Cantiga a «La promesa»
Introducción sinfónica
La mujer de piedra
La rosa de pasión
Cantiga de «La promesa»
I
La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le
anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.-
Mientras el amante jura,
diz que el viento
repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de hombre fía!
II
El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que le ha
conocido,
con gran afición gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!-
Mientras la cuitada llora,
diz que el
viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
estas palabras oía:
-Nos has deshonrado dice.
-Me juró que tornaría.
-No te
encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.-
Mientras la
infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en
promesas
de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la
umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no se cubría:
la
mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche, sobre la
tumba,
dizque el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de
hombre fía!
Introducción sinfónica
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos,
duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio
que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en
la escena del mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y
parecida a esos padres que engendran más hijos de los que pueden
alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la
cabeza, poblándola de creaciones sin número, a las cuales ni mi
actividad ni todos los años que me restan de vida serían suficientes a
dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados
en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con una
vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que
hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas
de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie
y convertirse al beso del sol en flores y frutos.
Conmigo van,
destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el
que deja un sueño de la media noche, que a la mañana no puede
recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva
en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque
silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz, de las
tinieblas en que viven. Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de
la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra
tímida y perezosa se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e
impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo
marasmo. Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cae el viento,
las hojas amarillas que levantó el remolino.
Estas sediciones de los
rebeldes hijos de la imaginación explican algunas de mis fiebres: ellas
son la causa desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis
abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí: paseando por
entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza.
Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término y a éstas hay
que ponerles punto.
El insomnio y la fantasía siguen y siguen
procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya, como
las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica
existencia, disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo
de una tierra estéril. Necesario es abrir paso a las aguas profundas,
que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un
manantial vivo.
¡Anda, pues! andad y vivid con la única vida que
puedo daros.
Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis
palpables. Os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no
avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de
vosotros una maravillosa estrofa tejida de frases exquisitas, en las que
os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo
quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela
el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. ¡Mas es imposible!
No obstante necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra
el cuerpo, por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con
pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos
absurdos.
Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que
señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un
mundo en embrión que avienta por el aire la muerte antes que su Creador
haya podido pronunciar el fiat lux que separa la claridad de las
sombras.
No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por
delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y
contorsiones que os saque a la vida de la realidad del limbo en que
vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al
romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan a la vez que el
instrumento las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del
mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este
otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la
barrera de los sueños, comienza a flaquear y las gentes de diversos
campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué casos he
soñado y cuáles me han sucedido; mis afectos se reparten entre fantasmas
de la imaginación y personajes reales; mi memoria clasifica, revueltos
nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado con los
de días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es
acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.
Si morir es
dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte sin que vengáis a
ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de
haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y
quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la
tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.
Tal
vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje; de una
hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a
regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como
el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y
guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro. La rosa de la pasión
Una
tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular
historia una muchacha muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas
y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da su nombre
a esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que
tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió la historia de la
infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esta tradición se me acuerda
en este instante.
I
En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial,
empotrada y casi escondida entre la alta morisca de una antigua
parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa
solariega, tenía hace muchos años su habitación, raquítica, tenebrosa y
miserable como su dueño, un judío Daniel Levi.
Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más
que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no
obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda,
componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o
guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes
del Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera
pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de
la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo
que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno
de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes
salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en todo Toledo,
y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas pesadas y las burlas y
rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarle, tiraban piedras a su
tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo
palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, o las
viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de
su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía
eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios
delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz enorme y corva,
como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes,
redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de
mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillo de
hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al
parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío y dentro de un marco de azulejos
de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas
construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas
del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en
dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas
plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre
los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos
vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado paredón
de la caIleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío
y veían por casualidad a Sara tras una de las celosías de su ajimez
morisco ya Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en voz alta,
admirados de las perfecciones de la hebrea:
-¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso
vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos
grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo
brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el
cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían
recortados hábilmente en un paño de púrpura por las invisibles manos de
un hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de
la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía
grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y
ya hinchaban su seno y esperaban de su boca esos suspiros que anuncian
el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa
hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible
a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su
padre, que
la instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el
mundo, se mantenía
encerrada en un profundo silencio, sin dar más
razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al
fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su
eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún
secreto importante, uno de sus adoradores se
acercó a Daniel y le
dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su
continuo martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su
interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen..., qué sé yo..., muchas
cosas..., entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano... -Al
llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para
ver
el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente sin decir
palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea,
exclamó:
-¿Y quién dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle,
mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el
joven hebreo admirado de que sus sospechas primero y después sus
afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Este, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el
que después de dejar a un lado el martillo, se ocupaba de bruñir el
broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar
en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus
labios las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je! ¡Je! ¡Je! -decía riéndose de una manera extraña y diabólica-.
