"...Vivir es
detenerse con el pie levantado,
es perder un peldaño, es ganar un segundo..."
"Desnudo "
Gustav Klimt
Reseña biografica
Poeta
español nacido en Granada en 1933.
Ha dedicado su vida a la actividad
literaria destacándose en el campo de la narrativa, el ensayo,
y especialmente en la poesia. Pertenece al grupo Generación del 50.
Ha dirigido importantes publicaciones y su obra literaria se
encuentra traducida a numerosos idiomas.
Ha publicado más de veinte
libros obteniendo numerosos premios entre los que se destacan:
Premio Países Hispánicos, II Premio Internacional del Círculo de
escritores Iberoamericanos,
Premio Internacional de Centroamérica,
Premio Leopoldo Panero 1966, Premio Guipúzcoa 1968,
Premio Boscán
1968, Premio Ciudad de Barcelona 1969, Premio Nacional de Literatura
1994,
y Premio de la Crítica Andaluza 2003 ©
Alicatado para una tarde de
verano
Anclado en mi tristeza de profeta...
Canto a la esposa II
Cristal romano
Cristales empañados
De nuevo te esperé en el
desconsuelo...
Donde sonó una risa
El miedo, no
Ella vendrá saladamente
húmeda...
Escultor
Gesto
final
La espera y la esperanza
Lindo con tu silencio
Miedo un instante
Poema del no
Poema para la voz de
Marilyn Monroe
Pronuncio amor
Recacha
Ser un instante
Signos en el polvo
Tengo marcado un nombre...
Un día con el alba
Alicatado para una tarde de verano
Para traspasar las hojas,
la luz se pone de lado.
Se despereza
el aroma
y hay un sopor que, despacio,
deshilachan las zumbonas
avispas del emparrado.
La paz del jardín se esparce
por el brillo
del acanto
y la tarde se inaugura
al regarse el empedrado.
Hay rincones invisibles
con amores encalados
y persianas donde
crece
la penumbra del verano.
El mirador se remira
en los
reflejos más altos.
Alguna risa que llega
por el silencio rampando
y el agua, dueña y señora
por fuentes y por regatos.
El aire tiene un desgaire
de mimbre desangelado.
El arrayán
cuadricula
la dicha de estar mirando.
Desde los poyetes, rastras
en macetas de geráneos
cuelgan hasta el arriate
buscando su olor
mojado.
El silencio se despierta
picoteado de pájaros.
Las glicinias se retuercen
sobre sus pomos morados
y son de
azulejo y frío
los zócalos y los bancos.
El chirrido del portón
anuncia el rito diario.
Las sillas, de recia anea.
El vino, de
mano en mano.
La amistad, como beberse
la tarde de un solo trago.
"De Mis amados odres viejos"
Anclado en mi tristeza de profeta...
Anclado en mi tristeza
de profeta
sé cuánto ha de valer lo que hoy recibo;
cuánto valdrá
después esto que vivo
sujeto a este después que me sujeta.
Mi plenitud en ti quedó
incompleta
y espera un no sé qué definitivo.
Mientras, cerca de
ti, escribo y escribo,
poeta al fin, en tiempo de poeta.
Sé cuánto ha de valer;
eso es lo triste.
Valdrá más de lo mucho que poseo
el recordar lo
mucho que me diste.
Profetizado don, con
que falseo
esta presente gracia que me asiste
y esa futura gracia
que preveo.
Canto a la esposa II
Como un Angel en traje
de faena
descompones la casa amanecida.
Las camas y las mesas se
abandonan
sin recato, las faldas levantadas.
¡Sacude viejos pasos
de la alfombra,
que tu amor no es posible sin nacer cada día!
El brillo soñoliento
del barniz y del vidrio
despierta a la caricia puntual del plumero,
el reloj te presiente y acelera el latido.
La escoba te florece entre
las manos.
¡Canta más alto y barre los recelos;
que quede el aire
justo por los cuartos!
