"Se amaban. No estaban solos
a la orilla de su primera noche..."
"Serpent IV"
Gustav Klimt
Reseña biografica
Poeta y
ensayista venezolano nacido en Caracas en 1938.
Su poesia se
caracterizó por la rica gama textual y el gran dominio de las formas,
constituyéndose en un gran
representante de la poesia suramericana.
Publicó, entre otros, los libros: "Elegos" en 1967, "Muerte y
memoria" en 1972,
"Algunas palabras" en 1977,
"Terredad" en 1978,
"Trópico absoluto" en 1982, "Alfabeto del mundo" en 1986 y
"Chamario" en 2003.
Es autor también de importantes ensayos, tales como,
"La ventana oblicua" en 1974, "El taller blanco" en
1983,
y
"El cuaderno de Blas Coll" en 1981.
Recibió importantes
galardones por su obra literaria y le sirvió a su país en el campo
diplomático como embajador
en Lisboa durante varios años.
Falleció en junio de 2008.
©
Acacias
Adiós al siglo XX
Amantes
Canción
Cementerio de Vaugirard
Dos Rembrandt
Dura menos un hombre que
una vela...
El esclavo
En el norte
Escritura
Hotel antiguo
La
hora de Hamlet
La poesia
La terredad de un pájaro
Letra profunda
Manoa
Orfeo
Pájaros
Regreso
Ser esclavo
Setiembre
Sólo la tierra
Uccello, hoy 6 de agosto
Un año
Acacias
En la gélida noche rugen los huracanes.
"A Diotima", Hölderlin
Estremecidas como naves
acacias emergidas de un paisaje antiguo
y
no obstante batidas en su fuego
bajo la negra luz de atardecida
yo
miro yo asisto
a este mínimo esplendor tan denso
yo palpo
la
intermitencia de las arboladuras
su fuego girante delirante
enmarcadas en un éxtasis grave
como desposeídas lanzadas al abismo
así de grande
en un follaje poblado de sombras agitadas
las miro
frente a la piedad de mis ojos
bajo los huracanes de la Noche.
Adiós al siglo XX
a Alvaro Mutis
Cruzo la calle Marx, la calle Freud;
ando por una orilla de este
siglo,
despacio, insomne, caviloso,
espía ad honorem de algún
reino gótico,
recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de rumor infinito.
La línea de Mondrian frente a mis ojos
va cortando la noche en sombras rectas
ahora que ya no cabe más
soledad
en las paredes de vidrio.
Cruzo la calle Mao, la calle
Stalin;
miro el instante donde muere un milenio
y otro despunta su
terrestre dominio.
Mi siglo vertical y lleno de teorías...
Mi
siglo con sus guerras, sus posguerras
y su tambor de Hitler allá
lejos,
entre sangre y abismo.
Prosigo entre las piedras de los
viejos suburbios
por un trago, por un poco de jazz,
contemplando
los dioses que duermen disueltos
en el serrín de los bares,
mientras descifro sus nombres al paso
y sigo mi camino.
Amantes
Se
amaban. No estaban solos en la tierra;
tenían la noche, sus vísperas
azules,
sus celajes.
Vivían uno en el otro, se palpaban
como dos pétalos no abiertos
en el fondo
de alguna flor del aire.
Se amaban. No estaban solos a la orilla
de su primera noche.
Y
era la tierra la que se amaba en ellos,
el oro nocturno de sus
vueltas,
la galaxia.
Ya no tendrían dos muertes. No iban a separarse.
Desnudos,
asombrados, sus cuerpos se tendían
como hileras de luces en un largo
aeropuerto
donde algo iba a llegar desde muy lejos,
no demasiado
tarde.
Canción
Cada
cuerpo con su deseo
y el mar al frente.
Cada lecho con su
naufragio
y los barcos al horizonte.
Estoy cantando la vieja canción
que no tiene palabras.
Cada
cuerpo junto a otro cuerpo,
cada espejo temblando en la sombra
y
las nubes errantes.
Estoy tocando la antigua guitarra
con que los amantes se duermen.
Cada ventana en sus helechos,
cada cuerpo desnudo en su noche
y el
mar al fondo, inalcanzable.
Cementerio de Vaugirard
Los muertos que conmigo se fueron a Paris
vivían en el cementerio
Vaugirard.
En el recodo de los fríos castaños
donde la nieve
recoge las cartas
que el invierno ha lacrado,
recto lugar, gélidas
tumbas, nadie, nadie
sabrá nunca leer sus epitafios.
Un alba en escarchas de mármol
y el helado aguaviento
soplando
sobre amargas ráfagas,
Alba de Vaugirard, rincón donde la muerte
es una explosión interminable. Piedras, huesos, retama.
