A un río le llaman Carlos
Ah, yo quiero vivir...
Calle del arrabal
Cancioncilla
De profundis
Hombre y Dios
Libertad
Monstruos
Mujer con alcuza
Sueño de las dos ciervas
Torrente de la sangre
Viento de noche
A un río le llaman Carlos
Yo me senté en la
orilla;
quería preguntarte, preguntarme tu secreto;
convencerme de que los
ríos resbalan
hacia un anhelo y viven;
y que cada uno nace y muere distinto
(lo mismo que a ti te llaman Carlos).
Quería preguntarte,
mi alma quería preguntarte
por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué
vives.
Dímelo, río,
y dime, di, por qué te llaman Carlos.
Ah, loco, yo, loco,
quería saber qué eras, quién eras
(genero, especie...)
y qué eran,
qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»;
qué instante era tu instante
cuál de tus mil reflejos, tú; reflejo
absoluto
yo quería indagar el último recinto de tu vida
tu unicidad, esa alma
de agua única,
por la que te conocen por Carlos.
Carlos es una
tristeza, muy mansa y gris,
que fluye entre edificios nobles,
a
Minerva sagrados y entre hangares
que anuncios y consignas coronan.
Y el río fluye y fluye,
indiferente.
A veces, suburbana, verde, una sonrisilla
de hierba se distiende,
pegada a la ribera.
Yo me he sentado allí, sobre la hierba quemada
del invierno para
pensar por qué los ríos
siempre anhelan futuro, como tú lento y gris.
Y para preguntarte por
qué te llaman Carlos.
Y tu fluías,
fluías, sin cesar, indiferente
y no escuchabas a tu amante extático
que te miraba preguntándote
como miramos a nuestra primera enamorada para saber si le fluye
un alma por los ojos,
y si en su sima el mundo será todo luz blanca
o si acaso su sonreír es sólo eso: una boca amarga que besa.
Así te
preguntaba: como le preguntamos a Dios en la sombra
de los quince años,
entre fiebres oscuras y los días -qué verano- tan
lentos.
Yo quería que me revelaras el secreto de la vida
y de tu vida, y por
qué te llamaban Carlos.
Yo no sé por qué me
he puesto tan triste,
contemplando el fluir de este río...
Un río es
agua, lágrimas: mas no sé quién las llora.
El río Carlos es una tristeza gris, mas no sé quién la llora.
Pero
sé que la tristeza es gris y fluye.
Porque sólo fluye en el mundo la tristeza.
Todo lo que fluye es
lágrimas.
Todo lo que fluye es tristeza, y no sabemos de dónde viene la tristeza.
Como yo no sé quién te llora, río Carlos,
como yo no sé por qué eres
una tristeza
ni por qué te llaman Carlos.
Era bien de mañana
cuando yo me he sentado
a contemplar el misterio fluyente de este río,
y he pasado muchas horas preguntándome, preguntándote.
Preguntando a este río, gris lo mismo que un dios;
preguntándome,
como se le pregunta a un dios triste:
¿qué buscan los ríos? ¿qué es un río?
Dime, dime qué eres, qué
buscas,
río, y por qué te llaman Carlos.
Y ahora me fluye
dentro una tristeza,
un río de tristeza gris,
con lentos puentes
grises,
como estructuras funerales grises.
Tengo frío en el alma y en los pies.
Y el sol se pone.
Ha debido
pasar mucho tiempo.
Ha debido pasar el tiempo lento, lento,
minutos, siglos, eras.
Ha debido pasar toda la pena del mundo,
como un tiempo lentísimo.
Han debido pasar todas las lágrimas del
mundo,
como un río indiferente.
Ha debido pasar mucho tiempo, amigos míos,
mucho tiempo
desde que yo me senté aquí en la orilla,
a orillas
de esta tristeza, de este
río al que le llamaban Dámaso, digo, Carlos.
Ah, yo quiero vivir...
Ah, yo quiero vivir
dentro del orden general
de tu mundo.
Necesito vivir entre los
hombres.
Veo un árbol: sus brazos ya en angustia
o ya en delicia lánguida
proclaman su verdad:
su alma de árbol se expresa,
irreductiblemente única.
