
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...
Canción
Contradicciones
Doloras
El amar y el querer
El ojo de la llave
El tren expreso
Canto primero: la
noche
Canto segundo: el día
Canto
tercero: el crepúsculo
Humorada
Inspiración nocturna
La opinión
La virtud del egoísmo
Los dos miedos
Los progresos del amor
Más cerca de mí te siento
Para tu boca
Porvenir de las almas
Quien supiera escribir...
Soneto
Velas de amor
Canción
A la gloriosa memoria de las víctimas
del Dos de Mayo de 1808.
El sol sus alas replegó luciente,
y la noche callada el
manto oscuro
en luengo cerco derramó sombría.
Vierten los astros su fulgor
doliente,
y entre las sombras se destaca puro,
remedo incierto de la luz
del día.
¡Tal de la suerte mía
la luz brilla insegura
entre la niebla
oscura!
Ahora, pues, bajo el nocturno manto
muestras daré de mi
desdicha extrema;
y cual presagio del famoso canto
que a alzar me impele
inspiración suprema,
¡rompa el acerbo llanto
que mis entrañas reprimido quema!
Auras, volad, y de fragancia henchidas
templad el fuego que mi
frente abrasa,
mansa flotando en invisible giro.
Entre las nubes, con fragor
hendidas,
su virgen luz, cual transparente gasa,
mece la luna que
extasiado admiro.
Me parece que miro
a sus tibios reflejos
vagar allá a lo
lejos
cual húmedo vapor de hedionda tumba,
de Napoleón la sombra
venerada;
y cuando ronco el aquilón retumba
la vaga esfera de la luz
turbada,
¡me parece que zumba
en torrente de sangre desatada!
¡Sombra execrable! Maldecida sombra
que levantó para asentar su trono
de humanos cuerpos funeral
montaña!
El manto azul del cielo por alfombra
creyó tender en su rabioso
encono,
y ahogó rugiendo su impotente saña.
Soldados, dijo, España
nuestra esclava se vea,
un muro en ella sea
de insepultos cadáveres alzado
que llene
de terror a las naciones.
Luego a rumor del atambor doblado
se alzó el muro, rodaron tus
pendones,
y en él viste apilado
el magnífico tren de tus legiones.
Al ver su oprobio aterrador el Sena
turbio en las rocas con
sonoro estruendo
bate furioso la revuelta frente,
cual herida serpiente que la
arena
escarba airada, y con silbar horrendo
en vano aguza el venenoso
diente.
¡Tirano, muge hirviente,
cuán cara fue a la Francia
tu
funesta arrogancia!
Y al repetir este rumor, tonante
la última esfera de los cielos
toca,
y embravecido, hinchado, ondisonante,
con cuanto encuentra sin
concierto choca
y se arrastra bramante
con brusco murmurar de roca en roca.
¡Ay! Del cañón al fúnebre estampido
que el bronco trueno imita,
cuando alado,
asorda el aire en revoltoso vuelo;
y al revolar del humo
esparcido
que en las alas del aura reclinado
viste de luto el encendido
cielo;
aferradas al suelo
las víctimas gloriosas,
que ha poco
victoriosas
Independencia y libertad gritaron,
se vieron sin defensas
maniatadas.
Y al ¡ay! de muerte que después lanzaron,
sus cadenas, de
púrpura manchadas,
a la faz arrojaron
del sangriento Murat pulverizadas.
Contra vuestro poder la tiranía
en vano desató su furia brava,
que al sentir vuestro esfuerzo
soberano,
la vil corona, que adornó algún día
con una flor cada nación
esclava,
se marchitó en las sienes del tirano.
Todo el linaje humano
su carroza triunfante
iba a hollar rechinante,
cuando opusisteis a su fiera saña
vuestro ardor cabe el lento Manzanares,
a sus huestes gritando: ¡Gente extraña,
dad un adiós a vuestros
patrios lares;
sólo saldréis de España
surgiendo el fondo de sangrientos mares!
¡Salve, cenizas! ¡Salve, oh ricas prendas!
que humedezca
dejad, restos sagrados,
con lloro estéril vuestras frías losas.
Jamás os faltarán verdes
ofrendas,
o no tendrán en sus floridos prados
ni laureles abril ni el mayo
rosas.
¡Perdón, sombras gloriosas
si mi lira naciente
no os canta
dignamente!
Con el llanto sus cuerdas empapadas
sordas vibran confusa
melodía.
¡Si no fuisteis por mí, sombras amadas,
loadas con dulcísima
armonía,
al menos sí cantadas
con toda la efusión del alma mía!
Contradicciones
Se halla con su amante Rosa
a solas en un jardín,
y ya a su empresa amorosa
iba tocando
a su fin,
cuando ella entre la arboleda
trasluce el grupo encantado
en
que, en cisne transformado,
ama Júpiter a Leda;
y encendida de rubor,
viendo el grupo
repugnante,
se alza, rechaza al amante,
y exclama huyendo: ¡Qué horror!
Corrida del mal ejemplo,
entra a rezar en un templo;
mas al ver Rosa el ardor
con que
el altar mayor
una Virgen de Murillo
besa a un niño encantador,
volvió en
su pecho sencillo
la llama a arder del amor.
¿Será una ley natural,
como
afirma no sé quién,
que por contraste fatal
lleva un mal ejemplo al bien
y un
ejemplo bueno al mal?
