"Esos cabellos sueltos, esos brazos,
esos pies que se hunden, leves, graves"
"The Three
Ages of Woman"
Gustav Klimt
Reseña biografica
Ya todo preparado,
Poeta
español nacido en Oviedo en 1914.
Desde los catorce años se radicó en
Madrid donde inició sus estudios universitarios de Ciencias Exactas,
abandonados al poco tiempo para dedicarse por completo a la poesia y el
periodismo.
Fue fundador y director de varias revistas literarias,
presidente del Círculo de Bellas Artes, miembro
de la Real Academia española desde 1985, crítico y defensor de la
corriente de Garcilaso, y representante
eximio de la poesia española de la post-guerra.
Es autor de una
amplísima obra poética caracterizada por una gran facilidad y sencillez
de expresión, reconocida
por los críticos como "sosegadamente apasionada".
Recibió numerosos
premios entre los que se destacan:«Nacional de Literatura» en 1957,
«Nacional de poesia
Garcilaso de la Vega» en 1951, «Fastenrath» en 1955, «Tomás Morales» de
Canarias en 1954, «Internacional de poesia
de Portugal» en 1966, «Ciudad de Barcelona» en 1967, «Hucha de Oro de
Cuentos» en 1972, «Boscán» en 1973,
«Francisco de Quevedo» en 1976, «Ángaro» en 1978, «Internacional de
poesia Religiosa» en 1979, «Internacional
Fernando Rielo» en 1987 y «Cervantes» en 1996.
Falleció en el año
2001. ©
A tu orilla
Al espejo retrovisor de un
coche
Alta de amor
Barro de la palabra
Despedida
El
hacedor
En la distancia
Esta muchacha y su
hermosura antigua...
Gracias señor...
Ir y venir de todas las
memorias
Joven para la muerte
La hora undécima
La partida
La
puerta
La tarea
Lastres
Madrigal
Mis ojos van por estos
árboles...
Mujer, quiero ya huir...
No sé si soy así ni si
me llamo...
Oferta
Paisaje inicial
Piedra y cielo de Roma
Qué quieto está ahora
el mundo...
Se oye levísima la voz...
Sé que beso la
muerte cuando beso...
Sí, tú eres el amor...
Soneto
Soneto a una muchacha
enamorada
Soneto de la nieve todavía
Te han nacido los
ojos con preguntas...
Tú eres el corazón
con lo vivido...
Veo a diario tu casa...
A tu orilla
A tu orilla he venido.
Tengo un otoño, un pájaro
y una voz desusada. Tú me esperas: un río,
una pasión y un fruto. Y tiene nuestro encuentro
el vuelo, la corriente, seguros, proclamados.
He venido a tu orilla
con los brazos tendidos
y ahora ya soy la hierba que no termina
nunca,
el barro donde el agua sujeta sus mensajes
y la cuna del cauce para mecer tu sueño.
Dime si estoy pendiente
de mi diario trabajo,
si basta a tus oídos mi tristísimo verso
o
si a mi sombra vive mejor mayo tu carne.
De tu orilla me iría si
ahora me dijeras
que te amo solamente como los hombres aman
o que mi voz te suena
como todas las voces.
Al espejo retrovisor de un coche
Tú eres el corazón con lo vivido,
en ti está lo que atrás vamos
dejando,
lo que hemos ido con pasión amando,
definitivamente ya
perdido,
en ti vemos las gracias que se han ido,
los paisajes y el
cielo del ayer,
cuando las cosas que ahora sigues recordando
flotan sobre las aguas del olvido,
pero vives y estás, claro y
pequeño,
miras aquellos prados, aquel sueño tan lejano,
las rosas
de aquel día,
crees que puedes cambiar toda la suerte y,
aunque
vamos derechos a la muerte,
vives de lo pasado todavía.
Alta de amor
Para las altas cumbres,
alta vida.
Alta de amor. Voz alta. Alto sendero
-sierpe de fe y de
luz-. Albor primero
para las altas nubes de tu huida.
Alta de brisas altas.
Confundida
con el latir más alto. Alto crucero
por altas costas.