Hay una pausa siempre
donde la sangre clama.
Es cuando se doblega tu maternal cintura
y
un racimo de niños colgados de tu cuello,
pone a punto de risa la
claridad del día.
Esposa del amor y la
cocina,
de la sonrisa fácil y el pelo alborotado,
de las mangas
subidas y la mirada casta.
Aún no sé si es mi paz ese diario
trajín, en el que envuelves
nuestro amor, o si es acaso
mi paz
este mirarte atareada
como libando aquí y allá en lo nuestro.
O si
es mi paz el vuelo de tu falda,
o el aire de domingo con que pones la
mesa.
Dos pájaros te escoltan
cuando sales al patio.
Las tapias encaladas te roban la limpieza.
¡Tiende alta tu blusa y mi pañuelo
para que puedan verse desde el
mar!
¡Tiende al sol tu recato y tu blancura
y que se sequen pronto
los recuerdos!
Esposa del amor y la
costura,
del cesto y de la plancha, que apaciguas
constante mi
inquietud, como serenas
el mar blanco y rizado de las sábanas.
Después, la mano
umbrosa de la tarde vencida
apaga lentamente rendijas y ventanas;
mientras por una escala de palabras mimosas
se te suben los hijos a
la altura del beso.
Pasa un silencio por la línea exacta
donde
termina el día,
y la luz se deshace iluminando
pequeños universos
interiores.
Es cuando tú, sentada y poderosa,
redondeas el día
dando forma al sosiego.
Es cuando tú preparas los caminos
por
donde el bien resbala hasta entrar en la casa.
Es cuando tú presides
la alegría.
La amiga noche, esposa, no se acerca
hasta que tú le
tienes mullida la almohada.
Cristal romano
Si este ungüentario de cristal romano
que veinte siglos irisaron,
donde
la transparencia envejecida apenas
deja ya ver el soplo que
le diera
forma de lágrima y que aún se esconde
en su interior como
con miedo a verse
en otro tiempo; si este vaso leve
que otro soplo
o milagro ha conservado
indemne entre los mármoles partidos
de la
arrasada villa, resbalase
de mis manos y en un funesto instante
se
estrellase en el suelo dulcemente,
consternación aparte, no sabría
apreciar las distintas magnitudes
de tamaño suceso, ni sabría
ponerle fecha; pero estoy seguro
de que en el tiempo aquel, que
permanece
detenido entre togas y columnas,
se oirían los clamores
del desastre.
Cristales empañados
Se fue, no tan despacio que no hubiera
un desajuste tenue en la
calima
del asfalto, y su falda
parecía más triste en el andar y
hubo
como una duda, o tal vez no, y la acera
se fue estrechando al
alejarse y, luego,
pareció, quizás fuera
su delgadez, sus hombros,
que no iba,
que volvía a la infancia, y en la calle
apenas cabía
el sol y mi mirada
y una música urbana que, tan joven,
surgió de
un bar con soledad y miedo.
¿Te veías tú, acaso, dime, como
si te
pudieras ver, de espaldas, sola,
pegada a la pared, andando, yéndote?
Me fui. Recuerdo que el vacío
aquél era ya parte
de mí. Porque
me estuve yendo
todo el tiempo que, arriba, la buhardilla,
cama
deshecha, sábanas con restos
de calor, vasos, deja
ya de fumar, me
estuve
dejando ir en no querer ser pasto
de ciudad, y las calles
y el ruido estaba en mí y tus ojos, habla,
¿por qué te vas?, estaban
alrededor de mí; ser pasto
de ventanas cerradas, un quejido
o una
sirena a media noche, esquinas
donde comprar la nada, el estallido
de la nada, acompáñame, me estuve
yendo de mí todo aquel tiempo tan
hermoso.
