A Filis, enferma de la garganta...
A Lucinda, en el fin de año
Desordenado en desaliño
airoso...
Epitafio
Madrid
Pequeñez de la grandeza
humana
A Filis, enferma de la garganta...
Amor, Filis
mía,
que enojado vio
la dureza ingrata
de tu corazón,
vibrando la flecha
con nuevo rigor,
herirte dispuso,
mas, ¡ay!,
no acertó.
Al pecho asestaba,
y el vibrado arpón
tocó tu
garganta,
y en mi pecho dio.
Tú libre quedaste;
yo, herido de
amor;
¡Oh, qué dulce hierro,
si hiriera a los dos!
Tu garganta
airosa,
donde de tu sol
ondean las hebras
que el oro envidió,
lastimada apenas
del golpe veloz,
del robusto niño
percibió el
ardor;
percibióle sólo;
padézcole yo,
herido, abrasado
de
impía pasión.
Tú de Amor te burlas,
yo sufro su error;
¡Oh, qué
dulce hierro,
si hiriera a los dos!
Tímidos deseos,
que, afable, animó
de tus ojos gratos
el vivo esplendor,
de
estar a tu lado
diéronme ocasión;
¡momento dichoso,
si acertara
Amor!
De su arco invencible
yo el juguete soy,
pudiendo su tiro
doblar el traidor.
Retiró la mano,
sin ver dónde hirió.
¡Oh,
qué dulce hierro,
si hiriera a los dos!
Ay, niña
adorable,
no te enojes, no,
si en ruegos exhalo
mi amarga
aflicción:
que en esta venganza
que Amor meditó,
a mí fué la
herida,
y a ti la intención.
Amar tu debieras
como amando
estoy,
y ya me contento
con tu compasión.
Por mí de Cupido
burlas el rigor.
¡Oh, qué dulce hierro,
si hiriera a los dos!
A Lucinda, en el fin de año
¡Qué importa que ligera
la edad, huyendo en presuroso paso,
mi vida abrevie en la callada huida,
si cobro nueva vida
cuando en las llamas de tu amor me abraso,
y logro renacer entre su hoguera,
como el ave del sol, que vida
espera?
Amor nunca fue escaso,
¡oh, Lucinda amorosa!
y aumenta
gustos en los pechos tiernos.
Si el año tuvo fin, serán eternos
los que goce dichosa
mi
dulce suerte entre tus dulces brazos,
¡oh mi Lucinda hermosa!,
brazos con tal blandura, que los lazos
vencerán de la Venus peregrina,
cuando, suelto el cabello,
a
Marte desafía
y al victorioso dios vence en batalla;
en ellos mi amor halla
la vida, que en sus vueltas a porfía
el sol fúlgido y bello
me lleva en su carrera presurosa,
¡oh Lucinda amorosa!,
y en la estación helada,
cuando su
margen despojada enfría
el yerto Manzanares,
al año despidiendo con su hielo,
la
lumbre de tu cielo
dará calor a la esperanza mía,
ajena de pesares,
no perdida
mi edad, mas renovada,
por más que el año huya,
con el calor de la esperanza tuya.
¡Oh! siempre acompañada
te goces del deseo que me anima,
más
años que agradable
flores esparce en la húmeda ribera
la alegre primavera;
y
nunca el cielo oprima
la dulce risa de tu rostro hermoso
con disgusto enojoso,
permitiendo que goce yo las flores
(como fiel mariposa
o cual dorada abeja, que su aliento
chupa, y en ellas forma su alimento)
de tus dulces amores,
¡oh mi Lucinda hermosa!
Y vuele el
tiempo, pues su paso lento
detiene mi contento,
detiene torpe su estación tardía,
que
tú me llames tuyo, y yo a ti mía;
vuele, vuele en buen hora,
y este año tenga fin, y juntamente
le tengan otros y otros; y el violento
curso de Febo, que la
tierra dora
con su madeja ardiente,
su carrera apresure,
y tanto, en
tanto mi ventura dure,
cuanto en tu pecho vea
reinar la llama que mi amor desea.