Alto mastelero
para altas velas, altas de partida.
Alta de ti, ya fiebre
de mis pulsos,
ofreces en tus brazos la balanza
que iguale en el
cenit nuestros impulsos.
Y al alcanzar tu imagen
su infinito
hay un temor a que se clave en lanza
y una ambición de que culmine en grito.
Barro de la palabra
Hoy he tomado el barro de la palabra en frío;
su piel ya me conoce;
poco a poco, temblada
por mi caricia, vibra, responde a la llamada
de la costumbre. Toco. Me adueño de lo mío.
Penetro en la palabra. Las orillas del río
me acogen, me
conducen, y se siente creada
la mano creadora... ¿Vive la enamorada
mi amor, o me amenazan su ocaso y su extravío...?
¡Qué torpe es el amante, qué ciega su porfía!
No dice la palabra
lo que ayer le decía.
O sí: dice lo mismo, miente lo mismo, inventa
lo mismo... «¡Calla, calla...!», le increpa. Y luego llora
su soledad. Y vuelve. Y, arrastrándose, implora:
«Quiero morir
tocando tu barro, aunque me mienta».
Despedida
Vuelvo a mi casa, más
alta
que la tuya, Luisa Esteban,
pero sin una ventana
que dé al
atrio de la iglesia.
-¡Adiós, adiós-
Y no oyes,
Luisa Esteban.
No levantarás el
cántaro,
por mí, de su cantarera,
con el agua de aljibe,
sonora, delgada y fresca.
En tu cama de altos hierros
no dormiré
más la siesta.
Ni en tus sábanas de hilo,
Luisa Esteban.
Porque a mí llevan
-mira,
tú que no oyes, mi pena-
amores de otras ciudades
hasta
otra calle cualquiera
que no es ésta con un toro
descansando ante
tu puerta.
El hacedor
Entra en la playa de
oro el mar y llena
la cárcava que un hombre antes, tendido,
hizo
con su sosiego. El mar se ha ido
y se ha quedado niño, entre la
arena.
Así es este eslabón de
tu cadena
que como el mar me has dado. Y te has partido
luego,
Señor. Mi huella te ha servido
para darle ocasión a la azucena.
Miro el agua. me copia.
Me recuerda.
No me dejes, Señor; que no me pierda.,
que no me
sienta dios, y a Ti lejano...
Fuimos hombre y mujer,
pena con pena,
eterno barro, arena contra arena,
y sólo Tú la
poderosa mano.
En la distancia
Perlora, en la
distancia, recordarte
es dar al sueño una verdad lejana;
es como
oír de nuevo la campana
de aquel mar que florece al golpearte.
Qué fábula, qué magia
pudo darte
entre el verdor la gracia ciudadana:
una distinta luz
cada ventana,
una lanza el maíz por cualquier parte?
Te pienso aquí y te sé
en la tierra mía.
Era una vez... Y nadie me creía.
Pero yo te he
tenido, y he tocado
tu piel que bajo el
cielo se serena:
aquí, Carranques, dos labios de arena,
allí,
Candás, como un navío anclado.
Esta muchacha y su
hermosura antigua...
Esta muchacha y su
hermosura antigua
y su ademán de enamorada calle
que va con las
ventanas de sus ojos
hacia los arcos del amor triunfante,
¿de qué lugar del suelo
se ha escapado?,
¿de qué reino en que estuve hace un instante?
Hace mil años ya, pero conozco
de su piel encendida las señales.
Pasa con sus navíos por
el agua;
abre sus velas; sabe de cien mares:
quieren dejarse
hundir por su madera
y hacer brillar cien veces sus metales.
En la penumbra, un
arenal sombrío
intenta recordar los cuerpos ágiles.
Aquí estaban
un día, pero el viento
borró la oscura huella de la sangre.
La letra se refugia en
la costumbre...
¡Adelante los nombres; adelante!
¿Quiénes sois?
¿Dónde estáis, sílabas muertas?
Es memoria falaz la de la carne.
