Reseña biografica
Poeta, novelista y ensayista norteamericano nacido en Boston en 1809.
Huérfano desde pequeño, fue adoptado por un rico comerciante de quien heredó
el apellido Allan. Durante cinco años vivió con sus padres en Inglaterra
donde fue internado en un colegio privado. A partir de 1820, de regreso a
Estados Unidos, su carácter melancólico y rebelde, sumado a la afición por
el alcohol, se convirtieron en un obstáculo para que sus padres adoptivos
pudieran facilitarle el complemento a la educación que deseaban para él.
En 1831, ante la ruptura total con sus padres, se trasladó definitivamente
a Baltimore donde publicó "Poemas", seguido de su primer triunfo como
escritor, "Manuscrito encontrado en una botella".
Entre sus poemas más famosos figuran "Leonore" en 1831,"El
cuervo" en 1845, "Annabel Lee" en 1849 y "Las campanas"
en 1849. Su mayor producción literaria está contenida en numerosos cuentos y
novelas de corte policíaco que lo llevaron a la fama.
Falleció en Baltimore en octubre de 1849. ©
Poemas de Edgar Allan
Poe:A ...
A Elena
Amigos que por siempre nos
dejaron...
Annabel Lee
Balada nupcial
Berenice
¿Deseas que te amen?
El cuervo
El cuervo 2° versión
(Tomado de Texto sentido)
El valle de la inquietudEl valle intranquiloLa durmienteLas campanasLucero vespertinoPaís de hadasSoneto a la cienciaUn sueño
A ...
Las enramadas donde veo
en sueños, las más variadas
aves cantoras,
son labios y son
tus musicales palabras susurradas.
Tus ojos, entronizados en el cielo,
caen al fin desesperadamente
¡oh Dios!, en mi funérea mente
como luz de estrellas sobre un velo.
Oh, tu corazón... suspiro al despertar
y duermo para soñar hasta que
raya el día
en la verdad que el oro jamás podrá comprar
y en las
bagatelas que sí podría.
Versión de Andrés
Ehrenhaus
A ElenaTe vi a
punto.
Era una noche de julio,
noche tibia y perfumada,
noche diáfana...De la luna
plena límpida,
límpida como tu alma,
descendían
sobre el parque adormecido
gráciles velos de plata.Ni una
ráfaga
el infinito silencio
y la quietud perturbaban
en el parque...
Evaporaban las rosas
los perfumes de sus almas
para que los recogieras
en aquella noche mágica;
para que tú los gozases
su último aliento exhalaban
como en una muerte dulce,
como en una muerte lánguida,
y era una selva encantada,
y era una noche divina
llena de místicos sueños
y claridades fantásticas.Toda de
blanco vestida,
toda blanca,
sobre un ramo de violetas
reclinada
te veía
y a las rosas moribundas
y a ti, una luz tenue y diáfana
muy suavemente
alumbraba,
luz de perla diluida
en un éter de suspiros
y de evaporadas lágrimas.¿Qué hado
extraño
(¿fue ventura? ¿fue desgracia?)
me condujo aquella noche
hasta el parque de las rosas
que exhalaban
los suspiros perfumados
de sus almas?Ni una
hoja
susurraba;
no se oía
una pisada;
todo mudo,
todo en sueños,
menos tú y yo
-¡cuál me agito
al unir las dos palabras! --
menos tú y yo...De repente
todo cambia.
¡Oh, el parque de los misterios!
¡Oh, la región encantada!Todo,
todo,
todo cambia.
De la luna la luz límpida
la luz de perla se apaga.
El perfume de las rosas
muere en las dormidas auras.
Los senderos se oscurecen.
Expiran las violas castas.
Menos tú y yo, todo huye,
todo muere,
todo pasa...
Todo se apaga y extingue
menos tus hondas miradas.¡Tus dos
ojos donde arde tu alma!
Y sólo veo entre sombras
aquellos ojos
brillantes,
¡oh mi amada! Todo, todo,
todo cambia.
De la luna la luz límpida
la luz de perla se apaga.
El perfume
de las rosas
muere en las dormidas auras.
Los senderos se
oscurecen.
Expiran las violas castas.
Menos tú y yo, todo huye,
todo muere,
todo pasa...
Todo se apaga y extingue
menos tus hondas
miradas.
¡Tus dos ojos donde arde tu alma!
Y sólo veo entre
sombras
aquellos ojos brillantes,
¡oh mi amada!¿Qué
tristezas irreales,
qué tristezas extrahumanas!
La luz tibia de
esos ojos
leyendas de amor relata.
¡Qué misteriosos dolores,
qué sublimes esperanzas,
qué mudas renunciaciones
expresan
aquellos ojos
que en la sombra
fijan en mí su mirada!Noche
oscura. Ya Diana
entre turbios nubarrones,
lentamente,
hundió la faz plateada,
y tú sola
en medio de
la avenida,
te deslizas
irreal, mística y blanca,
te deslizas y
te alejas incorpórea
cual fantasma...
Sólo flotan tus miradas.