Doloras
Amor y gloria
¡Sobre arena y
sobre viento
lo ha fundado el cielo todo!
Lo mismo el mundo de el
lodo
que el mundo del sentimiento.
De amor y gloria el cimiento
sólo aire y arena son.
¡Torres con que la ilusión
mundo y
corazones llena;
las del mundo sois arena,
y aire las del corazón!
El amar y el querer
A la infiel más
infiel de las hermosas
un hombre la quería y yo la amaba;
y ella a
un tiempo a los dos nos encantaba
con la miel de sus frases
engañosas.
Mientras él, con sus flores venenosas,
queriéndola, su aliento
empozoñaba,
yo de ella ante los pies, que idolatraba,
acabadas de
abrir echaba rosas.
De su favor ya en vano el aire arrecia;
mintió a los dos, y
sufrirá el castigo
que uno le da por vil, y otro por necia.
No hallará paz con él, ni bien conmigo
él, que sólo la quiso, la
desprecia;
yo, que tanto la amaba, la maldigo.
El ojo de la llave
No te ocupes de cosas ajenas ni
te entremetas en las cosas de los
mayores
Kempis, lib. XI.I
I. A los quince años
Dos hablan dentro muy quedo;
Rosa, que a espiar comienza,
oye lo
que le da miedo,
ve lo que le da vergüenza.
Pues ¿qué hará, que
así la espanta,
su amiga, a quien cree una santa?
No sé qué le da
sonrojo,
mas... debe ser algo grave
por el ojo,
por el ojo de la llave.
El corazón se le salta
cuando oye hablar, y después
mira..., mira... y casi falta
la
tierra bajo sus pies.
¡Ay! Si ya a vuestra inocencia
no desfloró
la experiencia,
no miréis por el anteojo
del rayo de luz que cabe
por el ojo,
por el ojo de la llave.
Desde que a mirar empieza,
de un volcán la ebullición
sube a encender su cabeza,
va a
inflamar su corazón.
Claro, el ser que piensa y siente
siempre,
cual ella, en la frente
tendrá del pudor el rojo
cuando de mirar
acabe
por el ojo,
por el ojo de la llave.
De aquel anteojo a merced
mira más..., y más... y más...
y luego siente esa sed
que no se
apaga jamás.
Mas ¿qué ve tras de la puerta
que tanto su sed
despierta?
¿Qué? Que, a pesar del cerrojo,
ve de la vida la clave
por el ojo,
por el ojo de la llave.
Haciendo al peligro cara,
ve caer su ingenuidad
la barrera que separa
la ilusión de la
verdad.
Pero ¿qué ha visto, señor?
Yo sólo diré al lector
que
no hallará más que enojo
todo el que la vista clave
por el ojo,
por el ojo de la llave.
Siguen sus ojos mirando
que habla un hombre a una mujer,
y van su cuerpo inundando
oleadas
de placer.
Su amiga, de gracia llena,
¿no es muy buena? ¡Ah!, ¡sí,
muy buena!...
Pero ¿hay alguien cuyo arrojo
de ser mirado se alabe
por el ojo,
por el ojo de la llave?
II. A los treinta años
Mas, quince años después, Rosa ya sabe
con ciencia harto precoz
que el mirar por el ojo de la llave
es un crimen atroz.
Una noche de abril, a un hombre espera:
la humedad y el calor
siempre son en la ardiente primavera
cómplices del amor.
Húmeda noche tras caliente día...
Rosa aguarda febril.
¡Cuánta virtud sobre la tierra habría
si no fuera el abril!
Y como ella ya sabe lo que sabe,
después que el hombre entró,
de hacia el frente del ojo de la llave
cual de un espectro huyó.
y cuando al lado de él, junto a él sentada,
en mudo frenesí
se hablan ambos de amor sin decir nada,
Rosa prorrumpe así:
«¿El ojo de la llave está cerrado?
¡Ay, hija de mi amor!
Si ella mirase, como yo he mirado...
Voy a cerrar mejor.»
El
tren expreso
Al ingeniero de caminos el célebre escritor
don José de Echegaray, su admirador y amigo.
Canto primero: la noche
I
Habiéndome
robado el albedrío
un amor tan infausto como mío,
ya recobrados la
quietud y el seso,
volvía de Paris en tren expreso;
y cuando
estaba ajeno de cuidado,
como un pobre viajero fatigado,
para
pasar bien cómodo la noche
muellemente acostado,
al arrancar el
tren subió a mi coche,
seguida de una anciana,
una joven hermosa,
alta, rubia, delgada y muy graciosa,
digna de ser morena y sevillana.
II
Luego, a
una voz de mando
por algún héroe de las artes dada,
empezó el tren
a trepidar, andando
con un trajín de fiera encadenada.
Al dejar la
estación, lanzó un gemido
la máquina, que libre se veía,
y
corriendo al principio solapada
cual la sierpe que sale de su nido,
ya al claro resplandor de las estrellas,
por los campos, rugiendo,
parecía
un león con melena de centellas.
III
Cuando
miraba atento
aquel tren que corría como el viento,
con sonrisa
impregnada de amargura
me preguntó la joven con dulzura:
«¿Sois
español?». Y su armonioso acento,
tan armonioso y puro, que aun ahora
el recordarlo sólo me embelesa,
«Soy español» la dije; «¿y vos,
señora?».
«Yo», dijo, «soy francesa.»
