
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...
"Acerco tu rostro hasta mi
boca, y quiero que
mi vida y tu historia concluyan bruscamente.."
"To Go Beyond"
Richard Franklin
Reseña biografica
Poeta español nacido en
Oliva, Valencia en 1932.
Estudió Derecho en Deusto, Valencia y
Salamanca y cursó estudios de Filosofía y Letras en Madrid.
Es uno de
los poetas actuales de más hondo acento elegíaco. Pertenece a la segunda
generación de la post-guerra,
y junto a Claudio Rodríguez y José Angel Valente, entre otros, conformó
el «Grupo de los años 50».
Fue lector de Literatura española en la
Universidad de Cambridge y profesor de español en la Universidad de
Oxford.
En el año2001 fue nombrado miembro de la Real Academia española, para
reemplazar la silla vacante tras el fallecimiento
del dramaturgo Antonio Buero.
Se destacan entre sus obras: «Las
brasas» en 1959, «Palabras a la oscuridad» en 1967, «El otoño de las
rosas» en 1987,
y «La última costa» en 1998.
Entre los premios recibidos, aparecen:
el Adonais de poesia en 1959, el Premio Nacional de la
Crítica en 1967, el Premio de
las Letras Valencianas en 1967,el
Premio Nacional de Literatura en 1987,el Premio
Fastenrath
1998,el Premio Nacional
de las Letras españolas en 1999 y el Premio Reina Sofía de
poesia 2010. ©
A punto de un viaje en coche
Aceptación
Alocución pagana
Amor en Agrigento
Aquel verano de mi juventud
Ardimos en el bosque
Causa del amor
Con los ojos serenos
Con quién haré el amor
Conversación con un amigo
Cuando yo aún soy la vida
Despedida al pie de un rosal
Epitafio romano
El Angel del poema
El curso de la luz
El dolor
El más hermoso territorio
El porqué de las palabras
En el cansancio de la noche...
Esplendor negro
Está en penumbra el cuarto, lo ha
invadido...
La cerradura del amor
La piedad del tiempo
La última costa
Ladridos jadeantes en el césped...
Lamento en Elca
Las últimas preguntas
Los actos
Madrigal nocturno
Mere road
Mis dos realidades
Muros de Arezzo
No hagas como aquel
Oscureciendo el bosque
Otoño inglés
Palabras para una despedida
Palabras para una mirada
Provocación
ilusoria de un accidente mortal
Solo de trompeta
Sombrío ardor
Sucesión de mí mismo
A punto de un viaje en coche
Las ventanas reflejan
el fuego de poniente
y flota una luz gris
que ha venido del mar.
En mí quiere quedarse
el día, que se
muere,
como si yo, al mirarle,
lo pudiera salvar.
Y quién hay
que me mire
y que pueda salvarme.
La luz se ha vuelto negra
y
se ha borrado el mar.
Aceptación
Saliste a la terraza
pensando que la brisa de la noche
podría
devolverte al que eres siempre.
Mas la tibieza que en tu cuarto había
era un ámbito ,allí, bajo la calma
de alejadas estrellas.
Olvidar
pretendías unas horas
todavía recientes, la penumbra
que acercaba
el latido de los dos,
y tus palabras qué serenas eran
como si a
nadie las dijeses. Viste
la emoción de su rostro, su contorno
quemarse de belleza;
y esas mismas palabras te llenaban
de dolor y
de sombra.
De nada te sirvió, cuando quedaste
solo, cegar la luz,
hacer brotar desde un rincón la música,
fortalecer tu fe con su joven
pureza.
Sobre tu frente se rompían olas
gigantes: el calor
detenido del día,
el naufragio de un hombre que entregaba
la
pasión de su vida en el espectro
doliente de la música (aún
como
si la esperanza le alentase),
y te ardía el espíritu
porque
sentías declinar tu vida.
Para ser el que fuiste
sales a la
terraza, para ver
si un frío súbito derriba pronto
la plenitud del
corazón. Tocas
el aire oscuro con los labios, oyes
los gritos
fatigados de la calle,
la luminosa altura te estremece.
El tiempo
va pasando, no retorna
nada de lo vivido;
el dolor, la alegría, se
confunden
con la débil memoria,
después en el olvido son cegados.
y al dolor agradeces
que se desborde de tu frágil pecho
la firme
aceptación de la existencia.
Alocución pagana
¿Es que, acaso, estimáis que por creer
en la inmortalidad,
os
tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la
desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.
Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,
o
grandes monumentos funerarios,
las cálidas plegarias, vuestra
esperanza ciega.
O aceptad el vacío que vendrá,
en donde ni
siquiera soplará un viento estéril.
Lo que habrá de venir será de
todos,
pues no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica
nuestra muerte.
"Aún no" 1971
Amor en Agriento
(Empedócles en Akragas)
Es la hora del regreso de las cosas,
cuando el campo y el
mar se cubren de una sombra lenta
y los templos se desvanecen,
foscos, en el espacio;
tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.
Yo te recuerdo, con más hermosura tú
que las divinidades que aquí
fueron adoradas;
con más espíritu tú, pues que vives.
Hay una
angustia en el corazón
porque te ama,
y estas viejas columnas nada
explican:
Unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra
y
descubrieron orígenes diversos en las cosas,
y advirtieron que
espíritus opuestos los enlazaban
para que hubiese cambio, y así
explicar la vida.
Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto
la intimidad
del mundo:
Con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,
extendí la mirada sobre el valle;
mas pide el universo para existir
el odio y el dolor,
pues al mirar el movimiento creado de las cosas
las vi que, en un momento, se extinguían,
y en las cosas el hombre.
La ciudad, elevada, se ha encendido,
y oyen los vivos largos
ladridos por el campo:
éste es el tránsito de la muerte,
confundiéndose con la vida.
Estas piedras más nobles, que sólo el
tiempo las tocara,
no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello
y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.
Yo sé por ti
que vivo en desmesura,
y este fuerte dolor de la existencia
humilla al pensamiento.
Hoy repugna al espíritu
tanta belleza
misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.
Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada
si el
corazón alienta ya con frío,
contemplar la caída de los días,
desvanecer la carne.
Mas hoy, junto a los templos de los dioses,
miro caer en tierra el negro cielo
y siento que es mi vida quien
aturde a la muerte.
Aquel verano de mi juventud
Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano
en las costas de
Grecia?
¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?
Si pudiera elegir
de todo lo vivido
algún lugar, y el tiempo que lo ata,
su milagrosa compañía me
arrastra allí,
en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.
Perdura la experiencia, como un cuarto cerrado de la infancia;
no
queda ya el recuerdo de días sucesivos
en esta sucesión mediocre de los años.
Hoy vivo esta carencia,
y apuro del engaño algún rescate
que me permita aún mirar el
mundo
con amor necesario;
y así saberme digno del sueño de la vida.
De cuanto fue
ventura, de aquel sitio de dicha,
saqueo avaramente
siempre una misma imagen:
sus cabellos
movidos por el aire,
y la mirada fija dentro del mar.
Tan sólo ese momento
indiferente.
Sellada en él, la vida.
Ardimos en el bosque
¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del bosque, la grandeza
del mar?
El bosque estaba tras de mí; lo conocían
mis oídos: el rumor de
sus hojas,
la confusión del canto de sus pájaros.
Sonidos que
venían de un remoto lugar.
Y el mar del otro lado, golpeando
la
frente, sin rozarla,
cubriéndola de gotas. Era mi piel
quien
descubría su frescura,
mi soñoliento olfato quien entraba en el pecho
su duro olor.
¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del
bosque, la grandeza del mar?
Porque no había más, en el lugar del
pecho,
que una extendida sombra.
(¿Mas qué frío candente mis párpados abrasa,
qué luz me
desvanece, qué prolongado beso
llega hasta el mismo centro de la
sombra?)
Joven el rostro era,
sus labios sonreían,
y el retenido fuego
de su cuerpo
era quemada luz.
Entramos en el mar, rompíamos
el
cielo con la frente,
y envueltos en las aguas contemplamos
las
orillas del bosque,
su extensa fosquedad.
Miré, tendidos en la
playa, el rostro:
contemplaba las nubes;
y el retenido fuego de su
cuerpo
era un sombrío resplandor.
Penetramos el bosque, y en las
lindes
detuvimos los pasos;
perdido, tras los troncos, miramos
cómo el mar
oscurecía.
Tenía triste el rostro,
y antes que para
siempre envejeciera
puse mis labios en los suyos.
Causa del amor
Cuando me han preguntado la causa de mi amor
yo nunca he respondido:
Ya conocéis su gran belleza.
(Y aún es posible que existan rostros
más hermosos.)
Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su
espíritu
que siempre me mostraba en sus costumbres,
o en la
disposición para el silencio o la sonrisa
según lo demandara mi
secreto.
Eran cosas del alma, y nada dije de ella.
(Y aún debiera
añadir que he conocido almas superiores.)
La verdad de mi amor ahora la sé:
vencía su presencia la
imperfección del hombre,
pues es atroz pensar
que no se
corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,
y así ciegan los
cuerpos la gracia del espíritu,
su claridad, la dolorida flor de la
experiencia,
la bondad misma.
Importantes sucesos que nunca descubrimos,
o
descubrimos tarde.
Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,
movida luz, honda frescura;
y el daño nos descubre su seca falsedad.
La verdad de mi amor sabedla ahora:
la materia y el soplo se
unieron en su vida
como la luz que posa en el espejo
(era pequeña
luz, espejo diminuto);
era azarosa creación perfecta.
Un ser en
orden crecía junto a mí,
y mi desorden serenaba.
Amé su limitada
perfección.
Con los ojos serenos
En esta hora lívida de la primavera, al caer la tarde,
después de una
reciente lluvia, las flores
brotan en el jardín
claras y
misteriosas,
y oigo carreras en la calle, después silencio, siento la
soledad herirme,
y ahora pasos y voces. Cesan. Canta un muchacho,
y adivino en sus ojos la despedida de esta luz cansada,
de este día terrible
para tantos, mientras su voz se aleja por la
noche.
Ahora que no hay felicidad, quiero encontrar un rostro
que
refleje su luz, mirar caer la noche
sobre el campo dormido, oír
cantar un pájaro
con dulzura inocente.
Y ahora que de ella nada
queda en mí,
yo quiero contemplarla
en lo que existe y la retiene,
y con ojos serenos me asomo a la ventana para ver
un hombre con un
perro, conversando unos niños, un
balcón encendido.
Hay un sordo dolor ante este frío oscuro que se
agolpa
más allá de las horas de la vida,
y busco un rostro que
refleje luz,
alguien que, como yo, teniendo muerte sólo,
tenga
también, como tuviera yo,
venciéndola, la vida.
Los niños
se dispersan, el balcón se ha apagado, se
hunde en la noche el hombre
con su perro.
Con quién haré el amor
En este vaso de ginebra
bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y
el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se
ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no
habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un
tibio deseo. Lejos
está mi casa hoy, llegaré a ella
en la desierta
luz de madrugada,
desnudaré mi cuerpo, y en las sombras
he de
yacer con el estéril tiempo.
Vuelve la hora feliz. Y
es que no hay nada
sino la luz que cae en la ciudad
antes de irse
la tarde,
el silencio en la casa y, sin pasado
ni tampoco futuro,
yo.
Mi carne, que ha vivido en el tiempo
y lo sabe en cenizas, no
ha ardido aún
hasta la consunción de la propia ceniza,
y estoy en
paz con todo lo que olvido
y agradezco olvidar.
En paz también con
todo lo que amé
y que quiero olvidado.
Volvió la hora feliz.
Que arribe al menos
al puerto iluminado de la noche.
Conversación con un amigo
Se me ha quemado el pecho, como un horno
Por el dolor de tus
palabras
Y también de las mías.
Hablamos del mundo, y desde el
cielo
Descendía su paz a nuestros ojos.
Hay momentos del hombre en
que le duele
Amar, pensar, mirar, sentirse vivo,
Y se sabe en la
tierra por azar
Solo, inútilmente en ella.
