
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...
A buen juez, mejor testigo
A mi hija
Aparta de tus ojos la
nube perfumada...
¡Ay del triste!
Fragmentos de "Don
Juan Tenorio"
Justicias del Rey don Pedro
La orgía
La plegaria
Oriental
Para verdades el
tiempo y para justicia Dios
Una aventura de 1360
A buen juez, mejor testigo
Tradición de Toledo
I
Entre pardos nubarrones
pasando la
blanca luna
con resplandor fugitivo,
la baja tierra no alumbra.
La brisa
con frescas alas
juguetona no murmura,
y las veletas no giran
entre la cruz y
la cúpula.
Tal vez un pálido rayo
la opaca atmósfera cruza,
y unas en otras las sombras
confundidas se dibujan.
Las almenas de las torres
un momento se columbran
como
lanzas de soldados
apostados en la altura.
Reverberan los cristales
la trémula
llama turbia,
y un instante entre las rocas
ríela la fuente oculta.
Los álamos de la vega
parecen en la
espesura
de fantasmas apiñados
medrosa y gigante turba;
y alguna vez
desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
entre las sombras confusas,
y el
Tajo a sus pies pasando
con pardas ondas la arrulla.
El monótono murmullo
sonar
perdido se escucha,
cual si por las hondas calles
hirviera del mar la espuma.
¡Qué dulce es dormir en calma
cuando a lo lejos susurran
los álamos que se mecen,
las
aguas que se derrumban!
Se sueñan bellos fantasmas
que el sueño del triste endulzan,
y en tanto que sueña el triste,
no le aqueja su amargura.
Tan en calma y tan sombría
como la
noche que enluta
la esquina en que desemboca
una callejuela oculta,
se ve de
un hombre que aguarda
la vigilante figura,
y tan a la sombra vela
que entre las
sombras se ofusca.
Frente por frente a sus ojos
un balcón a poca
altura
deja escapar por los vidrios
la luz que dentro le alumbra;
mas ni en el claro aposento,
ni en la callejuela oscura
el silencio de la noche
rumor
sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo
que pudiera haberse duda
de si es
hombre, o solamente
mentida ilusión nocturna;
pero es hombre, y bien se ve,
porque con planta segura
ganando el centro a la calle
resuelto y audaz pregunta:
",Quién va?", y a corta distancia
el igual compás se escucha
de un caballo que sacude
las
sonoras herraduras.
-"Quién va?" - repite, y cercana
otra voz menos robusta
responde : "Un hidalgo, ¡calle!"
Y el paso el bruto apresura.
-Téngase el hidalgo - el hombre
replica, y la espada empuña.
-Ved más bien si me haréis calle
-repusieron con mesura
que
hasta hoy a nadie se tuvo
Ibán de Vargas y Acuña.
-Pase el Acuña y perdone
dijo el mozo
en faz de fuga,
pues teniéndose el embozo
sopla un silbato, y se oculta.
Paró
el jinete a una puerta,
y con precaución difusa salió
una niña al
balcón
que llama interior alumbra.
"¡Mi padre!", clamó en voz baja
y el viejo en la cerradura metió
la llave pidiendo
a sus
gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas
tomó la cabalgadura,
cerróse
detrás la puerta
y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
como quien
tal acostumbra,
un mancebo por las rejas
de la calle se asegura.
Asió el
brazo al que apostado
hizo cara a Ibán de Acuña,
y huyeron con el embozo
velando la catadura.
II
Clara, apacible y serena
pasa la siguiente tarde,
y el sol tocando a su ocaso
apaga su
luz gigante:
se ve la imperial Toledo
dorada por los remates
como una
ciudad de grana
coronada de cristales.
El Tajo por entre rocas
sus anchos
cimientos lame,
dibujando en las arenas
las ondas con que las bate.
Y la
ciudad se retrata
en las ondas desiguales,
como en prenda de que
el río
tan afanoso la bañe.
A lo lejos en la vega
tiende galán por
sus márgenes
de sus álamos y huertos
el pintoresco ropaje,
y porque su
altiva gala
más que a los ojos halague,
la salpica con escombros
de
castillos y de alcázares.
Un recuerdo es cada piedra
que toda una historia vale,
cada
colina un secreto
de príncipes o galanes.
Aquí se bañó la hermosa
por quien
dejó un rey culpable
amor, fama, reino y vida
en manos de musulmanes.
Allí
recibió Galiana
a su receloso amante
en esa cuesta que entonces
era un plantel
Me azahares.
Allá por aquella torre
que hicieron puerta los árabes
subió el Cid sobre Babieca
con su gente y su estandarte.
Más
lejos se ve al castillo
de San Servando o Cervantes,
donde nada se hizo nunca
y nada
al presente se hace.
A este lado está la almena
por do sacó vigilante
el conde
don Peranzules
al rey, que supo una tarde
fingir tan tenaz modorra
que
político y constante,
tuvo siempre el brazo quedo
las palmas al horadarle.
Allí
está el circo romano,
gran cifra de un pueblo grande,
y aquí la antigua basílica
de bizantinos pilares,
que oyó en
el primer concilio
las palabras de los padres
que velaron por la Iglesia
perseguida o vacilante.
La sombra en este momento
tiende sus turbios cendales
por
todas esas memorias
de las pasadas edades,
y del Cambrón y Visagra
los caminos
desiguales,
camino a los toledanos
hacia las murallas abren.
Los
labradores se acercan
al fuego de sus hogares,
cargados con sus aperos,
cansados de sus afanes.
Los ricos y
sedentarios
se tornan con paso grave
calado el ancho sombrero,
abrochados
los gabanes,
y los clérigos y monjes
y los prelados y abades
sacudiendo el leve polvo
de capelos
y sayales.
Quédase solo un mancebo
de impetuosos ademanes
que se pasea
ocultando
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con
decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan
como si a alguien aguardase.
Los tímidos aceleran
los pasos
al divisarle,
cual temiendo de seguro
que les proponga un combate ;
y los
valientes le miran
cual si sintieran dejarle
sin que libres sus estoques,
en
riña sonora dancen.
Una mujer también sola
se viene el llano adelante
la luz del
rostro escondida
en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso
y en lo
flexible del talle
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase
derecha al que aguarda
y él al encuentro la sale
diciendo... cuanto se dicen
en las
citas los amantes.
Mas ella galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo
interrumpe
en voz decisiva y grave:
-Abreviemos de razones,
Diego
Martínez ; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia
dentro mi aposento sabe;
y así quien mancha mi honra
con la
suya me la lave ;
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme
Miróla Diego
Martínez
atentamente un instante,
y echando a un lado el embozo,
repuso palabras tales:
-Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta
y contigo en los altares.
Honra que yo te deduzca
con honra
mía se lave,
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.
-Júralo - exclamó la niña.
-Más que mi palabra. vale
no te valdrá
un juramento.
-Diego, la palabra es aire.
-¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
-No me
basta, que olvidar
puedes la palabra en Flandes.
-¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes?
-Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano
del santo Cristo delante.
Vaciló un poco Martínez,
mas porfiando que jurase
llevólo
Inés hacia el templo
que en medio de la vega yace.
Enclavado en un madero,
en
duro y postrero trance,
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase
allí un crucifijo
teñido de negra sangre,
a quien Toledo devota
acude hoy en
sus azares.
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo
Inés que Martínez
los sagrados pies tocase,
preguntóle
-Diego, ¿juras
a tu
vuelta desposarme?
Contestó el mozo
-¡ Sí, juro!
Y ambos del templo se salen.
III
Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó
y
un año pasado había;
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
su vuelta aguardando en vano;
oraba un mes y otro mes
del crucifijo a los pies
do puso el
galán su mano.
Todas las tardes venía
después de traspuesto el sol,
y a
Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.
Y siempre al
anochecer,
sin dueña y sin escudero,
en un manto una mujer
el campo
salía a ver
al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume
su
existencia en esperar!
¡Ay del triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues
los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos,
que abrasan el corazón.
Si es
cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad,
pero siendo una quimera,
en tan
frágil realidad
quien espera desespera.
Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se
secaba
para volver a brotar.
En vano a su confesor
pidió
remedio o consejo
para aliviar su dolor;
que mal se cura el amor
con las palabras de un viejo.
En vano
a Ibán acudía,
llorosa y desconsolada,
el padre no respondía,
que la lengua
le tenía
su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella,
callando el padre severo
y suspirando la bella,
porque nació mujer ella,
y el viejo
nació altanero.
Dos años al fin pasaron
en esperar y gemir,
y las guerras
acabaron,
y los de Flandes tornaron
a sus tierras a vivir.
Pasó un día
y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría;
Diego a
Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena;
doraba el sol de Occidente
del Tajo la vega amena,
y apoyada
en una almena
miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas
las
riberas azotando
bajo las murallas solas,
musgo, espigas y amapolas
ligeramente doblando.
Algún olmo que escondido
creció entre la yerba blanda,
sobre
las aguas tendido
se reflejaba perdido
en su cristalina banda.
Y algún
ruiseñor colgado
entre su fresca espesura
daba al aire embalsamado
su cántico
regalado
desde la enramada oscura.
Y algún pez con cien colores,
tornasolada la escama,
saltaba a besar las flores
que exhalan gratos olores
a las
puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo
el torreón se dibuja
como el contorno redondo
del hueco
sombrío y hondo
que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba
el rigor de su
fortuna,
y así la tarde pasaba
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.