Se fue y era de noche
en torno a su cintura y sus vaqueros
gastados. La bufanda, con su historia
ella también, entretejida, daba
una vuelta a la tibia
cadencia de su cuello y la seguía
a través
de la lluvia y algún perro
y la insolente luz de los semáforos
poniendo en orden el desierto y, lejos,
la otra oscuridad, la que
está hecha
de violencia y portales y mugrientas
escaleras.
Me fui de tanta prisa
por conocer, de tanto estar contigo,
de
tanta juventud, frío empañando
los cristales, de tanto amor, la
estufa,
libros y discos en desorden, altas
madrugadas del beso,
tus preguntas,
café para el cansancio, las paredes,
tu pelo, el
desconcierto de estar vivo.
Toda esta vida me sostiene ahora.
Todo este tiempo aquél que es
lo que tengo,
lo único que tengo. Tanto irse,
tanto perder, tal
desapego,
tanta sinceridad, tan armoniosa
desventura, tan sabio
desvarío,
tal desesperación, tanta belleza.
De nuevo te esperé en el desconsuelo...
De nuevo te esperé en el desconsuelo
de la esquina. Por el
bullicio oscuro
iban, venían rojos autobuses,
acharolados taxis
que, ocupados,
se detenían un segundo antes
del desencanto. La
farola daba
entintado de comic a la espera.
Los taxis están hechos con materia
de soledad, de presurosos
besos,
de palabras sin terminar, de rápidos
adioses, de cabezas
que se vuelven
como pidiendo auxilio. Cada taxi
va tejiendo y
tejiendo su capullo
de seda por las calles, va encerrando
su
mariposa entre los hilos tensos
de la ciudad que gime y que lo
envuelve.
¿Por qué querer es esperar?. La lluvia
tenaz parpadeaba en el
cambiante
neón de Piccadilly y los neumáticos
por el asfalto
húmedo sonaban
como el desuello de una piel inmensa.
Todo el desecho de la prisa iba
acumulado en los asientos turbios
de los taxis. Su tántalo destino
era llegar para volver de nuevo.
Los taxis se alimentan de colillas,
de tersos portafolios, de
monturas
de gafas, de coronas funerarias,
de perfumados guantes,
de pañuelos
inmundos, de paraguas olvidados.
El horizonte de los
taxis nace
a espaldas de la luz, está poblado
de sanatorios y
consultas, linda
con discos y semáforos, discurre
por negocios y
apremios y legajos.
¿A dónde va el amor cuando no acude
a nuestra cita?. Una lenta
hilera
de gotas resbalaban por el borde
de la farola anochecida.
Un golpe
de tos quebrada restalló muy cerca
de mi bufanda. El
viento me azuzaba
los mastines del frío. Y otros taxis
pasaban sin
parar, como otras noches,
como todas las noches de mi vida.
Cuando al amanecer se quedan solos
los taxis, se acarician la
gastada
tapicería, que conserva algunas
viejas huellas de semen o
de lágrimas.
Donde sonó una risa, en el recinto...
Donde sonó
una risa, en el recinto
del aire, en los pasillos transparentes
del aire donde, un día
sonó una risa azul, tal vez dorada,
queda
por siempre un hueco, un lienzo triste,
un muro acribillado, un arco
roto,
algo como el desgaire de una mano
cansada, como un trozo
de madera podrida en una playa.
Donde
saltó la vida y luego nada
echó a rodar, y luego nada, queda
una
cama deshecha,
un cuarto clausurado, un portón viejo
en el vacío,
algo
como un andén cubierto por la arena;
queda por siempre el
hueco
que deja un estampido por el bosque.
De bruces,
husmeando, rastreando
unas huellas, tirando
del hilo de un
perfume,
penetra el corazón por galerías
que un latido de sangre
subterránea
horadó alguna vez y allí quedaron.
Y que allí
permanecen con su húmeda
oscuridad de tigres en acecho.
Penetra el
corazón a tientas, llama
y su misma llamada lo sepulta.
Donde sonó una risa,
una vidriera,
una delgada lámina de espacio
estalló lentamente. Y
no es posible
poner de nuevo en orden tanta ruina.