¡Sólo tus ojos perennes,
tus ojos de honda mirada
fijos quedan en
mi alma!A través
de los espacios y los tiempos,
marcan,
marcan mi sendero
y no
me dejan
cual me dejó la esperanza...
Van siguiéndome, siguiéndome
como dos estrellas cándidas;
cual fijas estrellas dobles
en los
cielos apareadas
en la noche solitaria.Ellos
solos purifican
mi alma toda con sus rayos
y mi corazón abrasan,
y me
prosterno ante ellos
con adoración extática,
y en el día
no se
ocultan
cual se ocultó mi esperanza.De todas
partes me siguen
mirándome fijamente
con sus místicas miradas....
Misteriosas,
divinales
me persiguen sus miradas
como dos estrellas fijas...
como dos estrellas tristes,
¡como dos estrellas blancas!
Versión de
Carlos A. Torres
Amigos que por siempre nos dejaron...
Amigos que por siempre
nos dejaron,
caros amigos para siempre idos,
fuera del Tiempo
y fuera del Espacio!
Para el alma nutrida de pesares,
para el transido corazón, acaso".Edgar
Allan Poe
Annabel Lee
Hace de esto ya muchos,
muchos años,
cuando en un reino junto al mar viví,
vivía allí una
virgen que os evoco
por el nombre de Annabel Lee;
y era su único sueño verse siempre
por mí adorada y adorarme a mí.
Niños éramos ambos, en
el reino
junto al mar; nos quisimos allí
con amor que era amor de
los amores,
yo con mi Annabel Lee;
con amor que los Angeles del cielo
envidiaban a ella cuanto a mí.
Y por eso, hace mucho,
en aquel reino,
en el reino ante el mar, ¡triste de mí!,
desde una
nube sopló un viento, helando
para siempre a mi hermosa Annabel Lee
Y parientes ilustres la llevaron
lejos, lejos de mí;
en el reino ante el mar se la llevaron
hasta
una tumba a sepultarla allí.
¡Oh sí! -no tan felices
los arcAngeles-,
llegaron a envidiarnos, a ella, a mí.
Y no más
que por eso -todos, todos
en el reino, ante el mar, sábenlo así-,
sopló viento nocturno, de una nube,
robándome por siempre a Annabel
Lee.
Mas, vence nuestro
amor; vence al de muchos,
más grandes que ella fue, que nunca fui;
y ni próceres Angeles del cielo
ni demonios que el mar prospere en
sí,
separarán jamás mi alma del alma
de la radiante Annabel Lee.
Pues la luna
ascendente, dulcemente,
tráeme sueños de Annabel Lee;
como
estrellas tranquilas las pupilas
me sonríen de Annabel Lee;
y
reposo, en la noche embellecida,
con mi siempre querida, con mi vida;
con mi esposa radiante Annabel Lee
en la tumba, ante el mar, Annabel
Lee.
Versión de Carlos
Obligado
Balada nupcial
En mi dedo el anillo,
la guirnalda nupcial mi sien decora;
de sedas y diamantes busco el
brillo,
y soy feliz ahora.
Y mi señor me brinda
amor seguro;
pero al decirme ayer cuánto me adora,
tembló mi
corazón, como al conjuro,
de "quien cayó en la guerra", al pie del
muro,
y que es feliz ahora.
Pero él tranquilizóme,
y en mi frente
besó la palidez que le enamora.
Y he aquí que en un
ensueño, vi presente,
al muerto D'Elormy: -suyo, en mi frente,
fue
el beso; y suspiré ( ¡cuán dulcemente! ):
"-¡Ah, soy feliz ahora!"
Y si pude otorgar
palabra nueva,
así el voto juré, y aunque traidora,
y aunque un
luto de amor el alma lleva,
ved brillar ese anillo que "me prueba"
que soy feliz ahora.
¡Ah! ilumíneme Dios
aquel pasado,
pues si sueña o no sueña el alma ignora,
y el
corazón se oprime, y conturbado
pregúntase, oh Señor, si el
"Olvidado"
será feliz ahora!
Versión de Carlos
Obligado
Berenice
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas.
EBN ZAIAT
La desdicha es muy variada. La desgracia cunde
multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como
el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez
tan distintos y tan íntimamente unidos.
¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la
belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza
y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es
consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza.
O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que
son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de
pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país
torres más venerables que las de mi sombría
y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y
en muchos sorprendentes detalles, en el carácter
de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los
tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares
de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos,
en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza
muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar
esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con
esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar.
Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había
vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa.
¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no
intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo
de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos
musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar;
una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y
como una sombra también por la imposibilidad
de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.
En esa
mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que
parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones
de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del
pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño
que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que
malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud
en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la
madurez me encontrara viviendo aun en la mansión
de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes
de mi vida, asombrosa la inversión completa en
el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo
terrestre me afectaron como visiones, sólo como
visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el
contrario, se tornaron no en materia de mi existencia
cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros
antepasados. Pero crecimos de modo distinto:
yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de
fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios
del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y
alma a la intensa y penosa meditación; ella,
vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino
ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras.
¡Berenice! -Invoco su nombre-, ¡Berenice! Y ante este sonido se
conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas.
¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y
de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza!
¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes!
Y entonces..., entonces todo es misterio y terror,
y una historia que no se debe contar. La enfermedad -una enfermedad
mortal- cayó sobre ella como el simún, y, mientras yo
la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando en su
mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma
más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La
fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿dónde estaba?
Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y
fatal, que desencadenó una revolución tan horrible
en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la más
angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que
con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la
extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos,
se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia
enfermedad -pues me han dicho que no debería darle otro
nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez,
asumiendo un carácter monomaníaco de una especie nueva
y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba y, por
fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente.
Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa
irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia
psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no
me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma
posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de
esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de
meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se
concentraban en la contemplación de los objetos
más comunes del universo.
Reflexionar largas, infatigables horas con
la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o
en su tipografía;
estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra
extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre
la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una
lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros
con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común
hasta que el sonido, gracias a la continua repetición,
dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del
movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta
y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas eran
algunas de las extravagancias más comunes y menos
perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en
realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo
de análisis o explicación.
Pero no se me entienda mal. La excesiva,
intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales en sí, no
tiene que
confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los
hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas
de una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al
principio, una situación grave ni la exageración de esa
tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un
caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto
normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de
deducciones y sugerencias que surgen de él, hasta que,
al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el
incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece
completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era
invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión
perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si
había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente
al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran
agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos
de perderse de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente
exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una
palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como
ya he dicho, las de la atención;
mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.
Mis
libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el
trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por
su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del
trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado
del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni
Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de
San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De
carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus
est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit:
certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas
semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.
Así se
verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón
se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión,
que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más
feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de
la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido
pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la
condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría
proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y
anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no
era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de
Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por la ruina total
de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia,
amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a
producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas
reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como
las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común
de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en
los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la
constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación
de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza
incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis
sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de
la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del
bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella
había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice
viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una
moradora de la tierra, sino como su abstracción; no como algo para
admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema
de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba
en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando
amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho
tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de matrimonio.
Y
cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde
de invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y
brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo
sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la
biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
¿Fue mi
imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta
luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su
figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No
sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo
hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi
cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad
devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un
rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su
delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se
mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin
sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente
serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía
parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con
innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban
discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro.
Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé
involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y
contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los
dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos.
¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos,
hubiera muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al
levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero
de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se
podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota
en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus
bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi
memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los
dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles
y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los
pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante
en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi
monomanía, y yo luché en vano contra su extraña e irresistible
influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en
los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás
preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa
contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi
mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la
esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los
vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié
sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de
su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder
sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad
de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous
ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que
toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo
pensamiento me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso los codiciaba tan
desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz,
devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí; y vino la
oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una
segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en
aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el
fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una
claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras
de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y
consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas,
mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi
asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a
una criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no
existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y
ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su
ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré
sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado
de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la
puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta,
o por los menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin
embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más
horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una
página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos
siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue
en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo
y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho
algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes
ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi
lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No
tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía
al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por
qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta
estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un
libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas
palabras del poeta Ebn Zaiat: "Dicebant mihi sodales, si sepulchrum
amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas". ¿Por qué, al
leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las
venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido
como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus
ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy
baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito
salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre
reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono
espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba
profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que
aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban
manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la
mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que
había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un
grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por
mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en
pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de
cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos,
de marfil, que se desparramaron por el suelo.
¿Deseas que te amen?
¿Deseas que te amen? No
pierdas, pues,
el rumbo de tu corazón.
Sólo aquello que eres has
de ser
y aquello que no eres, no.
Así, en el mundo, tu modo sutil,
tu gracia, tu bellísimo ser,
serán objeto de elogio sin fin
y el
amor... un sencillo deber.
Versión de Andrés
Ehrenhaus
El cuervoI
En una noche pavorosa, inquieto
releía un vetusto mamotreto
cuando creí escuchar
un extraño ruido,
de repente
como si alguien tocase suavemente
a mi puerta: «Visita
impertinente
es, dije y nada más » .II
¡Ah!
me acuerdo muy bien; era en invierno
e impaciente medía el tiempo
eterno
cansado de buscar
en los libros la calma bienhechora
al
dolor de mi muerta Leonora
que habita con los Angeles ahora
¡para
siempre jamás!III
Sentí el sedeño y crujidor y elástico
rozar de las cortinas, un
fantástico
terror, como jamás
sentido había y quise aquel ruido
explicando, mi espíritu oprimido
calmar por fin: «Un viajero perdido
es, dije y nada más ».IV
Ya
sintiendo más calma: «Caballero
exclamé, o dama, suplicaros quiero
os sirváis excusar
mas mi atención no estaba bien despierta
y fue
vuestra llamada tan incierta...»
