo,
Peor que oscuro:
Un angustioso cielo ceniciento.
Y de pronto, desde la puerta cerrada
Me dio en la nuca un soplo
trémulo,
y conocí que era la cosa mala
De las cosas solas, y miré el
blanco techo.
Diciéndome: «Es una absurda
Superstición, un ridículo
miedo.»
Y miré la pared impávida.
Y noté que
afuera había parado el viento.
¡Oh aquel desamparo exterior y enorme
Del silencio!
Aquel egoísmo de puertas cerradas
Que sentía en todo el
pueblo.
Solamente no me atrevía
A mirar hacia atrás,
Aunque estaba
cierto
De que no había nadie;
Pero nunca,
¡Oh, nunca habría mirado
de miedo!
Del miedo horroroso
De quedarme muerto.
Poco a poco, en vegetante
Pululación de escalofrío eléctrico,
Erizáronse en mi cabeza
Los cabellos.
Uno a uno los sentía,
y
aquella vida extraña era otro tormento.
Y contemplaba mis manos
Sobre la mesa, qué extraordinarios miembros;
Mis manos tan pálidas,
Manos de muerto.
y noté que no sentía
Mi
corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
Con la horrible certidumbre de estar despierto.
y grité tu nombre
Con
un grito interno,
Con una voz extraña
Que no era la mía y que estaba
muy lejos.
Y entonces, en aquel grito,
Sentí que mi corazón muy
adentro,
Como un racimo de lágrimas,
Se deshacía en un llanto
benéfico.
El color exótico
Con tu pantalla oval de
anea rara,
tus largos alfileres y tus flores,
parecías, cargada de
primores
una ambigua musmé del Yoshivara.
Hería en los musgosos
surtidores
su cristalina tecla el agua clara,
y el tilo que a mis ojos
te ocultara
gemía con eglógicos rumores.
Tal como una bandera
derrotada
se ajó la tarde, hundiéndose en la nada.
A la sombra del
tálamo enemigo
se apagó en tu collar la
última gema.
Y sobre el broche de tu liga crema
crucifiqué mi corazón
mendigo.
El éxtasis
Dormía la arboleda; las
ventanas
llenábanse de luz como pupilas;
las sendas grises se tornaban
lilas;
cuajábanse la luz en densas granas.
La estrella que conoce por
hermanas
desde el cielo tus lágrimas tranquilas,
brotó, evocando al
son de las esquilas,
el rústico Belén de las aldeanas.
Mientras en las espumas del
torrente
deshojaba tu amor sus primaveras
de muselina, relevó el
ambiente
la armoniosa amplitud de
tus caderas,
y una vaca mugió sonoramente
allá, por las sonámbulas
praderas.
Emoción aldeana
Nunca gocé ternura más
extraña,
Que una tarde entre las manos prolijas
Del barbero de
campaña,
Furtivo carbonario que tenía dos hijas.
Yo venía de la
montaña
En mi claudicante jardinera,
Con timidez urbana y ebrio de
primavera.
Aristas de mis parvas,
Tupían la fortaleza silvestre
De mi
semestre
De barbas.
Recliné la cabeza
Sobre la fatigada almohadilla,
Con una plenitud
sencilla
De docilidad y de limpieza;
y en ademán cristiano presenté la
mejilla...
El desonchado espejo,
Protegido por marchitos tules,
Absorbiendo
el paisaje en su reflejo,
Era un óleo enorme de sol bermejo,
Praderas
pálidas y cielos azules.
y ante el mórbido gozo
De la tarde vibrada en
pastorelas,
Flameaba como un soberbio trozo
Que glorificara un orgullo
de escuelas.
La brocha, en tanto,
Nevaba su sedosa espuma
Con el encanto
De
una caricia de pluma.
De algún redil cabrío, que en tibiezas amigas
Aprontaba al rebaño su familiar sosiego,
Exhalaban un perfume labriego
De polen almizclado las boñigas.