Esos cabellos sueltos,
esos brazos,
esos pies que se hunden, leves, graves,
esa pierna
que avanza irrepetible,
ese velado pecho inalcanzable,
¿qué tejados tendrán?,
¿qué fina lluvia
harán caer en un pinar sin nadie
donde algún
corazón sienta sus pasos
y estremezca los nidos al mojarse?
Señor, Tú eres el agua
que ha anegado
los caminos de oro en esta tarde.
Conocían mi
huella entre los pinos
que confunde la noche al acercarse.
Tenía la belleza por
fortuna;
tenía un cielo azul por hospedaje,
una plaza cuadrada con
palomas
y un palomar donde habitaba el aire.
Arriba estabas Tú con
la mañana
llena de sol. Tu mano, dulce y grande,
se apoyaba en los
hombros de la tierra,
bajaba a mis balcones a tocarme.
Hoy se han oscurecido
de repente
los troncos dibujados de los árboles
donde a tientas
persigo inútilmente
el testimonio de las iniciales.
Gracias, Señor, porque estás...
Gracias, Señor, porque
estás
todavía en mi palabra;
porque debajo de todos
mis puentes
pasan tus aguas.
Piedra te doy, labios duros,
pobre tierra
acumulada,
que tus luminosas lenguas
incesantemente aclaran.
Te
miro; me miro. Hablo;
te oigo. Busco; me aguardas.
Me vas
gastando, gastando.
Con tanto amor me adelgazas
que no siento que
a la muerte
me acercas…
Y sueño…
Y pasas…
Vas a pasar, Señor, ya
sé quién eres;
tócame por si no estoy bien despierto.
Soy hombre,
¿me ves?, soy todo el hombre.
Mírame Tú, Señor, si no te veo.
No
hay horas, no hay reloj, ni hay otra fuerza
que la que Tú me des, ni
hay otro empleo
mejor que el de tu viña…
Pasa…
Llama…
Vuelve
a llamarme…
¿Qué hora es? No cuento
ya bien.
¿Es la de la sexta?, ¿la de nona?,
¿la undécima? ¿o ya es tarde?
Pasa…
Quiero seguir, seguirte…
Llama.
Estoy perdido;
estoy cansado; estoy amando, abriendo
mi corazón a
todo todavía…
Dime que estás ahí, Señor; que dentro
de mi amor a
las cosas Tú te escondes,
y que aparecerás un día lleno
de ese
amor mismo ya transfigurado
en amor para Ti, ya tuyo.
¡Grita!
¡Nómbrame,
para saber que todavía es tiempo!…
Hace frío…
¿Será que la hora
undécima
ha sonado en la nada?…
Avanzo,
muerto de impaciencia de estar en Ti,
temblando de Ti, muerto de
Dios,
muerto de miedo.
Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza,
el
barro que dejaste en el misterio.
Ir y venir de todas las
memorias...
Ir y venir de todas las
memorias
que el alma, olvidadiza, desenreda;
verse hombre solo, antiguo y
solo, errante;
ver que todos los tiempos están cerca.
De un golpe, como
hermosos corazones,
yacen los capiteles en la hierba
y encuentran hecha luz como un
milagro
la flor silvestre de la primavera.
Se hace el acanto
vegetal y tierno;
el hombre lo acaricia y algo tiembla
debajo de su mano; le
parece
que un cuerpo estremecido se despierta.
¿Puede latir la sangre
por los pulsos
ante la soledad de esta belleza
cuando todo se para en un
intento
de detener la dicha verdadera?
Llueve un poco,
tímidamente llueve;
brilla el mármol, el árbol de la piedra;
por un instante sólo,
esta columna
alcanza con sus hojas las estrellas,
Que están, que van a
estar, que acaso miran,
que mirarán desde su noche eterna
el
desamparo de los que caminan
sin amor por la sombra de la tierra.
Joven para la muerte
Arrojado a tu luz
madrugadora,
me muero niño y soy todo un deseo
de varón en
continuo jubileo
hacia tu corazón de ruiseñora.
De trino escalador
junto a la aurora
eres, y voy a ti, y hay un torneo
donde la
algarabía del gorjeo
triunfa de mí y en mí se condecora.