Abrí entonces de par en par la
puerta:
tinieblas nada más.V
Miro
al espacio, exploro la tiniebla
y siento entonces que mi mente puebla
turba de ideas cual
ningún otro mortal las tuvo antes
y escucho
con oídos anhelantes
«Leonora » unas voces susurrantes
murmurar
nada más.VI
Vuelvo a mi estancia con pavor secreto
y a escuchar torno pálido e
inquieto
más fuerte golpear;
«algo, me digo, toca en mi ventana,
comprender quiero la señal arcana
y calmar esta angustia sobrehumana
»:
¡el viento y nada más!VII
Y
la ventana abrí: revolcando
vi entonces un cuervo venerando
como
ave de otra edad;
sin mayor ceremonia entró en mis salas
con gesto
señorial y negras alas
y sobre un busto, en el dintel, de Palas
posóse y nada más.VIII
Miro al pájaro negro, sonriente
ante su grave y serio continente
y
le comienzo a hablar,
no sin un dejo de intención irónica:
«Oh
cuervo, oh venerable ave anacrónica,
¿cuál es tu nombre en la región
plutónica? »
Dijo el cuervo: «Jamás ».IX
En
este caso al par grotesco y raro
maravilléme al escuchar tan claro
tal nombre pronunciar
y debo confesar que sentí susto
pues ante
nadie, creo, tuvo el gusto
de un cuervo ver, posado sobre un busto
con tal nombre: «Jamás ».X
Cual
si hubiese vertido en ese acento
el alma, calló el ave y ni un
momento
las plumas movió ya,
«otros de mí han huido y se me
alcanza
que él partirá mañana sin tardanza
como me ha abandonado
la esperanza »;
dijo el cuervo: «¡Jamás! »XI
Una
respuesta al escuchar tan neta
me dije, no sin inquietud secreta,
«Es esto nada más.
Cuanto aprendió de un amo infortunado,
a quien
tenaz ha perseguido el hado
y por solo estribillo ha conservado
¡ese jamás, jamás! »
XII
Rodé mi asiento hasta quedar enfrente
de la puerta, del busto y del
vidente
cuervo y entonces ya
reclinado en la blanda sedería
en
ensueños fantásticos me hundía,
pensando siempre que decir querría
aquel jamás, jamás.XIII
Largo tiempo quedéme así en reposo
aquel extraño pájaro ominoso
mirando sin cesar,
ocupaba el diván de terciopelo
do juntos nos
sentamos y en mi duelo
pensaba que Ella, nunca en este suelo
lo
ocuparía más.XIV
Entonces parecióme el aire denso
con el aroma de quemado incienso
de un invisible altar;
y escucho voces repetir fervientes:
«Olvida
a Leonor, bebe el nepenthes
bebe el olvido en sus letales fuentes »;
dijo el cuervo: «¡Jamás! »XV
«Profeta, dije, augur de otras edades
que arrojaron las negras
tempestades
aquí para mi mal,
huésped de esta morada de tristura,
dí, fosco engendro de la noche oscura,
si un bálsamo habrá al fin a
mi amargura »:
dijo el cuervo: «¡Jamás! »XVI
«Profeta, dije, o diablo, infausto cuervo
por Dios, por mí, por mi
dolor acerbo,
por tu poder fatal
dime si alguna vez a Leonora
volveré a ver en la eternal aurora
donde feliz con los querubes mora
»;
dijo el cuervo: «¡Jamás! »XVII
«Sea tal palabra la postrera
retorna a la plutónica rivera,»
grité: «¡No vuelvas más,
no dejes ni una huella, ni una pluma
y mi espíritu envuelto en densa bruma
libra por fin el peso que le
abruma! »
dijo el cuervo: «¡Jamás! »XVIII
Y
el cuervo inmóvil, fúnebre y adusto
sigue siempre de Palas sobre el
busto
y bajo mi fanal,
proyecta mancha lúgubre en la alfombra
y
su mirada de demonio asombra...
¡Ay! ¿Mi alma enlutada de su sombra
se librará? ¡Jamás!
Versión de Carlos Arturo Torres
El cuervo 2°versión
Una fosca media noche,
cuando en tristes reflexiones,
sobre más de un raro infolio de olvidados
cronicones
inclinaba soñoliento la cabeza, de repente
a mi puerta oí
llamar;
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta
mano
tímida a tocar:
"¡Es - me dije - una visita que llamando está a mi
puerta:
eso es todo y nada más!".
¡Ah! Bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,
y su
espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.
Cuan ansioso el nuevo día
deseaba, en la lectura
procurando en vano hallar
tregua a la honda
desventura de la muerta Leonora;
la radiante, la sin par
virgen rara a
quien Leonora los querubes llaman, ahora
ya sin nombre... ¡nunca más!
Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras
me
aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,
de tal modo que el latido de
mi pecho palpitante
procurando dominar,
"¡Es, sin duda, un visitante-repetía con instancia-
que a mi alcoba
quiere entrar:
un tardío visitante a las puertas de mi estancia...,
eso es todo, y nada más!".
Poco a poco, fuerza y bríos fue mi espíritu cobrando:
"Caballero, dije, o dama: mil perdones os demando;
mas, el caso es que
dormía, y con tanta gentileza
me vinísteis a llamar,
y con tal
delicadeza y tan tímida constancia
os pusísteis a tocar,
que no oí",
dije, y las puertas abrí al punto de mi estancia:
¡sombras sólo y... nada
más!
Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo empeños,
quedé
allí-cual antes nadie los soñó-forjando sueños;
más profundo era el
silencio, y la calma no acusaba
ruido alguno..., resonar
sólo un
nombre se escuchaba que en voz baja a aquella hora
yo me puse a murmurar,
y que el eco repetía como un soplo: ¡Leonora...!
Esto apenas, ¡nada más!
A mi alcoba retornando con el alma en turbulencia,
Pronto oí
llamar de nuevo, esta vez con más violencia:
"De seguro-dije-es algo que
se posa en mi persiana,
pues, veamos de encontrar
la razón abierta y
llana de este caso raro y serio,
y el enigma averiguar:
¡Corazón,
calma un instante, y aclaremos el misterio...:
es el viento, y nada
más!".
La ventana abrí, y con rítmico aleteo y garbo extraño,
Entró un
cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.
Sin pararse ni un instante
ni señales dar de susto,
con aspecto señorial,
fue a posarse sobre un
busto de Minerva que ornamenta
de mi puerta el cabezal;
sobre el busto
que de Pallas representa
fue y posóse, y ¡nada más!
Trocó entonces el
negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria,
decorosa gentileza;
y le dije:
"Aunque la cresta calva llevas, de seguro
no eres cuervo nocturnal,
¡viejo, infausto cuervo oscuro vagabundo en la tiniebla...!
Dime, ¿cuál
tu nombre, cuál,
En el reino plutoniano de la noche y de la niebla...?
Dijo el cuervo:
"¡Nunca más!".
Asombrado quedé oyendo así hablar al
avechucho,
si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho;
pues
preciso es convengamos en que nunca hubo criatura
que lograse contemplar
ave alguna en la moldura de su puerta encaramada,
ave o bruto reposar
sobre efigie en la cornisa de su puerta cincelada,
con tal nombre: "Nunca
más".
Mas el cuervo fijo, inmóvil, en la grave efigie aquélla,
sólo
dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella
vinculada, ni una pluma
sacudía, ni un acento
se le oía pronunciar...
Dije entonces al
momento: "Ya otros antes se han marchado,
y la aurora al despuntar,
él también se irá volando cual mis sueños han volado".
Dijo el
cuervo:
"¡Nunca más!".
Por respuesta tan abrupta como justa
sorprendido,
"no hay ya duda alguna
-dije-, lo que dice es aprendido;
aprendido de algún amo desdichoso
a quien la suerte
persiguiera sin cesar,
persiguiera hasta la muerte,
hasta el punto de, en su duelo,
sus canciones terminar
y el clamor de
su esperanza con el triste ritornelo
de: ¡Jamás, y nunca más!".
Mas el cuervo provocando mi alma triste a la sonrisa,
mi
sillón rodé hasta el frente de ave y busto y de cornisa;
luego,
hundiéndome en la seda, fantasía y fantasía
dime entonces a juntar,
por saber que pretendía aquel pájaro ominoso
de un pasado inmemorial,
aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y odioso
al graznar:
"¡Nunca jamás!".
Quedé aquesto investigando frente al
cuervo, en honda calma,
cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y alma.
Esto y más-sobre cojines reclinado-con anhelo
me empeñaba en descifrar,
sobre el rojo terciopelo do imprimía viva
huella
luminosa mi fanal,
terciopelo cuya púrpura ¡ay! Jamás volverá
élla
a oprimir, ¡ah, nunca más!
Parecióme el aire, entonces, por incógnito incensario
que un
querube columpiase de mi alcoba en el santuario,
perfumado. "¡Miserable
ser-me dije-Dios te ha oído,
y por medio angelical,
tregua, tregua y
el olvido del recuerdo de Leonora
te ha venido hoy a brindar:
bebe,
bebe ese nepente, y así todo olvida ahora!".
Dijo el cuervo:
"Nunca más".
¡Oh, Profeta -dije- o duende!, mas profeta al
fin, ya seas
ave o diablo, ya te envía la tormenta, ya te veas
por los
ábregos barrido a esta playa, desolado
pero intrépido, a este hogar
por los males devastado, dime, dime, te lo imploro.
¿Llegaré jamas a
hallar
algún bálsamo o consuelo para el mal que triste lloro?.
Dijo el
cuervo: "¡Nunca más!".
"¡Oh, Profeta -dije- o diablo! Por ese ancho, combo velo
de
zafir que nos cobija, por el sumo Dios del cielo
a quien ambos adoramos,
dile a esta alma dolorida,
presa infausta del pesar,
si jamás en otra
vida la doncella arrobadora
a mi seno he de estrechar,
la alma virgen
a quien llaman los arcAngeles Leonora...".
Dijo el cuervo:
"¡Nunca más!".
"¡Esa voz, oh cuervo, sea la señal de la
partida
-grité alzándome-, retorna, vuelve a tu hórrida guarida,
la
plutónica ribera de la noche y de la bruma...!
¡De tu horrenda falsedad
en memoria, ni una pluma dejes, negra! ¡El busto deja!
¡Deja en paz mi
soledad!