Un nuevo aliento
merodea. Llegan
otros sonidos hasta el borde y piden
su momento
para existir. Afluyen
nuevas formas de vida
que al final toman
cuerpo y se acomodan.
Pero el tiempo ya es otro y el espacio
ya es
otro y no es posible
revivir lo que el tiempo desordena.
En la cresta del agua o
de la espuma
donde una risa naufragó, ya nada
podrá buscar,
hundirse, hallar los restos,
nadie podrá decir: éste es el sitio.
El mar no tiene sitios y sus cimas
son instantes de brillo y se
disuelven.
Pero quedan los huecos, queda el tiempo.
El tiempo es un conjunto
de irrellenables huecos sucesivos.
Donde sonó una risa queda un
hueco,
un coágulo de nada, una lejana
polvareda que fue,
que ya
no está, pero que sigue hablando,
diciendo al alma que, en alguna
parte
algo cruzó al galope y se ha perdido.
El miedo, no. Tal vez,
alta calina...
El miedo, no. Tal vez,
alta calina,
la posibilidad del miedo, el muro
que puede derrumbarse, porque
es cierto
que detrás está el mar.
El miedo, no. El miedo tiene rostro,
es exterior, concreto,
como un fusil, como una cerradura,
como un niño sufriendo,
como lo negro que se esconde en todas
las bocas de los hombres.
El miedo, no, Tal vez sólo el estigma
de los hijos del miedo.
Es una angosta calle
interminable
con todas las ventanas apagadas.
Es una hilera de viscosas manos
amables, sí, no amigas.
Es una pesadilla
de espeluznantes y
corteses ritos.
El miedo, no. El miedo es un portazo.
Estoy hablando aquí de un
laberinto
de puertas entornadas, con supuestas
razones para ser, para no
ser,
para clasificar la desventura,
o la ventura, el pan, o la mirada
-ternura y miedo y frío- por los hijos
que crecen. Y el
silencio.
Y las ciudades rutilantes, huecas.
Y la mediocridad, como una
lava
caliente, derramada
sobre el trigo, y la voz, y las ideas.
No es el miedo. Aún no
ha llegado el miedo.
Pero vendrá. Es la conciencia doble
de que
la paz también es movimiento.
Y lo digo en voz alta y receloso.
Y no es el miedo, no. Es la
certeza
de que me estoy jugando, en una carta,
lo único que pude,
tallo a tallo, hacinar para los hombres.
Ella vendrá, saladamente
húmeda...
Ella
vendrá, saladamente húmeda,
tenuemente velada
por el polvo de
agua que liberan
las olas al romper.
Uno por uno, intento
ir forzando los límites. Y espero.
No sé que espero, ni por qué. Es un modo
de reclamar mi parte de aventura.
Ella vendrá. Vendrá desde
la noche.
Como un débil galope que se acerca.
Como el recuerdo de una
risa. Como
el eco de las voces que, otros tiempos,
habitaron la casa abandonada.
Ella vendrá. Yo creo en el
misterio.
La fe en lo transparente, en lo que existe
alrededor de la
materia; el vago
presentimiento ilógico; el deseo
me salvará. Yo creo
en la
otra mitad de lo visible.
Ella vendrá, saliendo del espejo.
Sonriendo desde un retrato
antiguo.
Será un leve crujido en la escalera,
el ruido de unos pasos por
el techo,
una cortina que se mueve, un vaso
de cristal que se rompe sin
tocarlo.
Ella vendrá, como una paz lejana.
Vendrá como un aroma
de vaguadas y montes, cabalgando
a lomos de la tarde.
Ella vendrá al final, no sé por dónde;
tal vez por el atajo
de alguna dimensión desconocida.
Ser hombre es resistirse.
Ser hombre es cometer, conscientemente,
un pecado de lesa
desmesura.
Ser hombre es ser testigo de lo absurdo.
Ella vendrá,
engarzada en una chispa
de pedernal. Abriendo paso al rayo.