A lo lejos por
el llano
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano
que en
pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando
recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir zozobrosa,
más
inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el
arco primero
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.
Jubón negro
acuchillado,
banda azul, lazo en la hombrera,
y sin pluma al diestro lado
el sombrero derribado
tocando
con la gorguera.
bombacho gris guarnecido,
bota de ante, espuela de oro,
hierro al cinto suspendido,
y a una cadena prendido,
agudo cuchillo moro.
Vienen tras
este jinete,
sobre potros jerezanos,
de lanceros hasta siete,
y en la
adarga y coselete
diez peones castellanos.
Asióse a su estribo
Inés,
gritando: "¿Diego, eres tú?"
Y él, viéndola de través,
dijo: "¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!"
Dio la
triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido
sin
que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar..
Frunciendo ambas a dos cejas,
encomendóla a su gente
diciendo: "¡Malditas viejas
que a las mozas malamente
enloquecen con consejas!"
Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a
Toledo dan,
y a trote cruzando van
las oscuras callejuelas.
IV
Así por sus altos fines
dispone y permite el cielo
que puedan mudar al hombre
fortuna, poder y tiempo.
A Flandes partió Martínez
de soldado
aventurero,
y por su suerte y hazañas
allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
alzábase
en pensamientos,
y tanto ayudó en la guerra
con su valor y altos hechos,
que
el mismo rey a su vuelta
le armó en Madrid caballero,
tomándole a su servicio
por
capitán de lanceros.
Y otro no fue que Martínez,
quien ha poco entró en Toledo,
tan orgulloso y ufano
cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
cobrado el conocimiento,
la amorosa Inés de Vargas,
que vive por él muriendo.
Mas él,
que olvidando todo
olvidó su nombre mesmo,
puesto que Diego Martínez
es el
capitán don Diego,
ni se ablanda a sus caricias,
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras
de gente de poco seso;
que ni él prometió casarse
ni pensó
jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
fortuna, poder y tiempo!
En vano
porfiaba Inés
con amenazas y ruegos;
cuanto más ella importuna,
está Martínez severo.
Abrazada a
sus rodillas,
enmarañado el cabello,
la hermosa niña lloraba
prosternada
por el suelo.
Mas todo empeño es inútil,
porque el capitán don Diego
no ha
de ser Diego Martínez,
como lo era en otro tiempo.
Y así llamando a su gente,
de
amor y piedad ajeno
mandóles que a Inés llevaran
de grado o de valimento.
Mas
ella antes que la asieran
cesando un punto en su duelo,
así habló, el rostro lloroso
hacia Martínez volviendo:
"Contigo se fue mi honra,
conmigo tu juramento;
pues buenas
prendas son ambas
en buen fiel las pesaremos."
Y la faz descolorida
en la
mantilla envolviendo
a pasos desatentados
salióse del aposento.
V
Era
entonces en Toledo
por el rey gobernador
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo
peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa
tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.
Está,
como presidente
del tribunal superior,
entre un dosel y una alfombra
reclinado en un sillón,
escuchando -con paciencia
la casi asmática voz
con que un
tétrico escribano
solfea una apelación.
Los asistentes bostezan
al murmullo
arrullador;
los jueces medio dormidos
hacen pliegues al ropón;
los
escribanos repasan
sus pergaminos al sol.
Los corchetes a una moza
guiñan en un
corredor,
y abajo, en Zocodover,
gritan en discorde son
los que
en el mercado venden
lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto,
en faz de gran
aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el
cabello y el manto,
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: "¡Justicia,
jueces; justicia, señor!"
Y a los pies se arroja humilde,
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan
alrededor.
Alzóla cortés don Pedro
calmando la confusión
y el
tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo
-Mujer,
¿qué quieres?
-Quiero justicia, señor.
-¿De qué?
-De una prenda
hurtada.
-¿Qué prenda?
-Mi corazón.
-¿Tú le diste?
-Le
presté.
-¿Y no te le han vuelto?
-No.
-¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-¿ Y promesa?
-¡Sí, por Dios!
Que al partirse de
Toledo
un juramento empeñó.
-¿Quién es él?
-Diego Martínez.
-¿ Noble?
-Y capitán, señor.
-Presentadme al capitán,
que
cumplirá si juró.
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el
corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un
portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: "El capitán don Diego.
Y entró
luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
¿Sois el
capitán don Diego
-díjole don Pedro- vos?
Contestó altivo y sereno
Diego
Martínez:
-Yo soy.
-¿Conocéis a esta muchacha?
-Ha tres años, salvo error.
-¿Hicísteisla juramento
de ser su marido?
-No.
-¿Juráis no haberlo jurado?
-Sí
juro.
-Pues id con Dios.
-¡Mientes! - clamó Inés llorando(
de despecho y de rubor.
-Mujer, ¡piensa lo que dices!
-Digo que miente: juró.
¿Tienes testigos?
-Ninguno.
-Capitán, idos con Dios,
y dispensad. que acusado,
dudara de vuestro honor.
Tornó
Martínez la espalda
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse,
resuelta y firme gritó:
-Llamadle, tengo un testigo.
Llamadle otra vez, señor.
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de
Vargas siguió:
-Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón.
-¿Quién?
-Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó
mirándonos desde arriba.
-¿Estaba en algún balcón?
-No, que
estaba en un suplicio
donde ha tiempo que expiró.
-¿Luego es muerto?
-No, que vive.
-Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?
-El Cristo de la Vega
a cuya faz perjuró.
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre
del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa
y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y
levantóse diciendo
con respetuosa voz:
"La ley es ley para todos;
tu testigo es
el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos
... lo que sepamos;
escribano: al caer el sol,
al Cristo que está en la vega
tomaréis declaración."
VI
Es una tarde serena,
cuya luz tornasolada
del
purpurino horizonte
blandamente se derrama.
Plácido aroma las flores
sus hojas
plegando exhalan,
y el céfiro entre perfumes
mece las trémulas alas.
Brillan
abajo en el valle
con suave rumor las aguas,
y las aves en la
orilla
despidiendo al día cantan.
Allá por el Miradero,
por el
Cambrón y Visagra,
confuso tropel de gente
del Tajo a la vega baja.
Vienen
delante don Pedro
de Alarcón, Ibán de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,
los corchetes y los guardias;
y detrás monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra
turba de curiosos
en la vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según
le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la
borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con
cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de
la espada.
Los plebeyos de reojo
le miran de entre las capas:
los chicos, al uniforme,
y las mozas a la cara.
Llegado el
gobernador
y gente que le acompaña
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
cuatro cirios y una lámpara,
y de hinojos un momento
le
rezaron en vox baja.
Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies
alzados del suelo
poco menos que una vara;
hacia la severa imagen
un notario
se adelanta,
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado
tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,
detrás al gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después
de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo
así demandó
en voz alta
"Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana
citado como
testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a
vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?"
Asida a un brazo desnudo
una mano
atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires ¡Sí, juro!,
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa...
Los
labios tenía abiertos
y una mano desclavada.
Conclusión
Las
vanidades del mundo
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio
Diego
Martínez también.
Los escribanos temblando
dieron de esta escena fe,
firmando
como testigos
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla
con él,
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer
donde hasta el
tiempo que corre
y en cada año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo
se ve.
A mi
hija
Por cima de la montaña
que nos sirve de frontera,
te envía un
alma sincera
un beso y una canción;
tómalos; que desde España
han de ir a dar, vida mía,
en tu
alma mi poesia,
mi beso en tu corazón. Tu
padre, tras la montaña
que para ambos no es frontera,
lleva la
amistad sincera
del autor de esta canción.
Recibe, pues, desde España
beso y
cantar, vida mía,
en tu alma la poesia
y el beso en el corazón.
Si
un día de esa montaña
paso o pasas la frontera,
verás el alma
sincera
de quien te hace esta canción,
que la hidalguía de España
es quien sabe, vida mía,
dar al
alma poesia
y besos al corazón.
Aparta de tus ojos la nube
perfumada...
Aparta de tus ojos la nube perfumada
que el resplandor nos vela que
tu semblante da,
y tiéndenos, María, tu maternal mirada,
donde la
paz, la vida y el páramo está.
Tú, bálsamo de mirra; Tú, cáliz de pureza;
Tú, flor de paraíso y
de los astros luz,
escudo sé y amparo de la mortal flaqueza
por la
Divina Sangre del que murió en la Cruz.
Tú eres, oh María!, un faro de esperanza
que brilla de la vida
junto al revuelto mar,
y hacia tu luz bendita desfallecido avanza
el náufrago que anhela en el Edén tocar.
Impela, oh Madre augusta!, tu soplo soberano
la destrozada vela
de mi infeliz batel;
enséñale su rumbo con compasiva mano,
no
dejes que se pierda mi corazón en él.
¡Ay del triste!
¡Ay del triste que consume
su existencia en esperar!
¡Ay del
triste que presume
que el duelo con que él se abrume
al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos
precioso y funesto don,
pues
los amantes desvelos
cambian la esperanza en celos.
que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera,
es un consuelo en verdad;
pero siendo una quimera,
en tan
frágil realidad
quien espera desespera.
Fragmentos de "Don Juan Tenorio"
Doña Inés:
Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir
tan nunca
sentido afán.
¡Ah! Callad por compasión,
que oyéndoos me parece
que mi
cerebro enloquece
se arde mi corazón.
