Reseña biografica
Poeta galés nacido en Swansea, en octubre de 1914.
Heredó de su padre, un profesor y frustrado poeta inglés, la capacidad
intelectual y literaria.
Poco tiempo después de terminar estudios básicos se casó, y con el fin
de sostener su familia, alternó la actividad literaria con trabajos diversos
como actor, reportero, guionista y periodista radial.
Su primera colección poética "Dieciocho poemas", data de 1934.
Siguieron luego, "Veinticinco poemas" en 1936, y "Mapa de amor"
en 1939. Después de la Segunda Guerra mundial se dio a conocer como
brillante poeta y dramaturgo, mientras ocupaba una plaza en la BBC de
Londres. A partir de 1950 realizó varias giras de recitales poéticos por los
Estados Unidos. "Muertes y entradas" en 1946, "En el sueño
campestre" en 1951 y "Bajo el bosque lácteo", publicada
después de
su muerte, constituyen la parte más importante de su obra.
Su vida licenciosa y dedicada al alcohol, lo condujo a la muerte,
ocurrida en Nueva York, en noviembre de 1953.
©
Poemas de Dylan Thomas:
Antes que llamara y la carne me abriese
...Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo...
De los suspiros algo nace...
Desde la
primavera fiebre del amor a su infortunio...
Donde una vez las aguas
de tu rostro...
El jorobado en el
parque
En mi oficio o mi arte sombrío...
Este pan que yo
parto fue alguna vez avena...
Mi mundo es pirámide
Nuestros sueños de
Eunuco, sin semillas en la luz...
Plegaria
Prólogo
Quién eres tú
Si me hiciera
cosquillas el roce del amor...
Un cambio en los climas del
corazón...
Veo a los
muchachos del verano en su ruina...
Y la muerte
perderá su dominio...
Y la muerte no tendrá dominio (Versión de Elizabeth Azcona Cranwell)
Antes que llamara y la carne me abriese...
Antes que llamara y la carne me abriese,
que mis líquidas manos golpearan
en el vientre,
yo, que era entonces informe como el agua
que formaba
el Jordán junto a mi casa
era hermano de la hija de Mnetha
y hermana
del gusano que gestaba la vida.
Yo que era sordo ante la primavera y el verano,
que no sabía los
nombres de la luna y el sol,
ya sentía el latido bajo la armadura de mi
carne,
aunque existía sólo en forma de infusorio,
veía las plomizas
estrellas, el martillo lluvioso
que mi padre balanceaba en su cúpula.
Conocía el mensaje del invierno,
los dardos del granizo y la nieve
pueril
y el viento era mi hermana pretendiente;
en mí saltaba el
viento, el rocío infernal;
y mis venas fluían con los climas de oriente;
antes que me engendraran supe el día y la noche.
Antes que me engendraran ya por cierto sufría;
el potro de tortura de
los sueños
enroscaba mi osamenta de lirio
en una cifra viva,
la
carne era cortada para cruzar los bordes
de las horcas en cruces sobre el
hígado
y las zarzas de los cerebros estrujados.
Mi garganta conocía la sed antes de la estructura
de vena y piel
alrededor del pozo
donde palabras y agua se entremezclan
sin pausa
alguna, hasta pudrir la sangre,
mi corazón conocía el amor, mi vientre el
hambre;
al gusano yo olía entre mis propias heces.
Después el tiempo envió a mi mortal criatura
a derivar o ahogarse en
los océanos
habituados a la aventura de la sal
en las mareas que jamás
tocan las orillas.
Yo que era rico, me hice más rico aún
sorbiendo
poco a poco el vino de los días.
Nacido del espectro y la carne, no era espectro
ni hombre, sino
espectro mortal.
Y luego me abatió la pluma de la muerte.
Fui mortal
hasta el último suspiro prolongado
que llevó hacia mi padre
el mensaje
de su agónico cristo.
Tú que te inclinas en la cruz y el altar
acuérdate de mí y apiádate
de Aquel
que mi carne y mi sangre tomó por armadura
y llegó a
traicionar el vientre de mi madre.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo...
Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo
ya no encerraron el
largo gusano de mi dedo
ni maldijeron al mar enroscado en mi puño,
la
boca del tiempo sorbió como una esponja
el ácido lechoso en cada gozne
y se tragó los líquidos del pecho hasta secarlo.