Vuelen, vuelen las horas,
y llévense los días y los años
en
sus vueltas traidoras,
y llegue el tiempo en que mi amor posea
tu pecho unido al
amoroso mío,
y la suerte gozosa
dé fin dichoso al ruego que la envío,
oh
Lucinda amorosa;
y en tanto los engaños
de amor tengan tu pecho entretenido
con deseo, esperanza,
manjares que alimentan a Cupido.
¡Oh tardos días de presentes
daños!
Por vosotros alcanza
su fin cuanto en el mundo es
comprendido.
Pues huid, y dad fin al encendido
fuego en que mis deseos se
alimentan;
mas, lográndolos luego,
el paso diligente
que detengáis os
ruego;
dejad que entonces, pues que ahora cuentan
siglos los años, yo,
mi bien gozando,
haga siglos los días,
y tanto dure en las venturas mías,
cuanto el alegre tiempo dar pudiera
estación venturosa
de tu edad a la hermosa primavera,
oh mi
Lucinda hermosa.
Desordenado en desaliño airoso...
Desordenado en
desaliño airoso
al bullicioso céfiro permite
Nisa el cabello, porque no limite
su nativo esplendor lazo industrioso.
Velo sutil
sobre su pecho hermoso
al gusto esconde lo que al gusto incite;
ni tanto que el tesoro facilite,
ni tanto que de él dude el ojo
ansioso.
Así en traje
sucinto reclinada
en alcatifa generosa yace
su gentileza y gala peregrina;
así la halla Cendón y la
taimada
del necio que su pompa satisface
cobra el oro, y a Alexi lo destina.
E
pitafio
Aquí yace
Jazmín, gozque mezquino,
que sólo al mundo vino
para abrigarse
en la caliente falda
de madama Crisalda,
tomar chocolatito,
bizcochos y confites,
el pobre animalito,
desazonar visitas y convites,
alzando la
patita
para orinar las capas y las medias
con audacia maldita,
ladrar rabiosamente
al yente y al viniente,
ir en coche a paseos y comedias
y
ser martirio eterno de criados,
por él o despedidos o injuriados
con furor infernal y grito
horrendo.
Si inútil fue y
aborrecible bicho,
y petulante y puerco y disoluto,
culpas no
fueron suyas, era bruto;
educóle el capricho
de delicia soez con estupendo
horror de
la razón; naturaleza
no le inspiró tan bárbara torpeza.
Los que en la tierra al
Hacedor retratan,
sus hechuras divinas desbaratan,
corrompen y adulteran.
Los
vicios de Jazmín, de su ama eran.
Madrid
Esta es la villa, Coridón, famosa
que bañada del leve Manzanares
leyes impone a los soberbios mares
y en otro mundo impera
poderosa.
Aquí la religión, zagal, reposa
rica en ofrendas, fértil en
altares;
en las calles los hallas a millares;
no hay portal sin imagen
milagrosa.
Y por que más la devoción entiendas
de este piadoso pueblo, a
cada mano
ves presidir los santos en las tiendas.
Y dime, Coridón, ¿es
buen cristiano
pueblo que al cielo da tantas ofrendas?
Eso yo no lo sé, cabrero hermano.
Pequeñez de la grandeza
humana
Salgo del Betis a la ondosa orilla
cuando traslada el sol su
nácar puro
al polo opuesto, y en el cielo oscuro
la luna ya majestüosa
brilla.
Entre la opaca luz su honor humilla
la soberbia ciudad y el roto
muro
que, al rigor de los siglos mal seguro,
reliquia funeral, ciñe a
Sevilla.
Pierde la sombra su grandeza ufana;
la altiva población y sus
destrozos
lúgubres se divisan y espantables.
Fía, Licino, en la grandeza
humana;
contémplala en la noche de sus gozos,
y los verás medrosos,
miserables.