
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...
Epístola cuarta de Jovino a Anfriso
Sátira primera a Arnesto
Sátira segunda a Arnesto
Soneto a Clori
Epístola cuarta de Jovino a Anfriso
Credibile est illi numen ineste loco.
Ovidio
Desde el oculto y venerable asilo,
do la virtud
austera y penitente
vive ignorada, y del liviano mundo
huida, en santa soledad se
esconde,
Jovino triste al venturoso Anfriso
salud en versos flébiles envía.
Salud le envía a Anfriso, al que inspirado
de las mantuanas Musas,
tal vez suele
al grave son de su celeste canto
precipitar del viejo Manzanares
el curso perezoso, tal süave
suele ablandar con amorosa lira
la altiva condición de sus zagalas.
¡Pluguiera a Dios, oh Anfriso, que el cuitado
a quien no dio la
suerte tal ventura
pudiese huir del mundo y sus peligros!
¡Pluguiera a Dios, pues ya
con su barquilla
logró arribar a puerto tan seguro,
que esconderla supiera en este
abrigo,
a tanta luz y ejemplos enseñado!
Huyera así la furia tempestuosa
de los contrarios vientos, los escollos
y las fieras borrascas, tantas veces
entre sustos y lágrimas
corridas.
Así también del mundanal tumulto
lejos, y en estos montes guarecido,
alguna vez gozara del reposo,
que hoy desterrado de su pecho vive.
Mas, ¡ay de aquel que hasta en el santo asilo
de la virtud
arrastra la cadena,
la pesada cadena con que el mundo
oprime a sus esclavos! ¡Ay del
triste
en cuyo oído suena con espanto,
por esta oculta soledad rompiendo,
de su señor el imperioso grito!
Busco en estas moradas
silenciosas
el reposo y la paz que aquí se esconden,
y sólo encuentro la
inquietud funesta
que mis sentidos y razón conturba.
Busco paz y reposo, pero en vano
los busco, oh caro Anfriso, que estos dones,
herencia santa que al
partir del mundo
dejó Bruno en sus hijos vinculada,
nunca en profano corazón
entraron,
ni a los parciales del placer se dieron.
Conozco bien que fuera
de este asilo
sólo me guarda el mundo sinrazones,
vanos deseos, duros desengaños,
susto y dolor; empero todavía
a entrar en él no puedo resolverme.
No puedo resolverme, y despechado,
sigo el impulso del fatal
destino,
que a muy más dura esclavitud me guía.
Sigo su fiero impulso, y
llevo siempre
por todas partes los pesados grillos,
que de la ansiada libertad me
privan.
De afán y angustia el pecho traspasado,
pido a la muda soledad
consuelo
y con dolientes quejas la importuno.
Salgo al ameno valle, subo al
monte,
sigo del claro río las corrientes,
busco la fresca y deleitosa
sombra,
corro por todas partes, y no encuentro
en parte alguna la quietud
perdida.
¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos,
cansados de llorar, presenta
el cielo!
Rodeado de frondosos y altos montes
se extiende un valle, que de mil
delicias
con sabia mano ornó Naturaleza.
Pártele en dos mitades,
despeñado
de las vecinas rocas, el Lozoya,
por su pesca famoso y dulces aguas.
Del claro río sobre el verde margen
crecen frondosos álamos, que al
cielo
ya erguidos alzan las plateadas copas
o ya sobre las aguas
encorvados,
en mil figuras miran con asombro
su forma en los cristales
retratada.
De la siniestra orilla un bosque ombrío
hasta la falda del
vecino monte
se extiende, tan ameno y delicioso,
que le hubiera juzgado el
gentilismo
morada de algún dios, o a los misterios
de las silvanas dríadas
guardado.
Aquí encamino mis inciertos pasos
y en su recinto ombrío y
silencioso,
mansión la más conforme para un triste,
entro a pensar en mi crüel
destino.
La grata soledad, la dulce sombra,
el aire blando y el silencio mudo
mi desventura y mi dolor adulan.
No alcanza aquí del padre de
las luces
el rayo acechador, ni su reflejo
viene a cubrir de confusión el
rostro
de un infeliz en su dolor sumido.
El canto de las aves no interrumpe
aquí tampoco la quietud de un triste,
pues sólo de la viuda
tortolilla
se oye tal vez el lastimero arrullo,
tal vez el melancólico trinado
de la angustiada y dulce Filomena.