¿Conque a mi Sara, el orgullo de la tribu, el báculo en que se apoya mi
vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?... ¿Y vosotros
creéis que lo hará? ¡Je! ¡Je! -continuaba hablando para sí y siempre
riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo
el metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los
míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa
hija tan hermosa y tan
joven, si no sabe resguardarla de los
codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¡Je! ¡Je! ¿Crees tú
por ventura que Daniel duerme? ¿Crees tú por ventura que si mi hija
tiene un amante..., que bien puede ser, y ese amante es cristiano y
procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con
ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe
dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará así arrebatar su
tesoro, crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó, interrumpiendo el joven- ¿sabeis acaso...?
-Sé -dijo Daniel, levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé
más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora
de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto
antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con
ellos. jAdiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la
calle, recogió sus trebejos muy despacio, y comenzó a cerrar con dobles
cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo
ésta al encajarse rechinando sobre sus premisos goznes, impidió al que
se alejaba oír el rumor de las celosías del ajimez, que en aquel punto
cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.
II
Era la noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de
haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de
entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas parecidas
a la del Cristo de la luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro
de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo
niño de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe
renovaron la cruel pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio
profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los
guardianes nocturnos que en aquella época celaban en derredor del
alcázar, ya por los gemidos del viento que hacía girar las veletas de
las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando
el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de
los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña
el Tajo y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la
orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que
desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien al
parecer aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino
que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!...
¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden a mi
barca teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno, cuando
así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San
Servando...; pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y
a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los remos,
y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había
aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra
que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se
hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya
habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre!...
Parece que esta noche será la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas
horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe llegar esta
noche... Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada
bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida
en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas. «No hay
duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara
alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa a dónde van, qué
hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle.»
Cuando Sara se puso un instante de pie, y como para alejar las horribles
dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia
había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.
-Bueno hombre -dijo la hermosa hebrea arrojando algunas monedas a su
conductor y señalando un camino estrecho que subía serpenteando por
entre las rocas-, ¿es ése el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la
izquierda. Después el diablo y ellos sabrán a dónde se dirigen
-respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante
algunos minutos se la vio aparecer y desaparecer alternativamente entre
aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico; después, y
cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra
silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y por
último desapareció entre las sombras de la noche.
III
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la
Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el
vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella
época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la
conquista de los árabes.
En el atrio que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo,
crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio
ocultos, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar
groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles y
grotescos de informes figuras
humanas. Del templo sólo quedaban en
pie los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al
punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes,
indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se
dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la
iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía,
Daniel que no era ya el viejo débil y humilde, sino que antes bien,
despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos,
parecía animado
del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud, como él, ávida de
saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí
y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo
a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud de aprestos
necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado
meditando días y días mientras golpeaba impasible el yunque en su
covacha de Toledo.
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de
la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no arrojar un grito
de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor
de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los
muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por
levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con
las ramas de los zarzales y aplastaban sobre una piedra las puntas de
enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente; recordó
que a los de su raza los habían acusado una vez de misteriosos crímenes;
recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella
hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo
para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna: allí, delante de sus ojos, estaban
aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo
aguardaban la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y
animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le
había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo, y
rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentóse de improviso
en el umbral
del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa; Daniel,
dando un paso hacia su hija en ademán amenazador, le preguntó con voz
ronca:
-¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y
resuelta- todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que
en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que
intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien
aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío, rugiendo de cólera-. Sara, eso no es verdad;
tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros
misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi
hija...
