Reseña biografica
Poeta español nacido en Barcelona en 1884.
Licenciado en Derecho y Filosofía y Letras desde los veinte años, empezó a
colaborar con importantes publicaciones literarias, brillando por el
extraordinario dominio lingüístico y su gran facilidad de expresión. En 1906
publicó "Els fruits saborosos", libro que lo convirtió en el
gran precursor del novecentismo catalán. Su obra poética evolucionó hacia el
postsimbolismo, con libros como "Auques i ventalls",
"El cor quiet" y "Nabí". Tradujo a Dickens, Shakespeare, Mark
Twain, La Fontaine y Musset, entre otros.
En 1921 ingresó en la carrera diplomática representando a España en varios
países europeos, centroamericanos, y de medio oriente. Durante la guerra
civil permaneció fiel a la República, situación que lo situó en el
exilio, inicialmente en México y finalmente en Bélgica donde vivió hasta su
muerte.
Falleció en Bruselas en 1970. ©
Poemas de Josep Carner:
A la hora del crepúsculo
Bélgica
Desde lejos
Juego de tennis
La afanada
Muerte de la ardilla
Nabí(fragmento)
Salmo de la cautividad
A la hora del crepúsculo
Es tarde, no me tientan
los caminos.
Y en el jardín cerrado, yo os sabía,
caídos, pisoteados en la niebla,
¡oh flores, hojas, días!
Mis pasos se vuelven furtivos
como un indeciso extraño.
Suspiran espectros de dalias
en medio de sombras llorando.
Flota lejos un son de campanas
que une los vivos a cadáveres.
Se esparce la noche invencible,
mar de islas que son soledades.
Y me llaman la luz en la mesa
y algún pensamiento que vuela,
la vieja silla malparada
y una hoja de papel descontenta.
Versión de José
Agustín Goytisolo
Bélgica
Si mi destino fuesen las tierras extranjeras,
me agradaría
envejecer en un país
donde la luz se filtrase cual sonrisa amarilla, grisácea,
y
prados hubiera con ojos de agua y aceras
ornadas de olmos, arces y perales;
vivir en paz, nunca señalado,
en una nación de buenas gentes unidas,
cual corazón junto a
corazón, ciudad junto a ciudad,
y calles y faroles avanzando por el césped.
Cielo y nubes,
dóciles o crueles,
cautivos quedarían en canales de trémula agua,
toda ella deseo
de reflejar a las estrellas.
Me gustaría hacerme viejo en una ciudad
con soldados no muy
de veras,
donde todos se enterneciesen con música y pintura
o con el bello
árbol japonés en flor,
donde el niño y el obrero nunca inspiraran tristeza,
donde
viéseis unos interiores humanizados
por las pipas, las charlas y la hospitalidad,
con flores
ardientes cual magnífica sorpresa,
incluso en los días más fríos.
Y a menudo, junto a un portal de
iglesia,
habría pintoresco, un mercado famoso,
con el botín del mar, con
los dones de la tierra,
todo abundante para todos.
Una ciudad donde sobraría tiempo
para ver, por amor a la melancolía
o por deseo de novedad
tintineante,
casas antiguas con parques donde anidan sombras
y muchas casas
nuevas con jardincillo delante.
Ahí se encontrarían sabios de todas suertes,
y cien paraguas
eminentes
formarían -ay, abiertos- oficiales hileras
en la inauguración de
los monumentos.
Y de pronto, al borde de largas avenidas,
estarían los hayedos,
las manchas de los estanques,
para el amor, el gozo, la soledad y el lamento.
De mucho,
desierto; de mucho, ayuno,
en medio de los demás viviría, un poco en cada uno.
Mas nadie a
nadie
habría de temer, de seguir su vía.
Por azar conocería un viejo
jardín
recoleto, de cristalino surtidor,
con peces de oro que dan más
alegría.
De mí dirían niños con migas de pan en la mano:
-Es el señor de
cada día.
Versión de José Batlló
"Ocho siglos de poesia catalana",
Editorial Alianza
Desde lejos
Quién ver pudiera, cuando el estío acaba,
el camino -la sierpe tan blanca y sonriente-
y, junto a confiada cala,
pámpanos muertos bajo un pino vivo.
Quién ver pudiera el baile en la era
y una sierra morada allá a lo lejos;
con pimiento silvestre tropezarme,
o, por el pedregal, con el romero.
Más vale que dedique mis cuidados
a estos abedules y mortecinas nieblas.