«Podéis», la repliqué
con arrogancia,
«la hermosura alabar de vuestro suelo,
pues creo,
como hay Dios, que es vuestra Francia
un país tan hermoso como el
cielo.»
«Verdad que es el país de mis amores,
el país del ingenio
y de la guerra;
pero en cambio», me dijo, «es vuestra tierra
la patria del honor y de las flores:
no os podéis figurar cuánto me
extraña
que, al ver sus resplandores,
el sol de vuestra España
no tenga, como el de Asia, adoradores.»
Y después de halagarnos
obsequiosos
del patrio amor el puro sentimiento,
entrambos nos
quedamos silenciosos
como heridos de un mismo pensamiento.
IV
Caminar
entre sombras es lo mismo
que dar vueltas por sendas mal seguras
en el fondo sin fondo de un abismo.
Juntando a la verdad mil
conjeturas,
veía allá a lo lejos, desde el coche,
agitarse sin fin
cosas oscuras,
y en torno, cien especies de negruras
tomadas de
cien partes de la noche.
¡Calor de fragua a un lado, al otro frío!...
¡Lamentos de la máquina espantosos
que agregan el terror y el
desvarío
a todos estos limbos misteriosos!...
¡Las rocas, que
parecen esqueletos!...
¡Las nubes con extrañas abrasadas!...
¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!...
¡El horror que hace grandes
los objetos!...
¡Claridad espectral de la neblina!
¡Juegos de
llama y humo indescriptibles!...
¡Unos grupos de bruma blanquecina
esparcidos por dedos invisibles!
¡Masas informes..., límites
inciertos!...
¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!...
¡Horizontes lejanos que parecen
vagas costas del reino de los muertos
¡Sombra, humareda, confusión y nieblas!...
¡Acá lo turbio..., allá lo
indiscernible...,
y entre el humo del tren y las tinieblas,
aquí
una cosa negra, allí otra horrible!
V
¡Cosa
rara! Entretanto,
al lado de mujer tan seductora
no podía dormir,
siendo yo un santo
que duerme, cuando no ama, a cualquier hora.
Mil veces intenté quedar dormido,
mas fue inútil empeño:
admiraba
a la joven, y es sabido
que a mí la admiración me quita el sueño.
Yo estaba inquieto, y ella,
sin echar sobre mí mirada alguna,
abrió la ventanilla de su lado
y, como un ser prendado de la luna,
miró al cielo azulado;
preguntó, por hablar, qué hora sería,
y al
ver correr cada fugaz estrella,
«Ved un alma que pasa», me decía.
VI
«¿Vais
muy lejos?», con voz ya conmovida
le pregunté a mi joven compañera.
«Muy lejos», contestó; «¡voy decidida
a morir a un lugar de la
frontera!»
Y se quedó pensando en lo futuro,
su mirada en el aire
distraída
cual se mira en la noche un sitio oscuro
donde fue una
visión desvanecida.
«¿No os habrás divertido»,
la repliqué
galante,
«la ciudad seductora
en donde todo amante
deja
recuerdos y se trae olvido?»
«¿Lo traéis vos?», me dijo con tristeza.
«Todo en Paris lo hace olvidar, señora»,
le contesté, «la moda
y la riqueza.
Yo me vine a Paris desesperado,
por no ver en Madrid
a cierta ingrata.»
«Pues yo vine», exclamó, «y hallé casado
a un hombre ingrato a quién amé soltero.»
«Tengo un rencor», le dije,
«que me mata.»
«Yo una pena», me dijo, «que me muero.»
Y al
recuerdo infeliz de aquel ingrato,
siendo su mente espejo de mi
mente,
quedándose en silencio un grande rato
pasó una larga
historia por su frente.
VII
Como el
tren no corría, que volaba,
era tan vivo el viento, era tan frío,
que el aire parecía que cortaba:
así el lector no extrañará que,
tierno,
cuidase de su bien más que del mío,
pues hacía un gran
frío, tan gran frío,
que echó al lobo del bosque aquel invierno.
Y
cuando ella, doliente,
con el cuerpo aterido,
«Tengo frío», me
dijo dulcemente
con voz que, más que voz, era un balido,
me
acerqué a contemplar su hermosa frente,
y os juro, por el cielo,
que, a aquel reflejo de la luz escaso,
la joven parecía hecha de
raso,
de nácar, de jazmín y terciopelo;
y creyendo invadidos por
el hielo
aquellos pies tan lindos,
desdoblando mi manta zamorana,
que tenía más borlas, verde y grana
que todos los cerezos y los
guindos
que en Zamora se crían,
cual si fuese una madre cuidadosa,
con la cabeza ya vertiginosa,
la tapé aquellos pies, que bien podrían
ocultarse en el cáliz de la rosa.
VIII
¡De la
sombra y el fuego al claroscuro
brotaban perspectivas espantosas,
y me hacía el efecto de un conjuro
al reverberar en cada muro
de
las sombras las danzas misteriosas!...
¡La joven que acostada
traslucía
con su aspecto ideal, su aire sencillo,
y que, más que
mujer, me parecía
un Angel de Rafael o de Murillo!
¡Sus manos por
las venas serpenteadas
que la fiebre abultaba y encendía,
hermosas
manos, que a tener cruzadas
por la oración habitual tendía...
¡sus
ojos, siempre abiertos, aunque a oscuras,
mirando al mundo de las
cosas puras!