Con sonora mordedura
Raía mi fértil mejilla la navaja.
Mientras
sonriendo anécdotas en voz baja,
El liberal barbero me hablaba mal del
cura.
A la plática ajeno,
Preguntábale yo, superior y sereno
(Bien
que con cierta inquietud de celibato),
Por sus dos hijas, Filiberta y
Antonia;
Cuando de pronto deleitó mi olfato
Una ráfaga de agua de
colonia.
Era la primogénita, doncella preclara,
Chisporroteada en pecas bajo
rulos de cobre.
Mas en ese momento, con presteza avara,
Rociábame el
maestro su vinagre a la cara,
En insípido aroma de pradera pobre.
Harto esponjada en sus percales,
La joven apareció, un tanto
incierta,
A pesar de las lisonjas locales.
Por la puerta,
Asomaron
racimos de glicinas,
y llegó de la huerta
Un maternal escándalo de
gallinas.
Cuando, con fútil prisa,
Hacia la bella volví mi faz más grata,
Su
púdico saludo respondió a mi sonrisa.
y ante el sufragio de mi amor
pirata,
y la flamante lozanía de mis carrillos,
Vi abrirse enormemente
sus ojos de gata,
Fritos en rubor como dos huevecillos.
Sobre el espejo, la tarde lila
Improvisaba un lánguido miraje,
En
un ligero vértigo de agua tranquila.
y aquella joven con su blanco traje
Al borde de esa visionaria cuenca,
Daba al fugaz paisaje
Un aire de
antigua ingenuidad flamenca.
Historia de mi muerte
Soñé la muerte y era
muy sencillo:
Una hebra de seda me envolvía,
y a cada beso tuyo
con una vuelta menos me ceñía.
Y cada beso tuyo
era un día.
Y
el tiempo que mediaba entre dos besos
una noche. La muerte es muy
sencilla.
Y poco a poco fue
desenvolviéndose
la hebra fatal. Ya no la retenía
sino por un sólo cabo entre los dedos...
Cuando de pronto te
pusiste fría,
y ya no me besaste...
Y solté el cabo, y se me fue
la vida.
Holocausto
Llenábanse de noche las
montañas,
y a la vera del bosque aparecía
la estridente carreta que
volvía
de un viaje espectral por las campañas.
Compungíase el viento entre
las cañas,
y asumiendo la astral melancolía,
las horas prolongaban su
agonía
paso a paso a través de tus pestañas.
La sombra pecadora a cuyo
intenso
influjo arde tu amor como el incienso
en apacible combustión
de aromas,
miró desde los sauces
lastimeros,
en mi alma un extravío de corderos
y en tu seno un
degüello de palomas.
La alcoba solitaria
El diván dormitaba; las
sortijas
brillaban frente a la oxidada aguja,
y un antiguo silencio de
Cartuja
bostezaba en las lúgubres rendijas.
Sentía el violín entre
prolijas
sugestiones, cual lánguida burbuja,
flotar su extraña anímula
de bruja
ahorcada en las unánimes clavijas.
No quedaba de ti más que
una gota
de sangre pectoral, sobre la rota
almohada. El espejo
opalescente
estaba ciego. Y en el fino
vaso,
como un corsé de inviolable raso
se abría una magnolia
dulcemente.
La blanca soledad
Bajo la calma del sueño,
Calma lunar de luminosa seda,
La noche
Como si fuera
El blanco cuerpo del silencio,
Dulcemente en la
inmensidad se acuesta...
Y desata
Su cabellera,
En prodigioso
follaje
De alamedas.
Nada vive sino el ojo
Del reloj en la torre tétrica,
Profundizando
inútilmente el infinito
Como un agujero abierto en la arena.
El
infinito,
Rodado por las ruedas
De los relojes,
Como un carro que
nunca llega.
La luna cava un blanco abismo
De quietud, en cuya cuenca
Las cosas
son cadáveres
y las sombras viven como ideas,
y uno se pasma de lo
próxima
Que está la muerte en la blancura aquella.