Arrancados de un sueño
o de una fuente,
por tu espada los límites del nardo
me mintieron
temprana primavera.
Y estoy ahora por ti
tempranamente,
como nadie, de amor herido, y tardo
en morirme de
amor como cualquiera.
La hora undécuima
En la sombra sin nadie de la plaza,
la espalda de la amada y su
silencio;
en la sombra sin nadie de la plaza,
aquel niño de
Batres, mudo y quieto;
en la sombra sin nadie de la plaza,
mis
hijos, solos, vadeando el sueño...
Y han pasado las horas, y las luces
distintas; los videntes y los
ciegos
han pasado -la plaza está vacía-;
los torpes han pasado, y
los despiertos,
y los del pie descalzo y la sandalia
rota; los de
la cera, los del fuego,
los de la miel, los del dolor pasaron...
La plaza, sola. Un hombre, solo, en medio.
Del señor que llamaba,
apenas queda
una huella levísima en el suelo.
Se detuvo en la
arena como si algo
le faltara. Miró a su espalda. Luego
llamó otra
vez. Y otra. Y todavía
otra. Pero ya nadie oía; pero
nadie abrió
los balcones, las ventanas,
las torpes barricadas de su encierro.
El hombre, el hombre, qué delgada ruina,
qué abdicación, qué
torre sin cimiento,
qué nube hacia otras nubes deshilándose,
qué
carbón imposible hacia otro fuego.
El hombre, el hombre, el hombre,
el hombre, el
hombre
qué redoble de letras en un cuero
rajado, qué bandera
mancillada,
qué cristal defendiéndose en el cieno,
qué fuerza para
nada, contra nada,
qué rama malherida por el viento,
qué triste
perdidizo en la tristeza,
qué soledad en soledad naciendo...
El
hombre, el hombre, todavía el hombre;
yo, el hombre, ya lo he dicho;
yo, en el miedo
de un bosque, en las fronteras de una isla
-el
agua junto al pie, y el alma al cuello-;
yo, el hombre, sí, yo mismo,
yo, más solo
que tú, hombre como yo; tanto o más lejos
de la
verdad que tú, o acaso menos,
o acaso más...
Oh, qué torpeza el hombre;
oh, qué locura el hombre; oh, qué
destierro,
qué cueva sin salida, qué raíces
sucias de tierra, qué
turbión, qué dédalo,
qué picador en lo hondo de una mina
sin la
luz encendida del minero...
El hombre, yo, lo he dicho ya, creía
que siempre habría más, que
habría tiempo
para más. ..¿Para qué, niño de Batres?
¿Para qué que
no sea tu silencio
junto al pan en la tarde; con tus ojos
volcados
en la nada, en Dios inmersos?...
El hombre, yo, junto al girar del
cántaro,
que busca sin descanso, aquí, en el centro
de la plaza, a
la orilla del arado,
o en el arado mismo, junto al hierro
resplandeciente de la vertedera,
¿está definitivamente ciego?...
Vas a pasar, Señor, ya sé quién eres;
tócame por si no estoy bien
despierto.
Soy el hombre, ¿me ves? , soy todo el hombre.
Mírame
Tú, Señor, si no te veo.
No hay horas, no hay reloj, ni hay otra
fuerza
que la que Tú me des, ni hay otro empleo
mejor que el de tu
viña...
Pasa...
Llama...
Vuelve a llamarme...
¿Qué hora es? No cuento
ya bien. ¿Es la de sexta? , ¿la de nona? ,
¿la undécima? ¿O ya es tarde?
Pasa...
Quiero
seguir, seguirte...
Llama. Estoy perdido;
estoy cansado; estoy amando, abriendo
mi
corazón a todo todavía...
Dime que estás ahí, Señor; que dentro
de
mi amor a las cosas Tú te escondes,
y que aparecerás un día lleno
de ese amor mismo ya transfigurado
en amor para Ti, ya tuyo. ..
El ciego,
el sordo, anda, tropieza, vacilante,
por la plaza vacía.
Ya no siento
quién soy. No me conozco...