Como si se tratase de
algo ajeno
Hablamos de nosotros
Y nos vimos inciertos, unas
sombras.
Con poca fe, con las creencias rotas
Con un madero en la marea,
Con toda la esperanza naufragando
Porque no es la que llega a nuestra
barca,
Sólo la caridad nos redimía
Del mal nuestro de ser.
Mirábamos la calle, rodeados
De luz, de tiempo, de palabras, de
hombres.
De Palabras a la oscuridad, 1966
Cuando yo aún soy la vida
La vida me rodea, como en aquellos años
ya perdidos, con el mismo
esplendor
de un mundo eterno. La rosa cuchillada
de la mar, las
derribadas luces
de los huertos, fragor de las palomas
en el aire,
la vida en torno a mí,
cuando yo aún soy la vida.
Con el mismo
esplendor, y envejecidos ojos,
y un amor fatigado.
¿Cuál será la esperanza? Vivir aún;
y amar, mientras se agota el
corazón,
un mundo fiel, aunque perecedero.
Amar el sueño roto de
la vida
y, aunque no pudo ser, no maldecir
aquel antiguo engaño de
lo eterno.
Y el pecho se consuela, porque sabe
que el mundo pudo
ser una bella verdad.
Despedida al pie de un rosal
Si no hay conocimientos en las cenizas
dejémoslas caer en la belleza frágil
de este rosal que tiembla en el otoño.
¿Amar, qué significa, si nada significa?
Huésped del tiempo esquivo, desnudo ya de mí,
retener el raído esplendor de la existencia
que una vez creí mía,
antes que, apresurado,
me ciegue en el reverso de esta luz.
Y aguardar esta espera sin alguna esperanza,
sentir la fe de nada, pues soplé en las cenizas
y nada hay fuera de ellas:
tan sólo amar, sin pensamiento alguno,
el declinar pausado del Engaño.
Arde extraña la vida, como si contemplase
en mi extinción la ajena,
y no puedo apartar los ojos de su fuego.
Canta en el aire un pájaro,
el pájaro invisible de mi infancia,
el que entonces cantaba ya sin vida.
Arde una brasa aún al pie de este rosal
y no quema mi mano.
Cuánto olor en el aire, y el aire se lo lleva.
Epitafio romano
«No fui nada, y ahora nada soy.
Pero tú, que aún existes, bebe, goza
de la vida..., y luego ven.»
Eres un buen amigo.
Ya sé que hablas en serio, porque la amable piedra
la dictaste con vida: no es tuyo el privilegio,
ni de nadie,
poder decir si es bueno o malo
llegar ahí.
Quien lea, debe saber que el tuyo
también es mi epitafio. Valgan tópicas frases
por tópicas cenizas.
El Angel del poema
A César Simón
Dentro de la mortaja de esta casa
en esta noche yerma con tanta
soledad,
mirando sin nostalgia lo que en mi vida es ido,
lo que no
pudo ser,
esta ruina extensa del pasado,
también sin esperanza
en lo que ha de venir aún a flagelarme,
sólo es posible un bien: la
aparición del Angel,
sus ojos vivos, no sé de qué color, pero de
fuego,
la paralización ante el rostro hermosísimo.
Después oír,
saliendo del silencio y en tanta soledad,
su voz sin traducción, que
es sólo un fiel entendimiento sin palabras.
Y el Angel hace,
cerrándose en mis párpados y cobijado en ellos, su
aparición postrera:
con su espada de fuego expulsa el mundo hostil,
que gira afuera,
a oscuras.
Y no hay Dios para él, ni para mí.
"La última
costa" 1995
El curso de la luz
Trajo el aire la luz,
y nadie vigilaba, pues la robó en el sueño,
se originó en las sombras,
la luz que rodó negra debajo de los
astros.
Casa desnuda, seno de la muerte,
rincón y vastedad, árida
herencia,
vertedero sombrío, fértil hueco.
Tú estás donde las cosas lo parecen,
donde el hombre se finge,
ese que, a tus engaños, da en nombrarte
respiración, fidelidad.
Llegas hasta sus ojos,
y en ellos reconoces el nido en que nacieras,
piedra negra que está ignorando el mundo,
y ahondas tu furor, con
belleza de rosas
o valle de palomos
o dormidos naranjos en la
siesta del mar,
y agujeros callados se los tornas.
Débil es el sepulcro que así eliges,
no dura allí tu noche,
y
vuelves a tu oficio, criatura inocente,
y esos que te aman lloran,
pues dejas de ser luz para llamarte
tiempo.
nos tejiste con esa luz sombría
de tu origen, y en la
carne que alienta
dejas el sordo soplo del olvido;
no es tu reino
la humana oscuridad,
y en desventura existes.
Llega a ti el
desconsuelo, la desdicha,
resignación del fuerte, y aun rencor,
y
así nos acabamos:
extraño es el deseo de esa luz.
Extingue
tu suplicio, ciega pronto;
si recobras la paz, no nos perturbes.
El dolor
La
niña,
con los ojos dichosos,
iba -rodeada
de luz, su sombra por
las viñas-
a la mar.
Le cantaban los labios,
su corazón pequeño
le batía.
Los aires de las olas
volaban su cabello.
Un hombre, tras las dunas,
sentado estaba,
al acecho del mar.
Reconocía la miseria humana
en el gemido de las olas,
la condición
reclusa de los vivos
aullando de dolor,
de soledad, ante un
destino ciego.
Absorto las veía
llegar del horizonte, eran
el
profundo cansancio del tiempo.
Oyó, sobre la arena,
el rumor de unos pies
detenidos.
Ladeó
la cabeza, pesadamente
volvió los ojos:
la sombría visión que
imaginara
viró con él, todavía prendida,
con esfuerzo.
y el
joven vio que el rostro
de la niña
envejecía misteriosamente.
Con ojos abrasados
miró hacia el mar: las aguas
eran fragor,
ruina.
Y humillado vio un cielo
que, sin aves, estallaba de luz.
Dentro le dolía una sombra
muy vasta y fría.
