
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...
"¿En qué embriaguez bogaban tus pupilas
para que así pudiesen narcotizarlo todo?"
"Francesco and
Paola"
Lajos Gulácsy
Reseña biografica
Poeta y
escritor mexicano nacido en Jerez de García Salinas, Zacatecas, en 1888.
Desde muy joven empezó a incursionar en el campo de la literatura
escribiendo en algunas revistas de su provincia.
Recibió su título de Abogado en 1911, radicándose en Ciudad de
México donde se dedicó de lleno a colaborar
con poemas, ensayos y crónicas en revistas importantes de la capital.
Contribuyó al cambio y orientación
de la poesia mexicana, convirtiéndose en uno de los precursores de la
poesia contemporánea de su país.
A su primer libro, «La sangre
devota» publicado en 1916, le siguieron «Zozobra» en 1919 y poco
antes de morir,
«La suave Patria» en 1921.
Después de su muerte, acaecida en 1921, su
obra fue recogida en dos importantes publicaciones:
«Son del corazón» y «El minutero». ©
A la traición de una hermosa
A las vírgenes
A Sara
A un
imposible
Alma en pena
Día trece
El adiós
El candil
El piano de Genoveva
El son del corazón
El sueño de los guantes negros
Elogio a Fuensanta
En el reinado de la
primavera
Hermana, hazme llorar...
Hormigas
Hoy como nunca, me enamoras y me
entristeces...
Humildemente
Idolatría
La ascensión y la asunción
La lágrima...
La mancha de púrpura
La última odalisca
Me despierta una alondra
Me estás vedada tú
Mi corazón se amerita...
Mi prima Águeda
Mientras muere la tarde
No me condenes
Noches de hotel
Que sea para bien...
Rumbo al olvido
Ser una casta pequeñez
Si soltera agonizas
Suave Patria
Te honro en el espanto
Tenías un rebozo de seda
Todo
Tu palabra más fútil
Tus otoños me arrullan...
Una viajera
Y pensar que pudimos
A la traición de una hermosa
Tú que
prendiste ayer los aurorales
fulgores del amor en mi ventana;
tú,
bella infiel, adoración lejana
madona de eucologios y misales:
Tú, que
ostentas reflejos siderales
en el pecho enjoyado, grave hermana,
y
en tus ojos, con lumbre sobrehumana,
brillan las tres virtudes
teologales:
No pienses
que tal vez te guardo encono
por tus nupcias de hoy. Que te bendiga
mi señor Jesucristo. Yo perdono
tu
flaqueza, y esclavo de tu hechizo
de tu primer hijuelo, dulce amiga,
celebraré en mis versos el bautizo.
A las vírgenes
¡Oh vírgenes rebeldes y sumisas:
convertidme en el fiel reclinatorio
de vuestros oídos y vuestras sonrisas
y en la fragua sangrienta del
holgorio
en que quieren quemarse vuestras prisas!...
¡Oh botones
baldíos en el huerto
de una resignación llena de abrojos:
lloráis
un bien que, sin nacer, ha muerto,
y a vuestra pura lápida concierto
los fraternales llantos de mis ojos!...
¡Hermanas mías, todas,
las que, contentas con el limpio daño
de la virginidad, casi en las bodas
celestes, por llevar sobre las
finas
y litúrgicas palmas y en el paño
de la eterna Pasión, clavos
y espinas;
y vosotras también, las de la hoguera
carnal en la
vendimia y el chubasco,
en el invierno y en la primavera;
las del
nítido viaje de Damasco
y las que en la renuncia llana y lisa
de
la tarde, salís a los balcones
a que beban la brisa
los sexos,
cual sañudos escorpiones!
¡El tiempo se desboca; el torbellino
os arrastra al fatal
despeñadero
de la Muerte; en las sombras adivino
vuestro desnudo
encanto volandero;
y os quisieran ceñir mis manos fieles
por
detener vuestra caída oscura
con un lúbrico lazo de claveles
lazado a cada virginal cintura!
Vírgenes fraternales: ¡me consumo
en el álgido afán de ser el
humo
que se alza en vuestro aceite
a hora ya deshora,
y de
encarnar vuestro primer deleite
cuando se filtra la modesta aurora,
por la jactancia de la bugambilia,
en las sábanas de vuestra vigilia!
A Sara
A mi paso, y al azar, te desprendiste
como el fruto más profano
que pudiera concederme la benévola
actitud de este verano.
Blonda Sara, uva en sazón: mi leal apego
a tu persona, hoy me
incita
a burlarme de mi ayer, por la inaudita
buena fe con que
creí mi sospechosa
vocación la de un levita.
Sara, Sara, eres flexible cual la honda
de David, y
contundente
como el lírico guijarro del mancebo;
y das
paralelamente,
una tortura de hielo y una combustión de pira;
y si
en vértigo de abismo tu pelo se desmadeja,
todavía, con brazo heroico
y en caída acelerada, sostiene a su pareja.
Sara, Sara, golosina de horas muelles;
racimo copioso y magno de
promisión que fatigas
el dorso de dos hebreos:
siempre te sean amigas
la llamarada del sol y del clavel: si tu
brava
arquitectura se rompe como un hilo inconsistente,
que bajo
la tierra lóbrega
esté incólume tu frente;
y que refulja tu blonda
melena, como un tesoro
escondido; y que se guarden indemnes, como
real sello,
tus brazos y la columna
de tu cuello.
A un imposible
Me arrancaré, mujer, el
imposible
amor de melancólica plegaria
y aunque se quede el alma solitaria
huirá la fe de mi pasión risible.
Iré muy lejos de tu
vista grata
y morirás sin mi cariño tierno,
como en las noches del helado
invierno
se extingue la llorosa serenata.
Entonces, al caer
desfallecido
con el fardo de todos mis pesares,
guardaré los marchitos
azahares
entre los pliegues del nupcial vestido.
Alma en pena
A fuerza
de quererte
me he convertido, amor, en alma en pena.
¿Por qué,
Fuensanta mía,
si mi pasión de ayer está ya muerta
y en tu rostro
se anuncian los estragos
de la vejez temida que se acerca,
tu boca
es una invitación al beso
como lo fue en lejanas primaveras?
Es que mi
desencanto nada puede
contra mi condición de ánima en pena
si a
pesar de tus párpados exangües
y las blancuras de tu faz anémica,
aun se tiñen tus labios
con el color sangriento de las fresas.
A fuerza
de quererte
me he convertido, amor, en alma en pena,
y con el
candor angélico de tu alma
seré una sombra eterna.
Día trece
Mi corazón retrógrado
ama desde hoy la temerosa fecha
en que surgiste con aquel
vestido
de luto y aquel rostro de ebriedad.
Día trece en que el
filo de tu rostro
llevaba la embriaguez como un relámpago
y en que tus lúgubres
arreos daban
una luz que cegaba al sol de agosto,
así como se nubla el sol
ficticio
en las decoraciones
de los calvarios de los Viernes Santos.