¡Quita el pico de mi pecho! ¡De mi umbral tu forma aleja...!".
Dijo el cuervo:
"¡Nunca más!".
¡Y aun el cuervo inmóvil!, fijo, sigue fijo
en la escultura,
sobre el busto que ornamenta de mi puerta la moldura....
y sus ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo,
las visiones ve del
mal;
y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo flota..., nunca
se alzará..., nunca jamás!
Versión de Juan Antonio
Pérez Bonalde ( Tomado de
Texto Sentido)
El valle de la inquietud
HUBO aquí un valle antaño, callado y sonriente,
donde nadie habitaba:
partiéronse las gentes a la guerra,
dejando a los luceros, de ojos
dulces,
que velaran, de noche, desde azuladas torres,
las flores,
y en el centro del valle, cada día,
la roja luz del sol se posaba,
indolente.
Mas ya quien lo visite advertiría
la inquietud de ese
valle melancólico.
No hay en él nada quieto,
sino el aire, que
ampara
aquella soledad de maravilla.
¡Ah! Ningún viento mece
aquellos árboles,
que palpitan al modo de los helados mares
en
torno de las Hébridas brumosas.
¡Ah! Ningún viento arrastra aquellas
nubes,
que crujen levemente por el cielo intranquilo,
turbadas
desde el alba hasta la noche,
sobre las violetas que allí yacen,
como ojos humanos de mil suertes,
sobre ondulantes lirios,
que
lloran en las tumbas ignoradas.
Ondulan, y de sus fragantes cimas
cae eterno rocío, gota a gota.
Lloran, y por sus tallos delicados,
como aljófar, van lágrimas perennes.
Versión de Màrie Montand
El valle intranquilo
Hubo un tiempo en que el valle sonreía,
silencioso, aunque nadie allí
vivía;
su gente había marchado hacia la guerra
confiando el
cuidado de esa sierra,
por la noche, a la mirada fiel
de las
estrellas desde su azul cuartel
y de día, a los rojos resplandores
del sol que dormitaba entre las flores.
Mas ahora para todo visitante
el valle triste es inquieto e inquietante.
Nada allí se detiene un
solo instante...
nada salvo el aire que se cierne
sobre la soledad
mágica y perenne.
¡Ah, ningún viento agita los ramajes
que
palpitan como el glacial oleaje
en torno a las Hébridas salvajes!
¡Ah, ningún viento empuja el furtivo
manto de nubes que, sin respiro,
surcan durante el día el cielo esquivo
sobre las violetas allí
esparcidas
como ojos humanos de mil medidas...!
sobre las
ondeantes azucenas
que lloran junto a las tumbas ajenas!
Ondean: y
en sus pétalos más tiernos
se juntan gotas de rocío sempiterno.
Lloran: y por sus tallos claudicantes
bajan perennes lágrimas como
diamantes.
Versión de Andrés
Ehrenhaus
La durmiente
Era la medianoche, en junio, tibia, bruna.
Yo estaba bajo un rayo de
la mística luna,
Que de su blanco disco como un encantamiento
Vertía sobre el valle un vapor soñoliento.
Dormitaba en las tumbas el
romero fragante,
Y al lago se inclinaba el lirio agonizante,
Y
envueltas en la niebla en el ropaje acuoso,
Las ruinas descansaban en
vetusto reposo.
¡Mirad! También el lago semejante al Leteo,
Dormita entre las sombras con lento cabeceo,
Y del sopor consciente
despertarse no quiere
Para el mundo que en torno lánguidamente muere
Duerme toda belleza y ved dónde reposa
Irene, dulcemente, en
calma deleitosa.
Con la ventana abierta a los cielos serenos,
De
claros luminares y de misterios llenos.
¡Oh, mi gentil señora, ¿no te
asalta el espanto?
¿Por qué está tu ventana, así, en la noche
abierta?
Los aires juguetones desde el bosque frondoso,
Risueños y
lascivos en tropel rumoroso
Inundan tu aposento y agitan la cortina
Del lecho en que tu hermosa cabeza se reclina,
Sobre los bellos ojos
de copiosas pestañas,
Tras los que el alma duerme en regiones
extrañas,
Como fantasmas tétricos, por el sueño y los muros
Se
deslizan las sombras de perfiles oscuros.
Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto?
¿Cuál es, di, de
tu ensueño el poderoso encanto?
Debes de haber venido de los lejanos
mares
A este jardín hermoso de troncos seculares.
Extraños son,
mujer, tu palidez, tu traje,
Y de tus largas trenzas el flotante
homenaje;
Pero aún es más extraño el silencio solemne
En que
envuelves tu sueño misterioso y perenne.
La dama gentil duerme. ¡Que
duerman para el mundo!
Todo lo que es eterno tiene que ser profundo.
El cielo lo ha amparado bajo su dulce manto,
Trocando este aposento
por otro que es más santo,
Y por otro más triste, el lecho en que
reposa.
Yo le ruego al Señor, que con mano piadosa,
La deje descansar con
sueño no turbado,
Mientras que los difuntos desfilan por su lado.