Cuando el mar de galaxia fue sorbido
y liberado todo el lecho seco
del mar,
envié a mi criatura para explorar el globo,
el mismo globo de
pelos y osamenta
que cosido a mí mismo por mi mente y mis nervios,
mi
frasco de materia ligara a su costilla.
Mis fusibles calcularon el tiempo para impulsar su corazón,
él
estalló, hecho polvo, hacia la luz
y celebró con el sol un pequeño
sabático,
pero cuando los astros asumiendo su forma
dibujaron las
briznas del sueño en sus ojos,
ahogó dentro de un sueño las magias de su
padre.
Todo surgió armado de la tumba
el cáncer pelirrojo, vivo aún,
los
ojos velados de cataratas con sus turbios tejidos;
algunos muertos
deshicieron sus quijadas tupidas,
y hubo bolsas de sangre que soltaron
sus moscas;
él supo de memoria el sendero de cruces funerarias.
El sueño navega las mareas del tiempo;
el áspero sargazo de la tumba
entrega a sus muertos en este mar tan laborioso;
y el sueño mudo rueda
por los lechos
donde las sombras comen el alimento de los peces
y a
través de las flores, emergen hacia el cielo.
Cuando de pronto giraron las tuercas del crepúsculo,
y la leche
materna fue dura como arena,
envié a mi propio embajador hacia la luz;
por truco o por azar él se durmió
y por arte de magia se armó de una
osamenta
para robarme los fluidos en su corazón.
Despierta, mi durmiente, hacia el sol,
trabajador en la mañana
pueblerina
y deja a este soñoliento en el sitio en que yace;
han caído
los cercos de la luz,
sólo quedan en pie los jinetes más diestros,
y
hay mundos que cuelgan de los árboles.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
De los suspiros algo nace...
De los suspiros algo nace
que no es la pena, porque la he abatido
antes de la agonía; el espíritu crece
olvida y llora:
algo nace, se
prueba y sabe bueno,
todo no podía ser desilusión:
tiene que haber,
Dios sea loado, una certeza,
si no de bien amar, al menos de no amar,
y esto es verdadero luego de la derrota permanente.
Después de esa lucha que los más débiles conocen.
hay algo más que
muerte;
olvida los grandes sufrimientos o seca las heridas,
él sufrirá
por mucho tiempo
porque no se arrepiente de abandonar una mujer que
espera
por su soldado sucio con saliva de palabras
que derraman una
sangre tan ácida.
Si eso bastase, bastaría para calmar el sufrimiento,
arrepentirse
cuando se ha consumido
el gozo que en el sol me hizo feliz,
qué feliz
fui mientras duró el gozar,
si bastara la vaguedad y las mentiras dulces
fueran suficiente,
las frases huecas podrían soportar todo el sufrimiento
y curarme de males.
Si eso bastase: hueso, sangre y nervio,
la mente retorcida, el lomo
claramente formado,
que busca a tientas la sustancia bajo el plato del
perro,
el hombre debería curarse de su mal.
Pues todo lo que existe
para dar yo lo ofrezco:
unas migas, un granero y un cabestro.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Desde la primera fiebre del amor a su infortunio, desde el tierno segundo...
Desde la primera fiebre del amor a su infortunio, desde el tierno
segundo
hasta el hueco minuto del vientre,
desde el primer atisbo
hasta el tijeretazo umbilical
la edad del pecho y la época feliz del
delantal cuando ninguna boca
se agitaba en torno al hambre suspendido,
y el mundo entero era uno solo, una nada ventosa,
bautizaron mi mundo en
un fluir de leche.
Y la tierra y el cielo fueron un solo cerro al aire,
el sol y la luna derramaban una misma luz blanca.
Desde la primera huella del pie descalzo, desde la mano que se eleva
y la irrupción del pelo,
desde el primer secreto del corazón, el fantasma
que advierte,
y hasta el primer asombro mudo ante la carne,
el sol fue
rojo y la luna fue gris,
y la tierra y el cielo fueron cual dos montañas
que se encuentran,
El cuerpo prosperó, los dientes en las encías meduladas,
los huesos
que crecían, el murmullo del semen
dentro de la glándula santificada, la
sangre bendijo al corazón,
y los cuatro vientos, que tanto tiempo
soplaron al unísono
abrillantaron mis orejas con la luz del sonido,
llamaron en mis ojos con el sonido de la luz.