Por enlutada y ebria
simulaste,
en la superstición de aquel domingo,
una fúlgida cuenta de
abalorio
humedecida en un licor letárgico.
¿En qué embriaguez
bogaban tus pupilas
para que así pudiesen
narcotizarlo todo?
Tu tiniebla
guiaba mis latidos, cual guiaba
la columna de fuego al israelita.
Adivinaba mi acucioso
espíritu
tus blancas y fulmíneas paradojas:
el centelleo de tus
zapatillas,
la llamarada de tu falda lúgubre,
el látigo incisivo de tus
cejas
y el negro luminar de tus cabellos.
Desde la fecha de
superstición
en que colmaste el vaso de mi júbilo,
mi corazón obscurantista
clama
a la buena bondad del mal agüero;
que si mi sal se riega, irán
sus granos
trazando en el mantel tus iniciales;
y si estalla mi espejo en
un gemido,
fenecerá diminutivamente
como la desinencia de tu nombre.
Superstición,
consérvame el radioso
vértigo del minuto perdurable
en que su traje negro devoraba
la luz desprevenida del cenit,
y en que su falda lúgubre era un bólido
por un cielo de hollín
sobrecogido...
El adiós
Fuensanta, dulce amiga,
Blanca y leve mujer,
Dueña ideal de mi
primer suspiro
Y mis copiosas lágrimas de ayer;
Enlutada que un
día de entusiasmo
Soñé condecorar,
Prendiendo, en la alborada de
las nupcias,
En el negro mobiliario de tu pecho
Una fecunda rama
de azahar.
Dime ¿es verdad que ha muerto mi quimera,
El idólatra
de tu palidez
No volverá a soñar con el milagro
De la diáfana rosa
de tu tez?
(Así interrogo en la profunda noche
mientras las nubes
van
cual pesadillas lóbregas, y gimen,
a distancia, unos huérfanos
sin pan.)
De las cercanas torres
bajo el fúnebre son
de un
toque de difuntos, y Fuensanta
clama en un gesto de desolación:
"¿No escuchas las esquilas agoreras?
¡Tocan a muerto por nuestra
ilusión!
Me duele ser el cruel
y quitar de tus labios
la última
gota de la vieja miel.
"Mas el cadáver del amor con alas
con que
en horas de infancia me quitaste,
yo lo he de estrechar
contra mi
pecho fiel, y en una urna
presidirá los lutos de mi hogar."
Hemos
callado porque nuestras almas
Están bien enclavadas en su cruz.
Me despido... Ella guía,
Llevando, en un trasunto de Evangelio,
En las frágiles manos una luz.
Pero apenas llegados al umbral,
Suspiro de alma en pena
O soplo del Espíritu del mal,
Un golpe de
aire marea la bujía...
Aúlla un perro en la calma sepulcral...
Fue
así como Fuensanta y el idólatra
Nos dijimos adiós en las tinieblas
De la noche fatal.
El candil
A Alejandro Quijano
En la cúspide radiante
que el metal
de mi persona
dilucida y perfecciona,
y en que una mano celeste
y otra de tierra me fincan
sobre la sien la corona;
en la orgía
matinal
en que me ahogo en azul
y soy como un esmeril
y central
y esencial como el rosal;
en la gloria en que melifluo
soy
activamente casto
porque lo vivo y lo inánime
se me ofrece gozoso
como pasto;
en esta mística gula
en que mi nombre de pila
es
una candente cábala
que todo lo engrandece y lo aniquila;
he
descubierto mi símbolo
en el candil en forma de bajel
que cuelga
de las cúpulas criollas
su cristal sabio y su plegaria fiel.
Oh candil, oh bajel, frente al altar
cumplimos, en dúo recóndito,
un solo mandamiento: venerar!
Embarcación que iluminas
a las piscinas divinas:
en tu
irisada presencia
mi humanidad se esponja y se anaranja,
porque en
la muda eminencia
están anclados contigo
el vuelo de mis gaviotas
y el humo sollozante de mis flotas.
¡Oh candil, oh bajel: Dios ve tu pulso
y sabe que anonadas
en
las cúpulas sagradas
no por decrépito ni por insulso!
Tu alta
oración animas
con el genio de los climas.
Tú no conoces el espanto
de
las islas de leprosos,
el domicilio polar
de los donjuanescos
osos,
la magnética bahía
de los deliquios venéreos,
las garzas
ecuatoriales
cual escrúpulos aéreos,
y por ello ante el Señor
paralizas tu experiencia
como el olor que da tu mejor flor.
Paralelo a tu quimera,
cristalizo sin sofismas
las brasas de
mi ígnea primavera,
enarbolo mi jubilo y mi mal
y suspendo mis
llagas como prismas.
Candil, que vas como yo
enfermo de lo absoluto,
y enfilas la
experta proa
a un dorado archipiélago sin luto;
candil, hermético
esquife:
mis sueños recalcitrantes enmudecen cual un cero
en tu
cristal marinero,
inmóviles excelsos y adornantes.
El piano de Genoveva
Piano llorón de
Genoveva, doliente piano
que en tus teclas resumes de la vida el arcano;
piano llorón,
tus teclas son blancas y son negras,
como mis días negros, como mis blancas horas;
piano de Genoveva
que en la alta noche lloras,
que hace muchos inviernos crueles que no te alegras:
tu música
es historia de poéticos males,
habla de encantamientos y de princesas reales,
de los pequeños
novios que por robar los nidos
una tarde nublada se quedaron perdidos
en el bosque; y nos
cuenta de la niña agraciada
que recibió regalos de sus once madrinas,
que no invitó a la
otra a sus bodas divinas
y que sufrió por ello los enojos del hada.
Me pareces, ¡oh piano!,
por tu voz lastimera,
una caja de lágrimas, y tu oscura madera
me evoca la visita del primer ataúd
que recibí en mi casa en plena juventud.
Piano de Genoveva, te
amo por indiscreto;
de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
cuentas, uno por
uno, todos sus desengaños.
Piano llorón, la
hermosa más hermosa del valle,
se nos ha vuelto triste porque tiene
treinta años
y no hay por todo el pueblo quien ronde por su calle.
Genoveva, regálame tu
amor crepuscular:
esos dulces treinta años yo los puedo adorar.
Ruégale tú que al
menos, pobre piano llorón,
con sus plantas minúsculas me pise el corazón.
El son del corazón
Una música íntima no cesa
porque transida en un abrazo de oro
la
Caridad con el Amor se besa.
¿Oyes el diapasón del corazón?
Oye en su nota múltiple el
estrépito
de los que fueron y de los que no son.
Mis hermanos de todas las centurias
reconocen en mi su pausa
igual,
sus mismas quejas y sus propias furias.