¡su blanca faz de palidez cubierta!
¡Aquel cuerpo a
que daban sus posturas
la celestial fijeza de una muerta!...
Las
fajas tenebrosas
del techo, que irradiaba tristemente
aquella luz
de cueva submarina;
y esa continua sucesión de cosas
que así en el
corazón como en la mente
acaban por formar una neblina!...
¡Del
tren expreso la infernal balumba!...
¡La claridad de cueva que salía
del techo de aquel coche, que tenía
la forma de la tapa de una
tumba!...
¡La visión triste y bella
de sublime concierto
de
todo aquel horrible desconcierto,
me hacía traslucir en torno de ella
algo vivo rondando un algo muerto!
IX
De
pronto, atronadora,
entre un humo que surcan llamaradas,
despide
la feroz locomotora
un torrente de notas aflautadas,
para
anunciar, al despertar la aurora,
una estación que en feria convertía
el vulgo con su eterna gritería,
la cual, susurradora y esplendente,
con las luces del gas brillaba enfrente;
y al llegar, un gemido
lanzando prolongado y lastimero,
el tren en la estación entró seguido
cual si entrase un reptil a su agujero.
Canto segundo: el día I
Y
continuando la infeliz historia,
que aún vaga como un sueño en mi
memoria,
veo al fin, a la luz de la alborada,
que el rubio de oro
de su pelo brilla
cual la paja de trigo calcinada
por agosto en
los campos de Castilla.
Y con semblante cariñoso y serio,
y una
expresión del todo religiosa,
como llevando a cabo algún misterio,
después de un «¡Ay, Dios mío!»
me dijo, señalando un
cementerio:
«¡Los que duermen allí no tienen frío!»
II
El humo,
en ondulante movimiento,
dividiéndose a un lado y a otro lado,
se
tiende por el viento
cual la crin de un caballo desbocado.
ayer
era otra fauna, hoy otra flora;
verdura y aridez, calor y frío;
andar tantos kilómetros por hora
causa al alma el mareo del vacío;
pues salvando el abismo, el llano, el monte.
con un ciego correr que
al rayo excede,
en loco desvarío
sucede un horizonte a otro
horizonte
y una estación a otra estación sucede.
III
Más
ciego cada vez por su hermosura
de la mujer aquella,
al fin la
hablé con la mayor ternura,
a pesar de mis muchos desengaños;
porque al viajar en tren con una bella
va, aunque un poco al azar y a
la ventura,
muy deprisa el amor a los treinta años.
Y «¿Adónde vais
ahora?»,
pregunté a la viajera.
«Marcho, olvidada por mi amor
primero»,
me respondió sincera,
«a esperar el olvido un año
entero.»
«Pero, ¿y después?», le pregunté, «señora?»
«Después», me
contestó, «¡lo que Dios quiera!»
IV
Y porque
así sus penas distraía,
las mías le conté con alegría
y un cuento
amontoné sobre otro cuento,
mientras ella, abstrayéndose, veía
las
gradaciones de color que hacía
la luz descomponiéndose en el viento.
Y haciendo yo castillos en el aire,
o, como dicen ellos, en España,
la referí, no sé si con donaire,
cuentos de Homero y de Maricastaña.
En mis cuadros risueños,
pintando mucho amor y mucha pena,
como el
que tiene la cabeza llena
de heroínas francesas y de ensueños,
había cada llama
capaz de poner fuego al mundo entero;
y no
faltaba nunca un caballero
que, por gustar solícito a su dama,
la
sirviese, siendo héroe, de escudero.
Y ya de un nuevo amor en los
umbrales,
cual si fuese el aliento nuestro idioma,
más bien que
con la voz, con las señales,
esta verdad tan grande como un templo
la convertí en axioma:
que para dos que se aman tiernamente,
ella
y yo, por ejemplo,
es cosa ya olvidada por sabida
que un árbol,
una piedra y una fuente
pueden ser el edén de nuestra vida.
V
Como en
amor es credo,
o artículo de fe que yo proclamo,
que en este mundo
de pasión y olvido,
o se oye conjugar el verbo te amo,
o la vida
mejor no importa un bledo;
aunque entonces, como hombre arrepentido,
al ver una mujer me daba miedo,
más bien desesperado que atrevido,
«Y ¿un nuevo amor», le pregunté amoroso,
«no os haría olvidar viejos
amores?»
Mas ella, sin dar tregua a sus dolores,
contestó con acento
cariñoso:
«La tierra está cansada de dar flores;
necesito algún
año de reposo.»
VI
Marcha el
tren tan seguido, tan seguido,
como aquel que patina por el hielo,
y en confusión extraña,
parecen, confundidos tierra y cielo,
monte
la nube, y nube la montaña,
pues cruza de horizonte en horizonte
por la cumbre y el llano,
ya la cresta granítica de un monte,
ya
la elástica turba del pantano;
ya entrando por el hueco
de algún
túnel que horada las montañas,
a cada horrible grito
que lanzando
va el tren, responde el eco,
y hace vibrar los muros de granito,
estremeciendo al mundo en sus entrañas;
y dejando aquí un pozo, allí
una sierra,
nubes arriba, movimiento abajo,
en laberinto tal,
cuesta trabajo
creer en la existencia de la tierra.