Con blando impulso el céfiro
suave,
las copas de los árboles moviendo,
recrea el alma con el manso
ruido;
mientras al dulce soplo desprendidas
las agostadas hojas, revolando,
bajan en lentos círculos al suelo;
cúbrenle en torno, y la frondosa
pompa
que al árbol adornara en primavera,
yace marchita, y muestra los
rigores
del abrasado estío y seco otoño.
¡Así también de juventud lozana
pasan, oh Anfriso, las livianas dichas!
Un soplo de inconstancia, de
fastidio
o de capricho femenil las tala
y lleva por el aire, cual las hojas
de los frondosos árboles caídas.
Ciegos empero y tras su vana sombra
de contino exhalados, en pos de ellas
corremos hasta hallar el
precipicio,
do nuestro error y su ilusión nos guían.
Volamos en pos de
ellas, como suele
volar a la dulzura del reclamo
incauto el pajarillo. Entre las hojas
el preparado visco le detiene;
lucha cautivo por huir y en vano
porque un traidor, que en asechanza atisba,
con mano infiel la libertad le roba
y a muerte le condena, o cárcel
dura.
¡Ah, dichoso el mortal de cuyos ojos
un pronto desengaño corrió
el velo
de la ciega ilusión! ¡Una y mil veces
dichoso el solitario
penitente,
que, triunfando del mundo y de sí mismo,
vive en la soledad libre y
contento!
Unido a Dios por medio de la santa
contemplación, le goza ya en la
tierra,
y retirado en su tranquilo albergue,
observa reflexivo los milagros
de la naturaleza, sin que nunca
turben el susto ni el dolor su
pecho.
Regálanle las aves con su canto
mientras la aurora sale
refulgente
a cubrir de alegría y luz el mundo.
Nácele siempre el sol claro y
brillante,
y nunca a él levanta conturbados
sus ojos, ora en el oriente raye,
ora del cielo a la mitad subiendo
en pompa guíe el reluciente carro,
ora con tibia luz, más perezoso,
su faz esconda en los vecinos
montes.
Cuando en las claras noches cuidadoso
vuelve desde los santos
ejercicios,
la plateada luna en lo más alto
del cielo mueve la luciente rueda
con augusto silencio; y recreando
con blando resplandor su humilde
vista,
eleva su razón, y la dispone
a contemplar la alteza y la inefable
gloria del Padre y Criador del mundo.
Libre de los cuidados
enojosos,
que en los palacios y dorados techos
nos turban de contino, y
entregado
a la inefable y justa Providencia,
si al breve sueño alguna pausa
pide
de sus santas tareas, obediente
viene a cerrar sus párpados el sueño
con mano amiga, y de su lado ahuyenta
el susto y las fantasmas de la
noche.
¡Oh suerte venturosa, a los amigos
de la virtud guardada! ¡Oh
dicha, nunca
de los tristes mundanos conocida!
¡Oh monte impenetrable! ¡Oh bosque
ombrío!
¡Oh valle deleitoso! ¡Oh solitaria
taciturna mansión! ¡Oh quién, del
alto
y proceloso mar del mundo huyendo
a vuestra eterna calma, aquí
seguro
vivir pudiera siempre, y escondido!
Tales cosas revuelvo en mi
memoria,
en esta triste soledad sumido.
Llega en tanto la noche y con su
manto
cobija el ancho mundo. Vuelvo entonces
a los medrosos claustros. De
una escasa
luz el distante y pálido reflejo
guía por ellos mis inciertos pasos;
y en medio del horror y del silencio,
¡oh fuerza del ejemplo
portentosa!,
mi corazón palpita, en mi cabeza
se erizan los cabellos, se
estremecen
mis carnes y discurre por mis nervios
un súbito rigor que los
embarga.
Parece que oigo que del centro oscuro
sale una voz tremenda, que
rompiendo
el eterno silencio, así me dice:
«Huye de aquí, profano, tú que
llevas
de ideas mundanales lleno el pecho,
huye de esta morada, do se
albergan
con la virtud humilde y silenciosa
sus escogidos; huye y no profanes
con tu planta sacrílega este asilo.»
De aviso tal al golpe
confundido,
con paso vacilante voy cruzando
los pavorosos tránsitos, y llego
por fin a mi morada, donde ni hallo
el ansiado reposo, ni recobran
la suspirada calma mis sentidos.