Soy la fronda parlante en que se mece
el pecho germinal del bardo
druida
con la selva por diosa y por querida.
Soy la alberca lumínica en que nada,
como perla debajo de una
lente,
debajo de las linfas. Scherezada.
Y soy el suspirante cristianismo
al hojear las bienaventuranzas
de la virgen que fue mi catecismo.
Y la nueva delicia, que acomoda
sus hipnotismos de color de tango
al figurín y al precio de la moda.
La redondez de la Creación atrueno
cortejando a las hembras y a
las cosas
con un clamor pagano y nazareno.
¡Oh, Psiquis, oh mi alma: suena a son
moderno, a son de selva, a
son de orgía
y a son marino, el son del corazón!
El sueño de los guantes negros
Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares
muertos.
Era una madrugada del invierno
y lloviznaban gotas de
silencio.
No más señal viviente, que los ecos
de una llamada a misa, en el
misterio
de una capilla oceánica, a lo lejos.
De súbito me sales al encuentro,
resucitada y con tus guantes
negros.
Para volar a ti, le dio su vuelo
el Espíritu Santo a mi
esqueleto.
Al sujetarme con tus guantes negros
me atrajiste al océano de tu
seno,
y nuestras cuatro manos se reunieron
en medio de tu pecho y
de mi pecho,
como si fueran los cuatro cimientos
de la fábrica de
los universos.
¿Conservabas tu carne en cada hueso?
El enigma de amor se veló
entero
en la prudencia de tus guantes negros.
¡Oh, prisionera del valle de México!
Mi carne...* de tu ser
perfecto
quedarán ya tus huesos en mis huesos;
y el traje, el
traje aquel, con que tu cuerpo
fue sepultado en el Valle de México;
y el figurín aquel, de pardo género
que compraste en un viaje de
recreo...
Pero en la madrugada de mi sueño,
nuestras manos, en un circuito
eterno
la vida apocalíptica vivieron.
Un fuerte... como en un sueño
libre como cometa, y en su vuelo
la ceniza y... del cementerio
gusté cual rosa...
*Los puntos suspensivos indican palabras ilegibles en el
original.
Elogio a Fuensanta
Tú no eres en mi huerto la pagana
rosa de los ardores juveniles;
te quise como a una dulce hermana
y gozoso dejé mis quince abriles
cual un moño de flores de pureza
entre tus manos blancas y gentiles.
Humilde te ha rezado mi tristeza
como en los pobres templos parroquiales
el campesino ante la Virgen reza.
Antífona es tu voz, y en los corales
de tu mística boca he descubierto
el sabor de los besos maternales.
Tus ojos tristes, de mirar incierto,
recuérdanme dos lámparas prendidas
en la penumbra de un altar desierto.
Las palmas de tus manos son ungidas
por mí, que provocando tus asombros
las beso en las ingratas despedidas.
Soy débil, y al marchar por entre escombros
me dirige la fuerza de tu planta
y reclino las sienes en tus hombros.
Nardo es tu cuerpo y su virtud es tanta
que en tus brazos beatíficos me duermo
como sobre los senos de una Santa.
¡Quién me otorgara en mi retiro yermo
tener, Fuensanta, la condescendencia
de tus bondades a mi amor enfermo
como plenaria y última indulgencia!
En el reinado de la primavera
A Josefa de los Santos
*17de marzo de 1880
+7 de mayo de 1917
Amada, es primavera.
Fuensanta, es que florece
la
eclesiástica unción de la cuaresma.
Hay un alivio dulce
en las
almas enfermas,
porque abril con sus auras les va dando
la
sensación de la convalecencia.
Se viste el cielo del mejor azul
y de rosas la tierra,
y yo me
visto con tu amor... ¡Oh gloria
de estar enamorado, enamorado,
ebrio de amor a ti, novia perpetua,
enloquecidamente enamorado,
como quince años, cual pasión primera!
Y con la dicha de palomas que huyen
del convento en que estaban
prisioneras
y se ven lejos, bajo la promesa
azul del firmamento
y sobre la florida de la tierra,
así vuelan a verte en otros climas
¡oh santa, amadísima, oh enferma!
estos versos de infancia que
brotaron
bajo el imperio de la Primavera
de amor y buenaventura
en estas noches lluviosas.
Y nuestro dulce noviazgo
será,
Fuensanta, una flor
con un pétalo de enigma
y otro pétalo de amor.
Tú me dirás del enigma,
yo te diré del amor!
¡Ay de Dios, que tu palabra
me tiene
embrujada el alma.
Hermana, hazme llorar...
Fuensanta:
dame
todas las lágrimas del mar,
mis ojos están secos y yo sufro
unas
inmensas ganas de llorar.
Yo no sé si estoy triste por el alma
de mis fieles difuntos
porque nuestros mustios corazones
nunca estarán juntos.
Hazme llorar, hermana,
y la piedad cristiana
de tu manto
inconsútil
enjúgueme los llantos con que llore
el tiempo amargo de
mi vida inútil.
Fuensanta:
¿tú conoces el mar?
Dicen que es menos grande y
menos hondo
que el pesar.
Yo no sé ni por qué quiero llorar:
será tal vez por el pesar que
escondo
tal vez por mi infinita sed de amar.
Hermana:
dame
todas las lágrimas del mar...
Hormigas
A la cálida vida que transcurre canora
con garbo de mujer sin
letras ni antifaces,
a la invicta belleza que salva y que enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de
hormigas en mis venas voraces.
Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y
el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los
fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el
preludio del nido.
Mas luego mis hormigas me negarán su abrazo
y han de huir de mis
pobres y trabajados dedos
cual se olvida en la arena un gélido
bagazo;
y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,
tu boca, que
es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,
tu boca, en que la lengua vibra
asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno,
en una
turbia fecha de cierzo gemebundo
en que ronde la luna porque robarte
quiera,
ha de oler a sudario ya hierba machacada,
a droga ya
responso, a pabilo y a cera.
Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino
de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que
desde sarracenos oasis me provoca.
Antes de que mis labios mueran,
para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como
perfume y pan y tósigo y cauterio.
Hoy como nunca, me enamoras y me entristeces...
Hoy como nunca, me enamoras y me entristeces;
si queda en mí una
lágrima, yo la excito a que lave
nuestras dos lobregueces.
Hoy, como nunca, urge
que tu paz me presida;
pero ya tu garganta solo es una sufrida
blancura, que se asfixia bajo toses y toses,
y toda tú una epístola
de rasgos moribundos
colmada de dramáticos adioses.
Hoy, como nunca, es
venerable tu esencia
y quebradizo el vaso de tu cuerpo,
y sólo
puedes darme la exquisita dolencia
de un reloj de agonías, cuyo
tic-tac nos marca
el minuto de hielo en que los pies que amamos
han de pisar el hielo de la fúnebre barca.