VII
Las
cosas que miramos
se vuelven hacia atrás en el instante
que
nosotros pasamos;
y, conforme va el tren hacia adelante,
parece
que desandan lo que andamos;
y a sus puestos volviéndose, huyen y
huyen
en raudo movimiento
los postes del telégrafo, clavados
en
fila a los costados del camino,
y, como gota a gota, fluyen, fluyen,
uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento,
y formando confuso y
ceniciento
el humo con luz un remolino,
no distinguen los ojos
deslumbrados
si aquello es sueño, tromba o torbellino.
VIII
¡Oh mil
veces bendita
la inmensa fuerza de la mente humana
que así el
ramblizo como el monte allana,
y al mundo echando su nivel, lo mismo
los picos de las rocas decapita
que levanta la tierra,
formando un
terraplén sobre un abismo
que llena con pedazos de una sierra!
¡Dignas son, vive dios, estas hazañas,
no conocidas antes,
del
poderoso anhelo
de los grandes gigantes
que, en su ambición, para
escalar el cielo
un tiempo amontonaron las montañas!
IX
Corría en
tanto el tren con tal premura
que el monte abandonó por la ladera,
la colina dejó por la llanura,
y la llanura, en fin, por la ribera;
y al descender a un llano,
sitio infeliz de la estación postrera,
le dije con amor: «¿Sería en vano
que amaros pretendiera?
¿Sería
como un niño que quisiera
alcanzar a la luna con la mano?»
Y contestó con lívido semblante:
«No sé lo que seré más adelante,
cuando ya soy vuestra mejor amiga.
Yo me llamo Constancia y soy
constante;
¿qué más queréis», me preguntó, «que os diga?».
Y,
bajando el andén, de angustia llena,
con prudencia fingió que
distraía
su inconsolable pena
con la gente que entraba y que
salía,
pues la estación del pueblo parecía
la loca dispersión de
una colmena.
X
Y con
dolor profundo,
mirándome a la faz, desencajada
cual mira a su
doctor un moribundo,
siguió: «Yo os juro, cual mujer honrada,
que
el hombre que me dio con tanto celo
un poco de valor contra el
engaño,
o aquí me encontrará dentro de un año,
o allí...», me
dijo, señalando el cielo.
Y enjugando después con el pañuelo
algo
de espuma de color de rosa
que asomaba a sus labios amarillos,
el
tren (cual la serpiente que, escamosa,
queriendo hacer que marcha, y
no marchando,
ni marcha ni reposa)
mueve y remueve, ondeando y más
ondeando,
de su cuerpo flexible los anillos;
y al tiempo en que
ella y yo, la mano alzando,
volvimos, saludando, la cabeza,
la
máquina un incendio vomitando,
grande en su horror y horrible en su
belleza,
el tren llevó hacia sí pieza por pieza,
vibró con furia y
lo arrastró silbando.
Canto tercero: el crepúsculo I
Cuando un
año después, hora por hora,
hacia Francia volvía
echando alegre
sobre el cuerpo mío
mi manta de alamares de Zamora,
porque a un
tiempo sentía,
como el año anterior, día por día,
mucho amor,
mucho viento y mucho frío,
al minuto final del año entero
a la
cita acudí cual caballero
que va alumbrando por su buena estrella;
mas al llegar a la estación aquella
que no quiero nombrar, porque no
quiero,
una tos de ataúd sonó a mi lado,
que salía del pecho de
una anciana
con cara de dolor y negro traje.
Me vio, gimió, lloró,
corrió a mi lado,
y echándome un papel por la ventana:
«Tomad», me
dijo, «y continuad el viaje».
y cual si fuese una hechicera vana
que después de un conjuro, en la alta noche
quedase entre la sombra
confundida,
la mujer, más que vieja, envejecida,
de mi presencia
huyó con ligereza
cual niebla entre la luz desvanecida,
al punto
en que, llegando con presteza
echó por la ventana de mi coche
esta
carta tan llena de tristeza,
que he leído más veces en mi vida
que
cabellos contiene mi cabeza.
II
«Mi
carta, que es feliz, pues va a buscaros,
cuenta os dará de la memoria
mía.
Aquel fantasma soy que, por gustaros,
juró estar viva a
vuestro lado un día.
»Cuando lleve esta carta a vuestro oído
el
eco de mi amor y mis dolores,
el cuerpo en que mi espíritu ha vivido
ya durmiendo estará bajo las flores.
»Por no dar fin a la ventura
mía,
la escribo larga... casi interminable...
¡Mi agonía es la
bárbara agonía
del que quiere evitar lo inevitable!
»Hundiéndose
al morir sobre mi frente
el palacio ideal de mi quimera,
de todo
mi pasado, solamente
esta pena que os doy borrar quisiera.
»Me
rebelo a morir, pero es preciso...
¡El triste vive y el dichoso
muere!...
¡Cuando quise morir, dios no lo quiso;
hoy que quiero
vivir, Dios no lo quiere!
»¡Os amo, sí! Dejadme que habladora
me
repita esta voz tan repetida;
que las cosas más íntimas ahora
se
escapan de mis labios con mi vida.
»Hasta furiosa, a mí que ya no
existo,
la idea de los celos me importuna;
¡juradme que esos ojos
que me han visto
nunca el rostro verán de otra ninguna!
»Y si
aquella mujer de aquella historia
vuelve a formar de nuevo vuestro
encanto,
aunque os ame, gemid en mi memoria;
¡yo os hubiera
también amado tanto!...