Lleno de congojosos pensamientos
paso la triste y perezosa noche
en molesta vigilia, sin que llegue
a mis ojos el sueño, ni interrumpan
sus regalados bálsamos mi pena.
Vuelve por fin con la risueña aurora
la luz aborrecida, y en pos de
ella
el claro día a publicar mi llanto
dar nueva materia al dolor mío.
Sátira primera a Arnesto
Quis tam patiens ut teneat se?
Juvenal
Déjame, Arnesto, déjame que llore
los fieros males
de mi patria, deja
que su ruïna y perdición lamente;
y si no quieres que en el centro
obscuro
de esta prisión la pena me consuma,
déjame al menos que levante el
grito
contra el desorden; deja que a la tinta
mezclando hiel y acíbar,
siga indócil
mi pluma el vuelo del bufón de Aquino.
¡Oh cuánto rostro veo a
mi censura
de palidez y de rubor cubierto!
Ánimo, amigos, nadie tema, nadie,
su punzante aguijón, que yo persigo
en mi sátira al vicio, no al
vicioso.
¿Y qué querrá decir que en algún verso,
encrespada la bilis, tire un
rasgo
que el vulgo crea que señala a Alcinda,
la que olvidando su
orgullosa suerte,
baja vestida al Prado, cual pudiera
una maja, con trueno y rascamoño
alta la ropa, erguida la caramba,
cubierta de un cendal más
transparente
que su intención, a ojeadas y meneos
la turba de los tontos
concitando?
¿Podrá sentir que un dedo malicioso,
apuntando este verso, la
señale?
Ya la notoriedad es el más noble
atributo del vicio, y nuestras
Julias,
más que ser malas, quieren parecerlo.
Hubo un tiempo en que andaba
la modestia
dorando los delitos; hubo un tiempo
en que el recato tímido cubría
la fealdad del vicio; pero huyóse
el pudor a vivir en las cabañas.
Con él huyeron los dichosos días,
que ya no volverán; huyó aquel
siglo
en que aun las necias burlas de un marido
las Bascuñanas crédulas
tragaban;
mas hoy Alcinda desayuna al suyo
con ruedas de molino; triunfa,
gasta,
pasa saltando las eternas noches
del crudo enero, y cuando el sol
tardío
rompe el oriente, admírala golpeando,
cual si fuese una extraña, al
propio quicio.
Entra barriendo con la undosa falda
la alfombra; aquí y allí
cintas y plumas
del enorme tocado siembra, y sigue
con débil paso soñolienta y
mustia,
yendo aún Fabio de su mano asido,
hasta la alcoba, donde a pierna
suelta
ronca el cornudo y sueña que es dichoso.
Ni el sudor frío, ni el
hedor, ni el rancio
eructo le perturban. A su hora
despierta el necio; silencioso deja
la profanada holanda, y guarda atento
a su asesina el sueño mal
seguro.
¡Cuántas, oh Alcinda, a la coyunda uncidas
tu suerte envidian!
¡Cuántas de Himeneo
buscan el yugo por lograr tu suerte,
y sin que invoquen la razón, ni
pese
su corazón los méritos del novio,
el sí pronuncian y la mano alargan
al primero que llega! ¡Qué de males
esta maldita ceguedad no aborta!
Veo apagadas las nupciales teas
por la discordia con infame
soplo
al pie del mismo altar, y en el tumulto,
brindis y vivas de la
tornaboda,
una indiscreta lágrima predice
guerras y oprobrios a los mal unidos.
Veo por mano temeraria roto
el velo conyugal, y que corriendo
con la impudente frente levantada,
va el adulterio de una casa en otra.
Zumba, festeja, ríe, y
descarado
canta sus triunfos, que tal vez celebra
un necio esposo, y tal del
hombre honrado
hieren con dardo penetrante el pecho,
su vida abrevian, y en la
negra tumba
su error, su afrenta y su despecho esconden.
¡Oh viles almas!
¡Oh virtud! ¡Oh leyes!