Yo estoy en la ribera y
te miro embarcarte:
huyes por el río sordo, y en mi alma destilas
el clima de esas tardes de ventisca y de polvo
en las que doblan
solas las esquilas.
Mi espíritu es un paño
de ánimas, un paño
de ánimas de iglesia siempre menesterosa;
es un
paño de ánimas goteado de cera,
hollado y roto por la grey astrosa.
No soy más que una nave
de parroquia en penuria,
nave en que se celebran eternos funerales,
porque una lluvia terca no permite
sacar el ataúd a las calles
rurales.
Fuera de mí, la lluvia;
dentro de mí, el clamor
cavernoso y creciente de un salmista;
mi
conciencia, mojada por el hisopo, es un
ciprés que en una huerta
conventual se contrista.
Ya mi lluvia es
diluvio, y no miraré el rayo
del sol sobre mi arca, porque ha de
quedar roto
mi corazón la noche cuadragésima;
no guardan mis
pupilas ni un matiz remoto
de la lumbre solar que tostó mis espigas;
mi vida es solo una prolongación de exequias
bajo las cataratas
enemigas.
Humildemente
A mi madre y a mis hermanas
Cuando me sobrevenga
el cansancio del fin,
me iré, como la grulla
del refrán, a mi pueblo,
a arrodillarme entre
las rosas de la Plaza,
los aros de los niños
y los flecos de seda de los tápalos.
A arrodillarme en medio
de una banqueta herbosa,
cuando sacramentando
al reloj de la torre,
de redondel de luto
y manecillas de oro,
al hombre y a la bestia,
al azahar que embriaga
y a los rayos del sol.
aparece en su estufa el Divinísimo.
Abrazado a la luz
de la tarde que borda,
como al hilo de una
apostólica araña,
he de decir mi prez
humillada y humilde,
más que las herraduras
de las mansas acémilas
que conducen al Santo Sacramento.
Te conozco, Señor,
aunque viajas de incógnito,
y a tu paso de aromas
me quedo sordomudo,
paralítico y ciego,
por gozar tu balsámica presencia.
Tu carroza sonora
apaga repentina
el breve movimiento,
cual si fuesen las calles
una juguetería
que se quedó sin cuerda.
Mi prima, con la aguja
en alto, tras sus vidrios,
está inmóvil con un gesto de estatua.
El cartero aldeano
que trae nuevas del mundo,
se ha hincado en su valija.
El húmedo corpiño
de Genoveva, puesto
a secar, ya no baila
arriba del tejado.
La gallina y sus pollos
pintados de granizo
interrumpen su fábula.
La frente de don Blas
petrificóse junto
a la hinchada baldosa
que agrietan las raíces de los fresnos.
Las naranjas cesaron
de crecer, y yo apenas
si palpito a tus ojos
par poder vivir este minuto.
Señor, mi temerario
corazón que buscaba
arrogantes quimeras,
se anonada y te grita
que yo soy tu juguete agradecido.
Porque me acompasaste
en el pecho un imán
de figura de trébol
y apasionada tinta de amapola.
Pero ese mismo imán
es humilde y oculto,
como el peine imantado
con que las señoritas
levantan alfileres
y electrizan su pelo en la penumbra.
Señor, este juguete
de corazón de imán,
te ama y te confiesa
con el íntimo ardor
de la raíz que empuja
y agrieta las baldosas seculares.
Todo está de rodillas
y en el polvo las frentes;
mi vida es la amapola
pasional, y su tallo
doblégase efusivo
para morir debajo de tus ruedas.
Idolatría
La vida mágica se vive
entera
en la mano viril que gesticula
al evocar el seno o la cadera,
como la mano de la Trinidad
teológicamente se atribula
si el
mundo parvo, que en tres dedos toma,
se le escapa cual un globo de goma.
Idolatremos todo
padecer,
gozando en la mirífica mujer.
Idolatría
de la
expansiva y rútila garganta,
esponjado liceo
en que una curva eterna se suplanta
y en que
se instruye el ruiseñor de Alfeo.
Idolatría
de los
dos pies lunares y solares
que lunáticos fingen el creciente
en la mezquita azul de los
Omares,
y cuando van de oro son un baño
para la tierra, y son
preclaramente
los dos solsticios de un único año.
Idolatría
de la
grácil rodilla que soporta,
a través de los siglos de los siglos,
nuestra cabeza en la
jornada corta.
Idolatría
de las
arcas, que son y fueron
y serán horcas caudinas
bajo las cuales rinde el corazón
su
diadema de idólatras espinas.
Idolatría
de los
bustos eróticos y místicos
y los netos perfiles cabalísticos.
Idolatría
de la
bizarra y música cintura,
guirnalda que en abril se transfigura,
que sirve de medida
a
los más filarmónicos afanes,
y que asedian los raucos gavilanes
de nuestra juventud
embravecida.
Idolatría
del peso
femenino, cesta ufana
que levantamos entre los rosales
por encima de la primera cana,
en la columna de nuestros felices
brazos sacramentales.
Que siempre nuestra
noche y nuestro día
clamen: ¡Idolatría! ¡Idolatría!
La ascensión y la asunción
Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me
encumbra
en cada anochecer y amanecer.
Sobre caricaturas y parodias,
enlazado mi cuerpo con el suyo,
suben al cielo como dos custodias...
Dogma recíproco del corazón:
y ser por virtud ajena y virtud
propia,
a un tiempo la Ascensión y la Asunción!
Su corazón de niebla y teología,
abrochado a mi rojo corazón,
traslada, en una música estelar,
el Sacramento de la Eucaristía.
Vuela de incógnito el fantasma de yeso,
y cuando salimos del fin
de la atmósfera
me da medio perfil para su diálogo
y un cuarto de
perfil para su beso...
Dios, que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo
grande, dióme
de Angel guardián un Angel femenino.
¡Gracias, Señor, por el inmenso don
que transfigura en vuelo la
caída,
juntando, en la miseria de la vida,
a un tiempo la
Ascensión y la Asunción!
La lágrima...
Encima
de la azucena esquinada
que orna la cadavérica almohada;
encima
del soltero dolor empedernido
de yacer como imberbe
congregante
mientras los gatos erizan el ruido
y forjan una patria
espeluznante;
encima
del apetito nunca satisfecho
de la cal
que demacró las conciencias livianas,
y del desencanto profesional
con que saltan del lecho
las cortesanas;
encima
de la
ingenuidad casamentera
y del descalabro que nada espera;
encima
de la huesa y del nido,
la lágrima salobre que he bebido.
Lágrima de infinito
que eternizaste el amoroso rito;
lágrima
en cuyos mares
goza mi áncora su náufrago baño
y esquilmo los
vellones singulares
de un compungido rebaño;
lágrima en cuya
gloria se refracta
el iris fiel de mi pasión exacta;
lágrima en
que navegan sin pendones
los mástiles de las consternaciones;
lágrima con que quiso
mi gratitud salar el Paraíso;
lágrima mía,
en ti me encerraría,
debajo de un deleite sepulcral,
como un vigía
en su salobre y mórbido fanal.