Sintió en la frente
un fuego:
con tristeza se supo
de un linaje de esclavos.
El más hermoso territorio
El ciego deseoso recorre con los dedos
las líneas venturosas que
hacen feliz su tacto,
y nada le apresura. El roce se hace lento
en
el vigor curvado de unos muslos
que encuentran su unidad en un breve
sotillo perfumado.
Allí en la luz oscura de los mirtos
se enreda,
palpitante, el ala de un gorrión,
el feliz cuerpo vivo.
O
intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,
en el posar cansado de
un ocaso apagado.
Del estrecho lugar de la cintura,
reino de siesta y sueño,
o
reducido prado
de labios delicados y de dedos ardientes,
por
igual, separadas, se desperezan líneas
que ahondan. muy gentiles, el
vigor mas dichoso de la edad,
y un pecho dejan alto, simétrico y
oscuro.
Son dos sombras rosadas esas tetillas breves
en vasto
campo liso,
aguas para beber, o estremecerlas.
y un canalillo
cruza, para la sed amiga de la lengua,
este dormido campo, y llega a
un breve pozo,
que es infantil sonrisa,
breve dedal del aire.
En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles
se yergue el
cuello altivo que serena,
o el recogido cuello que ablanda las
caricias,
el tronco del que brota un vivo fuego negro,
la cabeza:
y en aire, y perfumada,
una enredada zarza de jazmines sonríe,
y
el mundo se hace noche porque habitan aquélla
astros crecidos y
anchos, felices y benéficos.
Y brillan, y nos miran, y queremos morir
ebrios de adolescencia.
Hay una brisa negra que aroma los cabellos.
He bajado esta espalda,
que es el más descansado de todos los
descensos,
y siendo larga y dura, es de ligera marcha,
pues nos
lleva al lugar de las delicias.
En la más suave y fresca de las sedas
se recrea la mano,
este espacio indecible, que se alza tan diáfano,
la hermosa calumniada, el sitio envilecido
por el soez lenguaje.
Inacabable lecho en donde reparamos
la sed de la belleza de la forma,
que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.
Rozo con mis mejillas la
misma piel del aire,
la dureza del agua, que es frescura,
la
solidez del mundo que me tienta.
Y, muy secretas, las laderas llevan
al lugar encendido de la
dicha.
Allí el profundo goce que repara el vivir,
la maga realidad
que vence al sueño,
experiencia tan ebria
que un sabio dios la
condena al olvido.
Conocemos entonces que sólo tiene muerte
la
quemada hermosura de la vida.
Y porque estás ausente, eres hoy el deseo
de la tierra que falta
al desterrado,
de la vida que el olvidado pierde,
y sólo por
engaño la vida está en mi cuerpo,
pues yo sé que mi vida la sepulté
en el tuyo.
"El otoño de las rosas" 1990
El porqué de las palabras
No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en
esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con
algo de memoria
y alguna claridad.
Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día
hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
Y sólo atesoré miseria,
suspendido el placer para experimentar una
desdicha nueva,
besé en todos los labios posada la ceniza,
y fui
capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna
del hombre.
Hay en mi tosca taza un divino licor
que apuro y
que renuevo;
desasosiega, y es
remordimiento;
tengo por concubina a la virtud.
No tuve amor a las
palabras,
¿cómo tener amor a vagos signos
cuyo desvelamiento era
tan sólo
despertar la piedad del hombre para consigo mismo?
En el aprendizaje del oficio se logran resultados:
llegué a saber
que era idéntico el peso del acto que resulta de
lenta reflexión y el gratuito,
y es fácil desprenderse de la vida, o
no estimarla,
pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma
dicha.
Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier
dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un
dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de
la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni
la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo
contiene su deseo.
Las palabras separan de las cosas
la luz que cae en ellas y la
cáscara extinta,
y recogen los velos de la sombra
en la noche y
los huecos;
mas no supieron separar la lágrima y la risa,
pues
eran una sola verdad,
y valieron igual sonrisa, indiferencia.
Todo
son gestos, muertes, son residuos.
Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,
repta en la noche
fosca,
abre su boca seca, y está mudo.
En el cansancio de la noche...
En el cansancio de la noche,
penetrando la más oscura música,
he recobrado tras mis ojos ciegos
el frágil testimonio de una escena
remota.
Olía el mar, y el alba era ladrona
de los cielos; tornaba
fantasmales
las luces de la casa.
Los comensales eran jóvenes, y
ahítos
y sin sed, en el naufragio del banquete,
buscaban la
ebriedad
y el pintado cortejo de alegría. El vino
desbordaba las
copas, sonrosaba
la acalorada piel, enrojecía el suelo.
En
generoso amor sus pechos desataron
a la furiosa luz, la carne, la
palabra,
y no les importaba después no recordar.
Algún puñal
fallido buscaba un corazón.
Yo alcé también mi copa, la más leve,
hasta los bordes llena de
cenizas:
huesos conjuntos de halcón y ballestero,
y allí bebí, sin
sed, dos experiencias muertas.
Mi corazón se serenó, y un inocente
niño
me cubrió la cabeza con gorro de demente.
Fijé mis ojos lúcidos
en quien supo escoger con tino más certero:
aquel que en un rincón, dando a todo la espalda,
llevó a sus frescos
labios
una taza de barro con veneno.
Y brindando a la nada
se apresuró en las sombras.
Esplendor negro
Sólo una vez pudiste conocer aquel Esplendor negro
e
intermitentemente recuerdas la experiencia con vaguedad,
aproximaciones difusas, inminencias,
y así, desde tu juventud,
arrastras frío,
un invisible manto de ceniza escarlata.
Y no fue
necesario cegar los ojos,
pues de las luces claras de los astros
llegó el delirio aquel, la posibilidad más exacta y sencilla:
en vez
de Dios o el mundo
aquel negro Esplendor,
que ni siquiera es
punto, pues no hay en él espacio,
ni se puede nombrar, porque no se
dilata.
Valen igual Serenidad y Vértigo,
pues las palabras están
dichas desde la noche de la tierra,
y las palabras son tan sólo
expresión de un engaño.