¡Oh pundonor mortífero! ¿Qué causa
te hizo fiar a guardas tan
infieles
tan preciado tesoro? ¿Quién, oh Temis,
tu brazo sobornó? Le mueves
cruda
contra las tristes víctimas que arrastra
la desnudez o el desamparo
al vicio;
contra la débil huérfana, del hambre
y del oro acosada, o al halago,
la seducción y el tierno amor rendida;
la expilas, la deshonras, la
condenas
a incierta y dura reclusión. ¡Y en tanto
ves indolente en los
dorados techos
cobijado el desorden, o le sufres
salir en triunfo por las anchas
plazas,
la virtud y el honor escarneciendo!
¡Oh infamia! ¡Oh siglo! ¡Oh
corrupción! Matronas
castellanas, ¿quién pudo vuestro claro
pundonor eclipsar? ¿Quién de
Lucrecias
en Lais os volvió? ¿Ni el proceloso
océano, ni, lleno de peligros,
el Lilibeo, ni las arduas cumbres
de Pirene pudieron guareceros
de contagio fatal? Zarpa, preñada
de oro, la nao gaditana, aporta
a las orillas gálicas, y vuelve
llena de objetos fútiles y vanos;
y entre los signos de extranjera pompa
ponzoña esconde y corrupción,
compradas
con el sudor de las iberas frentes.
Y tú, mísera España, tú la
esperas
sobre la playa, y con afán recoges
la pestilente carga y la repartes
alegre entre tus hijos. Viles plumas,
gasas y cintas, flores y
penachos,
te trae en cambio de la sangre tuya,
de tu sangre ¡oh baldón!, y
acaso, acaso
de tu virtud y honestidad. Repara
cuál la liviana juventud los
busca.
Mira cuál va con ellos engreída
la imprudente doncella; su cabeza,
cual nave real en triunfo empavesada,
vana presenta del favonio al
soplo
la mies de plumas y de agrones, y anda
loca, buscando en la lisonja
el premio
de su indiscreto afán. ¡Ay triste, guarte,
guarte, que está cercano
el precipicio!
El astuto amador ya en asechanza
te atisba y sigue con lascivos
ojos;
la educación y la caricia el lazo
te van a armar, do caerás incauta,
en él tu oprobrio y perdición hallando.
¡Ay, cuánto, cuánto de
amargura y lloro
te costarán tus galas! ¡Cuán tardío
será y estéril tu
arrepentimiento!
Ya ni el rico Brasil, ni las cavernas
del nunca exhausto Potosí nos
bastan
a saciar el hidrópico deseo,
la ansiosa sed de vanidad y pompa.
Todo lo agotan: cuesta un sombrerillo
lo que antes un estado, y se consume
en un festín la dote de una
infanta.
Todo lo tragan; la riqueza unida
va a la indigencia; pide y
pordiosea
el noble, engaña, empeña, malbarata,
quiebra y perece, y el logrero
goza
los pingües patrimonios, premio un día
del generoso afán de altos
abuelos.
¡Oh ultraje! ¡Oh mengua! Todo se trafica:
parentesco, amistad,
favor, influjo,
y hasta el honor, depósito sagrado,
o se vende o se compra. Y tú,
Belleza,
don el más grato que dio al hombre el cielo,
no eres ya premio del
valor, ni paga
del peregrino ingenio; la florida
juventud, la ternura, el
rendimiento
del constante amador ya no te alcanzan.
Ya ni te das al corazón, ni
sabes
de él recibir adoración y ofrendas.
Ríndeste al oro. La vejez
hedionda,
la sucia palidez, la faz adusta,
fiera y terrible, con igual derecho
vienen sin susto a negociar contigo.
Daste al barato, y tu rosada
frente,
tus suaves besos y sus dulces brazos,
corona un tiempo del amor más
puro,
son ya una vil y torpe mercancía.
Sátira segunda a Arnesto
Perit omnis in illo nobilitas, cujus laus est in origine sola.
Lucano
¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta
descendencia,
sin la virtud?
¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
de
pardomonte envuelto, con patillas
de tres pulgadas afeado el rostro,
magro, pálido y sucio, que al
arrimo
de la esquina de enfrente nos acecha
con aire sesgo y baladí? Pues
ése,
ése es un nono nieto del Rey Chico.
Si el breve chupetín, las
anchas bragas
y el albornoz, no sin primor terciado,
no te lo han dicho; si los
mil botones,
de filigrana berberisca que andan
por los confines del jubón
perdidos
no lo gritan, la faja, el guadijeño,
el arpa, la bandurria y la
guitarra
lo cantarán. No hay duda: el tiempo mismo
lo testifica. Atiende a
sus blasones:
sobre el portón de su palacio ostenta,
grabado en berroqueña, un
ancho escudo
de medias lunas y turbantes lleno.
