
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...
Dakar
Despertar
Jactancia de quietud
La lluvia
Las cosas
Los espejos
Milonga de dos hermanos
Milonga de Manuel Flórez
Ni siquiera soy polvo
Poema de los Dones
Soneto del vino
Spinoza
Un patio
Dakar
Dakar está en la encrucijada del sol, del desierto y del mar.
El sol nos
tapa el firmamento, el arenal acecha en los caminos,
el mar es un encono.
He visto un jefe en cuya manta era más ardiente lo
azul que en
el cielo incendiado.
La mezquita
cerca del biógrafo luce una claridad de plegaria.
La resolana aleja las
chozas, el sol como un ladrón escala los muros.
África tiene en la eternidad su destino, donde hay hazañas, ídolos,
reinos, arduos bosques y espadas.
Yo he logrado un atardecer y una aldea.
Despertar
Entra la luz y
asciendo torpemente
de los sueños al sueño compartido
y las cosas
recobran su debido
y esperado lugar y en el presente
converge
abrumador y vasto el vago
ayer: las seculares migraciones
del pájaro y
del hombre, las legiones
que el hierro destrozó, Roma y Cartago.
Vuelve también la cotidiana historia:
mi voz, mi rostro, mi temor, mi
suerte.
¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte,
me deparara un tiempo
sin memoria
de mi nombre y de todo lo que he sido!
¡Ah, si en esa
mañana hubiera olvido!
Jactancia de quietud
Escrituras de luz embisten la sombra, más prodigiosas que meteoros.
La
alta ciudad inconocible arrecia sobre el campo.
Seguro de mi vida y de mi
muerte, miro los ambiciosos
y quisiera entenderlos.
Su día es ávido como el lazo en el aire.
Su
noche es tregua de la ira en el hierro, pronto en acometer.
Hablan de
humanidad.
Mi humanidad está en sentir que somos voces de una misma
penuria.
Hablan de patria.
Mi patria es un latido de guitarra, unos
retratos y una vieja espada,
la oración evidente del sauzal en los
atardeceres.
El tiempo está viviéndome.
Más silencioso que mi sombra,
cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles,
únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.
La lluvia
Bruscamente la
tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La
lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz
deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.
EL DESPERTAR
Entra la luz y asciendo torpemente
de los sueños al sueño compartido
y las cosas recobran su debido
y esperado lugar y en el presente
converge abrumador y vasto el vago
ayer: las seculares migraciones
del pájaro y del hombre, las legiones
que el hierro destrozó, Roma y Cartago.
Vuelve también la cotidiana historia:
mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte.
¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte,
me deparara un tiempo sin memoria
de mi nombre y de todo lo que he sido!
¡Ah, si en esa mañana hubiera olvido!
Las cosas
El bastón, las
monedas, el llavero,
la dócil cerradura, las tardías
notas que no
leerán los pocos días
que me quedan, los naipes y el tablero,
un libro y en sus páginas la ajada
violeta, monumento de una tarde
sin duda inolvidable y ya olvidada,
el rojo espejo occidental en que arde
una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
láminas, umbrales, atlas, copas,
clavos,
nos sirven como tácitos esclavos,
ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
no sabrán nunca que nos hemos ido.
Los espejos
Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo
ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo
cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un
temblor agita
Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,
Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia
luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los
espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,
Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha
muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba
hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma
en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a
izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño
hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte
silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado
repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden
los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible
arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la
sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del
espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso
no alarman.
Milonga de dos hermanos
Traiga cuentos la guitarra
de cuando el fierro brillaba,
cuentos
de truco y de taba,
de cuadreras y de copas,
cuentos de la Costa
Brava
y el Camino de las Tropas.
Venga una historia de ayer
que apreciarán los más lerdos;
el
destino no hace acuerdos
y nadie se lo reproche
ya estoy viendo que esta noche
vienen del Sur los recuerdos,
velay, señores, la historia
de los hermanos Iberra,
hombres de
amor y de guerra.