¡Ah!, me habéis dado a beber
un filtro
infernal, sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez
poseéis, don Juan,
un misterioso amuleto
que a vos me atrae en secreto
como
irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos:
su vista fascinadora,
su palabra
seductora,
y el amor que negó a Dios.
¡Y qué he de hacer ¡ay de mí!
sino caer en vuestros brazos,
si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don
Juan, en poder mío
resistirte no está ya:
yo voy a ti como va
sorbido al mar
ese río.
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus
ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro
de tu hidalga compasión:
o arráncame el corazón,
o ámame
porque te adoro.
Don Juan:
¿Alma mía! Esa palabra
cambia de modo mi ser,
que alcanzo que puede hacer
hasta que
el Edén se me abra.
No es, doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí;
es
Dios, que quiere por ti
ganarme para Él quizás.
No, el amor que hoy se atesora
en mi
corazón mortal
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora;
no es
esa chispa fugaz
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto
ve, inmenso, voraz.
Desecha, pues, tu inquietud,
bellísima doña Inés,
porque me
siento a tus pies
capaz aún de la virtud.
Sí, iré mi orgullo a postrar
ante el
buen Comendador,
y o habrá de darme tu amor,
o me tendrá que matar.
Doña Inés:
¡Don Juan de mi corazón!
* * *
(...)Don Juan:
Culpa mía no fue: delirio insano
me enajenó la mente acalorada.
Necesitaba víctimas mi mano
que inmolar a mi de desesperada,
y al verlos en mitad de mi camino
presa les hice allí de mi locura.
¡No fui yo, vive Dios! ¡Fue su
destino!
Sabían mi destreza y mi ventura.
Oh! Arrebatado el corazón me
siento
por vértigo infernal..., mi alma perdida
va cruzando el desierto
de la vida
cual hoja seca que arrebata el viento.
Dudo..., temo...,
vacilo..., en mi cabeza
siento arder un volcán..., muevo la planta
sin voluntad, y
humilla mi grandeza
un no sé qué de grande que me espanta.
...
¡Jamás mi orgullo
concibió que hubiere
nada más que el valor...! Que se aniquila
el alma con el cuerpo
cuando muere
creí..., mas hoy mi corazón vacila.
¡Jamás creí en fantasmas...!
¡Desvaríos!
Mas del fantasma aquel, pese a mi aliento,
los pies de piedra
caminando siento
por doquiera que voy, tras de los míos.
¡ Oh! Y me trae a este
sitio irresistible
misterioso poder...
* * *
(...)Don Juan:
¿Conque hay
otra vida más
y otro mundo que el de aquí?
¿Conque es verdad, ¡ay de mí!,
lo que no creí jamás?
¡Fatal verdad que me hiela
la sangre en el corazón!
Verdad
que mi perdición
solamente me revela.
Justicias del Rey Don Pedro
I
Cuando su luz y su sombra
mezclan la noche y la tarde,
y
los objetos se sumen
en la sombra impenetrable,
en un postigo excusado,
que a una
callejuela sale
de una casa, cuya puerta
principal da a la otra calle,
dos
hombres que se despiden
se ven, aunque no se sabe
n¡ cuál de los dos se queda
ni cuál
de los dos se parte.
Ambos mirándose atentos,
ambos un pie hacia adelante,
parados en el dintel
están, y entrambos iguales.
Por fin el más viejo de ellos,
hundiendo el mustio semblante
entre el sombrero y la capa,
en ademán de marcharse,
torció la cabeza a un lado,
pronunciando un no tan grave,
que bien se vio que era el fin
de las pláticas de enantes.
Sin duda el otro entendido,
no encontró qué replicarle,
pues bajando la cabeza,
callóse por un instante.
-Buenas
noches -dijo el viejo-.
Tartamudeó un "Dios le guarde"
el otro; mas, decidiéndose,
hizo hacia el viejo un avance.
-"Mírelo bien, y cuidado
no se
arrepienta, compadre.
-Nunca eché más de una cuenta.
-Piénselo bien, y no pase
sin
contar lo que va de él
a don Juan de Colmenares.
-Señor -replicó
el anciano-,
en tiempos tan deplorables,
yo sé que lo pueden todo
los ricos
y los audaces.
-Pues mire lo que le importa;
que rica y audaz señales
son con que marca la fama
a los que
en mi casa nacen.
Callaron por un momento,
y continuando mirándose
dijo el
viejo tristemente,
aunque en tono irrevocable:
-Nunca lo esperé de vos;
mas
tampoco vos ni nadie
puede esperar más de mí.
-Pues, entonces, adelante
idos,
buen viejo, con Dios,
qué estoy de prisa y es tarde."
Cerró la puerta de golpe,
a escuchar sin esperarse
una respuesta que el viejo
tuvo
tentación de darle;
y acaso por su fortuna
quedó a tal punto en la calle
para
dársela a la puerta,
donde la deshizo el aire.
Volvió el anciano la espalda,
y en
dos golpes desiguales,
sus pasos descompasados
pueden de lejos contarse;
porque sus
pies impedidos,
deben a su edad y achaques
una muleta que marcha
un pie que
los suyos antes.
La esquina a espacio traspuso,
y a poco otro hombre más ágil,
saliendo por el postigo,
siguió en silencio su alcance.
Túvose al 'volver la esquina;
tendió sus ojos sagaces,
y
enderezó los oídos
atento por todas partes;
mas, no oyendo ni escuchando
de qué poder recelarse,
tomando
el rastro del viejo,
echó por la misma calle.
II
En un aposento ambiguo,
medio portal, medio tienda,
que hace asimismo las veces
de cocina y de despensa,
pues da
su entrada a la calle
y en confuso ajuar ostenta
camas, hormas y un caldero
colgado en .la chimenea,
hay seis personas distintas,
que hacen al pie de la letra
(salvo el padre, que está ausente)
una raza verdadera.
Un mozo de veinte abriles;
una muchacha
risueña
de diez y seis; tres muchachos,
y una anciana de sesenta.
Y
aunque a las veces nos turban
engañosas apariencias,
zapateros son de oficio,
si a espacio se considera,
que está
la estancia aromada
con vapores de pez negra,
que ribetea la moza,
y que el mozo
maja suela.
-Mucho tarda -dijo el último
padre esta noche, Teresa.
-Ya ha
tiempo que ha anochecido.
-Muchacho, atiza esa vela
y deja quieto ese bote.
Y esto
diciendo en voz recia
el mozo, siguió en silencio
cada cual en su tarea,
el chico
sitiando al bote,
ribeteando la doncella,
majando el mozo a compás,
y
dormitando la vieja.
Con monótonos murmullos
arrullaban esta escena
el son de la
escasa lluvia
de un aguacero que empieza,
el no interrumpido son
con que
hierve la caldera,
y el tumultuoso chasquido
con que la luz chisporrea.
-¿Las
nueve son? - dijo el mozo.
-Eso las ánimas suenan
con sus campanas - repuso
santiguándose Teresa.
-¡Las ánimas, y aún no viene!
Y echando atrás la silleta,
se
puso el mancebo en pie,
y encaminóse a la puerta.
Al ruido que hizo en el cuarto,
despertándose la vieja,
dijo: -¿Rezáis a las ánimas?
-Sí, señora: estése queda.
Asió
el mancebo la aldaba,
mas la había alzado apenas,
cuando un espantoso golpe
venció
la puerta por fuera.
-¡Muerto soy! - dijo una voz;
Cayó un embozado en tierra,
y
viose un hombre que huía
al fin de la callejuela.
En derredor del caído
se agolparon,
que aún conserva
algún resto de la vida
que le arrancan a la fuerza;
mas no
bien le desenvuelven,
por ver piadosos si alienta,
un grito descompasado
lanzó...
la familia entera.
Blasfemó el mozo con ira,
desmayóse la
doncella,
y la anciana y los muchachos
en llanto a la par revientan.
-Padre, ¿quién fue? - preguntaba
sosteniendo la cabeza
del anciano moribundo
el hijo, que
llora y tiembla.
Echóle triste mirada
su padre, como quien lega
su razón y su
justicia
en quien se fija con ella.
-Juan ...
-¿Qué Juan?
-De Colmenares -
balbuceó con torpe lengua,
y sobre el brazo del hijo
dobló la faz macilenta.
Reinó un
silencio solemne
por un instante en la escena,
y a reunirse empezaron
vecinos
de ambas aceras.
Llegó la justicia al punto,
y mientras justicia ella,
partió
por la turba el mozo
en haz de intención siniestra.
-¿Dónde va? - dijo un corchete.
-Siendo yo su sangre mesma,
¿adónde sino al culpable?
-Soy
con vos.
-Enhorabuena.
-Por si acaso, va seguro... -
dijo para sí el de presa,
mientras el mozo resuelto,
ganó a una esquina la vuelta.
III
Son treinta días después,
y en mismo lugar y hora,
la misma vieja y los chicos
con mesa, mancebo y moza.
Cada cual en su tarea
sigue en paz,
aunque se nota
que todos tienen los ojos
del mancebo en la faz torva.
Él,
sin embargo, en silencio
prosigue atento su obra,
sin levantar la cabeza,
que sobre
el pecho se apoya.
Tan doblada la mantiene,
que apenas la llama roja
que da la
luz, alumbrarle
las cejas fruncidas logra;
y alguna vez que el reflejo
las
negras pupilas toca,
tan viva luz reverberan,
que chispas parecen brotan.
