
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...
"...Jamás donde hubo amor
los mundos se agotaron;
jamás donde hubo amor cesaron las palomas..."
"Les
armourezux"
Marc Chagall
Reseña biografica
Poeta
puertorriqueña nacida en Ponce en 1902, hija de padre español y madre
puertorriqueña de ascendencia escocesa.
Desde muy pequeña fue llevada a Mallorca y posteriormente a Barcelona,
donde cultivó intensamente la música y la pintura, pudiendo decirse que
llegó a la poesia escalando esos peldaños para constituirse en una feliz
cantadora del milagro de la vida
y del amor. Cultivó también el teatro y el ensayo, habiendo sido destacada
varias veces por el Instituto de Artes Teatrales
de Puerto Rico.
Entre sus obras merecen destacarse: «Fuga» en 1948,
«Poema de las tres voces» en 1949, «Luz de blanco» en 1952,
«La calle», inédito y «Compañeros de ruta».
Obtuvo los premios «Juan
Alcover» en 1963 y el «Ciudad de Palma» editado por el Ayuntamiento de
Mallorca. ©
Hombres descalzos
No me dejes, amor, en la
añoranza
¡Oh buen amor!
¡Si yo no pido tanto!
Te busco y no te encuentro
Tú sabes
Tú venías
Vergüenza
Y la pequeña
sombra se hará más descuidada
Y nunca sin amor fueron los
nidos
Hombres descalzos
Grávida luz, me hiere tu silencio;
quéjate, grita, rómpeme la sangre
con un feroz escalofrío.
Será la muerte, sí, pero no importa.
¡Morir
hasta que el mundo resucite!
Morir hasta que sean en el mundo
los
hombres recorriéndolo descalzos:
¡la humanidad por fin enriquecida!
Hombres descalzos;
por su planta desnuda, justos, buenos.
Hombres
que al ir andando en carne viva.
sintieran el dolor de cada hombre
latir en cada piedra que rozaran;
sintieran cada gota de rocío
temblar
a cada sed, a cada lágrima,
morir a cada muerte, y gota a gota,
encadenando así nuevos rocíos.
Hombres descalzos;
por su planta desnuda,
sobre la tierra lentos y
seguros,
como una enredadera sorprendente,
como si Dios sus águilas
postrase,
y fueran en el mundo las palomas.
No me dejes, amor, en la añoranza...
No me dejes, amor, en la añoranza.
Dame, por fin, seguro y alto
vuelo.
Desarráigame, fíjame. Recelo
que aquí no lograré paz ni
bonanza.
Mi sed inextinguible se abalanza
y busca un ancho río, paralelo
de
un mísero y exhausto riachuelo.
¡Amor! Sacia mi sed; dame pujanza
para volcarte en molde sin orillas.
¿Por qué, por qué te ciñes y
encastillas
cuando posees fuerza de coloso?
Quisiera derramar esta ternura,
que rebasa mi pecho, en la mesura
de un pecho inmensamente generoso.
¡Oh buen amor!
¡Oh, ternura divina siempre en llamas!
¡Oh buen amor, paciente, generoso!
Llegas a mí, brindándome reposo;
no me impones tu afán, porque me amas.
¡Oh ternura divina! De tus ramas
presiento el florecer maravilloso.
Tú quieres que yo sea fruto hermoso,
cosecha de tu huerto. Me reclamas.
Escucho conmovida la voz tuya.
Me llega triste; no le doy consuelo;
rechazo su dolor y su agonía.
Perdóname, Señor. Cuando destruya
las ansias que me clavan en el
suelo,
entonces iré a Ti sin rebeldía.
¡Si yo no pido tanto!
¡Si yo no pido tanto!
Amor es lo que pido.
Briznas de amor para esta
sed del mundo,
tan grande y tan sumisa.
Un diminuto amor, pero
constante,
que dé su mano al que su mano tienda,
que limpie las
miradas y los ojos
llene de dulcedumbre.
Algo de amor en esos
corazones
que no aman a los niños,
que son capaces de cegar a un
pájaro,
de aplastar las hormigas.