-No; ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los
suyos, un padre a quien vosotros enclavásteis en una afrentosa cruz, y
que murió en ella por redimirnos, abriéndonos por la eternidad las
puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me
avergüenzo de
mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo
pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó
sobre la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los
cabellos, la arrastró como poseído de un espíritu infernal hasta el pie
de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla,
exclamando al dirigirse a los que les rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha
vendido su honra, su religión y a sus hermanos.
IV
Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los aires
tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en
tirar ballestazos a los judíos de paja, ni más ni menos que como todavía
lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de
su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa en los
labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear
en el yunque con su martillo de hierro; pero las celosías del morisco
ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa
hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores.
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Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor
hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los
atributos del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que había
crecido y enredado sus tallos por entre los uinosos muros de la derruida
iglesia.
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella
maravilla, añaden que se halló el esqueleto de una mujer y enterrados
con ella otros tantos atributos como la flor tenía.
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por
largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro, y la
flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión.
La mujer de piedra
(Fragmento)
Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que no puede
vulgarizar el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si
pintara paisajes, los pintaría sin figuras. Me gustan las ideas
peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los
hombres positivistas, como una gota de agua sobre un tablero de mármol.
En las ciudades que visito busco las calles estrechas y solitarias: en
los edificios que recorro los rincones oscuros y los ángulos de los
patios interiores donde crece la yerba, y la humedad enriquece con sus
manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que
me causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir confusamente
en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara
que arde ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie sospeche
su existencia; hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar
algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las hojas y
allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas.
Encuentro en todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de
las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia
y sólo teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a
referir.
I
Vagando al acaso por el laberinto de calles estrechas y
tortuosas de cierta antigua población castellana, acerté a pasar cerca
de un templo en cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados
por la mano de dos centurias, habían escrito una de las páginas más
originales de la arquitectura española. Una ojiva, gallarda y coronada
de hojas de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave del arco de la
iglesia, en la que el tosco picapedrero del -siglo XII dejó esculpidas,
en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel
siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico en leyendas y
piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían,
interpolados con un desorden, del cual no obstante resultaba cierta
inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románicas incluidas en
lienzos de muro, cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de
los pilares acodillados, con sus basas angulosas y sus capiteles de
espárrago, propios del género gótico; trozos de molduras compuestas de
adornos circulares combinados geométricamente que se interrumpían a
veces para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de
una ventana de arco apuntado, enriquecido de figurinas más airosas y
altas, y adornada de vidrios de colores.
Adonde quiera que se fijaban
los ojos, podían observarse detalles delicados de los dos géneros a que
pertenecía el edificio y muestras de la feliz alianza con que la
generación posterior supo, imprimiéndole su sello especial, conservar
algo de la fisonomía y el espíritu severo y sencillo en su tosquedad,
del primitivo monumento.
Siguiendo una invariable costumbre mía,
después de haber contemplado atentamente la fachada del templo, de haber
abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las
puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la
cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas alrededor de su
recinto, inspeccionando sus muros, que ora, se presentaban en lienzos de
prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables casuquillas
adosadas a los sillares, para asomar mar a lo lejos sus dentelladas
crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta
minuciosa inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado
por debajo de un pasadizo cubierto que, a manera de puente, unía la
iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una
pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado
la antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las altas y
descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y
cerrando el mal trazado semicirlo de aquella placeta sin salida, parte
de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del templo que
acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el
cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo
y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles
artífices de aquella época, en que era vulgar labrar la piedra con la
exquisita ligereza con que se teje un encaje.