Deslumbrante en la proa
de una infinita luz que se aproxima.
Escultor
En mis
manos tu barro, te moldeo
con ternura. Mi soplo y mi caricia
dieron ser a la curva que te inicia.
Si carne te pensé, viento te
veo.
Vaciada ya
tu forma, me recreo,
te atesoro. No culpes mi codicia.
Alta puse
la mira: tu primicia
esculpida a cincel en mi deseo.
Yo,
escultor, sólo pido por mi arte
el contemplar mi obra: contemplarte.
Pero tú ya eres tú, aunque eras mía,
y si una
vez te arredra mi egoísmo,
puedes irte si quieres. Me es lo mismo.
Te crearé, de nuevo, cualquier día.
Gesto final
Un hombre está tumbado
bajo el cielo.
Se le ha apagado el tacto. Las hormigas
pueden subir el trigo
por su cuello.
Esto es lo más terrible de los muertos:
que la vida los cubre y
los absorbe.
Porque un hombre está
muerto, y en la plaza
siguen jugando al tute los de siempre,
y
se espera que grane la cosecha,
y hay barcos en los puertos, preparados
para zarpar al despuntar
el alba.
Un muerto es la esperanza boca abajo.
Porque un hombre está
muerto y todavía
es posible que tiene en los bolsillos
un paquete empezado de
tabaco.
Y esto es lo más terrible de los muertos:
que se paran de pronto
entre las cosas.
Ha muerto un hombre
cuando se desdobla
y se mira su cuerpo, desde enfrente,
y se tiende la mano,
y se despide.
Ha muerto un hombre, irremisiblemente,
cuando mueren los que lo
recordaban.
Los muertos se resisten
a estar muertos
y se defienden con su peso inerte,
y es terrible su grito cuando
luchan
porque sólo se oye con los ojos.
Hay que amar a los
muertos, comprenderlos.
Son como niños buenos enfadados.
Les han
robado el aro y la cometa
y se han quedado tristes para siempre.
La espera y la esperanza
No es la esperanza, no.
Sólo es la espera
lo que fijo me tiene a tu querencia.
tu
palpable regreso a mí, evidencia
una ignorada ansia pasajera.
Si mucho es esperarte,
aún más fuera
esperanzarte. Ciega mi impotencia,
no sabe de
accidentes ni de esencia.
De ahí, el querer, quizás lo que no quiera.
Para esperarte tengo el
sentimiento.
Esperanzado, nada tengo. Un viento,
acaso, que me
enlaza a lo lejano.
La esperanza es un
premio gratuito
a la espera; un don casi infinito
por un
merecimiento casi humano.
Lindo con tu silencio, en la hora
fría...
Lindo con tu silencio,
en la hora fría
en que todo está dicho. Palpo ciego
tu encontrado
silencio. Parto y llego
de silencio a silencio, día a día.
Cierto estoy de que
cierto no podría
entrar en tus murallas . Cierto niego
que haya
más fuerza en mí que la que entrego
a tu silencio, duda en ti, ya
mía.
Con él limito. Sé que
es la frontera
de no sé qué. -Tu muda primavera
torna en dudosos
vientos mis certezas-.
Y en torno sigue tu
silencio, y sigo
pensando en ti y sin ti, pero contigo,
si es que
mueres en él o en él empiezas.
Miedo un instante
Tengo miedo de ti, o de
mí. Cabalgo,
cabalgas tú mi piel por los umbrales
sombríos del
amor. Y nunca sales
a mi luz, a tu luz. Y nunca salgo.
Tengo un algo de ti.
Tienes un algo
de mí por tus distancias siderales.
¡Ah, si Dios me
dijese lo que vales
para poder saber lo que yo valgo!
Estoy, estás, como
cumpliendo un rito,
como dando postura por el viento
a esta voz
con que gritas, con que grito.
Todo termina, justo, en
el momento
en que casi nos toca lo infinito.
tienes miedo, y me
mientes. Y te miento.