Algo de amor; apenas un murmullo
de amor en cada pecho de criatura
hacia todos los seres,
hacia todas
las cosas.
¡Si yo no pido tanto!
Briznas de amor para esta sed del mundo.
Te busco y no te encuentro...
Te busco y no te encuentro. ¿Dónde moras?
¿Lates sin realidad? ¿Eres un
mito,
una ilusión, un ansia de infinito?
Y si amaneces, ¿dónde tus
auroras?
¿En qué tiempo sin tiempo van tus horas
desgranándose plenas? ¿Nunca
el grito
humano dolor quiebra el bendito
silencio que te envuelve?
¿Nos ignoras?
Partículas de ti fueron llegando;
mi mar inquieto se convierte en
río;
hay trinos en el aire, canta el viento.
Canta la vida toda. Por fin siento
que estés, pero, dime, dime:
¿cuándo
puedo saberte para siempre mío?
Tú sabes
(...) Aunque me sepas, ¡mírame!
¿Y si yo no pudiera?
¿Si al
buscarme,
me desmoronara. los desconociera,
¡tus ojos, ellos, sobre
mí, como una brizna de calor!
y dejáramos de ser?
Ellos, sobre el
mundo.
No nos importará repasar el camino,
andarlo y andarlo.
No me
importará.
Ni la noche. Ni el mar que nunca duerme.
Ni ese dolor
difuso de las cosas.
Ni un casi aliento imperceptible de espacios vacíos.
Ni ese tu «poco más» al que temo y abrazo
con todas mis fuerzas,
como
si fuera un zumo mío que yo quisiera exprimir
para fugar en él
toda
esta carne dolorosamente viva,
todo este corazón, miembro a miembro,
ganado.
Porque era meta deseada y única!
Pero mi corazón está aquí,
sin ellos, ¡mío!,
dándome soledad,
retorciéndose a cada muerte, a cada
engaño,
queriendo engendrarse hijos que no se le mueran,
y odiándome
porque se los destruyo si los nace.
se los destruyo después de haberlos
amado
hasta preferir que mueran.
El sentirlos vivir es esta angustia,
Señor,
esta extrañeza de mí, de los otros, del mundo,
es lo que
balbuceo enajenada:
lenguaje del primer hombre que ya quiso desprenderse.
Tú venías
Tú venías.
Sobre un mar infinito de lumbre venias soñando.
Y en
tus ojos, despierta, venia la flor en su nieve.
Tantos pájaros eran
contigo, que arpegios gozosos
imantaron la seca llanura, ¡y todo fue
vuelo!
Fue en el aire canción de azucena tejiendo su encaje.
Fue una
danza de luz en espigas fervientes, despacio.
Fue clamor de rocíos
abiertos a grávidas lunas
que soñaban tu aurora imposible, tu ansiado
rescoldo.
Pude verte, sin ti, junto al eco de aquella «fontana»,
tu
«bendita ilusión» abrazándote ya sin huida.
¡Pude verte!
Qué umbral te
retrajo de mí? ¡Qué desiertos
sobre el mundo mis ojos, poetas! Y, oí tu
mirada.
La escuché, derrotando caminos, abriéndome cauces
donde ardía
la gota de agua, minúscula, y firme,
donde todo, la tierra y el cielo, mi
nombre y tu mano,
era, ¡y eran! por ser con ternura de rosa y de nieve.
Uno a uno se alzaron los nidos.
¡Uno a uno! ¡Qué amor en tus ojos, poeta,
qué amor!
¡Cuántos pájaros eran volándote!
Y venías.
Sobre un mar infinito de lumbre venías soñando.
Vergüenza
(Ante una muerte)
Cae tu muerte en mi corazón, llenándolo de
vergüenza.
Le grito a mi corazón: «¡Nunca!»
Pero él levanta una nota y
me contesta:
«Siempre», murmuro. «¡Siempre!»
El eco repite sobre el
mundo: «¡Siempre, siempre!»
y todos los poetas,
con tu muerte
doliéndoles, avergonzándolos,
responden: «¡Siempre!»