Por grande que sea la
impresión que me causa un objeto, expuesto de continuo a la mirada del
vulgo, parece como que la debilita la idea de que aquella impresión
tengo que compartirla con muchos otros. Por el contrario, cuando
descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces
desapercibido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarle a
solas, en creer que únicamente para mí existe guardado, para que yo lo
aspire y goce un delicado perfume de virginidad y misterio. Al encontrar
en el ángulo de aquella pequeña plaza, cuyo piso cubierto de menuda
yerba indica bien a las claras su soledad continua, el cubo de piedra,
flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de granito, que
constituía el ábside o parte posterior del magnífico templo, experimenté
una sensación profunda, semejante a la del avaro que, removiendo la
tierra, encuentra inopinadamente un tesoro. Y en efecto, para un
entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y
airosas, aquella proporción de ojivas rasgadas y llenas de delicadas
tracerías, por entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los vidrios
de color, enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones
heráldicos, junto con las grandes masas de sombra y luz que ofrecían los
pilares, al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras
bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y ligeros,
constituían una verdadera maravilla.
Largo rato estuve contemplando
obra tan magnífica, recorriendo con los ojos todos sus delicados
accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las
figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban o
aparecían alternativamente entre los calados festones de las molduras.
Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había
coronado el muro para dar salida a las aguas por las fauces de un grifo,
de una sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de
murciélago y garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y
magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en
grandes paños, simétricamente plegados, custodiaban inmóviles el
santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las caladas
repisas que formaban, al unirse y retorcerse entre sí las hojas y los
nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor
época del arte ojival ofreciendo en sus contornos generales, en la
expresión de sus rostros y en la propia y acentuada plegería de sus
ropas el modelo perfecto del misterioso canon establecido por los
ignorados escultores que, siguiendo una tradición que arranca de las
logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda
la Europa.
Heraldos con blasonadas casullas, Angeles con triples
alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles llamaban hacia sí, por sus
imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de ejecución o de
gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaba; pero y
entre todas estas figuras una fue la que logró impresionarme con una
impresión semejante a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la
iglesia: una figura que parecía reconcentrar todo el interés de aquella
máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más
hermosa parte del monumento como pedestal de una estatua o marco de un
cuadro de la cual podía decirse era la pudorosa flor que, escondida
entre las hojas, perfumaba de misterio y poesia aquella selva
petrificada y apocalíptica, en cuyo seno y por entre las guirnaldas de
acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos pululaban millares de
criaturas deformes, reptiles, sierpes, trasgos y dragones con alas
membranosas e inmensas.
Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen
de piedra, del rincón solitario, del color y de las formas que
armoniosamente combinadas formaban un conjunto inexplicable; pero no
creo posible dar con la palabra una idea de ella, ni mucho menos reducir
a términos comprensibles la impresión que me produjo.
Sobre una
repisa volada, compuesta de un blasón entrelazado de hojas y sostenido
por la deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con espantosas
contorsiones bajo el peso del sillar, se levantaba una figura de mujer
esbelta y airosa. El dosel de granito, que cobijaba su cabeza, trasunto
en miniatura de uno de esas torres agudas y en forma de linterna que
sobresalen majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra
su frente. Una toca plegada recogía sus cabellos de los cuales se
escapaban dos trenzas, que bajaban ondulando desde el hombro hasta la
cintura, después de encerrar como en un marco el perfecto óvalo de su
cara. En sus ojos modestamente entornados parecía arder una luz que se
transparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas
las facciones del rostro de un encanto suave, que penetraba hasta el
fondo del alma del que la veía, agitando allí sentimientos dormidos,
mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de deseos
indefinibles...
El sol, que doraba las agudas flechas de los
arbotantes, que arrojaba sobre el templo el dentellado batiente de las
almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón de la
casa solariega, que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó
poco a poco a ocultarse detrás de una masa de edificios cercanos. Las
sombras tendidas antes por el suelo y que insensiblemente se habían ido
alargando hasta llegar al pie del ábside, por cuyos lienzos subían como
una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y
ligera. La silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro
cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su espalda limpio y
transparente como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las
tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la
arquitectura comenzaban a confundirse, los ángulos perdían algo de la
dureza de sus cortes a bisel, las figuras de los pilares se dibujaban
indecisas, como fantasmas sin consistencia, envueltas en la oscuridad
que arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.