Nácenle al pie las bombas y
las balas
entre tambores, chuzos y banderas,
como en sombrío matorral los
hongos.
El águila imperial con dos cabezas
se ve picando del morrión las
plumas
allá en la cima, y de uno y otro lado,
a pesar de las puntas
asomantes,
grifo y león rampantes le sostienen.
Ve aquí sus timbres, pero
sigue, sube,
entra y verás colgado en la antesala
el árbol gentilicio, ahumado y
roto
en partes mil; empero de sus ramas,
cual suele el fruto en la
pomposa higuera,
sombreros penden, mitras y bastones.
En procesión aquí y allí
caminan
en sendos cuadros los ilustres deudos,
por hábil brocha al vivo
retratados.
¡Qué gregüescos! ¡Qué caras! ¡Qué bigotes!
El polvo y telarañas son
los gajes
de su vejez. ¿Qué más? Hasta los duros
sillones moscovitas y el
chinesco
escritorio, con ámbar perfumado,
en otro tiempo de marfil y nácar
sobre ébano embutido, y hoy deshecho,
la ancianidad de su solar
pregonan.
Tal es, tan rancia y tan sin par su alcurnia,
que aunque embozado y
en castaña el pelo,
nada les debe a Ponces ni Guzmanes.
No los aprecia, tiénese en
más que ellos,
y vive así. Sus dedos y sus labios
del humo del cigarro
encallecidos,
índe son de su crianza. Nunca
pasó del B-A ba. Nunca sus viajes
más allá de Getafe se extendieron.
Fue antaño allá por ver unos novillos
junto con Pacotrigo y la
Caramba.
Por señas, que volvió ya con estrellas,
beodo por demás, y durmió al
raso.
Examínale. ¡Oh idiota!, nada sabe.
Trópicos, era, geografía,
historia
son para el pobre exóticos vocablos.
Dile que dende el hondo
Pirineo
corre espumoso el Betis a sumirse
de Ontígola en el mar, o que
cargadas
de almendra y gomas las inglesas quillas
surgen en Puerto Lápichi, y
se levan
llenas de estaño y de abadejo. ¡Oh!, todo,
todo lo creerá, por más
que añadas
que fue en las Navas Witiza el santo
deshecho por los celtas, o que
invicto
triunfó en Aljubarrota Mauregato.
¡Qué mucho, Arnesto, si del
padre Astete
ni aun leyó el catecismo! Mas no creas
su memoria vacía. Oye, y
diráte
de Cándido y Marchante la progenie;
quién de Romero o Costillares
saca
la muleta mejor, y quién más limpio
hiere en la cruz al bruto
jarameño.
Haráte de Guerrero y la Catuja
larga memoria, y de la malograda,
de la divina Lavenant, que ahora
anda en campos de luz paciendo estrellas,
la sal, el garabato, el
aire, el chiste,
la fama y los ilustres contratiempos
recordará con lágrimas.
Prosigue,
si esto no basta, y te dirá qué año,
qué ingenio, qué ocasión dio a
los chorizos
eterno nombre, y cuántas cuchilladas,
dadas de día en día, tan
pujantes
sobre el triste polaco los mantiene.
Ve aquí su ocupación; ésta
es su ciencia.
No la debió ni al dómine, ni al tanto
de su ayo mosén Marc, sólo
ajustado
para irle en pos cuando era señorito.
Debiósela a cocheros y
lacayos,
dueñas, fregonas, truhanes y otros bichos
de su niñez perennes
compañeros;
mas sobre todo a Pericuelo el paje,
mozo avieso, chorizo y
pepillista
hasta morir, cuando le andaba en torno.
De él aprendió la jota, la
guaracha,
el bolero, y en fin, música y baile.
Fuele también maestro algunos
meses
el sota Andrés, chispero de la Huerta
con quien, por orden de su
padre, entonces
pasar solía tardes y mañanas
jugando entre las mulas. Ni dejaste
de darle tú santísimas lecciones,
oh Paquita, después de aquel trabajo
de que el Refugio te sacó, y su
madre
te ajustó por doncella. ¡Tanto puede
la gratitud en generosos
pechos!