¿Quién oía el
tintinear de sus pailas
a la sagrada hora del café
cuando son
interminables sus chácharas?
¿Qué silencio tan hondo allí suplía
el cantar de uno solo de sus gallos?
Muertos de sol, de espacios, de sábanas,
muertos de estrellas, de
pastos, de vacadas,
muertos bajo tierra a caballo.
Los muertos que conmigo se fueron a París
vivían en el cementerio
Vaugirard,
estéril pabellón de graníticas tapias.
¿Qué queda allí
de esa memoria
ahora que la última luz se ha embalsamado?
¿Qué
recordarán sus camaradas
de sus voces, de sus humildes hábitos?
Alba de Vaugirard, niebla compacta,
amistad con que la luna
clavetea las lápidas,
¿qué quedó allí de aquellos huéspedes
agradecidos de tanta posada?
¿Qué noticias envían ahora lejanos
a
los caídos, a los vencidos, a los suicidas olvidados?
Un alba en escarchas de mármol
y el helado aguaviento
soplando
sobre amargas ráfagas.
Oscuro lugar donde la muerte
es una
explosión interminable
sobre recuerdos, átomos, retama.
¿Qué
permanece de tanta memoria?
¿Quién llega ahora a oír sus chácharas
cuando la nieve recoge las cartas
que el invierno ha lacrado? Nadie,
nadie
sabrá nunca leer sus epitafios.
Dos Rembrandt
Con grumos ocres pudo el viejo Rembrandt
pintar su último rostro. Es
un autorretrato
en su final. hecho de encargo
para un joven pintor
de 34.
(El mismo Rembrandt visto en otra cara.)
Puestos cerca esos cuadros
muestran en igual pose las dos bocas,
unos ojos intensos o vagos,
las manos juntas en el aire
y el tacto
de colores
con hondas luces que se rompen
en sordos sollozos
apagados...
Rembrandt en la vejez, al dibujarse
supo ser objetivo. No
interfiere
en los estragos de su vida,
ve lo que fue, no afiade,
no lamenta.
Su alma sólo nos busca por espejo
y sin pedirnos saldo
se acerca en sus dos rostros,
pero quién al mirarlos no se quema?
Dura menos un hombre que una
vela...
Dura menos un hombre que una vela
pero la tierra prefiere su
lumbre
para seguir el paso de los astros.
Dura menos que un árbol,
que una piedra,
se anochece ante el viento más leve,
con un soplo se apaga.
Dura menos un pájaro,
que un pez fuera del agua,
casi no tiene tiempo de nacer,
da
unas vueltas al sol y se borra
entre las sombras de las horas
hasta que sus huesos en el polvo
se mezclan con el viento,
y sin embargo, cuando parte
siempre deja la tierra más clara.
El
esclavo
Ser
el esclavo que perdió su cuerpo
para que lo habiten las palabras.
Llevar por huesos flautas inocentes
que alguien toca de lejos
o
tal vez nadie. (Sólo es real el soplo
y la ansiedad por descifrarlo.)
Ser el esclavo cuando todos duermen
y lo hostiga el claror
incisivo
de su hermana, la lámpara.
Siempre en terror de estar en
vela
frente a los astros
sin que pueda mentir cuando despierten,
aunque diluvie el mundo
y la noche ensombrezca la página.
Ser el esclavo, el paria, el alquimista
de malditos metales
y
trasmutar su tedio en ágatas.
en oro el barro humano.
para que no
lo arrojen a los perros
al entregar el parte.
En el norte
Esta noche dimito de las sombras,
el Támesis regresa al mar del norte
con celajes de tren bajo la lluvia
y en sus raudos vagones
los
viajeros sacan crucigramas.
Es la noche, resguárdate,
grita el reloj cerca del polo,
pero
a esta hora mi país de ultramar
cruza el arco del sol
y se baten
azules las palmas.
En cada muro en que me acodo
siento el vaivén errante de los
barcos.
Entre estas islas y mi casa
caben todas las aguas por
siglos de este río,
el gris invierno de paredes rectas,
los
vientos que nos tornan monosilábicos
y quedan leguas que llenar para
acercarse.
Mi corazón da tumbos en medio de la niebla,
no se ajusta a los
polos,
busca el lugar donde la tierra gira más despacio.
Esta noche
soy diurno frente al Támesis,
no voy a bordo en sus vagones,
sigo
de pie con el silencio de una palma.
mi país de ultramar resplandece
a lo lejos
y yo cuento sus horas
en relojes perdidos más allá del
Atlántico.
Su
ausencia es mi único equipaje.