¡Grita! ¡Nómbrame,
para saber que todavía es tiempo!...
Hace
frío...
¿Será que la hora undécima
ha sonado en la nada?...
Avanzo, muerto
de impaciencia de estar en Ti, temblando
de Ti,
muerto de Dios, muerto de miedo.
Yo soy el hombre, el hombre, tu esperanza,
el barro que dejaste
en el misterio.
La partida
Contigo, mano a mano. Y no retiro
la postura, Señor. Jugamos fuerte.
Empeñada partida en que la muerte
será baza final. Apuesto. Miro
tus cartas, y me ganas siempre. Tiro
las mías. Das de nuevo.
Quiero hacerte
trampas. Y no es posible. Clara suerte
tienes,
contrario en el que tanto admiro.
Pierdo mucho, Señor. Y apenas queda
tiempo para el desquite. Haz
Tú que pueda
igualar todavía. Si mi parte
no basta ya por pobre y mal jugada,
si de tanto caudal no queda
nada,
ámame más, Señor, para ganarte.
La puerta
Golpeo ahora
-y
nadie dentro-
con los nudillos
hasta hacerme sangre
-y nadie
dentro-
en estas puertas donde sé
-¡con qué certeza!-
que
estuvo la ternura,
que estuviste tú, amor,
zaguán de sombra,
renovada lumbre,
con el vestido aquel de cada día,
distinto
siempre,
y suave, entero, con la luz tejido.
Nada me importa que
ese árbol,
que ahora se muestra en una frontera
inalcanzable,
no tuviera ese sabor que hoy siento,
añoro.
Lo que yo busco, vive
porque está en mi deseo,
y ese deseo sé que es mío, tanto
como lo
perdí,
que no me pertenece,
que no puede esperar el desterrado.
Golpeo, y no contestan las cosas.
Y estaban. Aquí estábais, labios,
días, miedos y posesiones
fugaces, y extremadas razones, presas
de
la inquietud.
Abra
quien abra,
responda quien responda,
sé
que nunca será aquella voz,
aquella la acogida
por donde todo el
día me anegaba
triunfando.
Sé que otra mano tomará aquel pomo
de la puerta, otra voz
-que yo querré encontrar en la memoria-
dirá: «Pasa aunque es tarde...»
Y entraré en la penumbra
-¿no dije antes que en la luz?-
doblando un poco el cuerpo
para que no se rompa del todo
la
estrecha división de lo esperado
tanto tiempo.
Abra
quien abra,
pecho mío, ciego de incertidumbre,
sabio y caliente del refugio
probado,
te precipitarás, porque la noche, fuera,
o el cegador día
del que ahora vienes,
te habrán herido entre las ruinas
de la
ciudadela abandonada.
Abra
quien abra,
golpeo, porque el brazo
tiene ya la costumbre mendicante
que le ha dado el amor.
Los
herrajes hermosos,
la brillante fimbria de la puerta,
el asidero
dulce del aldabón,
como un hombro desnudo,
salen al paso del
mendigo, alargan
la conocida calle del deseo.
Puertas y puertas.
Puertas.
Abra quien abra.
Llaman los puños apretados,
y aúlla,
como un viento desconocido,
nuestra doliente voz
en la nevada
calle
que se va prolongando hasta la muerte
con sus puertas
cerradas.
La tarea
Qué esfuerzos por ser hombre, qué trabajo forzado
por hacer este
torpe varón que, apenas hecho,
se vio imperfecto y débil, por la
pasión deshecho,
y herido a cada paso del camino empezado.
¿Por qué siguió? , decidme. ¿Por qué seguí?
¿He andado
lo suficiente fuera? Porque, dentro del pecho,
yo sé
bien qué carreras, qué saltos hasta el techo
del alma- ¡oh,
saltimbanqui de soledad!-h e dado.
Cuando la obra estuvo casi hecha: un remedo
de música, de sueño,
de defensa, de miedo,
se vino abajo todo lo que se alzó conmigo.
Cuando se miró el hombre para ver dónde estaba,
vio tendida hacia
el viento su mano de mendigo,
y en ella, una moneda que ya nadie
tomaba.