De lo bello que es
el mundo
Poseído por la antigüedad de la luna llena.
y el ansia
tristísima de ser amado,
En el corazón doloroso tiembla.
Hay una ciudad en el aire,
Una ciudad casi invisible suspensa,
Cuyos vagos perfiles
Sobre la clara noche transparentan.
Como las
rayas de agua en un pliego,
Su cristalización poliédrica.
Una ciudad
tan lejana,
Que angustia con su absurda presencia.
¿Es una ciudad o un buque
En el que fuésemos abandonando la tierra.
Callados y felices,
y con tal pureza,
Que sólo nuestras almas
En la
blancura plenilunar vivieran?...
Y de pronto cruza un vago
Estremecimiento por la luz serena.
Las
líneas se desvanecen,
La inmensidad cámbiase en blanca piedra,
y sólo
permanece en la noche aciaga
La certidumbre de tu ausencia.
Las manos entregadas
El insinuante almizcle de
las bramas
se esparcía en el viento, y la oportuna
selva estaba
olorosa como una
mujer. De los extraños panoramas
surgiste en tu cendal de
gasa bruna,
encajes negros y argentinas lamas,
con tus brazos desnudos
que las ramas
lamían, al pasar, ebrias de luna.
La noche se mezcló con tus
cabellos,
tus ojos anegáronse en destellos
de sacro amor; la brisa de
las lomas
te envolvió en el frescor
de los lejanos
manantiales, y todos los aromas
de mi jardín sintetizó
en tus manos.
Los celos del sacerdote
Obsta con densa máscara de seda
el cruel carmín de tu inviolada boca,
y la gran noche azul de tus pupilas,
y el cielo de tu fuente luminosa.
Destrenza tus cabellos como
un duelo
sobre tu nuca artística, oh Theóclea!
(tus largas trenzas
peinadas por los besos de mi boca).
Y reviste la túnica de
luto,
que cuando en torno de tus flancos flota,
parece que la noche se
desprende
de tus hombros. Yo quiero, con la loca
ansiedad de mis celos
exclusivos,
sólo para mis manos, esa heroica
desnudez de tu seno, que
aparece
como el orto de un astro; y esa gloria
de tu garganta que
triunfal emerge,
como una copa
de acero, que los técnicos cinceles
labraron;
y esa curva vencedora
de tu ebúrnea cadera que realza
la
orquestal armonía de tus formas
bajo la gran caricia de la seda.
Cuando cruces (fantasmas.,luz, estrofa),
por las ruinas que pueblan mi
cerebro,
como la triste luna que corona
la trunca arquitectura de las
nubes;
yo quiero verte envuelta por la sombra
de la máscara negra y
tus cabellos,
y la fúnebre seda de tus ropas,
como la estatua Libertad
que velan
cuando la patria está en peligro. Sola
en mi templo de amor,
dame tus brazos,
que anegarán mi cuerpo cual dos ondas,
en turbulenta
confluencia unidas,
y el beso que en los sabios sacrilegios
me dejas
en los labios como hostia,
y el albor de tu seno en que culmina,
bajo
una tibia irrealidad de blondas,
el orgullo ducal de un palpitante
pezón de rosa;
y la gracia triunfal de tu cintura,
como una ánfora
llena de magnolias,
y el hermético lirio de tu sexo,
lirio lleno de
sangre y de congojas.
Y que sólo tus manos se destaquen
en la noche de
seda de tus ropas,
cuando estés en mis brazos victimarios
(¡deseado
crucifijo de las bodas!).
Y que sólo tus manos sean vistas
por
extrañas pupilas, cual dos tórtolas
que se aman blancamente, consagradas
por los besos exhaustos de mi boca...
Y que gocen los hombres del delito
de tus manos desnudas: ¡oh Theóclea!
Los doce gozos
Cabe una rama en flor
busqué tu arrimo.