Y fue amarilla la
multiplicación de las arenas,
cada grano dorado salpicaba la vida en su
vecino,
verde era la casa cantarina.
La ciruela que mi madre arrancara maduró dulcemente,
el niño que
dejara caer desde la oscuridad de su costado
hacia el regazo cavado de la
luz, creció fuerte,
musculoso, enmarañado, atento a los gemidos del muslo
y a la voz que, como una voz de hambre,
arañaba en el sonido del viento y
del sol.
Y desde el primer deterioro de la carne
yo aprendí el lenguaje del
hombre para enroscar las formas del pensar
en el idioma pétreo del
cerebro,
para llenar de sombras y tejer nuevamente la trama de palabras
dejada por los muertos que, en su césped sin luna,
no necesitan del calor
de la palabra.
La raíz de las lenguas se termina en un cáncer exangüe,
no es más que un nombre que los gusanos hacen cruz.
Aprendí los verbos de la voluntad y supe mi secreto;
las claves de la
noche golpearon en mi lengua;
donde antes había sólo una, hubo de pronto
muchas mentes sonoras.
Un solo vientre, un solo espíritu vomitó la materia.
Un pecho
amamantó al fruto de la fiebre,
aprendí la otra cara del cielo que
divorcia,
el globo dos veces enmarcado que giraba;
un millón de
cerebros alimentaron al retoño
que divide mis ojos;
la juventud, de
veras se abrevió; las lágrimas de la primavera
se diluyeron en el verano
y en las cien estaciones;
un sólo sol, un único maná, fue calor y
alimento.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Donde una vez las aguas de tu rostro...
Donde una vez las aguas de tu rostro
giraron
impulsadas por mis hélices, sopla tu áspero fantasma,
los muertos alzan
la mirada;
donde un día asomaron el pelo los tritones
a través de tu
hielo, el viento áspero navega
por la sal, la raíz, las huevas de los
peces.
Donde una vez tus verdes nudos hundieron su atadura
en el cordón de
la marea, allí camina ahora
el vegetal destejedor,
con tijeras
filosas, empuñando el cuchillo
para cortar los canales en su origen
y
derribar los frutos empapados.
Invisibles, tus mareas medidoras del tiempo
irrumpen en las camas
galantes de las algas;
el alga del amor se vuelve mustia;
allí en
torno a tus piedras
sombras de niños van, que desde su vacío
lloran
ante el mar colmado de delfines.
Secos como la tumba, tus coloreados párpados
no serán aherrojados
mientras la magia se deslice
sabia sobre el cielo y la tierra;
habrá
corales en tus lechos,
habrá serpientes en tus mareas,
hasta que
mueran todos nuestros juramentos del mar.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
El jorobado en el parque
El jorobado en el parque
solitario señor
apuntalado entre los árboles y el agua
desde que el candado del jardín se abre
para que entren los árboles y el agua
hasta la lóbrega campana dominguera en el crepúsculo,
come el pan que ha traído en un diario
bebe el agua del jarro encadenado
que los niños llenaron de pedruscos
en el estanque donde hice navegar mi barco,
por la noche durmió en una perrera
pero sin que nadie le pusiera cadenas.
Como los pájaros del parque ha venido temprano
se sentó como el agua
y señor lo llamaban eh señor
los chiquillos bribones del lugar
que escapaban apenas los oía
hasta alejarse de su vista
más allá del lago y los rosales
riéndose cuando el otro agitaba su diario
encorvado en la burla
pasaban por el zoológico sonoro de la arboleda de los sauces
esquivando al cuidador del parque
con su palo de juntar las hojas.
Y el viejo perro aletargado
solitario entre las niñeras y los cisnes
mientras desde los sauces los chiquillos
hacían que los tigres saltaran de sus ojos
para rugir entre las piedras rocosas
y los bosques se azulaban de marineros
trabajó el día entero hasta la hora de cerrar
en una figura de mujer sin fallas
erguida como un joven olmo
alta y erguida surgió de sus huesos torcidos
para que de noche se pusiese de pie
tras los cerrojos y las cadenas
Toda la noche en el parque deshecho
tras los arbustos y las rejas
los pájaros el pasto los árboles el lago
y los niños inocentes como fresas
habían ido en pos del jorobado
hasta su perrera en las sombras.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
En mi oficio o mi arte sombrío...
