Amor, mueve las alas tan
alto...
Como garza real...
Cubrir los bellos ojos...
Dichoso desear, dichosa
pena...
¿En cuál región, en
cuál parte del suelo?
Esta guirnalda de
silvestres flores...
Horas alegres que pasáis
volando...
Ojos claros, serenos...
Qué aprovecha, Señor,
andar buscando...
Soneto
Soneto II
Soneto III
Yo diría de vos tan
altamente...
Amor mueve mis alas, y tan alto ...
Amor mueve mis
alas, y tan alto
las lleva el amoroso pensamiento,
que de hora en hora así
subiendo siento
quedar mi padescer más corto y falto.
Temo tal vez
mientra mi vuelo exalto,
mas llega luego a mí el conoscimiento
y
pruébase que es poco en tal tormento
por inmortal honor un mortal salto.
Que si otro
puso al mar perpetuo nombre
do el soberbio valor le dio la muerte,
presumiendo de sí más que podía,
de mí dirán:
«Aquí fue muerto un hombre
que si al cielo llegar negó su suerte,
la vida le faltó, no la osadía.»
Como garza real, alta en el
cielo...
Como garza real, alta en el cielo,
entre halcones puesta y rodeada,
que siendo de los unos remontada,
de los otros seguirse deja el
vuelo,
viendo su muerte acá bajo en el suelo
por oculta virtud
manifestada,
no tan presto será de él aquejada
que a voces
mostrará su desconsuelo,
las pasadas locuras, los ardores
que por otras sentí, fueron,
señora,
para me levantar remontadores;
pero viéndoos a vos, mi matadora,
el alma dio señal en sus
temores
de la muerte que paso a cada hora.
Cubrir los bellos ojos...
Cubrir los bellos ojos
con la mano que ya me tiene muerto,
cautela
fué por cierto,
que así doblar pensastes mis enojos.
Pero de tal
cautela
harto mayor ha sido el bien que el daño;
que el resplandor
extraño
del sol se puede ver mientras se cela.
Así que, aunque
pensastes
cubrir vuestra beldad, única, inmensa,
yo os perdono la
ofensa,
pues, cubiertos, mejor verlos dejastes.
Dichoso desear, dichosa pena...
¡Dichoso
desear, dichosa pena,
dichosa fe, dichoso pensamiento,
dichosa tal
pasión y tal tormento,
dichosa sujeción de tal cadena;
dichosa
fantasía, en gloria llena,
dichoso aquel que siente lo que siento,
dichoso el obstinado sufrimiento,
dichoso mal que tanto bien ordena;
dichoso el
tiempo que de vos escribo,
dichoso aquel dolor que de vos viene,
dichosa aquella fe que a vos me tira;
dichoso quien
por vos vive cual vivo,
dichoso quien por vos tal ansia tiene,
felice el alma quien por vos suspira!
¿En cuál región,
en cuál parte del suelo?
¿En cuál región, en cuál parte del suelo,
en cuál bosque, en cuál
monte, en cuál poblado,
en cuál lugar remoto y apartado,
puede ya
mi dolor hallar consuelo?
Cuanto se puede ver debajo el cielo,
todo lo tengo visto y rodeado;
y un medio que a mi mal había hallado,
hace en parte mayor mi
desconsuelo.
Para curar el daño de la ausencia
píntoos cual
siempre os vi, dura y proterva;
mas Amor os me muestra de otra
suerte.
No queráis a mi mal más experiencia,
sino que ya, como
herida cierva,
do quier que voy, conmigo va mi muerte.
Esta guirnalda de silvestres flores...
Sobre la cubierta de un libro donde iban escritas
algunas cosas pastoriles...
Esta guirnalda de silvestres flores,
de simple mano rústica
compuesta
en los bosques de Arcadia, aquí fue puesta
en honra del
cantar de los pastores,
a los cuales, si Amor en sus amores
quiera jamás negar demanda
honesta,
ruego, si bien el don tan bajo cuesta,
pueda este olmo
gozar de mis sudores.
Que si algún tiempo con más docta mano
las acierto a tejer como
maestro,
guardando a los pasados el decoro,
espero, y mi esperar no será en vano,
que el nombre pastoral del
siglo nuestro
será tal cual fue ya en la Edad del Oro.