»Mas tal vez allá arriba nos veremos,
después de esta existencia pasajera,
cuando los dos, como en le tren,
lleguemos
de vuestra vida a la estación postrera.
»¡Ya me siento
morir!... El cielo os guarde.
Cuidad, siempre que nazca o muera el
día,
de mirar al lucero de la tarde,
esa estrella que siempre ha
sido mía.
»Pues yo desde ella os estaré mirando;
y como el bien
con la virtud se labra,
para verme mejor, yo haré, rezando,
que
Dios de par en par el cielo os abra.
»¡Nunca olvidéis a esta infeliz
amante
que os cita, cuando os deja, para el cielo!
¡Si es verdad
que me amásteis un instante,
llorad, porque eso sirve de consuelo!...
»¡Oh Padre de las almas pecadoras!
¡Conceded el perdón al alma mía!
¡Amé mucho, Señor, y muchas horas;
mas sufrí por más tiempo todavía!
»¡Adiós, adiós! Como hablo delirando,
no sé decir lo que deciros
quiero.
Yo sólo sé de mí que estoy llorando,
que sufro, que os
amaba y que me muero.»
III
Al ver
de esta manera
trocado el curso de mi vida entera
en un sueño tan
breve,
de pronto se quedó, de negro que era,
mi cabello más blanco
que la nieve.
De dolor traspasado
por la más grande herida
que
a un corazón jamás ha destrozado
en la inmensa batalla de la vida,
ahogado de tristeza,
a la anciana busqué desesperado;
mas fue
esperanza vana,
pues, lo mismo que un ciego, deslumbrado,
ni pude
ver la anciana,
ni respirar del aire la pureza,
por más que abrí
cien veces la ventana
decidido a tirarme de cabeza.
Cuando, por
fin, sintiéndome agobiado
de mi desdicha al peso
y encerrado en el
coche maldecía
como si fuese en el infierno preso,
al año de
venir, día por día,
con mi grande inquietud y poco seso,
sin alma
y como inútil mercancía,
me volvió hasta Paris el tren expreso.
Humorada
Háblame más...
y más..., que tus acentos
me saquen de este abismo;
el día en que
no salga de mí mismo,
se me van a comer los pensamientos.
Inspiración nocturna
Por el éter resbala melancólica
la luna, y en mi frente se refleja;
a su brillo argentado se
asemeja
el color de mi faz.
De la brisa nocturna el ala rápida
sutil
bate mi rubia cabellera,
como las hojas de gentil palmera,
balancea fugaz.
Oscuridad, silencio, aspecto tétrico
muestra la noche tácita al ser mío,
sólo me afecta de un lejano
río
el parlero rumor;
Que, llevado en las alas de aire trémulo,
se parece, en su plácido murmullo,
al compasado y pavoroso arrullo
del eterno sopor.
Cual
volubles vapores, sombras fáciles
antepuestos al sol ocasionaran,
e invisibles, aéreos, se
espaciaran
entre la claridad;
Así veo cruzar seres fantásticos
de la
luna a los pálidos reflejos,
y vagando se pierden allá lejos
entre la oscuridad.
De
vibrátil campana al son profético
exánime ha zumbado en mis oídos
y débiles temblaron mis sentidos
a su fúnebre son.
¡Y pocos mostrarán sus ojos húmedos
a ese
sonido que en el viento espira
pues su divina voz no les inspira
Santa meditación!
Todos duermen, menos yo,
todo en el mundo reposa,
la campana enmudeció
el aura sobre
la rosa
tranquila se adormeció.
Sordo el río susurrando
me acompaña
solamente,
y con su murmullo blando
me hace acordar inocente
que el
tiempo se va pasando.
Pero vano mi pensar
se pierde allá con su ruido
los dos
iremos a dar
yo al seno del eterno olvido
y él al seno de la mar.
Pues,
con sonoros despeños,
va rodando su cristal
por entre prados risueños,
cual la
vida del mortal
que se desliza entre sueños.
Están plácidos olores
el viento
aromatizando,
los condensados vapores
se posan, perlas formando,
en el
cáliz de las flores.
El claro río que abruma,
con sus aguas transparentes,
la
yerba que le perfuma,
la matiza con bullentes
globos de nevada espuma.
Y como
ancho se dilata,
todo el estrellado coro
en su cristal se retrata...
parecen
lágrimas de oro
embutidas sobre plata.
Mas ya la aurora cercana
asoma su
frente hermosa
entre celajes de grana,
y traza sendas de rosa
del sol a la
luz temprana.
Despiértase el aura leve
al brillar sus lumbres rojas,
y a
su movimiento breve
tiemblan las húmedas hojas
del árbol que ondeante mueve.
La
flor su botón rompió,
y al sol que nuevo amanece
y que la vivificó,
en holocausto
le ofrece
las perlas que recogió.
Todo vuelve a florecer,
todo al ver
el sol se aviva,
mas la noche ha de volver...
y en aquesta alternativa
todo
camina al no ser.
La opinión
¡Pobre Carolina
mía,
nunca la podré olvidar!
Ved lo que el mundo decía
viendo
el féretro pasar:
Un clérigo: ¡Empiece el canto!
El doctor: ¡Cesó
de sufrir!
El padre: ¡Me ahoga el llanto!
La madre: ¡Quiero morir!
Un muchacho: ¡Qué adornada!
Un joven: ¡Era muy bella!
Una moza:
¡Desgraciada!