Poema del no
Me decías que no. Por tu mirada
pasaban barcos lentamente. Había
gaviotas en tus ojos, en tus blandos,
oscuros ojos grandes,
donde
iba cayendo la amargura
como un anochecer de altas sirenas
en los
puertos del Sur.
Me decías que no serenamente.
Era un no original,
que ya existía
antes que tú, que hablaba por sí mismo
mientras que
tú, impotente, absorta, fijos
en mí tus ojos, lo sentías vivo,
palpabas su raíz por tus adentros.
Era un no adivinado,
mudo,
pesadamente silencioso.
Tu duro cuerpo tibio
me decía que no, sin
causas, iba
replegándose, como
si volviese a la infancia. Tú no
eras.
Me decías que no, y en tu mirada
cabalgaba un dolor que yo
diría
maternal. Un dolor implorando
comprensión. Un no de
contenida
pesadumbre, pero total, abierto,
levemente asomado
a
las playas del llanto.
Me decías que no lejana, sola,
terriblemente sola, maniatada,
sin un porqué donde apoyarte, pero
era no, era no, sin gritos, no...
Los puertos, las sirenas,
los barcos en la noche, todo iba
perdiéndose, alejándose.
Yo, delante de ti, triste, abatido.
Poema para la voz de
Marilyn Monroe
Tu voz.
Sólo tu tibia y sinuosa voz de leche.
Sólo un aliento
gutural, silbante,
modulado entre carne, tiernamente
modulado
entre almohadas
de incontenible pasmo, bordeando
las simas del
gemido,
del estertor acaso.
Como un tacto de fina piel abierta.
Como un espeso y claro líquido absorbente
que envuelve tus adentros,
que te sube
del sexo mismo hasta los labios,
que recorre tus
dulces cavidades
antes de ser el soplo
caliente y sensorial que
nos sumerge.
Tu masticada voz, que te desnuda
sutilmente, insidiosamente, como
si en derredor de tu cintura fuese
creando y disipando al mismo
tiempo
mil velos transparentes de saliva.
Tu voz resuelta en quejas y mohines
que trasmina como un olor a
cuerpo,
un tierno olor sedoso
que se propaga en ondas, que nos
roza
tan delicadamente, que es posible
sentirlo por las manos y en
las piernas.
Tu voz labial, visible,
como gustando el aire, como dando
forma a posibles moldes para besos.
Tu voz de oscura selva con
riachuelos.
Clavado aquí, en mi hombría,
oigo tu voz, que late entre mis
dientes,
y enmudezco la radio, y cierro el gesto.
Porque tú ya
estás muerta;
porque hace largos meses que estás muerta
y aún es
posible el grito enfebrecido.
Oigo tu voz carnal, y me pregunto
qué pasa aquí. Si acaso es esto
un nuevo
pecado, o un castigo.
Pronuncio amor
Vengo de no saber de
dónde vengo
para decir amor, sencillamente.
Para pensar amor,
sobre la frente
sostengo qué sé yo lo que sostengo.
Para no detener lo que
detengo
siembro en surcos y versos mi simiente.
Para poder subir,
contra corriente,
tengo sujeto aquí, no sé qué tengo.
Venir es un recuerdo, si
se llega.
Pensar es una huida, si se toca.
Sembrar es una historia, si se
siega.
Sólo acierta en amor
quien se equivoca
y entrega mucho más de lo que entrega.
Después, toda esperanza será poca.
Recacha
Aquí estaba, sentada
en la recacha, así de así, encogida,
acurrucada al sol
la abuela.
Esto era amor. Aquello.
Un tiempo
de negro y de ¡Señor, lo que se
inventa!
ponía en derredor de su pequeño
mojoncito huesudo nuevos
rostros
mocosos, y otra arruga,
eterno mosquerío, y más sumida
la desdentada boca, tiestos con geranios,
y no recuerdo nada !esta
cabeza!