Inmóvil, absorto
en una contemplación muda, yo permanecía aún con los ojos fijos en la
figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi
imaginación de un modo tan extraordinario.
Parecíame a veces que su
contorno se desfumaba entre la oscuridad, que notaba en toda ella como
una imperceptible oscilación, que de un momento a otro iba a moverse y
adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su
vestido al borde de la repisa.
Y así estuve hasta que la noche cerró
por completo. Una noche sin luna, sin más que una confusa claridad de
las estrellas que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes
masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no
obstante, distinguir aún la imagen de la mujer entre las tinieblas. Mas
no era verdad. Lo que veía de una manera muy confusa era el reflejo de
aquella visión, conservada por la fantasía, porque cuando me separé de
allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las espesas
sombras de las torcidas calles que conducía a mi alojamiento.
II
Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en
aquella población, aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo
fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella iglesia y aquella plaza,
y desde la tarde en que la descubrí, todos los días fuera el que fuese
el camino que emprendiera siempre iba a dar a aquel sitio, es lo que yo
no podré explicar nunca, como nunca pude darme razón cuando muchacho por
qué para ir a cualquier punto de la ciudad donde nací eran preciso pasar
antes por la casa de mi novia.
Pero ello era que unas veces de
propósito hecho, otras por casualidad, ya porque por las mañanas se
tomaba bien el sol contra la tapia del convento, ya porque al caer la
tarde de un día nebuloso y frío se sentía allí menos el embate del aire
diariamente, y a todas horas podía encontrárseme frente al ábside de la
iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas al pie del arco de la
antigua casa solariega, y con los ojos clavados en aquella figura que
parecía atraerme así con una fuerza irresistible.
Más de una vez,
deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas
como lo intenté rompí en pedazos el lápiz y maldije de la torpeza de mi
mano, inhábil para fijar el esbelto contorno de aquella figura.
Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas griegas,
irreprochables de forma pero debajo de cuya modulada superficie cuando
más se ve palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía
encontrar la fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y hermosa,
que sin tener la idealidad de forma del antiguo, antes por el contrario,
rebosando vida real en ciertos detalles, tenía, sin embargo, en el más
alto grado el ideal del sentimiento y la expresión. Inmóvil, las ropas
cayendo a plomo y vistiendo de amplios partados de pliegues el tronco
para detenerse, quebrando las líneas al tocar el pedestal, los ojos
entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones, y el largo
brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podía asegurarse,
hacía al menos el efecto de que debajo de aquel granito circulaba como
un fluido sutil un espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible,
vida de idea sin movimiento y sin agitación, vida extraña que no he
podido traslucir jamás en esas otras figuras, cuyas ropas mueve el aire
al marchar, cuyas facciones se contraen o dilatan con una determinada
expresión y que, a pesar de todo, son únicamente al tocar la meta de la
perfección posible mármol que se mueve como un maravilloso autómata, sin
sentir ni pensar.
Indudablemente la fisonomía de aquella escultura
reflejaba la de una persona que había existido. Podían observarse en
ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen delante del
natural o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación
tienen muchos puntos de contacto entre sí. Hay una belleza típica y
uniforme hacia la que, así en lo bueno como en lo malo, se nota la
tendencia: el placer y el dolor, la risa y el llanto tienen expresiones
especiales, consignadas por las reglas. La cabeza de aquella mujer
rompía con todas las tradiciones, era hermosa sin ser perfecta; ofrecía
rasgos tan propios como los que se notan en un retrato de la mano de un
maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo así, que aun sin
conocer el tipo a que se refiere, se siente la verdad de la semejanza.
Cada mujer tiene su sonrisa propia y esa suave dilatación de los labios
toma formas infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de sello.