La
verdad es, que una lágrima
que a sus -párpados asoma,
viene anunciando un torrente
en que
el corazón se ahoga.
Y el mozo, por no aumentar
de los suyos la congoja,
a duras
penas le tiene
dentro el pecho y le sofoca.
Largo rato así estuvieron
en
atención afanosa,
todos mirando al mancebo,
y éste mirando a sus hormas;
hasta
que al cabo Teresa,
más sentida o más curiosa,
le dijo: -¿Estás malo, Blas?
Y a
su vez limpia y sonora
siguió otro largo intervalo
de larga atención dudosa.
Nada
el hermano responde,
mas ella su afán redobla,
que no hay temor que la tenga,
la
valla de una vez rota.
-¿Cómo estás tan cabizbajo?...
Y aquí Blas interrumpióla.
-¿Y qué tengo que decir
a quien sin padre y sin honra
debe vivir para siempre?
Y
aquí la familia toda
rompió en ahogados sollozos
a tan infausta memoria.
Sosegóse, y siguió Blas
en voz lamentable y honda
-Él rico, y nosotros pobres ;
débil la justicia, y poca,
y el Rey en caza y en guerra,
¿qué puede alcanzar quien llora?
-Qué, ¿por libre se atrevieron? ...
-Poco menos, pues sus doblas
pudieron más con los jueces
que las leyes.
-¡Las ignoran!
dijo indignada Teresa.
-¡No, hermana ; las acogotan !
contestó Blas, sacudiendo
su mazo con ciega cólera.
Siguió
en silencio otro espacio,
y otra vez Teresa torna:
-Mas la sentencia, ¿cuál fue? -
dijo, y calló vergonzosa.
-¿La sentencia? -gritó Blas
revolviendo por las órbitas
los
negros y ardientes ojos-.
¿La sentencia pides?, óyela.
Todos se echaron de golpe
sobre
la mesilla coja,
que vaciló al recibirles,
a oír lo que tanto importa.
-Sabéis
que el de Colmenares
hoy pingüe prebenda goza
en la iglesia, y que a Dios gracias
y a mi diligencia propia,
se le probó que dio muerte
a padre (que en paz reposa).
Pues
bien: no sé por qué diablos
de maldita jerigonza
de conspiración
que dicen
que con su muerte malogra,
dieron por bien muerto a padre,
y
al clérigo...
-¿Le perdonan?
-No, ¡ vive Dios! le condenan.
¡ Mas ved qué dogal le ahoga!
Condénanle a que en un año
no asista a coro, mas cobra
su renta; es decir, le mandan
que no trabaje, y que coma.
Tornó a su silencio Blas,
y a sus sollozos la moza,
ella
cosiendo sus cintas,
y él machacando sus hormas.
IV
Está la mañana limpia,
azul, transparente, clara,
y el sol de entre nubes rojas
espléndida luz derrama.
Toda es tumulto Sevilla,
músicas,
vivas y danzas;
todo movimiento el suelo,
toda murmullos el aura.
Cruzan
literas y payes,
monjes, caballeros, guardias,
vendedores,
alguaciles,
penachos, pendones, mangas.
Flota el damasco y las
plumas
en balcones y ventanas,
y atraviesan besamanos
donde no
caben palabras.
Descórrense celosías,
tapices visten las tapias,
los abanicos ondulan
y los velos se levantan.
Cuantas hermosas
encierra
Sevilla a su gloria saca,
cuantos buenos caballeros
en
sus fortalezas guarda,
ellos porque son galanes,
y ellas porque
son bizarras;
las unas porque la adornen,
los otros para admirarlas.
Óyense al lejos clarines,
y chirimías y cajas,
y a lengua suelta repican
esquilones y
campanas.
Mas no vienen los hidalgos
armados hasta las barbas,
ni el
pálido rostro asoman
las bellas amedrentadas;
que no doblan los tambores
en son
agudo de alarma,
ni las campanas repican
a rebato arrebatadas;
que es la
procesión del Corpus.
que ya traspone las gradas
del atrio, y el
Rey don Pedro
acompañándola baja.
Padillas y Coroneles
y Albuquerques se
adelantan,
con Osorios y Guzmanes,
pompa ostentando sobrada.
Y bajo un
palio don Pedro,
de ocho punzones de plata,
descubierta la cabeza
y armado
hasta el cuello, marcha.
En torno suyo el cabildo
diez individuos encarga
que de
escuderos le sirvan
en comisión poco santa ;
mas tiempos son tan ambiguos
los
que estos monjes alcanzan,
que tanto arrastran ropones
como broqueles embrazan.
Entre
ellos se ve a don Juan
de Colmenares y Vargas,
que deja por vez
primera
la reclusión de su casa,
no porque el año ha cumplido,
sino porque el año paga,
y doblas redimen culpas
si se confiesan
doradas.
Rosas deshojan sobre ellos
las hermosísimas damas,
y
toda es flores la calle
por donde la corte pasa.
Envidia de las más bellas,
salió a un balcón del alcázar
la
hermosísima Padilla,
origen de culpas tantas.
Hízola venia don
Pedro,
y al responderle la dama,
soltó sin querer un guante,
y
ojalá no le soltara.
Lanzóse a tomar la prenda
muchedumbre cortesana
muchos llegaron a un tiempo,
mas nadie
tomar osaba,
que fuera acción peligrosa,
aparte de lo profana.
Partiendo la diferencia,
salió de la
fila santa
el bizarro Colmenares
con intención de tomarla.
Mas no bien
dejó su mano
del palio al punzón de plata,
y puso desde él al rey
cuatro pasos de distancia,
cuando un
mancebo iracundo,
con irresistible audacia,
se echó sobre él, y en el pecho
le
asentó dos puñaladas.
Cayó don Juan; quedó el mozo
sereno en pie entre los guardias,
que le asieron, y don Pedro
se halló con él cara a cara.
La procesión se deshizo;
volvió
gigante la fama
el caso de boca en boca,
y ya prodigios contaban.
Juntáronse
los soldados
recelando una asonada;
cercaron al Rey algunos
y llenó al
punto la plaza
la multitud, codiciosa
de ver la lucha empezada
entre el
sacrílego mozo
y el sanguinario monarca.
Duró un instante el silencio,
mientras el Rey devoraba
con sus ojos de serpiente
los ojos del que le ultraja.
-¿Quién
eres? - dijo, por fin,
dando en tierra una patada.
-Blas Pérez -
contestó el mozo
con voz decidida y clara.
Pálido el rey de
coraje,
asióle por la garganta,
y así en voz ronca le dijo,
que
la cólera le ahogaba
"¿Y yendo tu rey aquí,
¡voto a Dios!, por qué
no hablaste,
si con la ocasión te hallaste
para obrar con él así?"
Soltóse Blas de la mano
con que el rey le sujetaba,
y, señalando
al difunto,
repuso tras breve pausa:
-Mató a mi padre, señor;
y el tribunal, por su oro,
privóle
un año del coro,
que en vez de pena es favor.
-Y si vende el tribunal
la justicia encomendada,
¿no es mi-
justicia abonada
para quien justicia mal?
Cuando el miedo o la malicia
(dijo
Blas) tuercen la ley,
nadie se fía en el rey,
medido por su justicia.
Calló Blas,
y calló el rey
a respuesta tan osada
y los ojos de don Pedro
bajo las cejas
chispeaban.
Tendiólos por todas partes,
y al fuego de sus miradas,
de
aquéllos en quien las puso
palidecieron las caras.
Temblaron los más audaces,
y el pueblo
ansioso esperaba
una explosión de don Pedro
más recia que sus palabras.
Rompió el silencio. por fin,
y en voz amistosa y blanda,
el interrumpido diálogo
así con
el mozo entabla:
-¿Qué es tu oficio?
-Zapatero.
-No han de decir ¡vive Dios!
que a ninguno de los dos
en mi sentencia prefiero.
Y
encarándose don Pedro
con los jueces que allí estaban,
dando un bolsillo a Blas Pérez,
dijo en voz resuelta y alta:
"Pesando ambos desacatos,
si con no rezar cumple él
en un año, cumples fiel
no
haciendo en otro zapatos."
Tornóse don Pedro al punto,
y brotó la turba osada
murmullos
de la nobleza
y aplausos de la canalla.
Mas viendo el rey que la fiesta
mucho en ordenarse tarda,
echando mano al estoque,
dijo así, ronco de rabia:
"¡ La
procesión adelante,
o meto cuarenta lanzas
y acaban ¡voto a los
cielos!
los salmos a cuchilladas P'.
Y como consta a la Iglesia
que es
hombre el rey de palabra,
siguieron calle adelante
palio, pendones y mangas.La
orgía
La
sombra nos cobija
con su tapiz de duelo:
cansado ya del cielo
el sol se hundió en la mar.
El mundo duerme imbécil,
vacilan las
estrellas;
en torno a las botellas
venid a delirar.
Venid niñas sedientas
de libertad y amores,
que fiestas y licores
dan libertad y amor.
Húmedos de esperanza
traed los ojos bellos,
sin trenzas los cabellos,
la frente sin rubor.
La vida es una farsa
hipócrita y demente,
y el mundo
indiferente
se cansa del placer;
el mundo se ha dormido;
romped
vuestros papeles,
dejad los oropeles
que vano os prestó ayer.
Dejad de esa comedia
el torpe fingimiento,
ahogad el preso
aliento
con larga libación.
La sombra, si ese cielo
su luz
tiende importuna,
envolverá la luna
en tocas de crespón.