Una como ternura
caldeaba el acoso de las lajas.
Mano seca en las cejas
protegiendo
del sol, gracia divina,
los ojos derretidos.
Vencido estar, joroba, a punto casi
de un crujido y ya está. Dios la
reciba.
Aquí el mosquero, largos
papeles de colores;
aquí la zafa, el
pie no se mejora,
agua de sal, la panza
de la jofaina desconchada.
Esto
era también amor, digo, miseria;
amor, digo, violencia. No lo
supo.
¡Qué tiempos!
La jarapa
alpujarreña en las rodillas, negro
pañolón, ay el luto
descolorido, negro
refajo, en Cuba mismo lo
enterraron.
Y más. Ochenta y tantos
años milenios en la costra yunque
de
esta tierra, forjando
para qué su cansada reciedumbre.
Y una
ignorancia añeja
que le tapaba el hambre con sudados
escapularios;
que agostaba en brote,
lo ha dispuesto el Señor, la rebeldía.
Aquí la abuela niña, y un suspiro,
zurciendo eternamente,
remendando,
y otro suspiro, cocinando, y otro,
los despojos,
pasando
las cuentas del rosario.
Esto era
también amor. Y era
desprecio.
Somos pobres.
Y abandono.
Ya de tarde, lo lejos se tensaba
con un duro rasgueo
de
cómplices guitarras.
Lo recuerdo.
Ser un instante
La certidumbre llega
como un deslumbramiento.
Se existe por instantes de luz. O de
tiniebla.
Lo demás son las horas, los telones de fondo,
el gris para el contraste. Lo demás es la nada.
Es un momento. El
cuerpo se deshabita y deja
de ser la transparencia con que se ve a
sí mismo.
Se incorpora a las cosas; se hace materia ajena
y podemos sentirlo desde un lugar remoto.
Yo recuerdo un instante
en que París caía
sobre mí con el peso de una estrella apagada.
Recuerdo aquella lluvia total. París es triste.
Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo.
Vivir es detenerse con
el pie levantado,
es perder un peldaño, es ganar un segundo.
Cuando se mira un río
pasar, no se ve el agua.
Vivir es ver el agua; detener su relieve.
Mi vagar se acodaba
sobre el pretil de hierro
del Pont des Arts. De súbito, centelleó la
vida.
Sobre el Sena llovía y el agua, acribillada,
se hizo piedra, ceniza de endurecida lava.
Nada altera su orden.
Es tan sólo un latido
del ser que, por sorpresa, llega a ser
perceptible.
Y se siente por dentro lo compacto del hierro,
y somos la mirada misma que nos traspasa.
La lucidez elige
momentos imprevistos.
Como cuando en la sala de proyección, un fallo
interrumpe la
acción, deja una foto fija.
Al pronto el ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.
La pesada silueta de
Louvre no se cuadraba
en el espacio. Estaba instalada en alguna
parte de mí, era un trozo de esa total conciencia
que hendía con su rayo la certeza absoluta.
Ser un instante. Verse
inmerso entre otras cosas
que son. Después no hay nada. Después el
universo
prosigue en el vacío su muerte giratoria.
Pero por un momento se detiene, viviendo.
Recuerdo que llovía
sobre París. Los árboles
también eran eternos a la orilla. Al
segundo,
las aguas reanudaron su curso y yo, de nuevo,
las miraba sin verlas, perderse bajo el puente.
Signos en el polvo
Como el dedo que pasa
sobre la superficie polvorienta
del mueble
abandonado y deja un surco
brillante que acentúa la tristeza
de lo
que ya está al margen de la vida,
de lo que sigue vivo y ya no puede
participar de nuevo, ni aun con esa
pasiva y tan sencilla
manera
de estar limpio allí, dispuesto
a servir para algo; como el dedo
que traza un vago signo, ajeno a todo
significado, sólo
llevado
por la inercia del impulso
gratuito y que deja
constancia así en
el polvo de un inútil
acto de voluntad, así, con esa
dejadez,
inconsciencia casi, siento
que alguien me pasa por la vida, alguien
que, mientras piensa en otra cosa, traza
conmigo un surco, se
entretiene
en dibujar un signo incomprensible
que el tiempo
borrará calladamente,
que recuperará de nuevo el polvo
aún antes de que pueda
interpretarse
su cifrado sentido, si es que tuvo
sentido, si es
que tuvo
razón de ser tan pasajera huella.