La dorada serpiente de mis males
circuló por tus
púdicos cendales
con la invasora suavidad de un mimo.
Sutil vapor alzábase del
limo
sulfurando las tintas otoñales
del Poniente, y brillaba en los
parrales
la transparencia ustoria del racimo.
sintiendo que el azul nos
impelía
algo de Dios, tu boca con la mía
se unieron en la tarde
luminosa
bajo el caduco sátiro de
yeso.
Y como de una cinta milagrosa
ascendí suspendido de tu beso.
Luna de los amores
Desde que el horizonte suburbano,
El plenilunio crepuscular destella,
En el desierto comedor, un lejano
Reflejo, que apenas insinúa su
huella.
Hay una mesa grande y un anaquel mediano.
Un viejo reloj
de espíritu luterano.
Una gota de luna en una botella.
Y sobre el
ébano sonoro del piano,
Resalta una clara doncella.
Arrojando al hastío de las cosas iguales
Su palabra bisílaba y
abstrusa,
En lento brillo el péndulo, como una larga fusa,
Anota
el silencio con tiempos inmemoriales.
El piano está mudo, con una tecla hundida
Bajo un dedo inerte. El
encerado nuevo
Huele a droga desvanecida.
La joven está pensando
en la vida.
Por allá dentro, la criada bate un huevo.
Llena ahora de luna y de discreta
poesia, dijérase que esa joven
brilla
En su corola de Cambray, fina y sencilla,
Como la flor del
peral. ¡Pobre Énriqueta!
La familia, en el otro aposento,
Manifiéstame, en tanto, una
alarma furtiva.
Por el tenaz aislamiento
De esa primogénita
delgada y pensativa.
«No Prueba bocado. Antes le gustaba el jamón.»
«Reza mucho y se cree un cero a la izquierda. »
«A veces siente una
puntada en el pulmón.»
-Algún amor, quizá, murmura mi cuerda
Opinión...
En la obscuridad, a tientas halla
Mi caricia habitual la cabeza
del nene...
Hay una pausa.
Pero si aquí nadie viene
Fuera de usted», dice la madre. El padre
calla.
El aire huele a fresia; de no sé qué espesuras
Viene, ya
anacrónico, el gorjeo de un mirlo
Clarificado por silvestres
ternuras.
La niña sigue inmóvil, y ¿por qué no decirlo?
Mi corazón
se preña de lágrimas obscuras.
No; es inútil que alimente un dulce engaño;
Pues cuando la regaño
Por su lección de inglés, o cuando llévola
Al piano con mano
benévola,
Su dócil sonrisa nada tiene de extraño.
«Mamá, ¿qué toco?», dice con su voz más llana;
«Forget me
not?...». y lejos de toda idea injusta:
Buenamente añade: «Al señor
Lugones le gusta.»
Y me mira de frente delante de su hermana.
Sin idea alguna
De lo que pueda causar aquella congoja
-En
cuya languidez parece que se deshoja-
Decidimos que tenga mal de
luna.
La hermana, una limpia, joven de batista,
Nos refiere una
cosa que le ha dicho.
A veces querría ser, por capricho,
La larga
damisela de un cartel modernista
Eso es todo lo que ella sabe; pero
eso
Es poca cosa
Para un diagnóstico sentimental. ¡Escabrosa
Cuestión la de estas almas en trance de beso!
Pues el «mal de luna»,
como dije más arriba,
No es sino el dolor de amar, sin ser amada.
Lo indefinible: una Inmaculada
Concepción, de la pena más cruel que
se conciba.
La luna, abollada
Como el fondo de una cacerola
Enlozada.
Visiblemente turba a la joven sola.
Al hechizo pálido que le insufla,
Lentamente gira el giratorio banco;
y mientras el virginal ruedo
blanco
Se crispa sobre el moño rosa de la pantufla.