Pero el
hombre que pasa junto a mí
el hombre moderno
con sus radios, con sus quinielas, con sus
películas sonoras
con sus automóviles de suntuosa hojalata
o con sus tristes
vitaminas,
mudo tras su etiqueta que dice «comunismo» o «democracia» dice,
con
apagados ojos y un alma de ceniza
¿que es?, ¿quién es?
¿Es una mancha
gris, un monstruo gris?
Monstruo gris, gris
profundo,
profundamente oculta sus amores, sus odios,
gris en su casa,
gris en su juego,
en su trabajo, gris,
hombre gris, de gris alma.
Yo quiero,
necesito,
mirarle allá a la hondura de los ojos, conocerle,
arrancarle su
careta de cemento,
buscarle por detrás de sus tristes rutinas.
Por debajo de sus
fórmulas de lorito
real (¡Pase usted! ¡Tanto gusto!),
aventarle sus tumbas de ceniza
huracanarle su cloroformo diario.
Un día llegará en
que lo gris se rompa,
y tus bandos resuenen arcangélicos,
oh gran
Dios.
Dime, Dios mío, que
tu amor refulge
detrás de la ceniza.
Dame ojos que penetren tras lo
gris
la verdad de las almas,
la hermosa desnudez de tu imagen:
el
hombre.
Calle del arrabal
Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
intento recordarla.
A un lado, hay un calvero de solares
en frente, están las casas alineadas
porque esperan que de un momento a otro
la Primavera pasará.
Las sábanas,
aún goteantes, penden
de todas las ventanas,
el viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.
Y hay las niñas bonitas
que se peinan al aire 1ibre.
Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.
Por el arroyo pasa
un viejo cojitranco
que empuja su carrito de naranjas.
Cancioncilla
Otros querrán mausoleos
donde cuelguen los
trofeos,
donde nadie ha de llorar,
y yo no los quiero, no
(que lo digo en un cantar)
porque yo
morir quisiera en el viento,
como la gente de mar
en el mar.
Me podrían enterrar
en la ancha fosa del viento.
Oh,
qué dulce descansar
ir sepultado en el viento
como un capitán del viento
como un
capitán del mar,
muerto en medio de la mar.
De
profundis
Si
vais por la carrera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este
mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera
fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe,
sobre el
cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal,
acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la
piltrafa que el tablejero arroja al perro del mendigo,
y el perro del
mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria,
mi
corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que
has hecho también la podredumbre,
mírame,
yo soy el orujo exprimido en
el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el
zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de
estiércol a medio hacer, que nadie compra,
y donde casi ni escarban las
gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar
en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen
hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus
huertos!
Hombre y Dios
Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro
donde se anuda el mundo. Si Hombre falla
otra vez el vacío y la batalla
del primer caos y el Dios que grita «¡Entro!»
Hombre es amor, y Dios
habita dentro
de ese pecho y profundo, en él se acalla;
con esos ojos fisga, tras
la valla,
su creación, atónitos de encuentro.
Amor-Hombre, total rijo sistema
yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles
tú, flor inmensa que en
mi insomnio creces!
Yo soy tu centro para ti, tu tema
de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles.
Si me deshago, tú
desapareces.
Libertad
Qué hermosa eres,
libertad. No hay nada
que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
Más
brilla y en más puro firmamento
libertad en tormento acrisolada.
¿Que no grite?
¿Mordaza hay preparada?
Venid: amordazad mi pensamiento.
Grito no es
vibración de ondas al viento:
grito es conciencia de hombre sublevada.
Qué hermosa eres,
libertad. Dios mismo
te vio lucir, ante el primer abismo
sobre su
pecho, solitaria estrella.
Una chispita del
volcán ardiente
tomó en su mano. Y te prendió en mi frente,
libre llama de Dios,
libertad bella...
Monstruos
Todos
los días rezo esta oración
al levantarme:
Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos
espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me
preguntan,
igual, igual que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te
preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu
invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la
luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy
cercado de monstruos!
No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una
angustia que se desarrolla a
sí misma,
me hacen hombre,
monstruo
entre monstruos.
No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este
amarillo ciempiés que hacia ti clama con
todos sus tentáculos
enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia
fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esta alimaña que brama hacia
ti,
como esta desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos
articulados,
que ahora te dice:
”Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto
íntimo que hacia ti gime en la noche.”