Escritura
Alguna vez escribiré con piedras,
midiendo cada una de mis frases
por su peso, volumen, movimiento.
Estoy cansado de palabras.
No más lápiz: andamios, teodolitos,
la desnudez solar del
sentimiento
tatuando en lo profundo de las rocas
su música
secreta.
Dibujaré con líneas de guijarros
mi nombre, la historia de mi
casa
y la memoria de aquel río
que va pasando siempre y se demora
entre mis venas como sabio arquitecto.
Con piedra viva escribiré mi canto
en arcos, puentes, dólmenes,
columnas,
frente a la soledad del horizonte,
como un mapa que se
abra ante los ojos
de los viajeros que no regresan nunca.
Hotel antiguo
Una mujer a solas se desnuda,
pared por medio, en el hotel antiguo
de esta ciudad remota donde duermo.
Abren las sedas un rumor disperso
que se mezcla al follaje
de
los helechos en el aire.
Se oyen llaves que giran en un cofre,
jadeos ahogados, prendas,
la inocencia de gestos solitarios
que beben los espejos.
A su tiempo la noche se desnuda
y las calles apiladas se doblan
en un vasto ropaje
con la fatiga de un final de fiesta.
Una mujer a solas tras los muros,
unos pasos, un oscuro deseo,
hasta mí llega de otro mundo
como alguien que he amado y que me habla
desde un ataúd lleno de piedras.
La hora de Hamlet
Esta mañana me sorprende
con mi olvidada calavera entre las manos.
Hago de Hamlet.
Es la hora reductiva del monólogo
en que interrogo a mi Hacedor
sobre esta máscara que ha de volverse polvo,
sobre este polvo que sigue hablando todavía
aquí y acaso en otra parte.
A la distancia que me encuentre de la muerte,
hago de Hamlet.
Hamlet y pájaro con vértigo de alturas,
tras las almenas del íngrimo castillo
que cada quien erige piedra a piedra
para ser o no ser según la suerte,
el destino, la sombra, los pasos del fantasma.
La
poesia
La
poesia cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera
palabras.
Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la
puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su
mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y
despertamos.
La terredad de un pájaro es su
canto...
La
terredad de un pájaro es su canto,
lo que en su pecho vuelve al mundo
con los ecos de un coro invisible
desde un bosque ya muerto.
Su
terredad es el sueño de encontrarse
en los ausentes,
de repetir
hasta el final la melodía
mientras crucen abiertas los aires
sus
alas pasajeras,
aunque no sepa a quién le canta
ni por qué,
ni
si podrá escucharse en otros algún día
como cada minuto quiso ser:
más inocente.
Desde que nace nada ya lo aparta
de su deber
terrestre,
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su
voz lo que defiende
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un
rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.
Letra profunda
Lo que escribí en el vientre de mi madre
ante la luz desaparece.
El sueño de mi letra antigua
tatuado en espera del mundo
se borró a la crecida del tiempo.
Colores, tactos, huellas
cayeron bajo túmulos de nieve.
Sólo murmullos a deshora
afloran hoy del fondo,
visiones en eclipse, indescifrables
que envuelve el vaho de los espejos.
Los ojos buscan en el aire
el espacio donde el alma flotaba
y se pierden detrás de su senda.
Lo que escribí en el vientre de mi madre
quizás no fue sino una flor
porque más hiere cuando desvanece.
Una flor viva que no tiene recuerdo.
Manoa
No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus
piedras.
Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.
Anduve absorto detrás del arco iris
que se curva hacia el sur y
no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos,
-siempre más lejos.
Ya fatigado de buscarla me detengo,
¿qué me importa el hallazgo
de sus torres?
Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa no es un lugar
sino un
sentimiento.
A veces en un rostro, un paisaje, una calle
su sol de pronto
resplandece.
Toda mujer que amamos se vuelve Manoa
sin darnos
cuenta.
Manoa es la otra luz del horizonte,
quien sueña puede
divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.
Orfeo
Orfeo,
lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
Orfeo en la noche, en esta
noche
(su lira, su grabador, su cassette),
¿para quién mira,
ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la
palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
Solo, con su perfil en mármol, pasa
por entre siglos tronchado y
derruido
bajo la estatua rota de una fábula.
Viene a cantar (si
canta) a nuestra puerta,
a todas las puertas. Aquí se queda,
aquí
planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.
Pájaros
Oigo los pájaros afuera,
otros, no los de ayer que ya perdimos,
los nuevos silbos inocentes.
Y no sé si son pájaros,
si alguien
que ya no soy los sigue oyendo
a media vida bajo el sol de la tierra.
Quizás es el deseo de retener su voz salvaje
en la mitad de la
estación
antes que de los árboles se alejen.