La hermosa mujer de piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo una
sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión que enamorarse de
aquel gesto especial era enamorarse de aquella escultura, pues no sería
posible hallar otra perfectamente semejante. Con los ojos entornados y
los labios ligerísimamente entreabiertos parecía que pensaba algo
agradable y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba por
medio de reflejos imperceptibles, como se acusa por la transparencia la
luz que arde dentro de un vaso de alabastro. ¿Pero quién era aquella
mujer? ¿Por qué capricho el escultor interrumpiendo la larga fila de
graves personajes que rodean el ábside, había colocado en el sitio más
escondido, es verdad, pero seguramente el que parecía más misterioso y
como el santa santorum de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura
que tenía algo de Angel, pero que carecía de alas, que revelaba en su
rostro la dulzura y la bondad de los bienaventurados, pe[ro que] no
ostentaba sobre su cabeza el nimbo celeste [de los santos] y de los
apóstoles? ¿Sería acaso recuerdo de una protectora del templo? No podía
ser. Yo había visto posteriormente la oscura losa sepulcral que cubría
los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó con un rey
leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla mayor a la
sombra de un lucillo realzado de gótica crestería, había tenido
igualmente ocasión de examinar las tumbas con estatuas yacentes de los
ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia,
imprimiéndole el carácter ojival. En ninguno de estos monumentos
funerarios encontré un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se
veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién podría ser entonces?
Es muy común encontrar en las portadas de las catedrales, en los
capiteles de los claustros y las entre ojivas de la urna de los
sepulcros góticos multitud de figuras extrañas, y que sin embargo parece
que se refieren a personajes reales, indescifrable simbolismo de los
escultores de aquella época con el cual escribían a la manera que los
egipcios en sus obeliscos, sátiras, tradiciones, páginas personales,
caricaturas, o fórmulas cabalísticas de alquimia o adivinación. Cuando
la inteligencia se ha acostumbrado a deletrear esos libros de piedra
poco a poco se va haciendo la luz en el caos de líneas y accidentes que
ofrecen a la mirada del profano, el cual necesita mucho tiempo y mucha
tenacidad para iniciarse en sus fórmulas misteriosas y sorprender una a
una las letras de su escritura jeroglífica. A fuerza de contemplación y
meditaciones, yo había llegado por aquella época a deletrear algo del
oscuro germanismo de los monumentos de la Edad Media; sabía buscar en el
recodo más sombrío de los pilares acodillados el sillar que contenía la
marca masónica de los constructores, calculaba con acierto el machón o
la parte del muro que gravitaba sobre [el arca] de plomo o la piedra
redonda en que se grababan [con el nombre] de secta del maestro, su
escuadra, el martillo y la simbólica estrella de cinco puntas, o la
cabeza del pájaro que recuerda el ibis de los faraones. Una parábola,
aun bajo el segundo velo, una alusión histórica o un rasgo de las
costumbres, aunque ataviadas con el disfraz místico, no era fácil que
pasase desapercibido a mis ojos si la hacía objeto de inspección
minuciosa. No obstante, por más que buscaba la cifra del misterio,
sumando y restando la entidad de aquella figura con las que la rodeaban,
por más que trataba de encontrar una relación entre ella y las
creaciones de los capiteles y franjas, algunas de efecto microscópico, y
combinaba el todo con la idea del diablo que abrazaba el escudo,
gimiendo bajo el peso de la repisa, nunca veía claro, nunca me era
posible explicarme el verdadero objeto, el sentido oculto, la idea
particular que movió al autor de la imagen para modelarla con tanto amor
e imprimirle tan extraordinario sello de realismo. Cierto que algunas
veces creía ver flotar ante mi vista el hilo de luz que había de
conducirme seguro a través del dédalo de confusas ideas de mi fantasía y
por un momento se me figuraba encontrar y ver palpable la escondida
relación de los versos sueltos de aquel maravilloso poema de piedra, en
el cual se presentaba en primer término y rodeaba de Angeles y
monstruos, de santos y de hijos de las tinieblas, la imagen de la
desconocida dama, como Beatriz en la divina y terrible trilogía del
genio florentino, pero también es verdad que, después de vislumbrar todo
un mundo de misterios como iluminado por la breve luz de un relámpago,
volvía a sumergirme en nuevas dudas y más profunda oscuridad.
Entregado a estas ideas pasaba días enteros...