En mi oficio o mi arte sombrío
ejercido en la noche silenciosa
cuando sólo la luna se enfurece
y los amantes yacen en el lecho
con todas sus tristezas en los brazos,
junto a la luz que canta yo trabajo
no por ambición ni por el pan
ni por ostentación ni por el tráfico de encantos
en escenarios de marfil,
sino por ese mínimo salario
de sus más escondidos corazones.
No para el hombre altivo
que se aparta de la luna colérica
escribo yo estas páginas de efímeras espumas,
ni para los muertos encumbrados
entre sus salmos y ruiseñores,
sino para los amantes, para sus brazos
que rodean las penas de los siglos,
que no pagan con salarios ni elogios
y no hacen caso alguno de mi oficio o mi arte.
Versión de
Elizabeth Azcona Cranwell
Este pan que yo parto fue alguna vez avena...
Este pan que yo parto fue alguna vez avena,
este vino en un árbol
extranjero
se zambulló en su fruta;
durante el día el hombre y por la
noche el viento
segaron las cosechas, rompieron el gozo de la uva.
Alguna vez, en este vino, la sangre del verano
golpeteaba en la carne
que vestía la viña,
un día en este pan
la avena al viento era alegría,
el hombre rompió el sol, abatió el viento.
Esta carne que partes, esta sangre a la que dejas
sembrar desolación
entre las venas
fueron avena y uva
nacieron de la raíz sensual y de la
savia;
mi vino que te bebes, el pan que me arrebatas.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Mi mundo es pirámide
Mitad del padre camarada
cuando imita al Adán que el mar sorbiera
en
su casco vacío,
Mitad de la madre camarada
cuando salpica con su leche
lasciva
la zambullida del mañana,
las sombras bifurcadas por el hueso
del trueno
saltan hacia la sal que no ha nacido.
La mitad camarada era de hielo
cuando una primavera corrosiva
brotaba en la cosecha del glaciar.
la sombra y la simiente camarada
murmuraban el vaivén de la leche
encrespado en el pecho,
pues la mitad
del amor era sembrada en el fantasma
estéril y perdido.
Las mitades dispersas se han vuelto camaradas
en un ente lisiado
la muleta que la médula golpea sobre el sueño
renguea en la calle del
mar, entre la turba
de cabezas con lengua de marea y vejigas al fondo
y empala a los durmientes en la tumba salvaje
donde ríe el vampiro.
Las mitades zurcidas se partían huyendo
por el bosque de los cerdos
salvajes y la baba en los árboles,
sorbiendo las tinieblas sobre el
cianuro se abrazaban
y desataban víboras prendidas en su pelo;
las
mitades que giran perforan como cuernos
al Angel arterial.
¿De qué color es la gloria? ¿La pluma de la muerte?
tiemblan esas
mitades que taladran el ojo de la aguja en el aire
y a través del dedal
horadan el espacio, manchado de pulgares.
El fantasma es un mudo que
farfullaba entre la paja,
el fantasma que tramaba el saqueo en su vuelo
enceguece sus ojos rastreadores de nubes.
II
Mi mundo es pirámide. La sigilosa máscara
llora sobre el ocre
desierto y el verano
agresivo de sal.
Con mi armadura egipcia
fundiéndose en su sábana
araño la resina hasta un hueso estrellado
y
un falso sol de sangre.
Mi mundo es un ciprés y un valle de Inglaterra
yo remiendo mi carne
que retumbó en los patios
roja por la salva de Austria.
Oigo a través
del tambor de los muertos, que mutilados jóvenes
mientras siembran sus
vísceras desde un cerro de huesos
gritan Eloi a los cañones.
El cruce del Jordán arrasa mi sepulcro.
El casquete del Ártico y la
hoya del sur
invaden mi jardín de casa muerta.
El que me busca lejos
señalando en mi boca
las pajas de Asia me pierde cuando doblo
por el
maíz atlántico.