Lastres
Canta el mar a mis pies, canta y resuena,
y dice su mensaje
apresurado
hasta escalar la soledad del prado
donde otra playa de
verdor se estrena.
Se ve en la hondura el
oro de la arena,
la sangre de la ola, en el tejado,
ya allá, el
azul del cielo, traspasado
por la niebla que al monte se encadena.
Amor del que nací, vuelve y empieza
de nuevo donde surge la
belleza
y hace jugoso todo cuanto toca.
Corazón enredado, sal si puedes,
o besa entre los hilos de estas
redes
la misma sal de aquella antigua boca.
Madrigal
Porque te hice de la
nada,
de la sorpresa y el deseo,
de la carne de las palabras
y
con la forma de los sueños,
y porque sólo una
mirada,
sólo un temblor entre mis dedos
eres, y por mis labios
pasas
dándole alivio a mi destierro,
en la alta noche me
amenazan
tus vecindades tan sin peso;
la soledad cerca mi alma;
hombre de barro soy y temo.
Llega la estrella a mi
ventana.
Como te hice te recuerdo.
Duermes. Yo soy el que te
canta,
hacia la muerte, con el viento.
Mis ojos van por estos árboles...
Mis ojos van por estos
árboles,
pájaros tristes del otoño,
desalentados, con
memoria
de los verdores más remotos.
Dudan, avanzan, se
confunden
entre los círculos de oro;
llegan ahora hasta las
últimas
galerías del cielo absorto
para caer precipitados
en el camino frío y hondo;
llevan las alas
malheridas
por un antiguo, oscuro plomo.
¿Dónde estarán aquellas
sedas
de ayer, aquel aire sonoro?
¿La vecindad de
aquellos nidos,
su humilde y delicado trono?
Sé que vendrán miradas,
aves,
cuando yo sea sombra sólo
y buscarán entre las
ramas
la antigua herida de mis ojos.
¿Hacia qué amor irá la
noche?
¿qué luz tendrá la tarde? ¿cómo
caerán entonces en mis
techos
las hojas muertas del otoño?
Mujer, quiero ya huir, quiero sentirte...
Mujer, quiero ya huir,
quiero sentirte
tan distinta, distante, adivinada,
que el tacto
sea ajeno a la llegada
y aun el sueño incapaz para fingirte.
Tan lejos que no pueda orarte, herirte
-blanco de mi plegaria y
mi lanzada-;
que seamos, tú, carne en ala alzada,
y yo, babel de
amor por conseguirte.
¿No ves que a este velarte y revelarte
se sublevan mis brazos
maniatados
en el deleite o cruz de tu presencia?
Sombra me alcanza ya de no alcanzarte.
y tengo verso y sangre
preparados
para vivir la muerte de tu ausencia.
No sé si soy así ni si me llamo...
No sé si soy así ni si
me llamo
así como me llaman diariamente;
sé que de amor me lleno
dulcemente
y en voz a borbotones me derramo.
Lluvia sin ocasión,
huerto sin amo
donde el fruto se cae sobradamente
y donde miel y
tierra, juntamente,
suben a mi garganta, tramo a tramo.
Suben y ya no sé donde
coincide
mi angustia con mi júbilo, ordenando
esta razón sonora y
sucesiva.
Y estoy condecorado,
aunque lo olvide,
por un antiguo nombre en que cantando
voy a mi
soledad definitiva.
Oferta
Voy hacia ti, luz y fe por ti logradas,
con el valor del labio y de
la frente;
todo mi ardor, ya sed en tu corriente,
destino entre
tus manos sosegadas.
Traigo una nueva vida a tus miradas
en triunfo conseguida;
tibiamente
iré dando a tu anhelo transparente
este retorno cálido
de espadas.
Labraré el alto cauce. Por tu río
toda mi voluntad será la rama
que doble al paso fiel de tu navío,
y en el rizado encaje de la estela,
iré buscando el Angel que me
llama
desde tus limpios ojos de gacela.
suspendidas las lágrimas
de aquel párpado antiguo