Horas alegres que pasáis volando...
Horas alegres que pasáis volando
porque a vueltas del bien mayor
mal sienta;
sabrosa noche que en tan dulce afrenta
el triste
despedir me vas mostrando;
importuno reloj que, apresurando
tu curso, mi dolor me
representa;
estrellas con quien nunca tuve cuenta,
que mi partida
vais acelerando;
gallo que mi pesar has denunciado,
lucero que mi luz va
oscureciendo,
y tú, mal sosegada y moza Aurora,
si en voz cabe dolor de mi cuidado,
id poco a poco el paso
deteniendo,
si no puede ser más, siquiera una hora.
Ojos claros, serenos...
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué
si me miráis miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos
parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no
parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros,
serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
Qué aprovecha, Señor, andar buscando...
¿Qué aprovecha, Señor, andar buscando
hora el puerco montés cerdoso y
fiero?,
¿qué aprovecha seguir ciervo ligero
ni con hierba crüel
andar tirando?;
¿qué aprovecha, señor, ir remontando
la garza con halcón muy
altanero?,
¿qué aprovecha, señor, tirar certero
allí una liebre,
aquí un faisán matando?;
si va siempre tras vos vuestro cuidado,
si en el alma lleváis el
pensamiento,
si estáis asido dél cuando más suelto,
si traéis el pensar tan regalado
que donde estáis más libre y más
contento
a las presas andáis con él envuelto.
Soneto
Para ver si sus ojos eran cuales
la fama entre pastores extendía,
en una fuente los miraba un día
Dórida, y dice así, viéndolos tales:
"Ojos, cuya
beldad entre mortales
hace inmortal la hermosura mía,
¿cuáles
bienes el mundo perdería
que a los males que dais fuesen iguales?
Tenía, antes de
os ver, por atrevidos,
por locos temerarios los pastores
que se
osaban llamar vuestros vencidos;
mas hora viendo
en vos tantos primores,
por más locos los tengo y perdidos
los que
os vieron si no mueren de amores."
Soneto II
Vos sois todo
mi bien, vois lo habéis sido;
si he dicho alguna vez, señora mía,
que habéis sido mi mal, no lo entendía:
hablaba con pasión o sin sentido.
Yo soy todo mi mal, yo lo
he querido;
de mí viene, en mí nace, en mí se cría;
tan satisfecha de él mi fantasía,
que el mal no piensa haber
bien merecido.
Vos fuisteis, vos seréis mi buena suerte;
si el mal desvarïar
me hace al cuanto,
esta es mi voluntad libre y postrera.
Pues si, con verme al
punto de la muerte,
por ser por vos el mal lo tengo en tanto,
¡ved que hiciera el bien si lo tuviera!
Soneto III
Entre armas, guerra, fuego, ira y furores
que al soberbio francés
tienen opreso,
cuando el aire es más turbio y más espeso,
allí me
aprieta el fiero ardor de amores.
Miro al cielo,
los árboles, las flores,
y en ellos hallo mi dolor expreso;
que en
el tiempo más frío y más avieso
nacen y reverdecen mis temores.
Digo llorando:
"¡Oh dulce primavera!
¿Cuándo será que a mi esperanza vea,
verde,
prestar al alma algún sosiego?"
Mas temo que mi
fin mi suerte fiera
tan lejos de mi bien quiere que sea
entre
guerra y furor, ira, armas, fuego.
Yo diría de vos tan altamente...
A doña María de Mendoza
Yo diría de vos tan altamente
que
el mundo viese en vos lo que yo veo,
si tal fuese el decir cual el
deseo.
Mas si fuera del más hermoso cielo,
acá en la mortal gente,
entre las bellas y preciadas cosas,
no hallo alguna que os semeje un
pelo,
sin culpa queda aquel que no os atreve.
El blanco, el
cristal, el oro y rosas,
los rubís, y las perlas, y la nieve,
delante vuestro gesto comparadas,
son ante cosas vivas, las pintadas.
Ante vos las estrellas,
como delante el sol, son menos bellas.
El
sol es más lustroso,
mas a mi parescer no es tan hermoso.
¡Qué
puedo, pues, decir, si cuanto veo,
todo ante vos es feo!
Mudaos el
nombre, pues, señora mía:
vos os llamad beldad, beldad María