Las mitades amigas, partidas mientras giran
en redes de mareas, se
enredan a las valvas
y hacen crecer la barba del diablo no nacido,
sangran desde mi horquilla ardiente y huelen mis talones
las lenguas
celestiales murmuran mientras yo me deslizo
atando la capucha de mi
Angel.
¿Quién sopla la pluma de la muerte? ¿De qué gloria es el color?
en la
vena yo soplo esta pluma lanuda
es el lomo la gloria en una laboriosa
palidez.
Mi arcilla ignora el pecho y mi sal no ha nacido,
niño
secreto, yo vago por el mar
en seco, sobre el muslo a medias derrotado.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Nuestros sueños de Eunuco
I
Nuestros sueños de eunuco, sin semillas en la luz,
de luz y amor,
los vaivenes del corazón,
castigan los miembros de sus hijos,
y
amortajados su manto y su sábana,
acicalan a las novias oscuras, las
viudas de la noche
presas entre sus brazos.
Las sombras de las niñas, con sudarios fragantes,
cuando se esconde
el sol se apartan del gusano,
de los huesos del hombre, quebrados en sus
lechos,
por nocturnas roldanas que vacían la tumba.
II
En ésta, nuestra época, el bandido y su hembra
fantasmas de una
sola dimensión se aman sobre un carrete,
ajeno a la verdad de nuestros
ojos,
y dicen engreídos sus naderías de media noche entre poses banales;
cuando paran las cámaras corren a su agujero
bajo el jardín del día.
Bailan entre nuestra calavera y sus linternas
imponen sus imágenes y
echan fuera las noches;
miramos esa función de sombras que se besan o
matan,
con fragancia de celuloide la mentira es amor.
III
¿Cuál es el mundo? ¿Cuál de nuestros dos modos de dormir
despertará cuando el bálsamo y su sarna
levanten esta tierra de ojos
rojos?
Desatará las formas del día y sus aprestos,
los señores
soleados, los ricachos galeses,
o impulsará a quienes se atavían en la
noche.
La fotografía hizo sus bodas con el ojo,
y clavó en su pareja
cáscaras fragmentarias de verdad;
el sueño ha sorbido desde su fe al
durmiente
pues los amortajados se tornan médula en su vuelo.
IV
Este es el mundo: la engañosa semejanza
de nuestras trizas de
materia que caen como harapos
desde los ademanes del amor y el rechazo;
el sueño que echa a los enterrados de su bolsa
venera a estos despojos
tanto como a los vivos.
Este es el mundo. Tened fe.
Porque seremos como el gallo que grita
dispersando a los muertos;
golpearán nuestras balas
la imagen de las planchas;
y dignos
compañeros seremos de por vida,
y aquél que permanezca florecerá mientras
ellos se aman,
gloria a nuestros errantes corazones.
Versión de Elizabeth
Azcona Cranwell
Plegaria
Vuelvo la esquina de la
plegaria y ardo
en una bendición del
repentino sol
en nombre de los
condenados
me volvería o
correría
a la escondida tierra
pero el sonoro sol
purifica
el cielo
Alguien
me encuentra
Oh dejadlo
que me abrase y me ahogue
dentro de su herida
terrena
Su
relámpago contesta mi llanto
mi voz arde
en su mano
ahora estoy perdido en Aquel que enceguece
y
al fin de la plegaria se oye el
clamor del sol
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Prólogo
Este día que hoy devana ante Dios
el fin del verano apresurado
en el torrente del sol color salmón,
en mi casa que los mares sacuden
sobre un despeñadero
enredada entre fruta y gorjeos,
espuma, flauta, aleta y pluma,
ante la pezuña danzarina de un bosque
junto a las arenas espumosas con estrellas marinas
cruzadas por vendedoras de pescado
por flautistas y velas, coquillas y gaviotas,
y afuera el cuervo negro,
hombres con avíos de nubes
que se hincan ante los nidos del crepúsculo,
muchachos que tajean a los gansos
cercanos en el cielo,
y garzas, caracolas
que hablan los siete mares,
aguas eternas, lejos de las ciudades
con noches de nueve días
cuyas torres se enredaran
en el viento piadoso
como estacas de paja alta y seca,
ante la pobre paz yo canto
para vosotros, extranjeros,
(aunque la canción sea un acto
encrespado y ardiente,
con el fuego de los pájaros
en el bosque giratorio del mundo
por mis sonidos salpicados y dispersos
fuera de estas hojas con pulgares de mar
que han de echarse a volar para caer
como las hojas de los árboles, tan pronto
como se desmoronen sin morirse,
al entrar en la noche sofocante.