Volver al centro aquel es ir por las afueras
de la vida,
sin conocer la vida, un inmundo imposible,
pues sólo
el no nacer te pudiera acercar a esa experiencia.
Crear la
inexistencia, y su totalidad,
no te hizo poderoso,
ni derramó tu
llanto, y nada redimiste.
La misma incomprensión que contemplar el
mundo
te produjo el terror de aquel Esplendor negro,
y aquel
desvalimiento al cubrirte las sábanas.
Insistencias en Luzbel
Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido...
Está en
penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces
rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un
bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas,
rotas
columnas: cuántas cosas, como un muelle,
le estremecieron de
muchacho. Antes
se tendía en la alfombra largo tiempo,
y
conquistaba la aventura. Nada
queda de aquel fervor, y en el presente
no vive la esperanza. Va pasando
con lentitud las hojas. Este rito
de desmontar el tiempo cada día
le da sabia mirada, la costumbre
de señalar personas conocidas
para que le acompañen. y retornan
aquellas viejas vidas, los amigos
más jóvenes y amados, cierta
muerta
mujer, y los parientes. No repite
los hechos como fueron, de
otro modo
los piensa, más felices, y el paisaje
se puebla de una historia
casi nueva
(y es doloroso ver que aún con engaño,
hay un mismo final de
desaliento).
Recuerda una ciudad, de altas paredes,
donde millones
de hombres viven juntos,
desconocidos, solitarios; sabe
que una
mirada allí es como un beso.
Mas él ama una isla, la repasa
cada
noche al dormir, y en ella sueña
mucho, sus fatigados miembros ceden
fuerte dolor cuando apaga los ojos.
Un día partirá del viejo pueblo
y en un extraño buque, sin pensar,
navegará. Sin emoción la casa
se abandona, ya los rincones húmedos
con la flor de verdín, mustias
las vides,
los libros amarillos. Nunca nadie
sabrá cuándo murió,
la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.
La cerradura del amor
Soluciona la noche con monedas:
pagas así la cama.
Mas aquello por lo que tanto dieras
(o quizás dieras poco):
la promesa del cielo (que es lo eterno)
o esta vida final (el desengaño),
por el amor lo dieras casi todo.
Mas si lo ves venir aguarda altivo
porque el don que te llega lo mereces.
No le opongas dureza, mas que llame
a la puerta cerrada. No te fíes
de la belleza de un semblante joven,
y escruta su mirada con la tuya;
ayude la experiencia de los años
para tocar el alma. Si algo sabes
debe servirte mucho en esas horas.
Puede que, a quien esperas, le despidas,
y te quedes más solo.
Mas el amor no pagues con monedas,
no mendigues aquello que mereces.
La piedad del tiempo
¿En qué oscuro rincón del tiempo que ya ha muerto
viven aún,
ardiendo, aquellos muslos?
Le dan luz todavía
a estos ojos tan viejos y engañados,
que
ahora vuelven a ser el milagro que fueron:
deseo de una carne, y la
alegría
de lo que no se niega.
La vida es el naufragio de una obstinada imagen
Que ya nunca
sabremos si existió,
Pues sólo pertenece a un lugar extinguido.
"La última costa" 1995
La última costa
Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y
más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío
enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos,
con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad,
flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos
velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel
de todos a la niebla.
Ladridos jadeantes en el césped...
Ladridos jadeantes en el césped
le hacen mirar, con el calor el
día
va rodando a su fin y de las rosas
sube un olor, y una
inquietud constante.
En el silencio rueda la alegría
súbita de los
perros. Y él entiende
esa felicidad, el desvarío
que ellos
muestran. Hermosa fue la vida
cuando el cuerpo era joven, y el deseo
la costumbre inicial de cada hora.
Un aire corto llega desde el mar
y ha alargado la sombra de los
montes.
Echa su vida atrás, desnuda el cuerpo
delante de otro
cuerpo, y unos ojos
le buscan y él los busca.
En el amor era veloz
el tiempo,
iba pronto a morir, y en vano el joven
pensaba
detenerlo, se soñaba
vencido en la vejez y desamado.
Entonces su
victoria
era querer aún más, con mayor fuerza.
Mira, desde su frente, con los ojos
fijos la línea de los montes,
áspero
muro de plata que en el mar se hiela.
Ya no lucha la tarde
y se hace rosa
la luz en su cabeza pensativa.
Llegan, desde el
camino, frescas voces
llamándose. La casa, oscurecida,
se ha
perdido en los árboles, y él oye
el dulce nacimiento del amor,
escucha su secreto. Ya de nuevo
vive su corazón, y el hombre tiembla,
siente cargado el pecho, y apresura
un llanto fervoroso.
Lamento en Elca
Estos momentos breves de la tarde,
con un vuelo de pájaros rodando en el ciprés,
o el súbito
posarse en el laurel dichoso
para ver, desde allí, su mundo cotidiano,
en el que están los
muros blancos de la casa,
un grupo espeso de naranjos,
el hombre extraño que ahora
escribe.
Hay un canto acordado de pájaros
en esta hora que cae, clara y
fría,
sobre el tejado alzado de la casa.
Yo reposo en la luz, la
recojo en mis manos,
la llevo a mis cabellos,
porque es ella la vida,
más suave
que la muerte, es indecisa,
y me roza en los ojos,
como si acaso yo tuviera su existencia.
El mar es un misterio recogido,
lejos y azul,
y diminuto
y mudo,
un bello compañero que te dio su alegría,
y no te dice adiós,
pues no ha de recordarte.
Sólo los hombres aman, y aman siempre,
aun con dificultad.
¿Dónde mirar, en esta breve tarde,
y encontrar quien me mire
y reconozca?
Llega la noche a
pasos, muy cansada,
arrastrando las sombras
desde el origen de la luz,
y así se
apaga el mundo momentáneo,
se enciende mi conciencia.
Y miro el mundo, desde esta soledad,
le ofrezco fuego, amor,
y nada me refleja.