Ella duerme, amor mío. ¡Oh!, mi alma le desea
Que así como es eterno,
profundo el sueño sea;
Que los viles gusanos se arrastren suavemente
En torno de sus manos y en torno de su frente;
Que en la lejana
selva, sombría y centenaria,
Le alcen una alta tumba tranquila y
solitaria
Donde flotan al viento, altivos y triunfales,
De su
ilustre familia los paños funerales;
Una lejana tumba, a cuya puerta
fuerte
Piedras tiró, de niña, sin temor a la muerte,
Y a cuyo duro
bronce no arrancará más sones,
Ni los fúnebres ecos de tan tristes
mansiones
¡Qué triste imaginarse pobre hija del pecado.
Que el
sonido fatídico a la puerta arrancado,
Y que quizá con gozo resonara
en tu oído,
de la muerte terrífica era el triste gemido!
Las campanas
I
¡Escuchad el tintineo!
!La sonata
Del trineo
Con
cascabeles de plata!
¡Qué alegría tan jocunda nos inunda al escuchar
la errabunda melodía de su agudo tintinear!
¡Es como una epifanía,
En la ruda racha fría,
la ligera melodía!
¡Cómo fulgen los
luceros!
-¡Verdaderos Reverberos !-
Con idéntica armonía
A la
clara melodía
Cintilando, cintilando, cintilando,
¡Cómo los
cascabeles
van sonando!
Y en un mismo son, son único,
Que
igualiza un ritmo rúnico,
Los luceros siguen fieles
Cascabeles,
cascabeles, cascabeles
El son de los cascabeles,
Cascabeles,
cascabeles, cascabeles
Cascabeles,
¡El son grato, que a rebato,
surge en los cascabeles!
II
Escuchar el almo coro
Sonoro
Que hacen las campanas
todas:
¡Son las campanadas de oro
De las bodas!
¡Oh, qué dicha
tan profunda nos inunda al escuchar
La errabunda melodía de su claro
repicar!
¡Cómo revuela al desgaire
Esta música en el aire!
¡Cómo a su feliz murmullo
Sonoro,
Con sus claras notas de oro,
Se aúna la tórtola con su arrullo,
Bajo la luz de la luna!
¡Qué
armonía
Se vacía
De la alegre sinfonía
De este día!
¡Cómo
brota
Cada nota!:
Fervorosamente, dice
la felicidad remota
Que predice.
Y a la voz de una campana, siguen las de sus hermanas
Las campanas,
Las campanas, las campanas, las campanas, las campanas,
las campanas, las campanas, las campanas,
En sonoro ritmo de oro, de
almo coro, ¡las campanas!
III
¡Oíd cual suena el bordón!:
el bordón
De son bronco
Que pone en el corazón
El espanto con su son,
Con su son de
bronce, ronco.
¡que tristeza tan profunda nos apresa al escuchar
Cómo reza, gemebunda, la fiereza del llamar!
Cómo su son taciturno,
En el silencio nocturno
Es grito desesperado
Que no es casi
pronunciado
¡De aterrado!
Grito de espanto ante el fuego
Y
agudo alarido luego,
Es un clamor que se extiende,
Que el espacio
ronco, hiende
Y que llama;
Que defiende.
Y que clama, clama, clama,
Que clama pidiendo auxilio
En tanto
que ve el exilio
De aquellos que el fuego, ciego y arrollador,
empobrece
Y el fuego que ataca y crece,
Mientras se oye el ronco
son,
El somatén del bordón,
Del bordón, bordón, bordón
¡Del
bordón!
¡Cómo el alma se desgarra
Cuando el son del bordón narra
La aflicción
¡De aquellos que arruina el fuego!
Y, cómo nos dice
luego
Los progresos que hace el fuego
-Que va a tientas como
ciego-
El somatén del bordón,
¡Que es toda una narración!
¡Oh,
la tempestad de ira
En la que el bordón delira
Y en que convulso,
delira!
El alma escucha anhelante
la queja que da el bordón
Con
su son;
El bordón que da su son,
El bordón, bordón, bordón,
¡El
bordón!
Que es toda una narración el somatén del bordón
Del
bordón, del bordón, del bordón
Del bordón, del bordón, del bordón
¡Del bordón!
El grito ante el infinito, cual proscrito, ¡del bordón!
IV
¡Escuchad cómo la esquila,
Cómo el esquilón de hierro,
Llama con voz que vacila,
Al entierro!
Qué meditación profunda nos
inunda al escuchar
la errabunda y gemebunda melodía del sonar
¡Cómo llena de pavura
Su son en la noche obscura!
¡Cómo un
estremecimiento
Nos recorre el pensamiento
que provoca su lamento!
Cuando sueña
La grave esquila de hierro, con su lúgubre toquido,
Con su lúgubre toquido que la medianoche llena.
¡Es que las almas en
pena
Se han reunido!
¡Oh, la danza
Al son que toda la esquila,
En una noche intranquila,
Su tijera de luz lila,
Tocando en visión
del Juicio la noche sin esperanza!