Guardián del mar, el salmón sorbe los deslices del sol
y los cisnes mudos amoratan
mi penumbra que roció la bahía mientras yo acuchillo
a este alboroto de las formas,
para que sepas tú como yo, un hombre giratorio
reverenció también a la estrella y al pájaro estruendoso,
al mar nacido y al hombre desgarrado y a la sangre bendita.
Oye: en este sitio soplo la trompeta
desde el pez hasta el cerro saltarín.
Mira: construyo mi barca que desciende
hasta lo más alto de mi amor
cuando el diluvio empieza
fuera del manantial
del miedo, de la candente ira del hombre que está vivo,
fluido y montañoso brota
sobre las granjas vacías blanco-oveja
que duermen heridas por el sueño
hacia Gales en mis brazos.
¡Oh, guárdate en un castillo
tu, rey de las tonadas de los búhos,
que iluminas de luna las carreras aladas
y zambulles al ciervo muerto
envuelto en pieles de cañada!
¡Hola, en armaduras plúmbeas
oh mi anillada paloma torcaz
en la ululante oscuridad cercana
con la corneja reverente de Gales,
arrulla la alabanza de los bosques
la que aluna sus notas azules desde el nido
hasta la grey de pájaros acuáticos!
¡Alto, cofradía festiva,
ágape, con el pesar en vuestros picos
sobre los cabos parloteantes!
¡Ay a caballo del cerro
la veloz liebre macho!
que oye en esta luz de zorro
el estruendo del diluvio en mi barca
mientras rompo y destruyo
(un choque de yunques
para mi alboroto y mi violín
esta tonada sobre un hongo esponjoso)
todo menos los animales gruesos como ladrones
sobre las rudas y confusas tierras del Señor
(¡Salud a la raza de sus bestias!)
¡las bestias que duermen flacas y bondadosas,
chito, en los bosques que abultan como cerdos!
¡Cloquean las huecas granjas de las parvas
y se aferran al tropel de las aguas!
Oh, el reino de vecinos aleteante
caído y desplumado, destella en mi barca remendada
y la luz de la luna se bebió a Noé en la bahía
con pellejo y escamas y vellones;
solo las ahogadas campanas profundas
de ovejas y de iglesias
resuenan por la pobre paz cuando el sol cae
y las tinieblas cubren todos los campos benditos.
¡Cabalgaremos solitarios y entonces
bajo las estrellas de Gales
han de llorar multitudes de barcas!
A través de las tierras con párpados acuáticos,
guarecidas con sus amores
ellas irán de una colina a otra
como boscosas islas.
¡Hola, mi paloma de proa con su flauta!
¡Salve, viejo zorro con tus patas de mar,
picaflor y jilguero!
Mi barca canta al sol
al final del verano por Dios apresurado
y el diluvio comienza a florecer.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Quién eres tú
Quien
eres tú
tú que naces
en el cuarto vecino
tan patente en mi cuarto
que alcanzo a oír el
vientre
cuando se abre y la sombra que avanza
sobre el fantasma y el
hijo que desciende
tras la pared delgada como un hueso de
jilguero
en el cuarto sangrante del nacimiento oculto
para el incendio y el girar del
tiempo
la huella del
corazón humano
no venera el bautismo
sino la sola sombra
cuando bendice
a la salvaje
criatura
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Si me hiciera cosquillas el roce del amor...
Si me hiciera cosquillas el roce del amor
si una
niña tramposa me robara a su lado
y horadase sus pajas rompiendo mi
vendado corazón,
si ese rojo escozor pudiera dar a luz
la risa en mis
pulmones como pare el ganado,
no temería yo a la manzana ni al diluvio
ni a la sangre maligna de la primavera.
¿Qué será, macho o hembra? se preguntan las células
y como un fuego
arrojan desde la carne la ciruela.
Si me hiciera cosquillas la cabellera
incubadora,
el hueso alado que crece en los talones,
la comezón del
hombre sobre el muslo del niño,
no temería al hacha ni a las horcas
ni
a la varas cruzadas de la guerra.