Nutridos de
ese ardor nazcan los hombres,
y ante la indiferencia extraña
de cuanto les acoge,
mientan
felicidad
y afirmen inocencia,
pues que en su amor
no hay culpa y no
hay destino.
Las últimas preguntas
En el acabamiento de la tarde,
cuando hacía el camino,
he llegado de pronto ¿a dónde?
La noche que ha caído,
tan
repentina y negra, me impide ver,
y sólo sé que nadie me acompaña.
¿Qué ha sido este viaje?
Muy largo debió ser, por la fatiga,
o acaso fue muy breve, si
existió:
De entre mis posesiones
sólo guardo un pañuelo que oscurece en
mis manos:
¿Para secar las lagrimas que no puedo verter?
¿O para
despedirme, desde la prescripción,
de las sombras que dejo?
Sin tiempo, me pregunto: ¿qué soy?
¿quién soy?
¿Y para qué partí?
¿Y qué sentido tiene haber llegado?
Y qué
poco me importa lo que,
del lado del desuso, pueda pasar ahora,
si nada entiendo.
Dejo de ser mortal. Mas no soy inmortal.
Como si nada hubiera sido.
Los actos
Rubores, rostros, movimientos, cuerpos,
la línea transparente que
desune
la piel y el aire; los sedientos humos
que aniquilan los
labios, las mejillas,
y en donde el uso se consume en fuegos:
los
negros resplandores, la mirada;
el tacto abrasador, de tan voraz
helado; la tramoya deshonesta,
feliz; y el bienestar de la ceniza.
Cuantas veces el acto se ha cumplido
hizo bello el vivir, y
emocionante
saberlo en el olvido; porque es niebla
siempre lo que
perdemos, sucesión
de fantasmas los seres y los días.
Mas sin
carne, la luz no hubiera sido;
sin deseo, la vida fría noche.
Madrigal nocturno
Tus nocturnos cabellos de oro, racimillos de uva,
vericuetos de la
paciencia y asombros del espejo,
¿cómo usar de ellos, pues que sin
pensamiento, aún vano,
existen?
Tentación de la mano, si no desenredara presas plumas
de
siniestras aves: encanalladas risas
callejeras, gestos mohines,
escándalos domésticos;
tentación de los ojos, para enjugar sus
blandos hilos
el apócrifo llanto de un alba más cercana,
con más
copas bebidas;
ardiente tentación de hacer caer en ellos
el tedio
de las horas, la dormida ceniza del cigarro.
¿De qué podrá servir, en esta noche, tu artificiosa adolescencia?
Mere road
Todos los días pasan,
y yo los reconozco. Cuando la tarde se hace
oscura,
con su calzado y ropa deportivos,
yo ya conozco a cada uno
de ellos, mientras suben en grupos
o aislados,
en el ligero esfuerzo de la bicicleta.
y yo los
reconozco, detrás de los cristales de mi cuarto.
Y nunca han vuelto
su mirada a mí,
y soy como algún hombre que viviera perdido en una
casa de
una extraña ciudad,
una ciudad lejana que nunca han conocido,
o
alguien que, de existir, ya hubiera muerto
o todavía ha de nacer;
quiero decir, alguien que en realidad no existe.
Y ellos llenan mis
ojos con su fugacidad,
y un día y otro día cavan en mi memoria este
recuerdo
de ver cómo ellos llegan con esfuerzos, voces, risas, o
pensamientos silenciosos,
o amor acaso.
Y los miro cruzar delante
de la casa que ahora enfrente
construyen
y hacia allí miran ellos,
comprobando cómo los muros
crecen,
y adivinan la forma, y alzan sus comentarios cada vez,
y
se les llena la mirada, por un solo momento, de la fugacidad de
la madera y de la piedra.
Cuando la vida, un día, derribe en el
olvido sus jóvenes edades,
podrá alguno volver a recordar, con
emoción, este suceso mínimo
de pasar por la calle montado en
bicicleta, con esfuerzo ligero
y fresca voz.
Y de nuevo la casa se estará construyendo, y esperará
el jardín a
que se acaban estos muros
para poder ser flor, aroma, primavera,
(y es posible que sienta ese misterio del peso de mis ojos,
de un ser
que no existió,
que le mira, con el cansancio ardiente de quien vive,
pasar hacia los muros del colegio),
y al recordar el cuerpo que ahora
sube
solo bajo la tarde,
feliz porque la brisa le mueve los
cabellos,
ha cerrado los ojos
para verse pasar, con el cansancio
ardiente de quien sabe
que aquella juventud
fue vida suya.
Y
ahora lo mira, ajeno, cómo sube
feliz, encendiendo la brisa,
y ha
sentido tan fría soledad
que ha llevado la mano hasta su pecho,
hacia el hueco profundo de una sombra.
Mis dos realidades
Era un pequeño dios: nací inmortal.
Un emisario de oro
dejó eternas y vivas las aguas de la mar,
y
quise recluir el cuerpo en su frescura;
pobló de un son de abejas los
huertos de naranjos,
y en tomo a tantos frutos se volcaba el azahar.
Descendía, vasto y suave, el azul
a las ramas más altas de los pinos,
y el aire, no visible, las movía.
El silencio era luz.
Desde el
centro más duro de mis ojos
rasgaba yo los velos de los vientos,
el vuelo sosegado de las noches,
y tras el rosa ardiente de una
lágrima
acechaba el nacer de las estrellas.
El mundo era desnudo,
y sólo yo miraba.
y todo lo creaba la inocencia.
El mundo aún permanece. Y existimos.
Miradme ahora mortal; sólo
culpable.
Muros de Arezzo
Dentro de aquella descarnada iglesia
la nave era una sombra, cuyo
aliento
era un vaho de siglos, y en la hondura
vimos la luz
sesgando el alto muro.
Y el sueño humano allí, con los colores
del
más ardiente engaño, las cenizas
del deseo de un hombre sepultadas
en árbol, en corcel, séquito o Angel.