En mis caminos de otro tiempo hallarse puede
a un Angel triste con torcida espada.
Versión de José Corredor-Matheos
Juego de tennis
Por la hierba del prado caminabas,
y volaba tu
brazo adolescente;
y por la red de la raqueta alzada
se filtraba la
luz del sol poniente.
La paz dominical, desanimada,
tu rostro angelical y aquel veloz
y serio juego todo lo embrujaban.
Te veía, borrosa, hija de un párroco
reformado. Cogías rosas cerca
del convento; los cuentos, te
gustaban,
la cal de las paredes y los niños.
Yo, oficial en Singapur, volvía.
Alto, ruborizado, saludaba...
Pasaban olorosos carros de heno.
Versión de José
Corredor-Matheos
"Ocho siglos de poesia catalana", Editorial Alianza
La afanada
Oh, mujer que andas sólo por atajos,
veredas que parecen secretos
campesinos;
oh, nunca deseada a plena luz del día;
tu labor, qué
afanosa; de luto es tu vestido.
Bordeas, recatada, los surcos campesinos.
El aire es denso.
Ningún rumor produce la alborada.
Si la alondra tardase, tu corazón
se ahogaría.
Pero no vuelves la vista para contemplar el vuelo.
Pasas, ligera, cuando el camino lo permite.
¿Vas -tu única
diversión- hacia la ermita vieja
-tres horas de camino-, a ver a
algún sobrino enfermo?
Amada nunca fuiste, ni adolescente o libre.
Si inclinas la
cabeza, de alegría o tristeza,
el rostro te ilumina la luz del
delantal.
Versión de
José Corredor-Matheos
"Ocho siglos de poesia catalana", Editorial Alianza
Muerte de la ardilla
Caía la tarde, ya más dorada que azul.
En el horcajo de un espino, por el sendero
que conduce al pinar,
una ardilla
se acurrucaba en forma de espiral,
la cola cargada a la espalda;
su cabeza se amodorraba; toda ella pena,
su pata meneaba una
ramilla.
Con sólo una triste mecha de pelo,
bruna la piel, surcada,
deseaba morir;
nada ve ya, empañado queda
el verde camino de hojas donde
triscó;
en su postrer, desfallecido instinto, siente
cerrarse el estío,
detenerse la vida,
el miedo que huye para nunca más volver.
Por la hierba me
fui de puntillas.
Rondaban las abejas los brezos.
Hacia la ciudad surcada por
golondrinas,
un sauco estaba todo lleno de tordos.
Y yo, mortal, emponzoñado
mi ocio,
en mi sombra, a mi lado, vi cómo
me vencía el grave pensamiento.
Versión de José Batlló
"Ocho siglos de poesia catalana",
Editorial Alianza
Nabí
(fragmento)
Todo era en el mundo comienzo y juventud.
La mar
espejaba para un laúd tan sólo.
Un torrente de oro se vertía en la
mar.
En una cala, junto a un pino, negra garganta
me había
arrojado a la playa.
Olí a sal y a retama.
Brillaba al sol un
hombre, en la colina,
e iba a tumbarse debajo de una higuera.
De
una choza ascendía un hilillo de humo.
-Aquí -dije- me quedaría,
como la piedra y el árbol. -Pero se oyó la Voz:
-Ve a la
resplandeciente Nínive, Jonás, parte en seguida;
juntos, tu llegarás
y Yo hablaré.
Me levanté. El ardor de la roca,
la fragancia del pino me
ignoraron.
Toda mi relación con ellos se desvanecía,
como si ya me
hubiese despedido.
El mar azul perdía su embeleso;
una nube
volvióse, dándome la espalda;
sentía al aire impacientarse
y la
mota de polvo, -Ve- me decía.
Y en aquel punto fui
como picado por
escorpión divino:
me sorprendió, agarrándome con fuerza;
me hizo
suyo,
espoleándome la prisa.
En camino afanoso,
bajo la
asoleada,
volvía a mi el brote del romero;
y cuando oscurecia, y
me despabilaba,
me hacia alzar los ojos amor de las estrellas,
en
donde estaba escrito el mandato divino.
De mi tardanza en desquite
una cosa tan sólo me inquietaba:
dormía como en vela, comía como en
sueños,
avanzaba sin ver, y sin saber oía.
Mi fuerza, mi
esperanza, eran
la palabra que Dios me había dicho.