Entonces, ya no vacila
La grave voz de la esquila,
De la
esquila, de la esquila, de la esquila,
de la esquila, de la esquila,
Sino que suena furiosa,
Con su voz cavernosa,
Y, en un mismo son,
son único,
Que igualiza un ritmo rúnico,
Algún ronco rayo truena
Y se alumbra con relámpagos la noche sin esperanza,
Mientras las
almas en pena
Giran, giran su danza
Bajo la triste luz lila.
Y
en tanto se oye la grave, la grave voz de la esquila,
De la esquila,
de la esquila,
De la esquila, de la esquila, de la esquila, de la
esquila,
Y en el mismo son, son único,
Que igualiza un ritmo
rúnico,
Mientras se oye, la triste, la triste voz
De la esquila,
De la esquila,
Furibundo rayo truena,
El relámpago cintila.
Y los espectros en pena
Danzan al son de la esquila,
De la
esquila, de la esquila, de la esquila,
de la esquila, de la esquila,
Y en un mismo son, son único,
Que igualiza un ritmo rúnico,
Danzan
al son de la esquila,
De la esquila, de la esquila,
de la esquila,
de la esquila, de la esquila,
¡De la esquila!
Y mientras que el
rayo truena,
Que el relámpago cintila
Y que con furor terrible,
danzan las almas en pena,
Se oye la voz de la esquila,
De la
esquila, de la esquila, de la esquila,
De la esquila, de la esquila,
la voz de cuento lamento ¡de la esquila!
Lucero vespertino
Ocurrió una medianoche
a mediados de verano;
lucían pálidas
estrellas
tras el potente halo
de una luna clara y fría
que iluminaba
las olas
rodeada de planetas,
esclavos de su señora.
Detuve mi mirada
en su sonrisa helada
-demasiado helada para
mí-;
una nube le puso un velo
de lanudo terciopelo
y entonces
me fijé en ti.
Lucero orgulloso,
remoto, glorioso,
yo siempre
tu brillo preferí;
pues mi alma jalea
la orgullosa tarea
que
cumples de la noche a la mañana,
y admiro más, desde luego,
tu
lejanísimo fuego
que esa otra luz, más fría, más cercana.
Versión de Andrés
Ehrenhaus
País de hadas
VALLES de sombra y aguas apagadas
y bosques como nubes,
que
ocultan su contorno
en un fluir de lágrimas.
Allí crecen y menguan
unas enormes lunas,
una vez y otra vez, a cada instante,
en canto
que la noche se desliza,
y avanzan siempre, inquietas,
y apagan el
temblor de los luceros
con el aliento de su rostro blanco.
Cuando
el reloj lunar señala medianoche,
una luna más fina y transparente
desciende, poco a poco,
con el centro en la cumbre
de una sierra
elevada,
y de su vasto disco
se deslizan los velos dulcemente
sobre aldeas y estancias,
por doquier; sobre extrañas
florestas,
sobre el mar
y sobre los espíritus que vuelan
y las cosas
dormidas:
y todo lo sepultan
en un gran laberinto luminoso.
¡Ah, entonces! ¡Qué profunda
es la pasión que ponen en su sueño!
Despiertan con el día,
y sus lienzos de luna
se ciernen ya en el
cielo,
con inquietas borrascas,
y a todo se parecen: más que nada
semejan un albatros amarillo.
Y aquella luna no les sirve nunca
para lo mismo: en tienda
se trocará otra vez, extravagante.
Pero
ya sus pedazos pequeñitos
se tornan leve lluvia,
y aquellas
mariposas de la Tierra
que vuelan, afanosas del celaje,
y bajan
nuevamente,
sin contentarse nunca,
nos traen una muestra,
prendida de sus alas temblorosas.
Versión de Màrie Montand
Soneto a la ciencia
¡Ciencia! ¡verdadera hija del tiempo tú eres!
que alteras todas las
cosas con tus escrutadores ojos.
¿Por qué devoras así el corazón del
poeta,
buitre, cuyas alas son obtusas realidades?
¿Cómo debería él amarte? o ¿cómo puede juzgarte sabia
aquel a
quien no dejas en su vagar
buscar un tesoro en los enjoyados cielos,
aunque se elevara con intrépida ala?
¿No has arrebatado a Diana de su carro?
¿Ni expulsado a las
Hamadríades del bosque
para buscar abrigo en alguna feliz estrella?
¿No has arrancado a las Náyades de la inundación,
al Elfo de la
verde hierba, y a mí
del sueño de verano bajo el tamarindo?
Un sueño
¡Recibe en la frente
este beso!
Y, por librarme de un peso
antes de partir, confieso
que
acertaste si creías
que han sido un sueño mis días;
¿Pero es acaso menos grave
que la esperanza se acabe
de noche o a pleno sol,
con o sin una visión?
Hasta nuestro
último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueno.
Frente a la mar
rugiente
que castiga esta rompiente
tengo en la palma apretada
granos
de arena dorada.
¡Son pocos! Y en un momento
se me escurren y yo siento
surgir en mí este lamento:
¡Oh Dios! ¿Por qué no puedo
retenerlos en mis dedos?
¡Oh Dios! ¡Si yo pudiera
salvar uno
de la marea!
¿Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un
sueño?
Versión de Carlos
Arturo Torres