La mancha de púrpura
Me impongo la costosa
penitencia
de no mirarte en días y días, porque mis ojos,
cuando por fin te
miren, se aneguen en tu esencia,
como si naufragasen en un golfo de púrpura,
de melodía y de
vehemencia.
Pasa el lunes y el
martes y el miércoles... Yo sufro
tu eclipse, ¡oh criatura solar!,
mas en mi duelo
el afán de mirarte se dilata
como una profecía; se descorre cual velo
paulatino; se acendra
como miel; se aquilata
como la entraña de las piedras finas;
y se aguza como el llavín
de la celda de amor de un monasterio en ruinas.
Tú no sabes
la dicha refinada
que hay en huirte, que hay en el furtivo gozo
de adorarte
furtivamente, de cortejarte
más allá de la sombra, de bajarse el embozo
una vez por semana,
y exponer las pupilas,
en un minuto fraudulento,
a la mancha de púrpura de tu
deslumbramiento.
En el bosque de amor,
soy cazador furtivo;
te acecho entre dormidos y tupidos follajes,
como se acecha a una ave fúlgida; y de estos viajes
por la espesura, traigo a mi aislamiento,
el más fúlgido de los
plumajes:
el plumaje de púrpura de tu deslumbramiento.
La última odalisca
Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena
estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi
vida.
Ámbar, canela, harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre
las crestas del Diluvio.
Mi alma pesa, y se acongoja
porque su peso es el arcano
sinsabor de haber conocido
la Cruz y la floresta roja
y el
cuchillo del cirujano.
Y aunque todo mi ser gravita
cual un orbe vaciado en plomo
que
en la sombra paró su rueda,
estoy colgado en la infinita
agilidad
del éter, como
de un hilo escuálido de seda.
Gozo... Padezco... Y mi balanza
vuela rauda con el beleño
de
las esencias del rosal:
soy un harén y un hospital
colgados juntos
de un ensueño.
Voluptuosa Melancolía:
en tu talle mórbido enrosca
el Placer
su caligrafía
y la Muerte su garabato,
y en un clima de ala de
mosca
la Lujuria toca a rebato.
Mas luego las samaritanas,
que para mí estuvieron prestas
y
por mí dejaron sus fiestas,
se irán de largo al ver mis canas,
y
en su alborozo, rumbo a Sión,
buscarán el torrente endrino
de los
cabellos de Absalón.
¡Lumbre divina, en cuyas lenguas
cada mañana me despierto:
un
día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto!
Cuando la última odalisca,
ya descastado mi vergel,
se fugue
en pos de nueva miel
¿qué salmodia del pecho mío
será digna de
suspirar
a través del harén vacío?
Si las victorias opulentas
se han de volver impedimentas,
si
la eficaz y viva rosa
queda superflua y estorbosa,
¡oh, Tierra
ingrata, poseída
a toda hora de la vida:
en esa fecha de ese mal,
hazme humilde como un pelele
a cuya mecánica duele
ser solamente
un hospital!
Me despierta una alondra
A José Juan Tablada
Hasta el ángulo en sombra en que, al soñar los leves
sueños de la mañana,
funjo interinamente de árabe sin hurí,
llega la dulce voz de una dulce paisana.
La alondra me despierta
con un tímido ensayo de canción balbuciente
y un titubeo de sol en el ala inexperta.
¡Gracias, Padre del día,
oh buen Pastor de estrellas cantando por Banville!
Gracias por el saludo en que esta embajadora
del alba, me ha traído un mensaje de abril;
gracias porque el temblor de su canto se funde
con las madrugadoras esquilas de mi tierra,
y porque el sol que tiembla en sus alas no es otro
que el que baña la casa en que nací, y el valle
azul, y la azul sierra.
¡Gracias porque en el trino
de la alondra, me llega,
por primer don del día, este don femenino!
Me estás vedada tú
Imaginas
acaso la amargura
que hay en no convivir
los episodios de tu vida pura?
Me está
vedado conseguir que el viento
y la llovizna sean comedidos
con tu
pelo castaño.
Me está vedado oír en los latidos
de tu paciente
corazón (sagrario
de dolor y clemencia)
la fórmula escondida
de
mi propia existencia.
Me está
vedado, cuando te fatigas
y se fatiga hasta tu mismo traje,
tomarte en brazos, como quien levanta
a su propia ilusión
incorruptible
hecha fantasma que renuncia al viaje.
Despertarás una mañana gris
y verás, en la luna de tu armario,
desdibujarse un puño
esquelético, y ante el funerario
aviso,
gritarás las cinco letras
de mi nombre, con voz pávida y floja.
¡Y
yo me hallaré ausente
de tu final congoja!
¿Imaginas
acaso
mi amargura impotente?
Me estás vedada tú... Soy un fracaso
de confesor y médico que siente
perder a la mejor de sus enfermas
y a su más efusiva penitente.
Mi corazón se amerita
A Rafael López
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al
día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir
su cárcel, yo me anego
y me hundo en la ternura remordida de un padre
que siente, entre
sus brazos, latir un hijo ciego.
Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Placer, amor,
dolor... todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera logarítmica,
sus ávidas mareas y su
eterno oleaje.
Mi corazón, leal, se
amerita en la sombra.
Es la mitra y la válvula... Yo me lo
arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado
de los atardeceres,
los astros, y el perímetro jovial de las mujeres.
Mi corazón, leal, se
amerita en la sombra.
Desde una cumbre enhiesta yo lo he de lanzar
como sangriento disco a la hoguera solar.
Así extirparé el cáncer de mi fatiga dura,
seré impasible por el
Este y el Oeste,
asistiré con una sonrisa depravada
a las ineptitudes de la
inepta cultura,
y habrá en mi corazón la llama que le preste
el incendio
sinfónico de la esfera celeste.
Mi prima Águeda
A Jesús Villalpando
Mi madrina invitaba a
mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un
contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso.
Águeda
aparecía, resonante
de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me
protegían contra el pavoroso luto...
Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda que
tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos...
(Creo que hasta la debo
la costumbre
heroicamente insana de hablar solo.)
A la hora de comer, en
la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el
ébano de un armario añoso.
Mientras muere la tarde
Noble señora de provincia: unidos
En el viejo balcón que ve al
poniente,
Hablamos tristemente, largamente,
De dichas muertas y de
tiempos idos.
De los rústicos tiestos florecidos
Desprendo rosas para ornar tu
frente,
Y hay en los fresnos del jardín de enfrente
Un escándalo
de aves en los nidos.
El crepúsculo cae soñoliento,
Y si con tus desdenes amortiguas
La llama de mi amor, yo me contento
Con el hondo mirar de tus arcanos
Ojo, mientras admiro las
antiguas
Joyas de las abuelas en tus manos.