No puso fantasía ni invención:
sobre la faz del hombre y de la tierra
dejó el orden debido; y
admiramos
no la belleza física, la imagen
de nuestra carne
serenada. Suma
de perfección es la cabeza humana,
sin fuego de
alegría y sin tristeza;
ni altiva ni humillada bajo el arco
del
aire azul, tan quieta la mirada
que deja a los caballos sin instinto,
sin crecimiento natural al árbol.
Se nos narra una historia de este mundo;
el pretexto remoto de
unos seres
como nosotros mismos, mas sabemos
que el bien y el mal
aquí no son pasiones.
La pintada pared nos muestra el sueño
que
abolió nuestra escoria: son iguales
el moribundo y el que ama, reyes
y palafreneros, montes o lanzas,
la desnudez y el atavío, sol
o
noche, los piadosos y el guerrero,
la sed y la coraza, quien vigila
y el dormido en la tienda, la señora
y sus damas, el estandarte rojo
y el sepulcro, el joven y el anciano,
la indiferencia y el dolor, el
hombre
y Dios.
Enamorado alguna vez,
y haciendo realidad el viejo sueño
de una
mejor naturaleza, quiso
la perfección. Recordando el amor,
la
dicha mantenida, sus pinceles
conservaron los hábitos y gestos
terrenales, copió la vida toda,
y a semejanza de él, aunque visible,
un aire hermoso y denso allí respiran
logrando un orden nuevo que
serena:
feliz; sin libertad, vive aquí el hombre.
"Palabras a la oscuridad" 1966
No hagas como aquel
Divinizó a Antinoos.
y así, ayudado en la plegaria ajena,
lo pudo
retener en el recuerdo,
mantuvo su dolor.
Al fin, sólo mendigo y
hombre.
Sé más pagano tú, y advierte que la vida
tiene un destino cierto:
sólo olvido,
y si piadosa obra: Sustitución.
Es el azar origen del
amor,
y el camino azaroso, y un golpe del azar
lo acaba pronto. Si
tan ruda
es la vida, tan incivil el sentimiento,
tan injusta la
pena,
y en ello no hubo enmienda con los siglos,
no hagas tú como
aquél,
no pretendas hacer digna la vida:
tan torpe tiranía
no
merece sino tu natural indiferencia.
"Aún no" 1971
Oscureciendo el bosque
Toda esta hermosa tarde, de poca luz,
caída sobre los grises bosques
de Inglaterra,
es tiempo.
Tiempo que está muriendo
dentro de mis tranquilos ojos,
mezclándose en el tiempo que se extingue.
Es en la vida todo
transcurrir natural hacia la muerte,
y el gratuito don que es ser, y
respirar,
respira y es hacia la nada angosta.
Con sosegados ojos
miro el bosque,
con tal gracia latiendo
que me parece un soplo de
su espíritu
esa dicha invisible que a mi pecho ha venido.
Cual se
cumple en el hombre
también se ha de cumplir la vida de la tierra;
la débil vecindad que es realidad ahora,
distancia tenebrosa será
luego,
toda será negrura.
Miro, con estos ojos vivos, la oscuridad
del bosque.
y una dicha más honda llega al pecho
cuando, a la
soledad que me enfriaba,
vienen borrados rostros, vacilantes
contornos de unos seres
que con amor me miran, compañía demandan,
me ofrecen, calurosos, su ceniza.
Cercado de tinieblas, yo he tocado
mi cuerpo
y era apenas rescoldo de calor,
también casi ceniza.
y sentido después que mi figura se borraba.
Mirad con cuánto gozo os
digo
que es hermoso vivir.
Otoño inglés
No para ver la luz que baja de los cielos,
incierta en estos campos,
sino por ver la luz que, del oscuro centro de la tierra,
a las hojas
asciende y las abrasa.
Yo no he salido a ver la luz del cielo
sino
la luz que nace de los árboles.
Hoy lo que ven mis ojos
no es un
color que a cada instante muda su belleza,
y ahora es antorcha de
oro,
voraz incendio, humareda de cobre,
ola apacible de ceniza.
Hoy lo que ven mis ojos
es el profundo cambio de la vida en la
muerte.
Este esplendor tranquilo
es el acabamiento digno de una perfecta
creación
más si se advierte,
la consunción penosa de los hombres
tan sólo semejantes en su honda soledad,
mas con dolor y sin belleza.
El hombre bien quisiera que su muerte
no careciese de alguna
certidumbre,
y así reflejaría en su sonrisa,
como esta tarde el
campo,
una tranquila espera.
(Belleza del durmiente
que agita imperceptible el mudo pecho
para alzarse después con mayor vida;
como en la primavera los árboles
del campo.)
¿Cómo en la primavera...?
No es lo que veo,
entonces, trastorno de la muerte
sino el soñar del árbol, que
desnuda,
su frente de hojarasca,
y entra así cristalino en la
honda noche
que ha de darle más vida.
Es ley fatal del mundo
que toda vida acabe en podredumbre,
y
el árbol morirá, sin ningún esplendor,
ya el rayo, el hacha o la
vejez
lo abatan para siempre.
En la fingida muerte que contemplo
todo es belleza:
el estertor cansado de las aves,
la algarabía de
unos perros viejos, el agua
de este río que no corre,
mi corazón,
más pobre ahora que nunca
pues más ama la vida.
Las rotas alas de la noche caen
sobre este vasto campo de
ceniza:
huele a carroña humana.
La luz se ha vuelto negra, la
tierra
sólo es polvo, llega un viento
muy frío.
Si fuese muerte
verdadera la de este bosque de oro
sólo habría dolor
si un hombre contemplara la caída.
Y he
llorado la pérdida del mundo
al sentir en mis hombros, y en las ramas
del bosque duradero,
el peso de una sola oscuridad.
Palabras para una despedida
A Juan Gil-Albert
Está la luz despierta,
y se adentra en
los ojos el contorno del monte,
y el grito de los pájaros desvanece
el oído
al venir de los húmedos huertos.
Los blancos pueblos de la
costa,
felices de lujuria y juventud,
alientan junto al mar,
lejanos.
No estoy allí, mas lo que fui deseo:
la dicha viva, los
sentidos borrados,
ahora que en el jardín el tiempo se arrincona
en las sombras,
y el olor de las rosas sube al aire.