Una vieja: ¡Feliz ella!
¡Duerme en paz! -dicen los
buenos-.
Un filósofo: ¡Uno menos!
Un poeta: ¡Un Angel más!
La virtud del egoísmo
Si anoche no estuve, Flora,
a adorar tu talle hermoso,
es porque soy virtuoso
y me da sueño a deshora.
¡Pecadora!
Ya le contaré a tu madre
que, porque amo mi quietud
y salud,
dijiste hoy a mi
compadre:
«¡Qué egoísta es la virtud!»
¿Cómo he de ir con fe no escasa
a ver tus ojos serenos,
si hay cien pasos por lo menos
desde mi casa a tu casa?
Y,
¿qué pasa
al hallarnos frente a frente?...
¿Qué?...tú mientes sin
guarismo;
yo lo mismo.
El no ir, por consiguiente,
¿es virtud o
egoísmo?
Verbi gratia, el otro día,
al verte de mi amor harta,
puse
un bostezo de a cuarta
entre un «paloma» y un «mía» .
Es falsía
la de bostezar
amando;
mas si hoy, con más pulcritud
y quietud,
no he ido a amar
bostezando,
¿fue egoísmo o fue virtud?
Desde hoy no vuelvo a tu edén
a
tomar, Flora, el sereno:
si es por egoísmo, bueno;
y si es por virtud también.
Sí, mi
bien:
esto haré por mi salud,
aunque diga tu cinismo
que es lo
mismo
la gloria de la virtud
que el triunfo del egoísmo.
Los dos miedos I
Al
comenzar la noche de aquel día,
ella, lejos de mí,
«¿Por qué te acercas tanto? - me decía -,
¡Tengo miedo de ti!»
II
Y,
después que la noche hubo pasado,
dijo, cerca de mí:
«¿Por qué te alejas tanto de mi lado?
¡Tengo miedo sin ti!»
Los progresos del amor
Así un esposo
le escribió a su esposa:
«O vienes o me voy. ¡Te amo de modo
que
es imposible que yo viva, hermosa,
un mes lejos de ti!
¡Mi amor es tan profundo, tan profundo,
que te prefiero a todo, a todo!...»
Y ella exclamó: «¡No hay nada en este mundo
que él quiera
como a mí!»
Mas pasan unos meses, y la escribe:
«¡Qué hermoso debe estar
nuestro hijo amado!
¡Sólo él, él sólo en mis entrañas vive!
Piensa en él más que en
ti,
su cuna se pondrá junto a mi cama.
No hay cielo para mí más que
a su lado.»
Y ella prorrumpe: «¡Es que, el ingrato, ya ama
al hijo más
que a mí!»
Después de algunos años le escribía:
«Espérame. Ya sabes lo
que quiero:
mucho orden, mucha paz y economía.
¿Estás? Yo soy así.
Cierra el coche: me espanta el reumatismo;
avísale que voy al cocinero.»
Y ella pensó: «¡Se
quiere ya a sí mismo
más que al hijo y a mí!»
Más cerca de mí te siento
¡Ay! ¡Ay!
Más cerca de mí te siento
cuando más huyo de ti,
pues tu imagen es
en mí,
es en mí,
sombra de mi pensamiento,
sombra de mi
pensamiento.
¡Ay! Vuélvemelo a decir,
vuélvemelo a decir
pues
embelesado ayer
te escuchaba sin oír
y te miraba sin ver,
y te
miraba sin ver. ¡Ay!
Para tu boca
Para formar tan
hermosa
esa boca angelical,
hubo competencia igual
entre el
clavel y la rosa,
la púrpura y el coral.
Mintiendo sombras del bien,
en ella el mal se divisa,
por lo
que juntos se ven
ya la apacible sonrisa,
ya el enojoso desdén.
Y en los senos abrasados
engendra con doble holganza,
o con
tormentos doblados,
cada risa una esperanza,
cada desdén mil
cuidados.
Cual las conchas orientales
en tu boca, y por vencerlas
muestra en riquezas iguales,
cuando desdeña, corales,
y cuando
sonríe, perlas.
Y si con sombras de bien
tal vez el mal se divisa,
es porque
en ella se ven
guardar la miel de su risa
las flechas de su
desdén.
Si a mí su rigor alcanza,
al ver su hermosura, siente
el
corazón doble holganza;
y aunque un desdén me atormente,
déme una
risa esperanza.
¡Bien haya la dulce boca,
que sólo sus frescos labios
el aura
pasando toca;
que haciendo el ámbar agravios,
su miel a gustar
provoca!
¡Oh, bien haya cuando ufana
dando enojos a la rosa,
muestra su
cerco de grana,
fresca como la mañana,
como el azahar olorosa!
Y si acaso dulcemente
suelta plácida congojas,
ya es el rumor
del ambiente,
ya el susurro de las hojas,
ya el murmurar de la
fuente.
Si alegres sones respira,
las aves del prado encanta;
y si a
vencerlas aspira,
con las que gimen, suspira;
con las que gorjean,
canta.
Tu miel, aroma y colores,
rinde en amante oblación,
flor, ante
cuyos primores,
mustias é inútiles flores
las flores del valle
son.
El néctar más regalado
deja que de amores loco
beba en tu
labio abrasado;
para una abeja es sobrado
lo que para muchas poco.
¡Mas ah!, que vertiendo quejas,
me esquivas tu dulce miel;
en
vano de una te alejas
si ves que miles de abejas
poblando van el
vergel.