Rodeando la
rodilla con sus manos, unidas
Como dos palomas en un beso
embebecidas,
Con actitud que consagra
Un ideal quizá algo
fotográfico,
La joven tiende su cuello seráfico
En un noble
arcaísmo de Tanagra.
Conozco esa mirada que ahora
Remonta al ensueño mis humanas
miserias.
Es la de algunas veladas dulces y serias
En que un grato
silencio de amistad nos mejora.
Una pura mirada,
Suspensa de hito
en hito.
Entre su costura inacabada
y el infinito...
Nocturno
Grave fue nuestro amor, y
más callada
aquella noche frescamente umbría,
polvorosa de estrellas
se ponía
cual la profundidad de una cascada.
Con la íntima dulzura del
suceso
que abandonó mis labios tus sonrojos,
delirados de sombra ví
tus ojos
en la embebida asiduidad del beso.
Y lo que en ellos se asomó
a mi vida,
fue tu alma, hermana de mi desventura,
avecilla poética y
oscura
que aleteaba en tus párpados rendida.
Oceanida
El mar, lleno de urgencias
masculinas,
bramaba alrededor de tu cintura,
y como un brazo colosal,
la oscura
ribera te amparaba. En tus retinas,
y en tus cabellos, y en tu astral blancura,
rieló con decadencias
opalinas,
esa luz de las tardes mortecinas
que en el agua pacífica
perdura.
Palpitando a los ritmos de tu seno,
hinchóse en una ola el mar
sereno;
para hundirte en sus vértigos felinos
su voz te dijo una caricia vaga,
y al penetrar entre tus muslos
finos,
la onda se aguzó como una daga.
Oda a la denudez
¡Qué hermosas las mujeres
de mis noches!
En sus carnes, que el látigo flagela,
pongo mi beso
adolescente y torpe,
como el rocío de las noches negras
que restaña
las llagas de las flores.
Pan dice los maitines de la
vida
en su rústico pífano de roble,
y Canidia compone en su redoma
los filtros del pecado, con el polen
de rosas ultrajadas, con el zumo
de fogosas cantáridas. El cobre
de un címbalo repica en las tinieblas,
reencarnan en sus mármoles los dioses,
y las pálidas nupcias de la fiebre
florecen como crímenes; la noche,
su negra desnudez de virgen cafre
enseña engalanada de fulgores
de estrellas, que acribillan como heridas
su enorme cuerpo tenebroso. Rompe
el seno de una nube y aparece
crisálida de plata, sobre el bosque,
la media luna, como blanca uña,
apuñaleando un seno; y en la torre
donde brilla un científico astrolabio,
con su mano hierática, está un monje
moliendo junto al fuego la divina
pirita azul en su almirez de bronce.
Surgida de los velos
aparece
( ensueño astral ) mi pálida consorte,
temblando en su emoción
como un sollozo,
rosada por el ansia de los goces
como divina brasa de
incensario.
Y los besos estallan como golpes.
Y el rocío que baña sus
cabellos
moja mi beso adolescente y torpe;
y gimiendo de amor bajo las
torvas
virilidades de mi barba, sobre
las violetas que la ungen,
exprimiendo
su sangre azul en sus cabellos nobles,
palidece de amor
como una grande
azucena desnuda ante la noche.
¡Ah! muerde con tus dientes
luminosos,
muerde en el corazón las prohibidas
manzanas del Edén; dame
tus pechos,
cálices del ritual de nuestra misa
de amor; dame tus uñas,
dagas de oro,
para sufrir tu posesión maldita;
el agua de sus lágrimas
culpables;
tu beso en cuyo fondo hay una espina.
Mira la desnudez de
las estrellas;
la noble desnudez de las bravías
panteras de Nepal, la
carne pura
de los recién nacidos; tu divina
desnudez que da luz como
una lámpara
de ópalo, y cuyas vírgenes primicias
disputaré al gusano
que te busca,
para morderte con su helada encía
el panal perfumado de
tu lengua,
tu boca, con frescuras de piscina.