¡Oh!, lejos de los ojos
de la curiosa plebe,
la copa en que se
bebe
nos abre un ancho Edén;
el fondo cristalino
las luces
multiplica,
y de vapores rica
perfuma nuestra sien.
Los labios desfrenados,
la lengua desatada,
en larga carcajada
prorrumpen sin cesar.
La lumbre de los ojos
inquieta y licenciosa,
los ojos de una hermosa
se afana en reflejar.
Venid a los festines
avaras de placeres,
que el cielo en las
mujeres
atesoró el placer.
Venid, niñas, sin cuitas
desnudo el
albo seno,
porque quiero el veneno
de vuestro amor beber-
[...]
De cada ardiente beso
el lúbrico estallido
rasgará el sostenido
murmullo bacanal;
como reloj deshecho
que sin marcar las horas,
sacude las sonoras
campanas de metal.
El mundo duerme, niñas,
bebamos y cantemos,
que más no
sacaremos
del mundo engañador;
húmedos de esperanza
traed los
ojos bellos,
sin trenzas los cabellos,
la frente sin rubor.
Venid, y mal prendidos
los velos y los chales,
prodiguen
liberales
la luz de vuestra tez:
los ondulantes rizos
flotando
por la espalda,
la mal ceñida falda
mintiendo desnudez.
Y las de negros ojos
que ostenten su mirada
altiva, enamorada,
con infernal pasión,
y las rubias ostenten
sin máscaras de tules,
las pupilas azules,
y rojo el corazón.
La noche se desliza,
su llama el sol enciende,
el día nos
sorprende,
va el mundo a despertar.
¡Cantemos y bebamos,
que
cuando venga el día
el sueño de la orgía
le volverá a apagar!
La plegaria
Helos al pie de la cruz
En oración reverente;
La virtud brilla en
su frente
Como la primera luz
Del sol que alumbra en Oriente.
Niños tal vez desvalidos
Que pasan desconocidos,
Con la
inocencia en el alma,
Como en desiertos perdidos
Con sus racimos
la palma.
Angeles acaso son
Que, el mundo sin conocer,
Llevan en el
corazón
Una sublime oración
Y las virtudes de ayer.
Sus ojos ven solamente
A través del blanco velo
Que cerca el
alma inocente,
Vida en la tierra inclemente,
Luz y armonía en el
cielo.
Ven en el alba colores
Y en el llano hierba y flores,
Sombra,
del valle en la hondura,
Y en el aire ruiseñores,
Y peñascos en la
altura.
Para ellos, música el viento
Es, si las alas despliega,
Si en
las secas hojas juega,
O entre las flores se pliega
Con lascivo
movimiento.
Y son las flotantes ramas,
Del sol a las rojas llamas,
Del
prado, verdes espumas,
De aérea serpiente, escamas,
De águila
terrestre, plumas.
Y son los hombres hermanos,
Y oran por ellos contentos,
Hasta
que los hombres vanos
Pongan, leones hambrientos,
En su inocencia
las manos.
Sabe ella que es virgen bella,
Y él un Angel hechicero,
Porque
no dudan él ni ella
Que ella es de virtud estrella,
Y él de
inocencia lucero.
Mas ¡ay! que del pedestal
A la sombra cobijado,
Acaso un ojo
carnal
Está en la virgen posado
Con una idea brutal.
Y sobre la tez de rosa
La lágrima de dolor
Que ella derrama
piadosa,
El hombre la cree de amor,
Y llama al Angel ¡hermosa!
Que tal vez pintarse intenta
Aquella avara pupila,
De torpes
formas sedienta,
Mil perfecciones que aumenta
En esa virgen
tranquila.
Así incompletas y vanas
Las cosas del mundo son,
¡Que a turbar
vienen livianas
Esa angélica oración
Con imágenes mundanas!
¿Por qué, pintor, ideaste
Una plegaria tan bella,
Si la cruz
que levantaste,
Luego, pintor, la ultrajaste
Pintando al hombre
tras ella?
¡No digas quién la creó!
culpa no arguya!
¡Que en ambos
Tú
fuiste quien la pintó,
Mas la malicia no es tuya,
Que quien la
escribe soy yo.
Oriental
Dueña de la
negra toca,
la del morado monjil,
por un beso de tu boca
diera a Granada
Boabdil.
Diera la lanza
mejor
del zenete más bizarro,
y con su fresco verdor
toda una
orilla del Darro.
Diera las
fiestas de toros,
y si fueran en sus manos,
con las zambras de los moros
el
valor de los cristianos.
Diera alfombras
orientales,
y armaduras y pebetes,
y diera... ¡que tanto vales!,
hasta
cuarenta jinetes.
Porque tus ojos
son bellos,
porque la luz de la aurora
sube al Oriente desde ellos,
y el
mundo su lumbre dora.
Tus labios son
un rubí,
partido por gala en dos...
Le arrancaron para ti
de la
corona de Dios.
De tus labios,
la sonrisa,
la paz de tu lengua mana...
leve, aérea, como brisa
de
purpurina mañana.
¡Oh, qué
hermosa nazarena
para un harén oriental,
suelta la negra melena
sobre el
cuello de cristal:
en lecho de
terciopelo,
entre una nube de aroma,
y envuelta en el blanco velo
de las
hijas de Mahoma!
Ven a Córdoba,
cristiana,
sultana serás allí,
y el sultán será, ¡oh sultana!,
un
esclavo para ti.
Te dará tanta
riqueza,
tanta gala tunecina,
que ha de juzgar tu belleza
para
pagarle, mezquina.
Dueña de la
negra toca,
por un beso de tu boca
diera un reino Boabdil;
y yo por
ello, cristiana,
te diera de buena gana
mil cielos, si fueran mil.
Para verdades el tiempo y para
justicia Dios
I
Juan Ruiz y
Pedro Medina,
dos hidalgos sin blasón,
tan uno del otro son
cual de una zarza una espina.
Diz que
Pedro salvó a Juan
la vida en lance sangriento;
prendas de tanto momento
amigos
por cierto dan.
Pasan ambos por valientes
y mañeros en la lid,
y lo han
probado en Madrid
en apuros diferentes.
Ambos pasan por iguales
en valor y en
osadía,
pero en fama de hidalguía
no son lo mismo cabales.
Que es
Juan Ruiz hombre iracundo,
silencioso por demás,
que no alzó noble jamás
el gesto
meditabundo.
Ancha espalda, corto cuello,
ojo izquierdo, torvas cejas,
ambas mejillas bermejas,
y claro y rubio el cabello.
Y aunque lleva en la cintura
largo hierro toledano,
dale, brillando en su mano,
más villana catadura.
Y aunque
arrojado y audaz
en la ocasión, rara vez
carece su intrepidez
de son de
temeridad.
Ágil, astuto o traidor,
hijo de ignorada cuna,
debe acaso a
su fortuna
mucho más que a su valor.
Presentóse ha pocos años
de Indias
advenedizo,
dizque con nombre postizo
cubriendo propios amaños.
Mas
vertió lujo y dinero
en festines y placeres,
aunque fue con las mujeres
más falso
que caballero.
Hoy pasa, pobre y oscuro,
una existencia común,
y medra o
mengua según
los dados le dan seguro.
Hombre de quien saben todos
que
vive de malvivir,
mas nadie sabrá decir
por cuáles o de qué modos.
Modelos en
amistad
ambos para el vulgo son,
mas con Pedro es la opinión
menos
rígida en verdad.
Porque es Pedro, aunque arrogante
y orgulloso en demasía,
mozo de más cortesía
y más bizarro talante.
De ojos negros y rasgados
con que a
quien mira desdeña,
nariz corta y aguileña,
con bigotes empinados.
Entre
sombrero y valona
colgando la cabellera,
y alto el gesto en tal manera,
que
cuando cede perdona.
Mas si sombras de matón
tales maneras le dan,
tiénela más de
galán
por su noble condición.
Que no hay en Madrid mujer
que un
agravio recibiera,
que a su espada no tuviera
satisfacción que deber.
Ni hay
ronda ni magistrado
que en revuelta popular.
no le haya visto tomar
ayuda y
parte a su lado.
Tales son Ruiz y Medina,
de quienes, por concluir,
fáltame
sólo decir
que amaban a Catalina.
Es ella una moza oscura,
de talle y
de rostro apuesta,
mas tan gentil como honesta,
y como agraciada pura.
Ámala
Ruiz, pero calla,
acaso porque su amor,
para mujer de su honor,
palabras de
amor no halla.
Él con ansia la contempla
al abrigo del embozo,
pero el
ímpetu de mozo
ante su virtud se templa,
que es tan dulce su mirar,
que su
luz por no perder,
cuando se quiso atrever
sólo se atrevió a callar.
Y es tan
flexible su acento,
que para no interrumpirle,
tener es fuerza al oírle
con los
labios el aliento.
Medina, que fue soldado
sobre Flandes por Castilla,
y a los
usos de la villa
de más tiempo acostumbrado,
suplicóla tan rendido,
tan
cortés la enamoró,
que ella amor le prometió
como él fuera su marido.
«¡Eso
sí!, ¡por San Millán!»,
dijo Pedro con denuedo;
y la calle de Toledo
tomó en
resuelto ademán.
II
Contento Pedro Medina
con su amorosa ventaja,
mas
a carreras que a pasos
iba cruzando la plaza.
Saltábale el corazón
a cada paso que
daba,
y frotándose ambas manos
bajo la anchurosa capa.