De ti aprendió a reírse de sus padres,
y a hacer al pedagogo la
mamola,
a pellizcar, a andar al escondite,
tratar con cirujanos y con
viejas,
beber, mentir, trampear, y en dos palabras,
de ti aprendió a ser
hombre... y de provecho.
Si algo más sabe, débelo a la buena
de doña Ana, patrón de
zurcidoras,
piadosa como Enone, y más chuchera
que la embaidora Celestina. ¡Oh
cuánto
de ella alcanzó! Del Rastro a Maravillas,
del alto de San Blas a las
Bellocas,
no hay barrio, calle, casa ni zahúrda
a su padrón negado. ¡Cuántos
nombres
y cuáles vido en su librete escritos!
Allí leyó el de Cándida, la
invicta,
que nunca se rindió, la que una noche
venció de once cadetes los
ataques,
uno en pos de otro, en singular batalla.
Allí el de aquella
siete veces virgen,
más que por esto, insigne por sus robos,
pues que en un mes
empobreció al indiano,
y chupó a un escocés tres mil guineas,
veinte acciones de banco y un
navío.
Allí aprendió a temer el de Belica
la venenosa, en cuyos dulces
brazos
más de un galán dio el último suspiro;
y allí también en torpe
mescolanza
vio de mil bellas las ilustres cifras,
nobles, plebeyas, majas y
señoras,
a las que vio nacer el Pirineo,
des Junquera hasta do muere el Miño,
y a las que el Ebro y Turia dieron fama
y el Darro y Betis todos sus
encantos;
a las de rancio y perdurable nombre,
ilustradas con turca y
sombrerillo,
simón y paje, en cuyo abono sudan
bandas, veneras, gorras y bastones
y aun (chito, Arnesto) cuellos y cerquillos;
y en fin, a aquellas
que en nocturnas zambras,
al son del cuerno congregadas, dieron
fama a la Unión que de una
imbécil Temis
toleró el celo y castigó la envidia.
¡Ah, cuánto allí la cifra
de tu nombre
brillaba, escrita en caracteres de oro,
oh Cloe! solo deslumbrar
pudiera
a nuestro jaque, apenas de las uñas
de su doncella libre. No
adornaban
tu casa entonces, como hogaño, ricas
telas de Italia o de Cantón, ni
lustros
venidos del Adriático, ni alfombras,
sofá, otomana o muebles
peregrinos.
Ni la alegraban, de Bolonia al uso,
la simia, il pappagallo e la
spinetta.
La salserilla, el sahumador, la esponja,
cinco sillas de enea, un
pobre anafe,
un bufete, un velón y dos cortinas
eran todo tu ajuar, y hasta la
cama,
do alzó después tu trono la fortuna,
¡quién lo diría!, entonces era
humilde.
Púsote en zancos el hidalgo y diote
a dos por tres la
escandalosa buena
que treinta años de afanes y de ayuno
costó a su padre. ¡Oh, cuánto
tus jubones,
de perlas y oro recamados, cuánto
tus francachelas y tripudios
dieron
en la cazuela, el Prado y los tendidos
de escándalo y envidia! Como
el humo
todo pasó: duró lo que la hijuela.
¡Pobre galán! ¡Qué paga tan
mezquina
se dio a tu amor! ¡Cuán presto le feriaron
al último doblón el
postrer beso!
Viérasle, Arnesto, desolado, vieras
cuál iba humilde a mendigar la
gracia
de su perjura, y cuál correspondía
la infiel con carcajadas a su
lloro.
No hay medio; le plantó; quedó por puertas...
¿Qué hará? ¿Su
alivio buscará en el juego?
¡Bravo! Allí olvida su pesar. Prestóle
un amigo... ¡Qué amigo! Ya
otra nueva
esperanza le anima. ¡Ah! salió vana...
Marró la cuarta sota. Adiós,
bolsillo...
Toma un censo... Adelante; mas perdióle
al primer trascartón, y
quedó asperges.
No hay ya amor ni amistad. En tan gran cuita
se halla ¡oh Zulem
Zegrí! tu nono nieto.
¿Será más digno, Arnesto, de tu gracia
un alfeñique perfumado y
lindo,
de noble traje y ruines pensamientos?
Admiran su solar el alto
Auseva,
Limia, Pamplona o la feroz Cantabria,
mas se educó en Sorez. París y
Roma
nueva fe le infundieron, vicios nuevos
le inocularon; cátale
perdido,
no es ya el mismo. ¡Oh, cuál otro el Bidasoa
tornó a pasar! ¡Cuál
habla por los codos!