Alguien que he sido o soy, no sé,
oye o recuerda,
si hay algo
real dentro de mí son ellos,
más que yo mismo, más que el sol afuera,
si es musical la fuerza que hace girar el mundo,
no ha habido nunca
sino pájaros,
el canto de los pájaros
que nos trae y nos lleva.
Regreso
Un
instante la silla ha regresado
a su lejano árbol
con sus verdes
tatuajes ya secos.
Sus pájaros están dispersos, muertos,
y la manada del rugoso
cuero
yace plegada bajo las tachuelas.
Ya no hay más que silencio nivelado
bajo la sombra de un follaje
extinto
donde se curte todo su misterio.
Fiel a sus tablas, sólo da reposo,
cuando en tardes la hemos
recostado
a la pared, ahogando una memoria
de días que crecieron
como un árbol
y la vida tronchó por cosa muerta,
claveteada con
viejos pensamientos.
Ser esclavo
Ser el esclavo que perdió su cuerpo
para que lo habiten las palabras.
Llevar por huesos flautas inocentes
que alguien toca de lejos
o
tal vez nadie. (Sólo es real el soplo
y la ansiedad por descifrarlo.)
Ser el esclavo cuando todos duermen
y lo hostiga el claror
incisivo
de su hermana, la lámpara.
Siempre en terror de estar en
vela
frente a los astros
sin que pueda mentir cuando despierten
aunque diluvie el mundo
y la noche ensombrezca la página.
Ser el esclavo, el paria, el alquimista
de malditos metales
y
trasmutar su tedio en ágatas,
en oro el barro humano,
para que no
lo arrojen a los perros
al entregar el parte.
Setiembre
Mira setiembre nada se ha perdido
con fiarnos de las hojas.
La
juventud vino y se fue, los árboles no se movieron
El hermano al
morir te quemó en llanto
pero el sol continúa.
La casa fue
derrumbada, no su recuerdo.
Mira setiembre con su pala al hombro
cómo arrastra hojas secas.
La vida vale más que la vida, sólo eso cuenta.
Nadie nos preguntó
para nacer,
¿qué sabían nuestros padres? ¿Los suyos qué supieron?
Ningún dolor les ahorró sombra y sin embargo
se mezclaron al tiempo
terrestre.
Los árboles saben menos que nosotros
y aún no se
vuelven.
La tierra va más sola ahora sin dioses
pero nunca
blasfema.
Mira setiembre cómo te abre el bosque
y sobrepasa tu
deseo.
Abre tus manos, llénalas con estas lentas hojas,
no dejes
que una sola se te pierda.
Sólo la tierra
A Reynaldo Pérez-So
Por todos los astros lleva el sueño
pero sólo en la tierra despertamos.
Dormidos flotamos en el éter,
nos arrastran las naves invisibles
hacia mundos remotos
pero sólo en la tierra abren los párpados.
La tierra amada día tras día,
maravillosa, errante,
que trae
el sol al hombre de tan lejos
y lo prodiga en nuestras casas.
Siempre seré fiel a la noche
y al fuego de todas sus estrellas
pero miradas desde aquí,
no podría irme, no sé habitar otro paisaje.
Ni con la muerte dejaría
que mis cenizas salgan de sus campos.
La
tierra es el único planeta
que prefiere los hombres a los Angeles.
Más que el
silencio de la tumba
temo la hora de resurrección:
demasiado
terrible
es despertar mañana en otra parte.
Uccello, hoy 6 de agosto
En el cuadro de Uccello hay un caballo
que estuvo en Hiroshima.
Nadie lo ve cuando se ausenta,
cuando sus ojos beben sombra
sobre
los cascos que se pulverizan.
Uccello dejó un mapa de la guerra
arcaico, con armas inocentes.
No dibujaba aviones ni torpedos,
desconocía los submarinos,
su
muerte iba del gris al rojo, al verde.
Sólo el caballo en este 6 de agosto
está herrado con viejas
cicatrices,
sólo sus patas llevan en la noche
a la desolación del
extenninio.
Es un caballo torvo, atado a un árbol,
siempre listo en su silla,
Uccello lo cubrió con capas de pintura,
lo borró de su siglo,
y
hoy aguarda en el fondo de la cuadra
con los jinetes del Apocalipsis.
Un año
Vuelvo a contarme aquí mi vida
otra tarde de otoño
viejo de
treinta y tres vueltas al sol.
Vuelvo a replegarme en esta silla
palpando su inocencia de madera
ahora que el año hace su estruendo
y me sacude fuerte, de raíz.
En la terraza inicio otro descenso
al
infierno, al invierno.
Sangran en mí las hojas de los árboles.