Porque, mientras
tú morías,
mientras tus manos que morían aún intentaban volar
todos
los poetas abrazaban su canción.
¡Y oyeron su vergüenza!
La oyeron
viva, con sangre y nervios,
como humana criatura
contra humana
criatura.
Y esa vergüenza gritó señalándonos:
«¡Vosotros!»
No, no
pudimos huir:
espigas, árboles, flores, se desbordaron,
una pared de
alas se amontonó.
Senderos y caminos,
el mar,
enredaderas azules,
el agua de las fuentes,
luchaban, se oponían.
¡Amor! ¡Amor!
«¡Vosotros!»
Fue inútil; no, no pudimos huir:
notas, notas, notas,
cubriéndonos, amarrándonos.
Nuestra muerte diaria,
¡qué parecida a la tuya!
¡Perdónanos!
Ya que como tú, mientras
morimos,
aún nuestras manos intentan morir.
Y la pequeña sombra se hará más descuidada
Seré para mí lo que otros fueron.
Y mi mano impiadosa no me mitigará.
Ni mis ojos sabrán verme.
Ni dulzura me daré sin regateármela.
Y me
arrancaré toda moneda y toda luz.
Me haré pobre con el designio milenario
de la maldad del mundo.
Apretaré mis manos que lucharán por desasirse.
Cerca, el mar,
acechará algo muy querido.
Y soñaré que grito y no gritaré.
Y gritaré
más hasta romperme el corazón de angustia,
hasta poder ver mis manos cómo
salen de sí mismas.
Muchas manos veré mientras las mías quedan atadas.
Y con tremenda lentitud volveré a quererlo.
A querer mis manos dos y
libres,
dispuestas a mi voluntad, obedientes.
Cerca, el mar, por
primera vez sin horizonte y sin color,
Su color estará en las manos que
me dejan.
Que las que queden conmigo no tendrán color,
como el mar.
Y las convertiré en ávidas e impiadosas,
en capaces de
ahogar algo muy querido.
Una pequeña sombra blanca y sumisa
seguirá
junto al mar.
El mar me pedirá su color y yo se lo negaré.
Y la
pequeña sombra se hará más descuidada.
Volveré a querer mis manos dos y
libres.
Y ellas seguirán atadas como las manos de los muertos.
Pero
las manos de los muertos se liberan.
Las libera Dios que retrocedió el
mar.
Así liberará Él las mías,
que quedarán dos y libres.
Y
aquellas que salieron de mí me perdonarán
porque serán perdonadas;
por
toda moneda que les robé,
por toda luz que les mentí.
Y sonreirán ante las manos suyas obedientes
que sufrieron atadas
hasta que Dios las separó.
Lejos, el mar.
Lejos, el designio milenario
de la maldad del
mundo.
Cerca, mis manos, dos y libres,
generosas, azules, obedientes.
Y, otra vez, ¡el horizonte!
Y nunca sin amor fueron los nidos
Amor llena mis ojos,
que con amor yo quiero mirar todas las cosas.
Yo sé que si las miro con amor resplandecen;
yo sé que si las miro con
amor se me entregan.
Jamás donde hubo amor los mundos se agotaron;
jamás donde hubo amor cesaron las palomas.
Y nunca sin amor fueron los
nidos,
y si el nido no fuera la vida no sería.
¡Oh, qué gozo, los
nidos, por tan desamparados!
¡Qué alegría saberlos, muy cerca de
nosotros,
alzándose en el alba!
¡Qué alegría saberlos!
Amor
llena mis ojos.
Iré dándote, amor, como a río invencible,
y nunca gota
a gota, a manantiales.
Llegarás a lo seco,
llegarás a lo árido;
recorrerás la sed viva y eterna;
florecerán contigo las raíces
y del
surco se dará lleno de flores.
Esmaltarás la tierra ¡toda! sin mesura,
y hasta el rincón más mísero y pequeño
tendrá el amanecer que le
otorgaron.
Amor llena mis ojos;
que en la inmensa amapola de tu luz me derrame
sobre el reseco nido, y así los nidos sean.
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...