Hay humos
blancos y calladas palomas
en la altura, y voces que se alejan,
hay demasiada vida para una despedida.
Y un día habrá de ser,
sin que la grata luz, las voces de la
casa,
los cultivos del huerto, los días recordados
de la remota y
breve juventud,
ni tampoco el amor que me tenéis,
retrasen la
obligada despedida.
Tendré que aposentarme en la aridez
y perdida la imagen de este
mundo
y perdido yo mismo,
siento que aquel reposo será estéril,
que la vida no fue, que el fervor
de cualquier despedida es un
engaño.
Palabras para una mirada
Miras, con ojos luminosos,
mientras hablo, mis ojos. Los cabellos
son fuego y seda,
y el rosa laberinto del oído
desvaría en
la noche,
acepta las razones que doy sobre una vida
que ha perdido la
dicha y su mejor edad.
¿Cómo me ven tus ojos? Yo sé, porque estás
cerca,
que mis labios sonríen,
y hay en mí delirante juventud.
Inocente me miras, y no quiero saber
si soy el más dichoso hipócrita.
Sería pervertirte decir
que quien ha envejecido es traidor,
pues
ha dado la vida
o dado el alma,
no sólo por placer, también por
tedio,
o por tranquilidad;
muy pocas veces por amor.
He acercado mis labios
a los tuyos,
en su fuego he dejado mi calor,
y emboscado en la
noche
iba espiando en ti vejez y desengaño.
Provocación
ilusoria de un accidente mortal
He aquí el ciego, que sólo ve la vida en el recuerdo.
Era la playa
estrecha e irregular, junto al mar sosegado
en el crepúsculo;
y el mundo va a morir, porque en la soledad y en
la belleza
tendrá lugar el acto del amor dentro del agua.
Desnudos
reposamos en la orilla
del sur del Adriático platino,
y aguardamos
la noche en nuestros ojos.
Mas no vino la noche; sí el infortunio
(la vida sucedida desde entonces).
Y aquella brisa falsa, ya en el
coche,
mientras los faros amarillos desunían la intimidad
de la fatiga y aquel país extraño.
Ahora acerco tu rostro hasta
mi boca,
y quiero que mi vida y tu historia concluyan bruscamente.
Y así existe el poema, no fue escrito por nadie.
Solo de trompeta
Cuando ya las miradas de todos se conocían vagamente,
a través de las
pupilas nubladas por el alcohol,
de aquella música confusa, de la
penumbra de aquel humo,
del caos
vino un silencio imperceptible,
y una trompeta sola, de
fuego, nos quemaba la vida.
O acaso era de hielo aquella música:
inertes los sonidos, para
que cada uno de nosotros
los hiciese movibles, los llenase de
espíritu.
Por cada uno de los hombres
la música cantaba diferente:
con alegría estéril
en la mujer que me miraba, con cansada tristeza
en unos yertos labios, y en el muchacho solitario
con profunda
nostalgia de vejez;
la música cantaba diferente, sin que nadie
supiera
cómo sonaba junta, con qué intenso dolor.
En aquel cuarto oscuro
nada correspondía a la verdad del hombre:
la emoción estridente del músico era falsa,
torpe el engaño de los
otros.
La verdad es humilde y es sencilla.
La soledad, al
compartirla con otras soledades,
hace más viva la impotencia.
y
empuja al hombre entonces a regiones heroicas
con sólo el
sentimiento.
Después cae un cansancio sobre el alma
por esta lucha
inútil, se resiente
tanta falsa virtud, la mentida pureza;
y
cuando la trompeta, desmayada, se extingue en el silencio,
sólo
quedan visibles, descubiertos al fin, los más ocultos,
los más
tenaces vicios:
se reconocen las miradas, y puede haber piedad,
y
hasta sentir alguno un tibio amor.
La trompeta de fuego,
muda sobre una mesa, la vemos amarilla,
y está vieja y rayada.
Sombrío ardor
No como las estrellas, que dan luz,
mas también incontables cual los
átomos
que habitan negros en las hondas cuevas,
los encuentros del
cuerpo, sin amor,
sólo son actos de tinieblas. Nada
perdura en mí
de aquellos miembros, dicha,
fuego, sonrisa. El sombrío ardor
desvaneció su huella en la memoria,
dejó solo un cansancio. Y ahora
vuelvo
al encuentro del cuerpo en las tinieblas,
y en el sombrío
ardor toco la vida,
espectro lujurioso. Rueda el tiempo
por las
sordas paredes de este cuarto,
y siento que la vida se deshace.
Escucho el corazón, y su latido
oscuro nada dice, fuego implora,
mendiga eternidad para la carne.
Merecida la luz nos la destruyen,
¿en dónde está?; mirad con
cuánta prisa
hemos llegado al hueco sofocante.
Sucesión de mí mismo
Es ardiente el pasado, e imposible:
breve noche de amor conmigo mismo.
F. B.
Al aire del jardín
la cama está revuelta de sábanas
y luna,
y en ellas está el cuerpo solitario y desnudo.
Velan los
ojos, en las sombras del pino plateado, la hiedra de
las tapias,
y la vida furtiva de los astros.
Un bulto juvenil
de la penumbra surge
y ha subido sin ropas a mi lecho,
y en la
tarea del amor completa
la noche ahora tan breve.
Este mudo
muchacho está encendido
de una pasión oscura y alejada,
y sus
dientes furiosos y su lengua dulcísima
rescatan de mi carne la
densidad del tiempo.
En el azar del mundo su vida ha retornado
con
revueltos cabellos, y ahora mudo,
y ha cruzado después las puertas de
la noche.
Desde el balcón le espío
llegar hasta la esquina de la casa,
y
allí ha permanecido en la mejilla de la primera luz.
Con el sol y los
pájaros el día se hace largo,
y en la esquina el muchacho ya es este
mudo anciano que
vigila el balcón
allí donde él se mira con un cuerpo aún robusto y
fatigado.
Borrada juventud, perdida vida, ¿en qué cueva de sombras
arrojar las palabras?
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...