¡Ay de la rosa encarnada,
que en su seno de carmín
niega a una
abeja la entrada!
Tantas la acosan al fin,
que queda sin miel, y
ajada.
¡Ay de las cándidas flores,
si alzan su capullo tierno
del
estío a los ardores!
¡Ay del panal si el invierno
lo hiela con sus
rigores!
Dame los gustos sin tasa,
pues ves que el sol estival
las
tiernas flores abrasa;
mira que amarga el panal
cuando de sazón se
pasa.
Ríndete a mí placentera:
no te rinda con agravios
de abejas la
turba fiera:
que herir esos dulces labios
herirme en el alma
fuera.
De ese tesoro las llaves
dame, y sus dones ardientes
libaré en
besos suaves,
sin que lo canten las aves,
ni lo murmuren las
fuentes.
Porvenir de las almas
Para A. R., en la muerte de su hija
Si de vuestra hija fue
estrella
dar tan niña el alma a Dios,
¡ay, feliz mil veces vos!
¡dichosa mil veces ella!
Pues ya huella
las celestiales alturas,
no halle en vos nunca lugar
el pesar,
porque para almas tan puras
«morir es resucitar».
¿Para qué lloráis perdida
esa prenda de amor tierno,
si por un
lugar «eterno»
dejó un lugar de «partida»?
Si es la vida
caos
de dudas y penas,
¿quién la muerte, al que bien quiere,
no
prefiere,
si el que vive, vive apenas,
«y resucita el que muere»?
Siempre, llena de consuelo,
viendo a un ser puro sin vida,
la
multitud, de fe henchida,
prorrumpe:- ¡Angeles al cielo!-
Ni ¿a
qué duelo
es mostrar, cuando la carga
de la existencia maldita
Dios nos quita,
si tras de una vida amarga,
«muriendo se
resucita»?
No dé a vuestra alma afligida
la más leve pesadumbre
esa negra
incertidumbre
del «más allá» de la vida.
Si es mentida
la fe de
ulterior solaz,
al menos, los que viviendo
van gimiendo,
en
otro mundo de paz
«resucitarán muriendo».
Ya habita, aunque el desconsuelo
os haga implacable guerra,
un
«triste» menos la tierra,
y un «dichoso» más el cielo.
De su vuelo
iréis vos, muriendo, en pos,
si a Dios dais en implorar
sin cesar,
pues para justos cual vos
«morir es resucitar».
Quién supiera escribir...
«Escribidme una carta, señor cura.»
-Ya sé para quien es.
«¿Sabéis quién es, porque una noche oscura
nos visteis juntos?»
-Pues...
Perdonad; mas... . No extraño ese
tropiezo.
La noche... la ocasión...
Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:
Mi querido Ramón :
«¿Querido...? Pero, en fin, ya lo habéis puesto...»
-Si no queréis...
«¡Sí, sí!»
-¡Qué triste estoy! ¿No es eso?
«Por supuesto.»
¡Qué triste estoy sin ti!»
-Una congoja al empezar me
viene ...
«¿Cómo sabéis mi mal?...»
-Para un viejo, una niña siempre
tiene
el pecho de cristal.
-¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de
amargura.
¿Y contigo? Un edén.
«Haced la letra clara, señor cura;
que
lo entienda eso bien.»
-El beso aquel que de marchar al punto
te di... «¿Cómo
sabéis?...»
-Cuando se va y se viene y se está junto
siempre ... no os
afrentéis.
Y si volver tu afecto no procura,
tanto me harás sufrir...
«¿Sufrir y nada más? No, señor cura.
¡Que me voy a morir!»
-¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al
cielo...?
«Pues sí, señor, ¡morir!»
-Yo no pongo morir. «¡Qué
hombre de hielo!
¡Quién supiera escribir!
¡Señor rector, señor rector! En vano
me queréis complacer,
si no encarnan los signos de la mano
todo el ser de mi ser.
Escribidle, por Dios, que el alma mía
ya en mí no quiere estar;
que la pena no me ahoga cada día...
porque puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento,
no se saben abrir;
que olvidan de la risa el movimiento,
a
fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
cargados con mi afán,
como no tienen quién se mire en ellos,
cerrados siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
la ausencia el más
atroz;
que es un perpetuo sueño de mi oído
el eco de su voz...
Que
siendo por su causa, el alma mía
¡goza tanto en sufrir...!
Dios mío, ¡cuántas cosas le diría
si supiera escribir!»
Epílogo
-Pues, señor,
¡bravo amor! Copio y concluyo:
A don Ramón ... en fin,
que es
inútil saber para esto arguyo
ni el griego ni el latín.
Soneto
De amor tentado
un penitente un día
con nieve un busto de mujer formaba,
y el
cuerpo al busto con furor juntaba,
templando el fuego que en su pecho
ardía.
Cuanto más con el busto el cuerpo unía,
más la nieve con fuego se
mezclaba,
y de aquel santo el corazón se helaba,
y el busto de
mujer se deshacía.
En tus luchas ¡oh amor de quien reniego!
siempre se une el
invierno y el estío,
y si uno ama sin fe, quiere otro ciego.
Así te pasa a ti, corazón mío,
que uniendo ella su nieve con tu
fuego,
por matar de calor, mueres de frío.
a name="VELAS DE AMOR">
Velas
de amor
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...