Que mis brazos rodeen tu
cintura
como dos llamas pálidas, unidas
alrededor de una ánfora de
plata
en el incendio de una iglesia antigua.
Que debajo mis párpados
vigilen
la sombra de tus sueños mis pupilas
cual dos fieras leonas de
basalto
en los portales de una sala egipcia.
Quiero que ciña una
corona de oro
tu corazón, y que en tu frente lilia
caigan mis besos
como muchas rosas,
y que brille tu frente de Sibila
en la gloria
cirial de los altares,
como una hostia de sagrada harina;
y que
triunfes, desnuda como una hostia,
en la pascua ideal de mis delicias.
¡Entrégate! La noche bajo
su amplia
cabellera flotante nos cobija.
Yo pulsaré tu cuerpo, y en la
noche
tu cuerpo pecador será una lira.
Olas
grises
Llueve en el mar con un murmullo lento.
La brisa gime tanto, que da pena.
El día es largo y triste. El elemento
duerme el sueño pesado de la arena.
Llueve. La lluvia lánguida trasciende
Su olor de flor helada y desabrida.
El día es largo y triste. Uno comprende
Que la muerte es así..., que así es la vida.
Sigue lloviendo. El día es triste y largo.
En el remoto gris se abisma el ser.
Llueve... Y uno quisiera, sin embargo,
Que no acabara nunca de llover.
Paradisíaca
Cabe una rama en flor
busqué tu arrimo.
La dorada serpiente de mis males
circuló por tus
púdicos cendales
con la invasora suavidad de un mimo.
Sutil vapor alzábase del
limo
sulfurando las tintas otoñales
del Poniente, y brillaba en los
parrales
la transparencia ustoria del racimo.
Sintiendo que el azul nos
impelía
algo de Dios, tu boca con la mía
se unieron en la tarde
luminosa,
bajo el caduco sátiro de
yeso.
y como de una cinta milagrosa
ascendí suspendido de tu beso.
Paseo sentimental
Íbamos por el pálido sendero
hacia aquella quimérica comarca,
donde la
tarde, al rayo del lucero,
se pierde en la extensión como una barca
Deshojaba tu amor su blanca rosa
en la melancolía de la estrella,
cuya luz palpitaba temerosa
como la desnudez de una doncella.
El paisaje gozaba su reposo
en frescura de acequia y de albahaca
Retardando su andar, ya misterioso,
lenta y oscura atravesó la vaca.
La feliz soledad de la pradera
te abandonaba en égloga exquisita
y
el vibrante silencio sólo era
la pausa de una música infinita.
Púsose la romantica laguna
sombríamente azul, más que de cielo,
de
serenidad grave, como una
larga quejumbre de «violoncello»,
La ilusión se aclaró con indecisa
debilidad de tarde en tu mirada,
y blandamente perfumó la brisa,
como una cabellera desatada.
La emoción del amor que con su angustia
de dulce enfermedad nos
desacerba,
era el silencio de la tarde mustia
y la piedad humilde de
la hierba.
Humildad olorosa y solitaria
que hacia el lívido ocaso decaía,
cual si la tierra, en lúgubre plegaria,
se postrase ante el cielo en
agonía.
Al sentir más cordial tu brazo tierno,
te murmuré, besándote en la
frente,
esas palabras de lenguaje eterno,
que hacen cerrar los ojos
dulcemente.
Tus labios, en callada sutileza,
rimaron con los míos ese idioma,
y así, en mi barba de leal rudeza,
fuiste la salomónica paloma.
Ante la demisión de aquella calma
que tantos desvaríos encapricha,
sentí en el beso estremecerse tu alma,
al borde del abismo de la dicha.
Mas en la misma atónita imprudencia
de aquel frágil temblor de
porcelana,
a mi altivez confiaste tu inocencia
con una fiel seguridad
de hermana,
y de mi propio triunfo prisionero,
me ennobleció la legendaria
intriga
que sufre tanto aciago caballero
portante el mal de rigorosa
amiga.