¿Quién calará su atroz galimatías?
Ni Du Marsais ni Aldrete le
entendieran.
Mira cuál corre, en polisón vestido,
por las mañanas de un
burdel en otro,
y entre alcahuetas y rufianes bulle.
No importa: viaja incógnito,
con palo,
sin insignias y en frac. Nadie le mira.
Vuelve, se adoba, sale y
huele a almizcle
desde una milla... ¡Oh, cómo el sol chispea
en el charol del coche
ultramarino!
¡Cuál brillan los tirantes carmesíes
sobre la negra crin de los
frisones!...
Visita, come en noble compañía;
al Prado, a la luneta, a la tertulia
y al garito después. ¡Qué linda vida,
digna de un noble! ¿Quieres su
compendio?
Puteó, jugó, perdió salud y bienes,
y sin tocar a los cuarenta
abriles
la mano del placer le hundió en la huesa.
¡Cuántos, Arnesto, así! Si
alguno escapa,
la vejez se anticipa, le sorprende,
y en cínica e infame soltería,
solo, aburrido y lleno de amarguras,
la muerte invoca, sorda a su
plegaria.
Si antes al ara de Himeneo acoge
su delincuente corazón, y el resto
de sus amargos días le consagra,
¡triste de aquella que a su yugo
uncida
víctima cae! Los primeros meses
la lleva en triunfo acá y allá, la
mima,
la galantea... Palco, galas, dijes,
coche a la inglesa... ¡Míseros
recursos!
El buen tiempo pasó. Del vicio infame
corre en sus venas la cruel
ponzoña.
Tímido, exhausto, sin vigor... ¡Oh rabia!
El tálamo es su
potro...
Mira, Arnesto,
cuál desde Gades a Brigancia el vicio
ha
inficionado el germen de la vida,
y cuál su virulencia va enervando
la actual generación. ¡Apenas de
hombres
la forma existe...! ¡Adónde está el forzudo
brazo de Villandrando?
¿Dó de Argüello
o de Paredes los robustos hombros?
El pesado morrión, la penachuda
y alta cimera, ¿acaso se forjaron
para cráneos raquíticos? ¿Quién
puede
sobre la cuera y la enmallada cota
vestir ya el duro y centellante
peto?
¿Quién enristrar la ponderosa lanza?
¿Quién?... Vuelve ¡oh fiero
berberisco, vuelve,
y otra vez corre desde Calpe al Deva,
que ya Pelayos no hallarás, ni
Alfonsos
que te resistan; débiles pigmeos
te esperan. De tu corva cimitarra
al solo amago caerán rendidos...
¿Y es éste un noble, Arnesto?
¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta
descendencia,
sin la virtud? Los nombres venerandos
de Laras Tellos, Haros y
Girones,
¿qué se hicieron? ¿Qué genio ha deslucido
la fama de sus triunfos?
¿Son sus nietos
a quienes fía su defensa el trono?
¿Es ésta la nobleza de Castilla?
¿Es éste el brazo, un día tan temido,
en quien libraba el castellano
pueblo
su libertad? ¡Oh vilipendio! ¡Oh siglo!
Faltó el apoyo de las leyes.
Todo
se precipita; el más humilde cieno
fermenta, y brota espíritus
altivos,
que hasta los tronos del Olimpo se alzan.
¿Qué importa? Venga
denodada, venga
la humilde plebe en irrupción y usurpe
lustre, nobleza, títulos y
honores.
Sea todo infame behetría: no haya
clases ni estados. Si la virtud
sola
les puede ser antemural y escudo,
todo sin ella acabe y se confunda.
Soneto a Clori
Sentir de una pasión viva ardiente
todo el afán, zozobra y agonía;
vivir sin premio un día y otro día;
dudar, sufrir, llorar eternamente;
amar a quien no ama, a quien
no siente,
a quien no corresponde ni desvía;
persuadir a quien cree y
desconfía;
rogar a quien otorga y se arrepiente;
luchar contra un poder
justo y terrible;
temer más la desgracia que la muerte;
morir, en fin, de angustia y
de tormento,
víctima de un amor irresistible:
ésta es mi situación, ésta es
mi suerte.
¿Y tú quieres, crüel, que esté contento?
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...