Tengo marcado un nombre...
Tengo marcado un nombre
no sé por quién, ni donde. Tengo un número
como deben tenerlo
las plantas y los pájaros.
Me llaman y respondo.
Me vuelven a llamar desde una cima,
debajo de una roca, en un bosque desierto.
Me vuelvan a llamar desde una iglesia,
desde una sobremesa
familiar, desde un amigo.
Me vuelven a llamar desde una tumba.
Sé que pude ser ciervo,
o pude ser encina, o no pasar de tierra.
Para decir: ya voy,
tengo una voz concreta
que no me sé escuchar porque no es mía.
Parte de mí y se esconde,
aunque presiento que después de todo
he de volver a verla.
Es fácil responder,
A veces solo basta mirar o ser mirado
o sentirse sabido de memoria.
Puede ser suficiente
abrir los
ojos, extender los brazos
y decir: aquí estoy.
Contestar es vivir.
Basta gritar: ¡alerta!
La muerte debe ser
la primera llamada
incontestable.
Un día, con el alba, volvía solitario...
Un día, con el alba,
volvía solitario
de mis cosas de hombre. Pudo ser hace tiempo.
La claridad nacía
del fondo de las calles
como la pena nace del fondo de una copa.
Siempre se vuelve solo.
No sé por qué las calles
parecen tan vacías cuando el amor termina.
A través de las puertas cerradas, se sentía
vagar los esposos por la humedad del sueño.
Nunca pude entenderlo.
Nos subimos a un cuerpo
como se sube un niño a la rama más alta.
De pronto, bajo el cielo, el cuerpo, que era todo,
se nos va consumiendo debajo del abrazo.
De pronto comprobamos
que nos falla la tierra,
que por algún resquicio la vida se derrama.
La plenitud redonda que llegó por el tacto,
por ese mismo tacto regresa y se disipa.
Por campos y tejadas
resbalaban los cinco.
Muy cerca, un jazminero debía estar despierto.
Yo volvía cansado, como vuelven los hombres
que han donado su parte para el dolor del mundo.
La desnudez de un
brazo. Un cuello interminable.
Dos piernas que se alejan buscando
una salida.
Una cintura firme donde apoyar las manos
como cuando se vuelca el peso en el arado.
Nunca pude entenderlo.
Las miradas se enfrentan
como vueltos espejos que en si mismos
acaban.
Delante de los ojos hay láminas opacas
tras las que cada amante disfraza su egoísmo.
Ella estuvo muy cerca,
aquella vez, de darme
algo que con el tiempo tal vez fuera un
recuerdo.
Desde aquí la contemplo, pero no tiene rostro.
No sería más triste se no hubiera existido.
Nos tiramos a un cuerpo
como al mar, y aprendemos
que el amor, como el agua, no opone
resistencia.
Bien poco es lo que queda después, si la ternura
no inventa sus razones para seguir viviendo.
Penetramos espacios que
no nos pertenecen.
La carne, como el humo, se aleja si se toca.
Hoy ya no me pregunto la razón, y me entrego,
y acepto, y disimulo; pero sé que es chantaje.
Aquel día empezaba como
todos los días;
porque todos los días empiezan y no acaban.
el alba suavizaba
los últimos aleros
y la luz preparaba su primer estallido.
Siempre se vuelve solo
del amor. Como entonces.
Porque el hombre limita con su piel, y los
sueños
sólo cuentan, no siempre, cuando un pecho, entrevisto,
nos revela de pronto nuestra gran desventura.