Ingenuas provincianas: cuando mi vida se halle
Desahuciada por
todos, iré por los caminos
Por donde vais cantando los más sonoros
trinos
Y en fraternal confianza ceñiré vuestro talle.
A la hora del Angelus, cuando vais por la calle,
Enredados al
busto los chales blanquecinos,
Decora vuestros rostros -¡Oh rostros
peregrinos!-
La luz de los mejores crepúsculos del valle.
De pecho en los balcones de vetusta madera,
Platicáis en las
tardes tibias de primavera
Que Rosa tiene novio, que Virginia se
casa.
Y oyendo los poetas vuestros discursos sanos
Para siempre se
curan de males ciudadanos,
Y en la aldea la vida buenamente se pasa.
No me condenes
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
Ojos inusitados de
sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
Y no hubo
entre nosotros ni sombra de disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
Contiguo a la estación de
los ferrocarriles,
Y ¿qué noviazgo puede ser duradero
Entre
campanadas centrífugas y silbatos febriles?
El reloj de su sala desgajaba las ocho;
Era diciembre, y yo
departía con ella
Bajo la limpidez glacial de cada estrella.
El
gendarme, remiso a mi intriga inocente,
Hubo de ser, al fin, forzoso
confidente.
María se mostraba incrédula y tristona:
Yo no tenía traza de una
buena persona.
¿Olvidarás acaso, corazón forastero,
el acierto
nativo de aquella señorita
que oía y desoía tu pregón embustero?
Su desconfiar ingénito era ratificado
Por los perros noctívagos,
en cuya algarabía
Reforzábase el duro presagio de María.
¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes;
cuando oscile el
quinqué y se abatan las ocho,
cuando el sillón te mezca, cuando
ululen los trenes,
cuando trabes los dedos por detrás de tu nuca,
no me juzgues más pérfido que uno de los silbatos
que turban tu faena
y tus recatos.
Noches de hotel
Se
distraen las penas en los cuartos de hoteles
con el heterogéneo
concurso divertido
de yanquis, sacerdotes, quincalleros infieles,
niñas recién casadas y mozas del partido.
Media
luz... Copia al huésped la desconchada luna
en su azogue sin brillo;
y flota en calendarios,
en cortinas polvosas y catres mercenarios
la nómada tristeza de viajes sin fortuna.
Lejos
quedó el terruño, la familia distante
y en la hora gris del éxodo
medita el caminante
que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo:
que van
pasando juntos por el sórdido hotel
con el cosmopolita dolor del
moribundo
los alocados lances de la luna de miel.
Que sea para bien...
Ya no
puedo dudar... Diste muerte
a mi cándida niñez, toda olorosa a
sacristía,
y también diste muerte al liviano chacal
de mi
cartuja... ¡Que sea para bien!
Ya no
puedo dudar... Consumaste el prodigio,
de sin hacerme daño,
sustituir mi agua clara
con un licor de uvas... ¡Y yo bebo el licor
que tu mano me
depara!
Me revelas
la síntesis de mi propio zodíaco,
el león y la virgen; y mis ojos te
ven apretar
en los dedos, como un haz de centellas,
éxtasis y placeres... ¡Que sea para bien!
Tu palidez
denuncia que en tu rostro
se ha posado el incendio y ha corrido
la
lava; día último de marzo, emoción,
aves, sol; ¡Tu palidez volcánica
me agrava!
Ganaste
ese prodigio de pálida vehemencia,
al huir, con un viento de ceniza
de una ciudad
en llamas, o hiciste penitencia revolcándote
encima del desierto, o quizá te quedaste dormida
en la vertiente
de un volcán, y la lava corrió
sobre tu boca y calcinó tu frente.
¡Oh, tú, reveladora que
traes un sabor cabal
para mi vida y la entusiasmas! Tu triunfo
es sobre un motín de
satiresas,
y un coro plañidero de fantasmas...
Yo estoy
en la vertiente de tu rostro,
esperando las lavas repentinas que me
den
un fulgurante goce; tu dictorial y pálido prestigio
ya me invade; ¡Que sea para bien!
Rumbo al olvido
¡Oh pobres almas nuestras
que perdieron el nido
y que van
arrastradas
en la falsa corriente del olvido!
Y pensar que
extraviamos
la senda milagrosa
en que se hubiera abierto
nuestra ilusión, como perenne rosa.
Pudieron deslizarse,
sin
sentir, nuestras vidas
con el compás romántico
que hay en las
músicas desfallecidas.
Y pensar que pudimos
enlazar nuestras manos
y apurar en un beso
la comunión de fértiles veranos.
Y pensar que
pudimos,
al acercarse el fin de la jornada,
alumbrar la vejez en
una dulce
conjunción de existencias,
contemplando, en la noche
ilusionada,
el cintilar perenne del Zodíaco
sobre la sombra de
nuestras conciencias...
Mas en vano deliro y te recuerdo,
oh
virgen esperanza,
oh ilusión que te quedas
en no sé qué lejanas
arboledas
y en no sé qué remota venturanza.
Sigamos
sumergiéndonos... Mas, antes
que la sorda corriente
nos precipite
a lo desconocido,
hagamos un esfuerzo de agonía
para salir a flote
y ver, la última vez, nuestras cabezas
sobre las aguas turbias del
olvido.
Ser una casta pequeñez
A Alfonso Cravioto
Fuérame
dado remontar el río
de los años, y en una reconquista
feliz de mi
ignorancia, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño...
Volver a
ser el arrebol, y el húmedo
pétalo, y la llorosa y pulcra infancia
que deja el baño por secarse al sol...
Entonces, con instinto maternal,
me subirías al regazo, para
interrogarme, amor, si eras querida
hasta el agua inmanente de tu
pozo
o hasta el penacho tornadizo y frágil
de tu naranjo en flor.
Yo,
sintiéndome bien en la aromática
vecindad de tus hombros y en la
limpia
fragancia de tus brazos,
te diría quererte más allá
de las torres gemelas.
Dejarías
entonces en la bárbara
novedad de mi frente
el beso inaccesible
a mi experiencia licenciosa y fúnebre.
¿Por qué
en la tarde inválida,
cuando los niños pasan por tu reja,
yo no
soy una casta pequeñez
en tus manos adictas
y junto a la eficacia
de tu boca?
Si soltera agonizas...
Amiga que te vas:
quizá no te vea más.
Ante la luz de tu alma y de
tu tez
fui tan maravillosamente casto
cual si me embalsamara la
vejez.
Y no tuve otro arte
que el de quererte para aconsejarte.
Si soltera agonizas,
irán a visitarte mis cenizas.
Porque ha
de llegar un ventarrón
color de tinta, abriendo tu balcón.
Déjalo
que trastorne tus papeles,
tus novenas, tus ropas, y que apague
la
santidad de tus lámparas fieles...