Sonaba aquel cantar de los rediles
tan dulce que parece que te
nombra,
y florecía estrellas pastoriles
el inmenso ramaje de la
sombra.
La noche armonizábase oportuna
con la emoción del cántico errabundo,
y la voz religiosa de la luna
iba encantando suavemente al mundo.
Sol del ensueño, a cuya magia blanca
conservas, perpetuado por mi
afecto,
el azahar que inmarcesible arranca
la novia eterna del amor
perfecto.
Tonada montañesa que atestigua
una quejosa intimidad de amores,
apalabrando con su letra antigua
«El dulce lamentar de dos pastores».
Y vino el llanto a tu alma taciturna,
en esa plenitud de amor
sombríos
con que deja correr la flor nocturna
su venturoso exceso de
rocío;
desvanecida de tristeza, cuando
pues, ¡quién no sentirá la paz
agreste
un plenilunio lánguido y celeste
cifre el idilio en que se
muere amando!
Bajo esa calma en que el deseo abdica,
yo fui aquel que asombró a la
desventura,
ilustre de dolor como el pelícano
en la fiera embriaguez
de su amargura.
Así purificados de infortunio,
en ilusión de cándida novela,
bogamos el divino plenilunio
como debajo de una blanca vela.
Íbamos por el pálido camino
hacia aquella quimérica comarca,
donde
la luna, al dejo vespertino,
vuelve de la extensión como una barca.
Y ante el favor sin par de la fortuna
que te entregaba a mi pasión
rendida,
con qué desgaire comulgué en la luna
la rueda de molino de la
vida.
Difluía a lo lejos la inconclusa
flauta del agua, musical delirio;
y en él embebecida mi alma ilusa,
fue simple como el asno y como el
lirio.
Sonora noche, en que como un cordaje
la sombra azul nos dio su
melodía.
Claro de luna que, al nupcial viaje,
alas de cisne en su
blancura abría...
Aunque la verdad grave de la pena
bien sé que pronto los ensueños
trunca,
cada vez que te beso me enajena
la ilusión de que no hemos
vuelto nunca.
Porque esa dulce ausencia sin regreso,
y ese embeleso en victorioso
alarde,
glorificaban el favor de un beso,
una tarde de amor... Como
esa tarde...
Piano
Un poco de cielo y un poco de lago
donde pesca estrellas el
glácil bambú,
y al fondo del parque, como íntimo halago,
la noche que mira
como miras tú.
Florece en los lirios de tu poesia
la cándida luna que sale
del mar,
y en flébil de azul melodía,
te infunde una vaga congoja de
amar.
Los dulces suspiros que tu alma perfuman
te dan, como a
ella, celeste ascensión,
la noche..., tus ojos..., un poco de Schuman...
y mis manos
llenas de tu corazón.
Primer violín
Largamente, hasta tu
pie
se azula el mar ya desierto,
y la luna es de oro muerto
en
la tarde rosa té.
Al soslayo de la luna
recio el gigante trabaja,
susurrándote en voz baja
los ensueños de
la luna.
Y en la lenta
palpitación,
más grave ya con la sombra,
viene a tenderte la
alfombra
su melena de león.
Romance del perfecto amor
Oye, Amada, la noche. Qué
serena
la luna se levanta
sobre la mar y sobre tu hermosura.
La noche
canta.
Oye, Amada, la fuente. En
lo profundo
de la calma sonora,
con música más dulce que ese canto,
la fuente llora.
Oye, amada, el silencio.
Qué reposo
de pasión, de congoja y de batalla.
Reina la perfección
sobre los lirios.
La dicha calla.
Rosa de otoño
Abandonada
al lánguido embeleso
que alarga la otoñal melancolía,
tiembla la
última rosa que por eso
es más hermosa cuanto más tardía.
Tiembla...
un pétalo cae... y en la leve
imperfección que su belleza trunca,
se malogra algo de íntimo que debe
llegar acaso y que no llega nunca.