¿Qué será, macho o hembra? se preguntan los dedos
que llenan las
paredes de niñas inmaduras
con sus hombres dibujados a tiza.
Si me
hiciera cosquillas la avidez del granuja
que insufla su calor al nervio
en carne viva
no temería al diablo sobre el lomo
ni a la tumba veraz.
Si me hiciera cosquillas el roce de los amantes
que no borra ni las
patas de gallo ni la risa sin dientes
sobre magras quijadas en la vejez
enferma,
el tiempo y las ladillas y el burdel de amoríos
me dejaría
frío como manteca para moscas,
las espumas del mar bien podrían ahogarme
cuando rompen y mueren al pie de los amantes.
La mitad de este mundo es del demonio, la otra mitad es mía,
bobo por
esa droga fumada en una niña
y enredado en el brote que bifurca su ojo.
La tibia del anciano y mi hueso tienen la misma médula
y todos los
arenques huelen dentro del mar,
yo me siento y contemplo bajo mi uña al
gusano
que corroe lo vivo.
Y éste es el roce, único roce que hormiguea.
El mono contrahecho que
se hamaca a lo largo de su sexo
desde las húmedas tinieblas del amor y el
tirón de la nodriza
no puede hacer surgir la medianoche de una risa entre
dientes,
ni del momento en que encuentra una belleza entre los pechos
de la amante, la madre, los amantes o toda su estatura
en la punzante
oscuridad.
¿Y qué es el roce? ¿La pluma de la muerte sobre el nervio?
¿es tu
boca, amor mío? ¿El abrojo en el beso?
¿Mi payaso de Cristo nacido sobre
el árbol entre espinas?
Las palabras de la muerte son más secas aún que
su mismo cadáver
y mis heridas llenas de palabras tienen las huellas de
tu pelo.
Me haría cosquillas el roce del amor, pues bien:
hombre, sé
mi metáfora.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Un cambio en los climas del corazón...
Un cambio en los climas del corazón
vuelve seco
lo húmedo, la bala de oro estalla
sobre la tumba helada.
Un clima en
la comarca de las venas
cambia la noche en día; la sangre entre sus soles
ilumina al viviente gusano.
Un cambio en el ojo advierte a tiempo
la ceguera hasta el hueso; y el
útero incorpora
una muerte mientras surge la vida.
Una sombra en el clima del ojo
es a medias su luz; el mar sondeado
irrumpe
sobre una tierra sin arpones.
La semilla que del lomo hace una
selva
divide en dos su fruto; y la mitad se escurre
lenta en un viento
dormido.
Un clima en la carne y el hueso
es seca y húmeda; el viviente y el
muerto
se mueven como espectros ante el ojo.
Un cambio en el clima del mundo
vuelve espectro al espectro; y cada
niño dentro su madre
se repliega en su doble de sombra.
Un cambio echa
la luna dentro del sol,
tira de las ajadas cortinas de la piel;
y el
corazón entrega a sus muertos.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Veo a los muchachos del verano en su ruina...
I
Veo a los muchachos del verano en su ruina
convertir en eriales los dorados rastrojos,
desdeñar las cosechas y
congelar los suelos;
y allí, en su ardor, el invernal diluvio
de
amores escarchados, persiguen a las niñas,
y echan en sus mareas los
sacos de manzanas.
Los muchachos de luz en su locura, coagulan lo que tocan,
agrian la
miel hirviente;
hurguetean los muñecos de escarcha en las colmenas;
allí en el sol, frígidas hebras
de oscuridad y duda, ellos nutren sus
nervios
y el signo de la luna, nada es en sus vacíos.
Veo a los muchachos del verano en el vientre materno
rasgar hacia la
luz la atmósfera del útero,
dividir noche y día con pulgares de duende;
allí, desde lo hondo, con sombras seccionadas
de sol y luna ellos pintan
sus dársenas
mientras les pinta el sol los cascos de la frente.
Sé que de estos muchachos han de surgir hombres de nada
hechos por la
transformación de las semillas,
o han de lisiar el aire saltando de sus
llamas,
desde sus corazones, cuando el pulso candente
del amor y la
luz estalle en sus gargantas.
Oh, ved el pulso del verano en el hielo.