No vayas, encogido el corazón,
a cerrar tus vidrieras
a la
tinta que riega el ventarrón.
Es que voy en la racha
a filtrarme
en tu paz, buena muchacha.
Suave Patria
Yo que sólo canté de la exquisita
partitura del íntimo decoro,
alzo hoy la voz a la mitad del foro
a la manera del tenor que imita
la gutural modulación del bajo,
para cortar a la epopeya un gajo.
Navegaré por las olas civiles
con remos que no pesan, porque van
como los brazos del correo chuán
que remaba la Mancha con fusiles.
Diré con una épica sordina:
la Patria es impecable y diamantina.
Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de
selva
con que me modelaste por entero
al golpe cadencioso de las
hachas,
entre risas y gritos de muchachas
y pájaros de oficio
carpintero.
Primer acto
Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el
palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el
relámpago verde de los loros.
El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros de petróleo el
diablo.
Sobre tu Capital, cada hora vuela
ojerosa y pintada, en
carretela;
y en tu provincia, del reloj en vela
que rondan los
palomos colipavos,
las campanadas caen como centavos.
Patria: tu mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.
Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por
la vía
como aguinaldo de juguetería.
Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza,
pones
la inmensidad sobre los corazones.
¿Quién, en la noche que asusta a la rana,
no miró, antes de saber
del vicio,
del brazo de su novia, la galana
pólvora de los juegos
de artificio?
Suave Patria: en tu tórrido festín
luces policromías de delfín,
y con tu pelo rubio se desposa
el alma, equilibrista chuparrosa,
y
a tus dos trenzas de tabaco, sabe
ofrendar aguamiel toda mi briosa
raza de bailadores de jarabe.
Tu barro suena a plata, y en tu puño
su sonora miseria es
alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como
espejos, se vacía
el santo olor de la panadería.
Cuando nacemos, nos regalas notas,
después, un paraíso de
compotas,
y luego te regalas toda entera
suave Patria, alacena y
pajarera.
Al triste y al feliz dices que sí,
que en tu lengua de amor
prueben de ti
la picadura del ajonjolí.
¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena
de deleites frenéticos nos
llena!
Trueno de nuestras nubes, que nos baña
de locura, enloquece a la
montaña,
requiebra a la mujer, sana al lunático,
incorpora a los
muertos, pide el Viático,
y al fin derrumba las madererías
de
Dios, sobre las tierras labrantías.
Trueno del temporal: oigo en tus quejas
crujir los esqueletos en
parejas;
oigo lo que se fue, lo que aún no toco,
y la hora actual
con su vientre de coco.
Y oigo en el brinco de tu ida y venida,
¡oh, trueno!, la ruleta de mi vida.
Intermedio: Cuauhtémoc
Joven abuelo: escúchame loarte,
único héroe a la altura del arte.
Anacrónicamente, absurdamente,
a tu nopal inclínase el rosal;
al idioma del blanco, tú lo imantas
y es surtidor de católica fuente
que de responsos llena el victorial
zócalo de cenizas de tus plantas.
No como a César el rubor patricio
te cubre el rostro en medio del
suplicio;
tu cabeza desnuda se nos queda
hemisféricamente, de
moneda.
Moneda espiritual en que se fragua
todo lo que sufriste: la
piragua
prisionera , al azoro de tus crías,
el sollozar de tus
mitologías,
la Malinche, los ídolos a nado,
y por encima, haberte
desatado
del pecho curvo de la emperatriz
como del pecho de una
codorniz.
Segundo acto
Suave Patria: tú vales por el río
de las
virtudes de tu mujerío.
Tus hijas atraviesan como hadas,
o
destilando un invisible alcohol,
vestidas con las redes de tu sol,
cruzan como botellas alambradas.
Suave Patria: te amo no cual mito,
sino por tu verdad de pan
bendito;
como a niña que asoma por la reja
con la blusa corrida
hasta la oreja
y la falda bajada hasta el huesito.
Inaccesible al deshonor, floreces;
creeré en ti mientras una
mexicana
en su tápalo lleve los dobleces
de la tienda, a las seis
de la mañana,
y al estrenar su lujo, quede lleno
el país, del
aroma del estreno.
Como la sota moza, Patria mía,
en piso de metal, vives al día,
de milagros, como la lotería.
Tu imagen, el Palacio Nacional,
con tu misma grandeza y con tu
igual
estatura de niño y de dedal.
Te dará, frente al hambre y el obús,
un higo San Felipe de Jesús.
Suave Patria, vendedora de chía:
quiero raptarte en la cuaresma
opaca,
sobre un garañón, y con matraca,
y entre los tiros de la
policía.
Tus entrañas no niegan un asilo
para el ave que el párvulo
sepulta
en una caja de carretes de hilo,
y nuestra juventud,
llorando, oculta
dentro de ti el cadáver hecho poma
de aves que
hablan nuestro mismo idioma.
Si me ahogo en tus julios, a mí baja
desde el vergel de tu
peinado denso
frescura de rebozo y de tinaja:
y si tirito, dejas
que me arrope
en tu respiración azul de incienso
y en tus carnosos
labios de rompope.
Por tu balcón de palmas bendecidas
el Domingo de Ramos, yo
desfilo
lleno de sombra, porque tú trepidas.
Quieren morir tu ánima y tu estilo,
cual muriéndose van las
cantadoras
que en las ferias, con el bravío pecho
empitonando la
camisa, han hecho
la lujuria y el ritmo de las horas.
Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu
espejo diario;
cincuenta veces es igual el
Ave
taladrada en el hilo del rosario,
y es más feliz que
tú, Patria suave.
Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante
faja
en tus pechugas al vapor; y un trono
a la intemperie, cual
una sonaja:
¡la carretera alegórica de paja!
Te honro en el espanto
Ya que tu voz, como un muelle vapor, me baña
y mis ojos, tributo a la eterna guadaña,
por ti osan mirar de frente el ataúd;
ya que tu abrigo rojo me otorga una delicia
que es mitad friolenta, mitad cardenalicia,
antes que en la veleta llore el póstumo alud;
ya que por ti ha lanzado a la Muerte su reto
la cerviz animosa del ardido esqueleto
predestinado al hierro del fúnebre dogal;
te honro en el espanto de una perdida alcoba
de nigromante, en que tu yerta faz se arroba
sobre una tibia, como sobre un cabezal;
y porque eres, Amada, la armoniosa elegida
de mi sangre, sintiendo que la convulsa vida
es un puente de abismo en que vamos tú y yo,
mis besos te recorren en devotas hileras
encima de un sacn1ego manto de calaveras
como sobre una erótica ficha de dominó.
Tenías un rebozo de seda
Tenías un rebozo en que
lo blanco
iba sobre lo gris con gentileza,
para ser a los ojos que
te amaban
un festejo de miel en la maleza.