La flor, a
cada pétalo caído,
como si lo llorara, se doblega
bajo el fatal
rigor que no ha debido
llegar jamás, pero que siempre llega.
Y en una
blanda lentitud, dichosa
con la honda calma que la tarde vierte,
pasa el deshojamiento de la rosa
por las manos tranquilas de la
muerte.
Rosa marchita
Rosa
marchita que el amante guarda
entre viejos y pálidos papeles
que a
ese recuerdo vagamente fieles
siente pasar bajo su mano tarda.
Quizá
recuerda un algo de la vida
de aquel amor, tras tantos desengaños,
y por eso parece que, a los años,
no está muerta la flor, sino
dormida.
Salmo pluvial
Tormenta:
Érase una caverna de agua
sombría el cielo;
El trueno, a la distancia, rodaba su peñón;
Y una
remota brisa de conturbado vuelo,
Se acidulaba en tenue frescura de
limón.
Como caliente polen exhaló
el campo seco
Un relente de trébol lo que empezó a llover.
Bajo la
lenta sombra, colgada en denso fleco,
Se vio el cardal con vívidos azules
florecer.
Una fulmínea verga rompió el aire al soslayo;
Sobre la tierra atónita
cruzó un pavor mortal,
y el firmamento entero se derrumbó en un rayo,
Como un inmenso techo de hierro y de cristal.
Lluvia:
Y un mimbreral vibrante fue el chubasco resuelto
Que
plantaba sus líquidas varillas al trasluz,
O en pajonales de agua se
espesaba revuelto,
Descerrajando al paso su pródigo arcabuz.
Saltó la
alegre lluvia por taludes y cauces;
Descolgó del tejado sonoro caracol;
y luego, allá a lo lejos, se desnudó en los sauces.
Transparente y dorada
bajo un rayo de sol.
Calma:
Delicias de los árboles que abrevó el aguacero.
Delicia
de los gárrulos raudales en desliz.
Cristalina delicia del trino del
jilguero.
Delicia serenísima de la tarde feliz.
Plenitud:
El cerro azul estaba fragante de romero,
y en los
profundos campos silbaba la perdiz.
Segundo violín
La luna te desampara
y hunde en le confín remoto
su punto de huevo roto
que vierte en
el mar su clara.
Medianoche van a dar,
y al gemido de la ola
te angustias, trémula y sola,
entre mi alma
y el mar.
Tentación
Calló por fin el mar, y así
fue el caso:
En un largo suspiro violeta,
se extenuaba de amor la
tarde quieta
con la ducal decrepitud del raso.
Dios callaba también; una
secreta
inquietud expresábase en tu paso;
la palidez dorada del Ocaso
recogía tu lánguida silueta.
El campo en cuyo trebolar
maduro
la siembra palpitó como una esposa,
contemplaba con éxtasis
impuro
tu media negra; y una
silenciosa
golondrina rayaba el cielo rosa,
como un pequeño
pensamiento oscuro.
Venus victa
Pidiéndome la muerte,
tus collares
desprendiste con trágica alegría
y en su pompa
fluvial la pedrería
se ensangrentó de púrpuras solares.
Sobre tus bizantinos
alamares
gusté infinitamente tu agonía,
a la hora en que el
crepúsculo surgía
como un vago jardín tras de los mares.
Cincelada por mi estro,
fuiste bloque
sepulcral, en tu lecho de difunta;
y cuando por tu
seno entró el estoque
con argucia feroz su
hilo de hielo,
brotó un clavel bajo su fina punta
en tu negro
jubón de terciopelo.
Violonchelo
Divina calma del mar
donde la luna dilata
largo reguero de plata
que induce a peregrinar.
En la pureza infinita
en que se ha abismado el cielo,
un
ilusorio pañuelo
tus adioses solicita.
y ante la excelsa quietud,
cuando en mis brazos te estrecho
es
tu alma, sobre mi pecho,
melancólico laúd.