Los labios
le sonreían,
y los ojos le brillaban
al reflejo que en el pecho
despide
la amante llama.
Las gentes le hacían sitio
porque cerca no pasara,
que,
según iba resuelto,
que fuese audaz recelaban.
Mas él va tan divertida
en sus
amores el alma,
que ni ve donde tropieza,
ni cura de los que pasan.
Topó al
volver una esquina
una vieja, y al dejarla
derribada en tierra, dijo:
«Nos
casaremos mañana.»
Enredósele el estoque
en el manto de una dama,
y
rasgándole una tercia,
echála un voto de a vara.
Así dando y recibiendo
encontrones
y pisadas,
dio por fin con la hostería
donde su amigo jugaba.
Fue a la
mesa, y preguntando
a Juan si pierde o si gana,
pidió vino y añadióle:
-Cuando
acabes, dos palabras.
Recogió Juan sus monedas,
y terciándose la capa,
sentóse al
lado de Pedro
diciendo bajo: -¿Qué pasa?
-Me caso -dijo Medina.
Miróle
Juan a la cara,
y frunciendo entrambas cejas
tosió, sin responder nada.
-¿Qué piensas? -preguntó Pedro.
-En ti y tu mujer pensaba
-contestó Juan suspirando,
con voz
ronca y apagada.
-¿Supondrás que es Catalina?
-Y lo siento con el alma.
-¡Cómo!
-Porque tengo celos.
-¡Por San Millán!
-Yo la amaba.
-¿Y
ella?
-Nunca se lo dije,
pero ocurrióseme...
-¡Acaba!
-Para
decirla mi amor
escribirla hoy una carta.
Callaron ambos: Medina
remedio al
caso buscaba,
el codo sobre la mesa,
sobre la mano la barba.
Al fin,
como quien resuelve
negocio que aflige y cansa,
pidió papel y tintero,
diciendo
a Juan: -¡Por mi alma,
que en mi vida en tal apuro
vacilar tanto pensaba;
y a no
serte tú quien eres,
metiéralo a cuchilladas;
pero escribe, y que responda
a cual
de nosotros mata!
Escribió Juan, más rasgando
al mejor tiempo la carta.
-Echemos -dijo- los dados,
y al que la mayor le caiga,
si es a mí, la escribo al punto;
si es ti, Pedro, te casas.
Tiró Juan, y sacó nueve;
y asiendo el vaso con rabia,
tiró
Pedro, y sacó doce.
Con que los dos se levantan,
y atravesando la turba
que
curiosa los cercaba,
parten la calle en silencio,
dándose entrambos la espalda.
III
Son, a mi pensar, los celos
delirio, pasión o mal
a
cuyo influjo fatal
lloraban los mismos cielos.
A manos de tal pasión,
el más
cuerdo desespera,
pues quien con celos espera,
atropella su razón.
Si con
celos esperar
es importuna porfía,
ceder celoso en un día
cuanto se amó,
no es amar.
De celos verse morir,
y en silencio padecer,
son celos tan
de temer
cuanto duros de sufrir.
Y así, con celos amar
vale casi
aborrecer,
pero con celos ceder,
es igual que delirar.
Si otro más
favorecido
goza el bien que se perdió,
se habrá el disfavor sentido,
mas perdido el amor, no.
Porque en quien goza favor
sobra tal vez confianza,
y celos
sin esperanza
suelen guardar más amor.
Si favor nunca tuvimos,
aún es
suerte más cruel,
porque vemos ahora en él
cuanto bien haber pudimos.
Y así
pienso que son celos
delirio, pasión o mal,
a cuyo influjo fatal
lloraban los
mismos cielos.
Por eso llora Juan Ruiz,
celoso y desesperado,
el bien que
Pedro ha ganado
más galán o más feliz.
Por eso en la soledad
se mesa barba y
cabellos,
sin mirar que no está en ellos
su amante fatalidad.
¡Oh, que
no fueron antojos
sus amorosos desvelos!
Que el amor que hoy le da celos
entróle ayer por los ojos.
«¿Y por qué no me atreví
-clama el triste en su aflicción
y
hoy acaso esta pasión
pudiera arrancar de mí?
Mas volveré, ¡vive Dios!
¿Pero que
he de conseguir
si la he dejado elegir
marido de entre los dos?»
Y a su
despecho tornando,
semejábase, en su afán,
una fiera a quien están
dentro la
jaula acosando.
Sin darse el triste solaz,
cruzaba el cuarto sin tino,
pero
no hallaba camino
de dar al ánimo paz.
Silbaba al dejar rabioso
paso al
comprimido aliento,
y hollaba con pie violento
el pavimento ruinoso.
Iba
adelante y atrás
sin reflexión que le acuda,
a la par pidiendo ayuda
a Cristo
y a Satanás.
Túvose un momento al fin,
y en el temblor que le aqueja
se
ve bien que se aconseja
con un pensamiento ruin.
Volvió a girar otra vez,
y otra a
tenerse volvió;
en esto dobló un reló
en una torre las diez.
Entonces,
quedando fijo,
exclamó en la oscuridad:
«Hoy se casan, es verdad;
hace un
mes que me lo dijo.»
Ciñó con esto el acero
con desdén a la cintura;
y salióse a
la ventura,
la vuelta del Matadero.
IV
Es una noche sin luna,
y
un torcido callejón
donde hay en un esquinazo
agonizando un farol,
un balcón
abierto a medias,
por los vidrios de color
arroja al aire en tumulto
de danza
el confuso son.
Se oye el compás fugitivo
que llevan con pie veloz
los que
danzan descuidados
dentro de la habitación.
Y se ven cruzar sus sombras
una a
una y dos a dos
en fantástica carrera
y en monótona ilusión.
La casa es la
de Medina,
que en ella a fiesta juntó
sus amigos y parientes
después de
traspuesto el sol.
Allí con franca algazara
festeja a la que adoró,
de quien
aguarda esta noche
prendas de cumplido amor.
Está la niña galana
cual nunca el
barrio la vio,
suelto en rizos el cabello,
que exhala fragante olor;
la
falda de raso blanco
y acuchillado el jubón,
con vueltas de terciopelo
azul, de
cielo el color;
con una hebilla de plata
ajustado el cinturón,
de donde baja
en mil pliegues
un encaje en derredor;
y de un lazo de corales,
que Pedro la
regaló,
lleva en una cruz de oro
la imagen del Redentor.
Tanta
ventura en un día
nunca Pedro imaginó,
y así, anda desatentado
girando en la
confusión.
A cada vuelta se mira
en los ojos de su amor,
y en la luz de
aquellos soles
se le quema el corazón.
Y, en fin, para concluir,
se cantó,
cenó y bailó,
como es costumbre en las bodas
desde entonces hasta hoy;
hasta que, cansados unos
del baile, otros del calor,
las viejas del tardo sueño,
los
músicos de su son,
los muchachos de la bulla,
y los novios del honor
que les
hacen sus amigos
en tan precisa ocasión,
despidiéronse uno a uno
echando
sobre los dos
más bendiciones que plagas
causó a Egipto Faraón.
Quedáronse
entrambos solos
la amada y el amador,
por vez primera en la vida
a merced de
su pasión.
Mirábala embelesado
el amoroso español,
trémulo el rostro de
gozo
y de dicha el corazón;
mirábale ella anhelante
encendida de
rubor,
húmedos los negros ojos
con tiernísima afición.
Él
diciéndola: «¡Alma mía!»,
diciéndole ella: «¡Mi sol!»,
entre el son de ardientes besos
de regalado sabor.
En esto en la estrecha calle
temible ruido sonó
de voces y
cuchilladas
en medrosa confusión,
y al angustiado lamento
de uno que
grita: «¡Favor!
¡Ayudadme, que me matan!»
Pedro a la calle bajó
con el
estoque en la diestra
y en la siniestra el farol.
Asomóse Catalina
amedrentada al
balcón,
llamando a Pedro afanosa,
de algún daño por temor.
Alzó
Medina la cara,
y la luz con ella alzó,
pero apenas el reflejo
dio en el
rostro de su amor,
una estocada traidora
por el costado le entró.
Lanzó un
grito el desdichado
que partía el corazón;
lanzó la hermosa un gemido
de
intensísimo dolor,
y el moribundo Medina
volviendo el gesto a un rincón,
hacia
una imagen de Cristo,
de quien devoto vivió,
dijo expirando: «Soy muerto,
¡acorredme, Santo Dios!»
Y quedó tendido en tierra,
sin movimiento y sin voz.
Alzóse
a su lado un hombre,
y exclamando con pavor:
«¡Maldita sea mi alma!»,
mató la luz
y escapó.
V
Tuvieron así los años,
uno, dos, tres, hasta siete,
embozada en el misterio
aquella impensada muerte.
En vano
acudieron pronto
vecinos a socorrerle,
para vengarle los hombres,
para mentir
las mujeres.
En vano salieron unos
casi desnudos a verle,
y otros
salieron jurando,
armados hasta los dientes.
Nada sirvieron entonces,
ni
jubones ni broqueles;
Medina quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
En vano son
las pesquisas
de los irritados jueces,
en vano son los testigos,
las citas
y los papeles.
En vano el caso averiguan
una, dos, tres, quince veces;
cada
vez más se confunden
los golillas y corchetes.
En vano sobre la rastra
anduvieron
diligentes
olfateando la presa
los alanos de las leyes;
porque todos
son testigos,
todos declaran contestes,
todos son los agraviados,
mas
ninguno delincuente.