II
Pero las estaciones deben ser desafiadas o se tambalearán
en
algún cuarto de hora repicante
donde, como una puntual muerte hacemos
tintinear las estrellas;
esa noche en que el invierno soñoliento
les
tira de la negra lengua a las campanas
y no se atreven a chistar siquiera
los vientos de la luna y de la medianoche.
Somos los oscuros negadores, exorcicemos a la muerte
en la mujer
colmada de verano,
arrojemos la vida musculosa de los amantes que se
crispan,
y de los muertos limpios que hace fluir el mar
echemos al
gusano de ojos brillantes en la linterna de Davy,
y del vientre preñado
quitemos el muñeco de paja.
Nosotros, muchachos del verano en esta red de cuatro vientos,
verdes
por el hierro de las algas,
levantemos al bullicioso mar y arrojemos sus
pájaros,
alcemos la bola del mundo llena de olas y espuma
para ahogar
los desiertos con sus mareas
y trenzar los jardines del condado.
En primavera ornamentamos nuestra frente.
Vivan las bayas y la
sangre,
y crucificamos a los alegres señores en los árboles;
Aquí el
húmedo músculo del amor se aja y muere,
aquí estalla un beso en una
cantera sin amor,
Oh ved en los muchachos los polos de la promesa.
III
Yo os veo, muchachos del verano, en vuestra ruina.
El hombre
en el desierto de su larva.
Y los muchachos son plenos y ajenos en la
bolsa.
Soy el hombre que vuestro padre fue.
Somos hijos del pedernal y
de la brea.
Oh, ved cómo se besan los polos que se cruzan.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell
Y la muerte perderá su dominio...
Y la muerte perderá su dominio.
Los muertos desnudos serán un solo muerto.
Con el hombre en el viento y la Luna de occidente;
cuando se descarnen los huesos y desaparezcan los huesos.
Donde hubo codos y pies aparecerán estrellas.
Y aunque se sumerjan en profundas aguas tendrán que resurgir.
Y aunque los amantes se extravíen perdurará el amor.
Y la muerte perderá su dominio.
Y la muerte perderá su dominio.
Bajo los remolinos del mar
aquellos que yazgan largamente no morirán en la tempestad
retorciéndose en el tormento, cuando cedan los tendones
atados a una rueda no podrán destrozarse;
entre sus manos la fe se romperá en dos
y el Unicornio del mal los atravesará.
Y hendidos por todas partes no se desmembrarán.
Y la muerte perderá su dominio.
Y la muerte perderá su dominio.
Nunca más las gaviotas gritarán en sus oídos
o se romperán las olas tumultuosamente en la ribera;
allí donde se abrió una flor nunca más otra flor
ofrecerá su cabeza a los golpes de la lluvia.
Y aún locas o muertas como clavos
atravesarán la margaritas con sus cabezas de señoras;
irrumpiendo sobre el Sol hasta que el Sol se desprenda.
Y la muerte perderá su dominio.
Versión de Waldo Rojas
Y la muerte no tendrá dominio (Versión de Elizabeth
Azcona Cranwell)
Y la muerte no tendrá dominio.
Los hombres desnudos han de ser uno solo
con el hombre en el viento y la luna poniente;
cuando sus huesos queden limpios y los limpios huesos se dispersen,
ellos tendrán estrellas en el codo y en el pie;
aunque se vuelvan locos serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán,
aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor;
y la muerte no tendrá dominio.
Y la muerte no tendrá dominio.
Los que hace tiempo yacen
bajo los dédalos del mar no han de morir entre los vientos,
retorcidos de angustia cuando los nervios cedan,
atados a una rueda no serán destrozados;
la fe, en sus manos, ha de partirse en dos,
y habrán de traspasarles los males unicornes;
rotos todos los cabos, ellos no estallarán.
Y la muerte no tendrá dominio.
Y la muerte no tendrá dominio.
Y las gaviotas no gritarán en los oídos
ni romperán las olas sonoras en las playas;
donde alentó una flor, otra flor tal vez nunca
levante su cabeza a los embates de la lluvia;
y aunque ellos estén locos y totalmente muertos
sus cabezas martillearán en las margaritas;
irrumpirán al sol hasta que el sol sucumba,
y la muerte no tendrá dominio.
Versión de Elizabeth Azcona Cranwell