Mujer con alcuza
A Leopoldo Panero
¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi
de noche,
con la alcuza en la mano?
Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris,
si el acero frío de sus
ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello
y la cabeza,
o si el paisaje desolado de su alma.
Va
despacio, arrastrando los pies,
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad
de esquivar
algo horrible.
Sí,
estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas,
zanjas recientes,
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra
removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas,
llenas de
barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.
Oh sí,
la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren
muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y rejemía
el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente
estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero
el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que
ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las
épocas.
Ella
recuerda sólo
que en todas estaba oscuro, y que partir, al arrancar el
tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la
injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un
ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como si con el
arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren
le arrancaran innumerables margaritas,
blancas cual su alegríainfantil en la fiesta del pueblo,
como si le
arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios
y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las
lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las
ventanillas,
gritando y retorciéndose,
sólo
para ver alejarse en la
infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en
las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las
estrellas.
Y por
fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un
fondo de lejanas conversaciones,
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo
rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la
media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles
les pellizcan las nalgas,
... aún mareada por el humo del tabaco.
Y ha
viajado noches ydías,
sí, muchos días,
y muchas noches.
Siempre
parando en estaciones diferentes,
siempre con una ansia turbia, de bajar
ella también,
de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma
desgarrada,
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
...No
ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una
risa como un puñal que brilla un instante en las
sombras,
algún cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento
la noche.
Y luego nada.
Sólo la velocidad,
sólo el traqueteo de
maderas y hierro
del tren,
sólo el ruido del tren.
Y esta
mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su
alrededor,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del
tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un
asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba
sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha
preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le
ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha
seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
... Y
esa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que
esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus
viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un
lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por
eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su
alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera
surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces,
o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va
curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de
madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver
alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le
pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en
putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus
tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano
estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el
tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la
compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los
pájaros?
Sueño de las dos ciervas
¡Oh terso
claroscuro del durmiente!
Derribadas las lindes, fluyó el sueño.
Sólo el espacio.
Luz y sombra, dos
ciervas velocísimas,
huyen hacia la hontana de aguas frescas,
centro
de todo.
¿Vivir no es más
que el roce de su viento?
Fuga del viento, angustia, luz y sombra:
forma de todo.
Y las ciervas, las
ciervas incansables,
flechas emparejadas hacia el hito,
huyen y
huyen.
El árbol del
espacio. (Duerme el hombre...)
Al fin de cada rama hay una estrella.
Noche: los siglos.
Duerme y se agita
con terror: comprende.
Ha comprendido, y se le eriza el alma.
¡Gélido sueño!
Huye el gran árbol
que florece estrellas,
huyen las ciervas de los pies veloces,
huye
la fuente.
¿Por qué nos huyes,
Dios, por qué nos huyes?
Tu veste en rastro, tu cabello en cauda,
¿dónde se anegan?
¿Hay un hondón,
bocana del espacio,
negra rotura hacia la nada, donde
viertes tu
aliento?
Ay, nunca formas
llegarán a esencia,
nunca ciervas a fuente fugitiva.
¡Ay, nunca,
nunca!
Torrente de la sangre
¡Ceja, testuz fatal! ¡Cómo te siento,
furibundo, embestir contra mis
sienes!
Ciega bestia en acoso, ¿por qué vienes
Contra el dique a romper de tu
aposento?
¿Qué frenesí te acucia? Ese lamento
mugidor, di ¿por qué? ¿Por
qué, si tienes
mis más dorados días en rehenes
y en prenda un corazón
que fue del viento?
Árbol de pulpa roja, arrebatado
Del huracán de mi secreta mina,
Por donde en sombra rompes tu camino;
Árbol, cual yo, torrente
despeñado,
Ciega bestia, cual yo, ¡Mi Angel de ruina!
¡Oh ciclón de mi propio
torbellino!
Viento de noche
El viento es un can sin
dueño,
que lame la noche inmensa.
La noche no tiene sueño.
Y el
hombre, entre sueños, piensa.
Y el hombre sueña,
dormido,
que el viento es un can sin dueño,
que aúlla a sus pies
tendido
para lamerle el ensueño.
Y aun no ha sonado la
hora.
La noche no tiene
sueño:
¡alerta, la veladora!