Y en el peligro primeros,
la flor de los cuchilleros
y ahora
los tapa la tierra.
suelen al hombre perder
la soberbia o la
codicia;
también el coraje envicia
a quien le da noche y día
el que era menor debía
más muertes a la justicia.
Cuando
Juan Iberra vió
que el menor lo aventajaba,
la paciencia se le
acaba
y le armó no sé que lazo
le dio muerte de un balazo,
allá por la Costa Brava.
Sin
demora y sin apuro
lo fue tendiendo en la vía
para que el tren lo
pisara.
el tren lo dejó sin cara,
que es lo que el mayor quería.
Así de manera fiel
conté la historia hasta el fin;
es la
historia de Caín
que sigue matando a Abel.
Milonga de Manuel FlórezManuel Flórez va a morir.
Eso es moneda corriente;
morir es una
costumbre
que sabe tener la gente.
Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan
de siempre,
tan dulce y tan conocida.
Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
on
extrañeza las miro
como si fueran ajenas.
Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo
el sabio Merlín:
morir es haber nacido.
¡Cuánta cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe
lo que verán
después que me juzgue Cristo.
Manuel Flórez va a morir.
Eso es moneda corriente;
morir es
una costumbre
que sabe tener la gente.
Ni siquiera soy polvo
No quiero ser quien soy. La avara suerte
me ha
deparado el siglo diecisiete,
el polvo y la rutina de Castilla,
las cosas repetidas, la mañana
que, prometiendo el hoy, nos da la
víspera,
la plática del cura y del barbero,
la soledad que va
dejando el tiempo
y una vaga sobrina analfabeta.
Soy hombre
entrado en años. Una página
casual me reveló no usadas voces
que
me buscaban, Amadís y Urganda.
Vendí mis tierras y compré los libros
que historian cabalmente las empresas:
el Grial, que recogió la
sangre humana
que el Hijo derramó para salvarnos,
el ídolo de oro
de Mahoma,
los hierros, las almenas, las banderas
y las
operaciones de la magia.
Cristianos caballeros recorrían
los
reinos de la tierra, vindicando
el honor ultrajado o imponiendo
justicia con los filos de la espada.
Quiera Dios que un enviado
restituya
a nuestro tiempo ese ejercicio noble.
Mis sueños lo
divisan. Lo he sentido
a veces en mi triste carne célibe.
No sé
aún su nombre. Yo, Quijano,
seré ese paladín. Seré mi sueño.
En
esta vieja casa hay una adarga
antigua y una hoja de Toledo
y una
lanza y los libros verdaderos
que a mi brazo prometen la victoria.
¿A mi brazo? Mi cara (que no he visto)
no proyecta una cara en el
espejo.
Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
que entreteje en el
sueño y la vigilia
mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
que
militó en los mares de Lepanto
y supo unos latines y algo de árabe...
Para que yo pueda soñar al otro
cuya verde memoria será parte
de
los días del hombre, te suplico:
mi Dios, mi soñador, sigue
soñándome.
Poema de los dones
Nadie rebaje a
lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con
magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo
pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos
que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre
fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y
honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas
cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la
sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos
días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola
sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el
anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se
apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido
Soneto del vino
¿En qué reino,
en qué siglo, bajo qué silenciosa
conjunción de los astros, en qué
secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y
singular idea de inventar la alegría?
Con otoños de oro la inventaron. El vino
fluye rojo a lo largo de
las generaciones
como el río del tiempo y en el arduo camino
nos
prodiga su música, su fuego y sus leones.
En la noche del júbilo o en la jornada adversa
exalta la alegría
o mitiga el espanto
y el ditirambo nuevo que este día le canto
Otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de
ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.
Spinoza
Las
traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y
la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son
iguales.)
Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del
Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un
claro laberinto.
Un patio
Con
la tarde
se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche,
la luna, el claro círculo,
no domina su espacio.
Patio, cielo
encauzado.
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo
en la casa.
Serena,
la eternidad espera en la encrucijada de
estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de
una parra y de un aljibe.
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...