Y yo la
repetía día y noche,
como un enamorado, con deleite,
como el niño
que canta por temor a olvidarse.
Ni árbol ni casa alguno detenían mi
marcha;
todo con lo que tropezaba era arrojado atrás,
y noche y
día caminaba:
y no veía más que oscuridad o ardiente polvo.
Mi
viaje -calor, peligro, ayuno-
duró de plenilunio a plenilunio,
y
la espuela divina aligeró mis pasos.
En cosa alguna mis ojos
sosegaron,
ni mi boca hizo trato:
soldado que orden cumple
no
estorba su camino con adioses ni lazos.
Pero a la vuelta de la cuarta luna,
cruel suplicio volvióse mi
camino:
y si me detenía un solo instante
tenerme en pie ya no
podía.
Enrojecidos por el sol los párpados,
mis pasos eran cada
vez más lentos;
polvorientas las cejas y la barba;
pesadas, las
espaldas, y ardiente la nariz.
Hasta las cosas próximas parecían
lejanas,
y el tino se perdía con el ardor de la cabeza;
mi pie
sangraba; torpes, su plegaria intentaban
el confundido juicio, la
lengua, seca como un trapo.
Una mañana, la claridad del día
sonó
como un zumbido de abejorro en mi cabeza,
y mi mirada, pródiga de
luz,
ante el rayo de sol se arrodillaba.
Pensando « Yahvé te
espera»
con nuevo aliento quería rehacerme;
mas tropezando en una
piedra
di en tierra, y me hundí en el polvo,
y no sabía, aturdido,
cómo levantarme.
-¿Huye Nínive de mí?- acerté aún a decir;
y
anhelando, vencido, que la noche negase,
oculté el rostro entre las
manos.
Detrás de mí, un viejo descabalgó de un asno.
-¡Levántate! Al que
cae, si no se pone en pie, alguien lo entierra.
Llevo a la ciudad un
cestito de higos
y una cerda. ¿No la conoces? Desventurado,
súbete al asno. ¡Poco
tienes de gordo!
Desde aquí se vislumbra el lugar donde el río
ciñe la gran ciudad que corta, hiende y raja,
que límites abate en un
mundo cobarde.
Aquí, el osado mata, acomete y humilla;
los himnos
de triunfo son obra del eunuco.
Todas las artes bajan la frente ante
la guerra,
ya que la espada es joven y caduco el espíritu.
Y en
los mercados llenan las alforjas, muy prestos,
con sus preciosas
sacas, las gentes sin escrúpulos;
y las mujeres vienen de todas las
regiones,
las más perfectas en senos y caderas.
Asur es inmortal,
y el mundo es una ruina.
Levanté apenado la cabeza.
Unas casas de campo blanqueaban
por
la otra orilla, en la vuelta del río;
y yo, tambaleándome, como
animal herido,
dándome todo vueltas,
alcé el brazo con ánimo
desesperado
que arrancar pude del fondo de mi corazón;
y
derrochando un año de mi vida pude clamar al fin:
-De aquí a cuarenta
días, Nínive caerá.
Versión de
José Corredor-Matheos
"Ocho siglos de poesia
catalana", Editorial Alianza
Salmo de la cautividad
Cada mirada nuestra está empañada;
cada palabra, esclava.
Nuestras
vidas abate cada día
quien, por odio a la paz, nos unce al yugo.
¡Oh Dios, que con castigos nos adviertes.
Que el son de nuestro
llanto dulce te suene.
Tus siervos aman estas piedras suyas,
se
compadecen de su triste polvo.
Da a nuestros días savia de esperanza;
cruel es todo poder si tu
mirada huye;
que te obedezca siempre quien a ti se confía:
destruido será quien se creía a salvo de tu enojo.
Tú, que aventajando en piedad a los jueces,
salvas con la mirada
al condenado,
levanta los despojos de lo que un día fuimos,
danos
alguna prenda de tu benignidad.
Dura el tiempo de prueba una jornada;
tu castigo, una noche.
Nunca será perpetuamente removida
la tierra que has creado.
Que se oiga nuestra voz, que hoy nos ahoga,
en cántico inmortal.
Salva, bajo columnas renacientes,
nuestro solar paterno.
Que el oro de tu asoleo
consuele los barrancos y corone la cima
cuando tu aliento nos retires
y en tierra nos conviertas de la que un
día vinimos.
Versión de José
Corredor-Matheos
"Ocho siglos de poesia
catalana", Editorial Alianza