Del rebozo en la seda
me anegaba
con fe, como en un golfo intenso y puro,
a oler
abiertas rosas del presente
y herméticos botones del futuro.
En abono de mi
sinceridad,
séame permitido un alegato:
Entonces era yo seminarista
sin
Baudelaire sin rima y sin olfato;
¿guardas flor del terruño aquel rebozo
de maleza y de nieve, en
cuya seda
me dormí, aspirando la quintaesencia
de tu espalda leve?
Todo
A José D. Frías
Sonámbula y picante,
mi voz es la gemela
de la canela.
Canela ultramontana
e islamita,
por ella mi experiencia
sigue de señorita.
Criado con ella,
mi alma tomó la forma
de su botella.
Si digo carne o espíritu,
paréceme que el diablo
se ríe del
vocablo;
mas nunca vaciló
mi fe si dije "yo».
Yo, varón integral,
nutrido en el panal
de Mahoma
y en el
que cuida Roma
en la Mesa Central.
Uno es mi fruto:
vivir en el cogollo
de cada minuto.
Que el milagro se haga,
dejándome aureola
o trayéndome llaga.
No porto insignias
de masón
ni de Caballero
de Colón.
A pesar del moralista
que la asedia
y sobre la comedia
que
la traiciona,
es santa mi persona,
santa en el fuego lento
con
que dora el altar
y en el remordimiento
del día que se me fue
sin oficiar.
En mis andanzas callejeras
del jeroglífico nocturno,
cuando
cada muchacha
entorna sus maderas,
me deja atribulado
su enigma
de no ser
ni carne ni pescado.
Aunque toca al poeta
roerse los codos,
vivo la formidable
vida de todas y de todos;
en mí late un pontífice
que todo lo
posee
y todo lo bendice;
la dolorosa Naturaleza
sus tres reinos
ampara
debajo de mi tiara;
y mi papal instinto
se conmueve
con la ignorancia de la nieve
y la sabiduría del jacinto.
Una
viajera
En mi ostracismo acerbo me alegré esta mañana
con el encuentro súbito de una hermosa paisana
que tiene un largo nombre de remota novela:
la hija del enjuto médico del lugar.
Antaño íbamos juntos de la casa a la escuela;
las tardes de los sábados, en infantil asueto,
por las calles del pueblo solíamos vagar,
y jugando aprendimos los dos el alfabeto.
Me saludó, y en medio de graciosos cumplidos,
su armonioso lenguaje me hizo reconocer
en ella a la cuentista de las horas de ayer
en la Plaza de Armas de musicales nidos.
¡Pobre amiga de entonces, pobre flor provinciana
que en metrópolis andas en ruidoso paseo;
pobre flor casadera, rosa que eres hermana
de las que se desmayan en humilde cacharro
esperando que vuelvas del viaje de recreo!
Para que no se manche tu ropa con el barro
de ciudades impuras, a tu pueblo regresa;
y sólo pido, en nombre de mi tristeza extática
que oyó con voz ingenua, que en la nocturna
plática hagas de mí un recuerdo jovial de sobremesa.
Tu palabra más fútil
Magdalena,
conozco que te amo
en que la más trivial de tus acciones
es pasto
para mí, como la miga
es la felicidad de los gorriones.
Tu palabra
más fútil
es combustible de mi fantasía,
y pasa por mi espíritu
feudal
como un rayo de sol por una umbría.
Una mañana
(en que la misma prosa
del vivir se tornaba melodiosa)
te daban un
periódico en el tren
y rehusaste, diciendo con voz cálida:
«¿Para
qué me das esto?» Y estas cinco
breves palabras de tu boca pálida
fueron como un joyel que todo el día
en mi capilla estuvo manifiesto:
Y en la noche, sonaba tu pregunta:
«¿Para qué me das esto?»
Y la tarde
fugaz que en el teatro
repasaban tus dedos, Magdalena,
la dorada
melena
de un chiquillo... Y el prócer ademán
con que diste limosna
a aquel anciano...
Y tus dientes que van
en sonrisa ondulante,
cual resúmenes
del sol, encandilando la insegura
pupila de los
viejos y los párvulos...
Tus dientes, en que están la travesura
y
el relámpago de un pueril espejo
que aprisiona del sol una saeta
y
clava el rayo férvido en los ojos
del infante embobado
que en su
cuna vegeta...
También
yo, Magdalena, me deslumbro
en tu sonrisa férvida; y mis horas
van
a tu zaga, hambrientas y canoras,
como va tras el ama, por la holgura
de un patio regional, el cortesano
séquito de palomas que codicia
la gota de agua azul y el rubio grano.
Tus otoños me arrullan...
Tus otoños
me arrullan
en coro de quimeras obstinadas;
vas en mí cual la
venda va en la herida;
en bienestar de placidez me embriagas;
la
luna lugareña va en tus ojos
¡oh blanda que eres entre todas blanda!
Y no sé todavía
qué esperarán de ti mis esperanzas.
Si vas
dentro de mí, como una inerme
doncella por la zona devastada
en
que ruge el pecado, y si las fieras
atónitas se echan cuando pasas;
si has sido menos que una melodía
suspirante, que flota sobre el
ánima,
y más que una pía salutación;
si de tu pecho asciende una
fragancia
de limón, cabalmente refrescante
e inicialmente ácida;
si mi voto es que vivas dentro de una
virginidad perenne aromática,
vuélvese un hondo enigma
lo que de ti persigue mi esperanza.
¿Qué me
está reservado
de tu persona etérea? ¿Qué es la arcana
promesa de tu ser? Quizá el suspiro
de tu propio existir; quizá
la vaga
anunciación penosa de tu rostro;
la cadencia balsámica
que eres tú misma, incienso y voz de armonio
en la tarde llovida y
encalmada...
De toda ti
me viene
la melodiosa dádiva
que me brindó la escuela
parroquial, en una hora ya lejana,
en que unas voces núbiles
y
lentas ensayaban,
en un solfeo cristalino y simple,
una lección de
Eslava.
Y de ti y
de la escuela
pido el cristal, pido las notas llanas
para
invocarte, oscura
y rabiosa esperanza,
con una a colmada de
presentes,
con una a impregnada
del licor de un banquete
espiritual:
cara mansa, ala diáfana, alma blanda,
fragancia casta
y ácida!
Y pensar que pudimos
Y pensar que
extraviamos
la senda milagrosa
en que se hubiera abierto
nuestra
ilusión, como perenne rosa...
Y pensar que pudimos
enlazar nuestras manos
y apurar en un beso
la comunión de
fértiles veranos...
Y pensar que pudimos
en una onda secreta
de embriaguez, deslizarnos,
valsando un
vals sin fin, por el planeta...
Y pensar que pudimos,
al rendir la jornada,
desde la sosegada
sombra de tu portal
y en una suave
conjunción de existencias,
ver las cintilaciones del zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias...
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...