Hubo alborotos por ello,
y pendencias más de veinte;
mas
Pedro, quedó sin vida,
y sin justicia el aleve.
Catalina le lloraba,
desconsolada y
doliente,
minutos, horas y días,
noches, semanas y meses.
Un año
estuvo en el lecho
con accesos de demente,
y un año a su cabecera
veló Juan
Ruiz sin moverse.
Dio con la puerta en los ojos
a padrinos y parientes,
diciendo: «Mientras yo viva,
no faltará quien la vele.»
Y en vano le murmuraron
de tal
conducta las gentes;
Juan se mantuvo constante
a la cabecera siempre,
sin que a
sondear su alma
alcanzara algún viviente
a través de la reserva
y el
misterio que mantiene.
Curóse al fin Catalina,
y el tiempo, que tanto puede,
siendo
remedio y sepulcro
de los males y los bienes,
volvió la luz a sus ojos,
y el
pudor volvió a su frente,
y el talismán de la risa
a sus labios transparente;
y salió
ufana, diciendo
a cuantos por verla vienen
que la vida con que vive
sólo a
Juan Ruiz se la debe.
Éste, a pretexto de amigo
del triste que en polvo duerme,
no
se aparta de su lado
hasta que la noche viene.
Entonces a lentos pasos
la esquina
inmediata tuerce,
y en las revueltas del barrio
como un fantasma se pierde.
Mas no faltó en él alguno
que a media voz se atreviese
a decir que cuando pasa
por
ante el Cristo se tiene,
y el embozo hasta los ojos,
el sombrero hasta las sienes,
cruza azaroso la calle,
como si alguien le siguiese.
En estas conversaciones,
cada
vez menos frecuentes,
pasaron al fin los años,
uno, dos, tres, hasta siete.
VI
Pagada la Catalina
de amistad tan firme y tierna,
de tanto
afán y desvelos,
de tan rendida fineza,
escuchó a Juan una tarde,
los ojos
fijos en tierra,
dulces palabras de amores
de la balbuciente lengua.
Instó un
día y otro día,
quedó siempre sin respuesta;
volvió a sus ruegos Juan Ruiz
volvió a su silencio ella.
Pasése un mes y otro mes,
y tornó Ruiz a su tema,
y tornó a
callar la niña
entre enojada y risueña.
Mas tanto lidió el galán,
tanto
resistió la bella,
que al cabo la linda viuda
dijo a Juan de esta manera:
-Puesto que es muerto Medina
(¡Dios en su gloria le tenga!)
y por siete años cumplidos
mi
fe le he guardado entera,
y él ha visto nuestro amor
allá en la vida eterna,
os daré,
Juan Ruiz, mi mano,
y mi corazón con ella.
Amigo de Pedro fuisteis,
y yo os debo
la existencia;
conque es justo, a mi entender,
os cobréis entrambas deudas.
Púsose Juan Ruiz de hinojos
a los pies de la doncella,
y asiéndola las dos manos
humildemente la besa.
Acordáronse las bodas,
mas Catalina aconseja
que sean cuando
él quisiese,
pero que sin ruido sean.
Las malas mañas o antojos,
o tarde
o nunca se dejan,
y Juan en su mocedad
gustó de bulla y de fiesta.
Así, aunque
pocos convida
para que a las bodas vengan,
buscó unos cuantos amigos
que
le alegraran la mesa.
Trajo vinos los mejores,
y viandas las más frescas,
y apuntó
por hora fija
de noche las diez y media.
Gustaba Juan sobre todo
de
cabezas de ternera,
y asábalas con tal maña,
que a cualquier gusto pluguieran.
Gozaba en esto gran nombre
entre la gente plebeya,
de tal modo, que le daban
el apodo
de Cabezas.
Ocurrióle a media tarde
darse a luz con tal destreza,
y
embozándose en la capa,
salió en busca de una de ellas.
Mataban aquella tarde
en el
Rastro una becerra;
compró el testuz y cubrióle,
asido por una oreja.
Volvió a
doblar el embozo,
y contento con la presa,
de la calle en que vivía
tomó
rápida la vuelta.
Iba Juan Ruiz con la sangre
dejando en pos roja huella,
que
marcaba su camino
sobre las redondas piedras.
En esto, entrando en su barrio,
al doblar una calleja,
dos ministros de justicia
le pasaron muy de cerca.
Él
siguió, y pasaron ellos
advirtiendo con sorpresa
la sangre con que aquel hombre
el
sitio que anda gotea.
Él siguió, y tornaron ellos
por sobre el rastro que deja,
hasta entrar en otra calle
oscura, sucia y estrecha.
En un rincón, embutida,
a la luz
de una linterna,
de Cristo crucificado
se ve la imagen severa.
Paróse Juan;
los corchetes,
que en el mismo punto llegan,
viendo que duda y vacila
en la
faz de preso le cercan.
-¡Fuera el embozo! -gritaron-;
muestre a la luz lo que lleva.
Volvió los ojos al Cristo
Juan, y helósele en las venas,
a
una memoria terrible,
cuanta sangre hervía en ellas.
-¡Fuera el embozo! -repiten,
y él, acongojado, tiembla,
sintiendo un cambio espantoso
que pasa en su mano mesma.
Quiso hablar, y atropellado,
un «¡Dejadme!» balbucea.
Deshiciéronle el embozo,
y
mostrando Ruiz la diestra,
sacó asida del cabello
de Medina la cabeza.
-¡Acorredme,
Santo Dios!
-grita aterrado, y la suelta;
mas la cabeza, oscilando,
entre los dedos le queda.
-¡Yo le maté! -clamó entonces-,
hoy ha siete años, por ella.
Y sin voz ni movimiento
cayó desplomado en tierra.
Conclusión
Y así fue
que aquella noche
de sangrienta confusión,
en que al ruido de una riña
Pedro a
la calle bajó
con el estoque en la diestra
y en la siniestra el farol,
no
era en ella otro que Ruiz
quien llevaba lo mejor.
Como un imán a una aguja
arrastra
constante en pos,
como una serpiente a un pájaro,
a una paloma un halcón
entorpecen y fascinan,
sin que ala ni pie veloz
para huirles les acudan,
a impulsos
de su pasión
anduvo así Juan vagando
de la fiesta en derredor.
Y oía por
las ventanas
de danza el confuso son.
Y vía cruzar las sombras,
una a una
y dos a dos,
en fantástica carrera
y en monótona ilusión.
Así lloraba
acosado
de sus celos y su amor,
cuando oyó de una pendencia
vivo y
cercano rumor;
cerróse en ella a estocadas
tan sin acuerdo y razón,
que a
cuantos hubo a las manos
adelante se llevó.
En esto acudió Medina,
y Catalina al
balcón,
de la suerte recelando,
acelerada salió.
Mas al ver cuál
afanosa
curaba ella de otro amor,
cegaron a Ruiz los celos,
el
despecho le embriagó,
y al tiempo que alzaba Pedro
el brazo con el farol,
matóle a
la faz de Cristo,
como villano, a traición.
De entonces, en los siete años,
después del hecho traidor,
ni una sola vez, de miedo,
por ante el Cristo pasó.
Llegó la
primera al cabo,
y en ella al Cielo ocasión
de mostrar que hay infalibles
tribunales sólo dos
de irrevocable sentencia,
sin cotos ni apelación:
Para
verdades el TIEMPO,
y para justicia DIOS.
Una aventura de 1360
En las frondosas campiñas
que con sus ondas serenas
fecunda el Guadalquivir
antes que en el mar se pierda,
sentada
está una ciudad
que majestuosa ostenta
lo atrevido de sus torres,
lo antiguo
de sus almenas.
El río su bella imagen
en su corriente refleja
pasando
enorgullecido
por pasar tan junto a ella.
Y ella se mira en sus aguas
contemplando allí altanera
su antigüedad y poder
y su proverbial belleza.
Espesos muros
la ciñen,
y frondosísimas huertas,
y apiñados olivares,
y fertilísimas
vegas.
Radiante sol la ilumina,
y la bordan sus laderas
altos y copados árboles
y olorosas
flores bellas.
Alegre gente la vive,
que las calurosas siestas
y las
perfumadas noches
pasa al son de la vihuela,
ya en sus entoldados patios,
entre fuentes y macetas,
ya en sus floridos jardines
gozando sus auras frescas.
Ciudad de hermoso recuerdo,
ciudad bella entre las bellas,
de los moros es envidia,
de los cristianos soberbia.
Sevilla, en fin, y esto basta,
que todo el nombre lo encierra;
y hablando de la hermosura
todo es una cosa mesma.
En Sevilla, pues, y en una
noche azulada de aquéllas
en que
la luna derrama
tranquila claridad trémula,
y en lo cóncavo del aire
resplandecen las estrellas,
y más allá con más brillo
los luceros reverberan;
en una de
aquellas noches
en que todo se presenta
blanco, pacífico, hermoso,
y que la
mente embelesa,
y los sentidos embriaga
y el corazón enajena;
noche de
aventuras propia
en mil trescientos sesenta
(edad en que esto pasaba,
si mi
memoria no yerra),
por la calle de la Sierpe,
media noche siendo apenas,
dos
hombres en la ancha plaza
con prisa y silencio se entran.
Largas capas les envuelven,
no porque precisas sean,
sino porque bien les cubran
de las personas las señas.
Por el
lado de la sombra,
punta a punta la atraviesan
de la calle de la Sierpe
hasta
la calle de Génova,
y el bulto de sus espadas,
que bajo la capa llevan,
las
plumas de sus birretes
y el rumor de sus espuelas,
por hidalgos les acusan,
por más
que entrambos se empeñan
en pasar como personas
de común raza plebeya.
Al fin cuando
ya contaban
tomar una callejuela
que al alcázar los llevase
sin pasar frente a la iglesia,
paróse el más alto de ellos,
diciendo : "¿Qué sombra es ésa
que tras el pilar se oculta,
Benavides? Yo dijera
que es un hombre". Y Benavides,
al que
pregunta contesta
"Llegad, señor, sin cuidado,
que ya imagino quién sea,
y hará
paso al conocerme,
que es hombre que me respeta,
porque me debe favores
e hicimos juntos la guerra".
Siguió
andando Benavides;
siguió el otro, por respuesta
dándole sólo el silencio
que satisfacerle muestra,
y frente
al hombre llegando
que junto al pilar espera,
mostrándose Benavides,
dejó
franca la carrera.
“Dios te guarde, Andrés", le dijo
el que va, pasando cerca.
"Buenas noches" dijo el hombre,
saludando con llaneza:
y pasaron los hidalgos,
y siguió el
otro en su espera.
Y, entre los dos que se van
por la oscura callejuela,
conversación en voz baja
se entabló de esta manera:
"¿Quién es ese hombre?
-Un soldado
que entró poco hace en la regla
de San Francisco, cansado
del servicio y de la guerra.
-¿Y
por qué precisamente
en tal ocasión lo deja,
pudiendo darle fortunas
estos
tiempos -de revueltas?
-Dice que al rey don Alonso
sirvió de grado, y por fuerza
no
quiere servir a nadie.
-Ya entiendo.
-Señor...
-Le lleva
la
opinión del vulgo necio,
que mal de don Pedro piensa.
-Ya veis,
señor, pues al claustro
se acoge, con su conciencia
se lo habrá mirado bien.
-Y a
tales horas, ¿qué espera,
solo en mitad de la plaza,
sin el traje de su regia?
-Señor,
es historia larga.
-Tal cual es quiero saberla.
-Son cosas qué-importan poco.
-A mí todo me interesa;
decid, pues.
-Pues escuchad.
Ya sabéis que representan
al
Rey los monjes franciscos,
que habiendo en su casa mesma
un manantial necesario
para el buen servicio de ella,
el
derecho a los vecinos
se les quite de que puedan
servirse de él en su daño,
porque
sin agua les dejan.
Los vecinos, como tienen
aquella fuente más cerca,
para
tomarla a su gusto
su viejo derecho alegan.
-Y tienen razón, y el Rey
se la da.
-Por esa muestra
de su
Real benignidad,
de los vecinos se aumenta
la osadía, y de los monjes
el trabajo y la impaciencia.
De
aquí nacen las hablillas,
las voces y las quimeras;
los vecinos a los monjes
tal vez
obligar intentan
a que de noche y de día
les tengan franca la puerta.
Los
monjes quieren cerrarla
como lo manda su regla,
y esto ocasiona denuestos
y
escandalosas pendencias.
Los vecinos traen soldados,
gente de su parentela;
los
frailes sacan domésticos
y deudos que los defiendan;
y como ven que su Rey
lo que le
piden les niega,
los del pueblo cobran bríos,
y los frailes se exasperan.
Esto duró hasta que Andrés,
hombre a quien nada amedrenta,
hombre que usa de las armas
con asombrosa destreza,
con sus escrúpulos dando
de una sola vez en tierra,
asió su
espada saliendo
de los suyos en defensa.
Burlábanse al principio,
mas él se
ha dado tal priesa
en asentar cintarazos
con tal fortuna y destreza,
que del
manantial los monjes
son dueños a la hora de ésta.
-¿Tan bizarro
es ese Andrés?
-Tan bizarro y tan a prueba,
que él solo guarda la
plaza
y ninguno se le acerca.
-El miedo de los villanos
es quien su valor pondera.
-De quien queráis informaos;
veréis que nadie lo niega.
Es hombre que, si le dicen
que una calle por apuesta,
guarde
una noche, es seguro
que nadie pasa por ella.
-¿Y no hay justicia en Sevilla,
un
hombre que le contenga?
-Ya veis, se acoge a sagrado,
y los bravos le respetan."
Murmuró el que preguntaba
unas palabras inciertas,
que expiraron en murmullo
cual
pronunciadas apenas.
Y como a un postigo oculto
que da al alcázar se llegan,
callaron ambos a dos,
llamando a espacio a la puerta.
Abrióles un pajecillo,
y
entrando los dos por ella,
quedó el silencio en el aire
y en soledad la plazuela.
Está la
siguiente noche
tocando en la misma flora,
y desde el cenit vertiendo
la luna luz melancólica.
Ni una
ráfaga de viento
la soledad silenciosa
interrumpe, ni una nube
del cielo el
azul entolda.
Toda Sevilla es silencio,
reposa Sevilla toda,
que duerme al
son que la arrullan
del Guadalquivir las ondas.
Apenas de tarde en tarde
atraviesa una persona
las calles a largos pasos,
o en una reja se aposta.
Y los
grandes edificios
que la extensa plaza forman,
sobre el suelo de la plaza
tienden su gigante sombra.
En un pilar apoyado
de una callejuela angosta,
por do un
largo pasadizo
en la plaza desemboca,
hay un hombre que está en
vela,
y a quien la noche medrosa
presta contornos fantásticos
y faz amenazadora.
Inmoble en
la oscuridad,
no parecen que le importan
ni el relente de las noches
ni el
ver que pasan las horas.
Si espera a alguien, nadie acude
a la cita misteriosa;
si
aguarda algún hora fija,
su venida fue bien pronta.
Frente por frente al convento
de
San Francisco se aposta,
cuya puerta se ve franca
como abandonada y sola.
¿Es que
aquel hombre la guarda,
o es que en acecho la ronda?
Porque él la guarda o la acecha
con una intención incógnita.
En esto la plaza adentro,
por la calle de la Sierpe
un
hombre desembocando,
a largos pasos se mete.
Un solo punto los ojos
en su derredor
revuelve,
y viendo al hombre que aguarda,
vase a él rápidamente,
el sombrero hasta las cejas
y el
embozo hasta los dientes.
Llegó al que esperaba, y plática
entablaron de esta suerte: .
-¡Andrés!
-¿Quién me llama?
-Un hombre.
-¿Me conoce?
-Sí
-¿Qué quiere?
-Que tenga por tu aljibe
un privilegio mi gente.
Me han dicho
que tú tan sólo
a tu convento defiendes,
y que cejan los villanos
y la canalla te teme.
-Y te han dicho la verdad.
-Por eso
precisamente
he venido aquí esta noche,
por si al cabo empacho
tienes
en dejarme hacer de día
lo que de noche no entiende
ninguno en el barrio.
-Hidalgo,
si eso trae, errado viene;
todos han de tomar agua,
o nadie absolutamente.
-¿Conque contra el
Rey te opones,
que lo contrario te advierte?
-Yo contra el Rey no
me opongo,
mas cuido mis intereses;
y pues por ellos no cuidan,
siendo inútiles, sus leyes,
hombre a hombre, y fuerza a fuerza,
aquí has de encontrarme siempre.
Será injusticia y escándalo,
será
cuanto se quisiere;
mas, a quien osados cargan, necio es,
si no se defiende. -Hazlo, pues.
-Enhorabuena,
hidalgo, y
tened presente
que habéis venido a buscarme.
-Menos hablar y defiéndete.
Y esto diciendo uno y otro
a
cuchilladas se meten
con tanto brío que chispas
de las espadas encienden.
El
caballero le carga
tan fiera y bizarramente,
que el hacerle cara el otro,
hasta
milagro parece.
Dan, vuelven, paran, reciben;
ni uno ceja ni otro cede;
Andrés con calma y acierto,
el otro como una sierpe:
mas es inútil, el monje
es tan
diestro y es tan fuerte,
que aunque es el hidalgo un hombre
que como un tigre revuelve,
y cuyo brazo muy pocos
a
resistirle se atreven,
de poco o nada le sirven
lo que sabe y lo que puede.
Al fin,
el monje, mirando
que el intento con que viene
es tal, que mucho peligra
si no
se concluye en breve,
lanzóle tal multitud
de tajos y de reveses,
que el otro cejó
seis pasos,
diciendo: -¡Demonio, tente!
Túvose Andrés, y el incógnito,
la
mano franca tendiéndole,
dijo: "Lo que quieras pídeme,
que todo te lo mereces.
-Yo
nada de vos espero.
¿Qué podéis vos ofrecerme?
-A todo por tu valor,
el rey don
Pedro se ofrece.
-Señor -exclamó el buen monje
ante sus plantas rindiéndose-,
perdonad si estuve osado...
-Andrés, obraste valiente;
concédote lo que quieras,
para
que de mí te acuerdes.
-Señor, de nuestra agua os pido
la propiedad solamente.
-Desde esta noche a los monjes
anuncia que la poseen."
Y tomando el rey don Pedro
por el
callejón de enfrente,
volvióse al convento el fraile,
agradecido y
alegre.
Apuro sediento tu tierno gemido, tu intimidad que me embriaga y ardiente, la lengua del dulce deseo, pasión cuyo vino no sacia...